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Authors: Christopher Priest

Tags: #Ciencia Ficción

Un mundo invertido (10 page)

De repente, se volvió y agitó la bandera en el aire para atraer la atención de los dos hombres en los postes. La sacudió en un amplio semicírculo bajo la cintura, de adelante hacia atrás. De inmediato, el hombre con la bandera junto a los postes salió de detrás de su escudo para confirmar la señal, repitiendo el mismo movimiento con la suya.

Unos momentos después, reparé en que los cables se estaban deslizando lentamente por el suelo hacia la ciudad. Los vagones de la loma se dieron la vuelta a la par que los cables se tensaban. Uno a uno fueron cesando su movimiento, aunque la mayor parte de su longitud seguía en el suelo. Supuse que se debía a su peso, ya que en la zona de los postes y los vagones ya no había cables sueltos.

—¡Dadles la señal! —gritó uno de los hombres en los postes. Enseguida su colega agitó la bandera sobre su cabeza. El hombre de la loma repitió la señal y seguidamente se desplazó a un lado, perdiéndose de vista.

Esperé, ansioso por ver qué venía después… aunque, a tenor de lo que tenía delante de mis ojos, no pasaba nada. Los hombres de la milicia mantenían sus rondas, los cables permanecían tensos. Decidí acercarme a los miembros del gremio de tracción para averiguar qué sucedía.

Tan pronto como me puse en movimiento, el hombre de la bandera me hizo señales enérgicas con el brazo.

—¡Apártate!

—¿Qué pasa?

—¡Los cables están en máxima tensión!

Retrocedí.

Se sucedieron los minutos, sin progreso aparente. Me di cuenta entonces de que los cables, poco a poco, se habían ido tensando hasta elevarse del suelo en casi toda su longitud.

Fijé mi atención en el surco de la loma, donde ya se veía la ciudad. Desde donde estaba sentado solo podía ver la esquina superior de una de las torres delanteras, alzándose majestuosa sobre el suelo y las rocas de la loma. Ante mis ojos, el resto de la ciudad se fue mostrando ante mí.

Me desplacé en un amplio arco, sin dejar de mantener una distancia respetuosa con los cables, y me coloqué detrás de los postes para mirar la ciudad desde las vías. La mole remontó la pendiente con acuciante lentitud, hasta quedar a pocos metros de los cinco vagones que tiraban de los cables sobre la cresta de la loma. Se detuvo allí y los hombres de tracción comenzaron a señalizar de nuevo.

A eso le siguió una larga y complicada operación que consistía en soltar cada uno de los cables por turno, mientras se desmontaba el vagón de remolque. Vi el desmontaje del primero, pero me aburrí pronto. Tenía hambre y, ante la sospecha de que no iba a presenciar nada digno de interés, me dirigí a la cabaña para calentarme una ración de comida.

No encontré allí a Malchuskin, a pesar de que muchas de sus posesiones continuaban en la cabaña.

Comí con tranquilidad, sabía que las maniobras de remolque no se reanudarían hasta al menos pasadas unas dos horas. Disfruté de la soledad tras el extenuante trabajo del resto del día.

Al salir de la cabaña recordé la advertencia de los milicianos respecto a la potencial amenaza que representaban los hombres, así que me dirigí a sus dormitorios. Muchos estaban sentados en el exterior contemplando los trabajos en los vagones. Aunque unos pocos hablaban, o más bien discutían a viva voz entre expresivas gesticulaciones, consideré que la milicia veía fantasmas donde no los había. Regresé a las vías.

Por la posición del sol, no quedaba mucho para el anochecer. Supuse que el resto del remolque no llevaría mucho tiempo, a partir de que se terminara con el desmontaje de los vagones. El resto del recorrido era cuesta abajo.

A su debido tiempo, el último vagón fue retirado y se procedió a tensar de nuevo los cinco cables. Se produjo una corta espera tras la cual, a la señal de los hombres de tracción, el lento avance de la ciudad siguió su curso, bajando la pendiente a nuestro encuentro. Contrariamente a lo que yo había imaginado, la ciudad no se deslizó por la propicia pendiente por su propia inercia. Advertí que los cables seguían tensos, la ciudad debía continuar teniendo que tirar de sí misma. A medida que se acercaba detecté una creciente relajación en los dos hombres de tracción, aunque no por ello dejaron de estar vigilantes. Su atención se centraba exclusivamente en el avance de la ciudad.

Finalmente, cuando la enorme construcción se encontraba a no más de diez metros del final de las vías, el hombre de las señales alzó la bandera roja y la sostuvo sobre su cabeza. Una gran ventana dominaba toda la anchura de la torre delantera y uno de los muchos hombres allí apostados alzó otra bandera similar. Segundos después la ciudad se detuvo.

A esto siguió una pausa de unos dos minutos. Entonces, un hombre salió de una puerta ubicada en la torre y se puso de pie en una pequeña plataforma sobre nuestras cabezas.

—¡Bien! ¡Frenos asegurados! —gritó—. ¡Estamos soltando!

Los dos hombres de tracción salieron de detrás de sus refugios metálicos y estiraron exageradamente sus articulaciones. No cabía duda de que se habían visto sometidos durante varias horas a una gran tensión mental. Uno de ellos se encaminó a la ciudad y orinó en un lado. Le sonrió a otro, se encaramó a un saliente y se impulsó hacia arriba por la superestructura de la ciudad hasta llegar a la plataforma. El otro hombre echó a andar por detrás de los cables y se perdió bajo la mole de cemento. Los milicianos permanecían en sus puestos. Incluso ellos se mostraban relajados.

El espectáculo terminó. Al ver la ciudad tan de cerca tuve la tentación de entrar. No estaba seguro de si sería apropiado hacerlo. Victoria era la única razón para entrar y seguramente estaría ocupada con su trabajo. Además, Malchuskin me pidió que me quedara con los hombres, pensé que sería mejor no desobedecerle.

Un hombre se acercó a mí cuando ya me encaminaba hacia mi cabaña.

—¿Eres el aprendiz Mann? —me preguntó.

—Sí.

—Jaime Collings, del gremio de los trocadores. Vías Malchuskin me dijo que había aquí varios hombres contratados a los que había que pagar.

—Así es.

—¿Cuántos? —dijo Collings.

—Quince en nuestro equipo. Hay unos cuantos más aparte del nuestro.

—¿Alguna queja?

—¿A qué se refiere? —quise saber.

—Lamentos, problemas, negarse a trabajar…

—Eran muy lentos y Malchuskin siempre tenía que gritarlos.

—¿Alguna vez se negaron a trabajar?

—No.

—De acuerdo. ¿Sabes quién es el líder del grupo?

—Hay uno llamado Rafael que habla inglés.

—Ese servirá.

Nos dirigimos juntos a las cabañas para buscar a los hombres. Al ver a Collings se produjo un espeso silencio.

Señalé a Rafael. Collings habló con él en su lengua y casi de inmediato uno de los otros se puso a gritar enfadado. Rafael le ignoró y siguió con la conversación, sin embargo estaba claro que el ambiente estaba cargado de ansiedad. De nuevo alguien alzó una voz y pronto muchos de los otros se unieron al coro. Rodearon a Rafael y Collings, e incluso alguno estiró la mano entre la maraña de cuerpos para golpear al trocador.

—¿Necesita ayuda? —le grité entre todo aquel alboroto. No me oyó. Me acerqué para gritarle de nuevo la pregunta.

—Trae a cuatro de los milicianos —me respondió en nuestro idioma—. Diles que sean discretos.

Observé un instante a los hombres discutiendo antes de irme a toda prisa. Quedaba un pequeño grupo de la milicia junto a los postes de los cables y allí me dirigí. Era evidente que habían oído el sonido de la discusión, pues ya estaban mirando en dirección a los hombres. Al verme correr hacia ellos, seis de los hombres fueron a mi encuentro.

—¡Me ha pedido a cuatro milicianos! —resollé apenas sin aliento.

—No es bastante. Déjame eso a mí, hijo.

El hombre que habló era evidentemente el que estaba al cargo. Forzó un agudo silbido y les hizo gestos a algunos de los otros hombres. Cuatro milicianos dejaron su puesto junto a la ciudad y se acercaron corriendo. El grupo de diez soldados corría camino de la escena de la discusión, conmigo a la zaga.

Sin esperar la orden de Collings, aún en el centro de la melé, los milicianos cargaron contra el grupo de hombres asestando golpes con sus ballestas a modo de garrotes. Collings se giró de repente. Les gritó algo a los milicianos, pero antes de que le diera tiempo a decir nada coherente, uno de los hombres lo cogió por detrás. Lo arrastraron por el suelo y varios tucos se acercaron a darle patadas.

Los hombres de la milicia estaban entrenados para esta clase de disputas. Actuaron con rapidez, de manera experta, descargando sus ballestas con gran precisión y puntería. Miré la escena durante unos momentos antes de introducirme en la masa de cuerpos en busca de Collings. Uno de los tucos me agarró la cara buscándome los ojos con los dedos. Traté de desembarazarme de su agarre, pero otro apareció en su ayuda. De repente me vi liberado; los dos que me habían atacado yacían en el suelo. Los milicianos que me rescataron se limitaron a seguir con sus brutales golpes sin pararse a comprobar si yo estaba bien.

La multitud estaba creciendo, otros lugareños estaban acudiendo en ayuda de los trabajadores. No presté atención a esa circunstancia y volví al centro de la refriega; mi objetivo seguía siendo llegar hasta Collings. Tenía justo delante de mí la estrecha espalda de un tuco con una fina camisa sudada adherida al cuerpo. Sin pensar, me enganché al cuello del hombre, le tiré de la cabeza hacia atrás y le lancé un puñetazo al oído. Cayó al suelo. Después de él, intenté la misma táctica con otro individuo situado delante de este, sin embargo en esta ocasión recibí la patada de un tercero y acabé en el suelo.

Entre la concentración de piernas vi el cuerpo tendido de Collings. No dejaba de recibir patadas. Estaba tumbado boca abajo, protegiéndose la cabeza con los brazos. Traté de alcanzarle dando empellones a diestro y siniestro, pero pronto yo también estaba sufriendo el mismo severo correctivo. Un pie me golpeó un lado de la cabeza y perdí el conocimiento unos instantes. Un segundo después me volvió a suceder lo mismo. Era totalmente consciente de las brutales patadas que me estaban propinando por todo el cuerpo. Me protegí la cabeza con los brazos, imitando a Collings, y traté de avanzar arrastrándome hasta la última posición donde le vi.

A mi alrededor solo distinguía un enorme bosque de piernas y cuerpos. El rugido de las voces y los gritos lo dominaba todo. Al levantar un poco la cabeza vi que estaba a pocos centímetros del trocador. Seguí adelante para tenderme a su lado. Traté de ponerme en pie, pero otra patada me volvió a tumbar.

Para mi sorpresa me di cuenta de que Collings estaba consciente. Al caer sobre él sentí su brazo alrededor de mis hombros.

—Cuando te avise, te levantas —me gritó al oído.

Pasaron unos momentos, durante los cuales me apretó el hombro con más fuerza.

—¡Ahora!

Nos levantamos realizando un sublime esfuerzo. Me soltó de su agarre para darle un puñetazo en plena cara a uno de los hombres. Yo no era tan alto, lo máximo que pude hacer fue darle a otro un codazo en el estómago. Recibí a cambio un puñetazo en el cuello y una vez más probé el suelo. Alguien tiró de mí y me arrastró por los pies. Era el trocador Collings.

—¡Agárrate! —Me rodeó con los dos brazos y me atrajo hacia su pecho. Me aferré a él con las pocas fuerzas que me restaban—. Está bien —dijo—. Aguanta.

Poco a poco el acoso a nuestra integridad se fue relajando para acabar por extinguirse. Los hombres retrocedieron y yo me dejé caer en los brazos de Collings.

Estaba muy mareado. Entre la neblina roja que se iba formando en mi visión discerní un círculo de milicianos con las ballestas alzadas y preparadas. Los trabajadores estaban huyendo. Perdí el sentido.

Lo recobré un minuto después. Me encontraba tendido en el suelo y uno de los milicianos estaba de pie a mi lado.

—¡Está bien! —gritó al tiempo que se iba.

Logré colocarme de costado soportando todo aquel dolor. A escasos metros de mí, el trocador Collings discutía malhumorado con el líder de los milicianos. Los trabajadores se congregaban a unos cincuenta metros de nosotros, en un grupo rodeado de miembros de la milicia.

Intenté ponerme en pie y lo conseguí al segundo intento. Mareado, observé la discusión de Collings. Al momento los hombres se separaron; el oficial de la milicia caminó hacía el grupo de prisioneros y Collings hacia mí.

—¿Cómo te encuentras? —me preguntó.

Traté de sonreír a pesar de la hinchazón y el dolor que sentía en el rostro. Lo único que pude hacer fue mirarle fijamente. Tenía un enorme moratón en un lado de la cara y un ojo se le estaba comenzando a cerrar. Se tocaba la cintura con una mano.

—Estoy bien —respondí.

—Estás sangrando.

—¿Dónde? —Me toqué el cuello, que me dolía inmensamente, y palpé el líquido templado. Collings examinó la herida.

—Es solo un mal roce —dijo—. ¿Quieres volver a la ciudad para que te lo traten?

—No —dije categórico—. ¿Qué demonios ha ocurrido?

—La milicia se ha pasado de la raya. Creí haberte dicho que trajeras solo a cuatro.

—No quisieron escucharme.

—Entiendo, es su naturaleza.

—Pero ¿de qué iba la discusión? —me interesé—. He trabajado con esos hombres muchos días y nunca me habían atacado.

—Existe un resentimiento latente desde hace mucho —dijo Collings—. Concretamente, tres de los hombres tienen mujeres en la ciudad. No querían irse sin ellas.

—¿Esos hombres son de la ciudad? —dije sin estar seguro de haber oído bien.

—No… he dicho que sus mujeres están allí. Estos hombres son lugareños contratados en una aldea cercana.

—Eso pensaba. ¿Qué hacen sus mujeres en la ciudad?

—Se las compramos.

8

Aquella noche no dormí bien. En la soledad de la cabaña me desvestí con cuidado para contarme las heridas. A un lado de mi pecho se acumulaba un amasijo de cardenales, además de varios arañazos profundos y dolorosos. La herida del cuello había dejado de sangrar, pero la lavé bien con agua templada y apliqué sobre ella un ungüento que encontré en el botiquín de Malchuskin. Descubrí que se me había roto una uña y que la mandíbula me dolía cuando intentaba moverla.

Consideré de nuevo la idea de regresar a la ciudad tal como me recomendó Collings (después de todo la tenía a pocos metros de distancia), con todo, al final me lo pensé mejor. No tenía la intención de llamar la atención de todo el mundo con este aspecto de haber salido de una disputa de borrachos, chocaría demasiado en la atmósfera de diáfana limpieza de allí dentro. Pensé que sería mejor lamerme mis propias heridas.

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