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Authors: Katherine Paterson

Un puente hacia Terabithia (13 page)

—Lo siento —su voz se quebró—. No puedo resistirlo.

El hombre que les había abierto la puerta se le acercó y la rodeó con el brazo. Mientras la llevaba fuera de la habitación, Jess siguió oyéndola llorar.

Se alegró de que se hubiera ido. Qué extraño era ver a una señora como ella llorar. Era como si la señora que hablaba de Polident por la tele se deshiciera en lágrimas. No encajaba. Lanzó una ojeada a la habitación llena de personas mayores con los ojos enrojecidos. «Miradme», quería decirles. «No lloro.» Una parte suya dio un paso atrás y examinó aquel pensamiento. Era la única persona de su edad que conocía cuya mejor amiga hubiera muerto. Se sintió importante. El lunes en la escuela probablemente los niños le mirarían susurrando entre sí y le tratarían con respeto: igual que habían tratado a Billy Joe Weems el año pasado cuando su padre murió en un accidente de automóvil. No tendría que hablar con nadie y todos los profesores estarían especialmente simpáticos con él. Hasta mamá obligaría a las niñas a portarse bien con él.

Tuvo un repentino deseo de ver a Leslie amortajada. Se preguntó si estaría en la biblioteca o en una de las funerarias de Millsburg. La enterrarían con sus vaqueros puestos. O tal vez con el pichi azul y la blusa de flores que llevaba en Pascua. Sería bonito. La gente se burlaba de los vaqueros y no quería que nadie se burlara de Leslie cuando estaba muerta.

Bill entró en la habitación. El
P. T.
bajó del regazo de Jess y se fue hacia él. El hombre se inclinó para acariciar el lomo del perro. Jess se levantó.

—Jess.

Bill se le acercó y le abrazó como si fuera Leslie y no Jess. Le abrazó con tal fuerza que un botón de su jersey hacía daño en la frente de Jess, pero por incómodo que se sintiera no se movió. Sintió que el cuerpo de Bill temblaba y temía que si levantaba la vista le vería llorando también. No quería ver llorar a Bill. Quería marcharse a casa. Se sentía sofocado. ¿Por qué no estaba allí Leslie para sacarlo de esa situación? ¿Por qué no entraba y hacía que todos se riesen otra vez? «Crees que morir y hacer que todos lloren es algo estupendo. Pues te equivocas.»

—Te quería, ¿sabes? —Sabía por la voz que Bill estaba llorando—. Me contó una vez que si no hubiera sido por ti... —la voz se quebró por completo—. Gracias —dijo poco después—. Gracias por haber sido un amigo tan maravilloso para ella.

Bill no parecía el mismo. Parecía salido de una vieja película sentimental. La clase de persona de la que Leslie y Jess se hubieran reído y luego imitado.
Buuuuuuuu, un amigo tan maravilloso de ella.
No pudo evitar separarse un poco para no tener aquel estúpido botón clavado en la frente. Para su alivio, Bill le soltó. Oyó a su padre preguntar discretamente a Bill por «el servicio».

Y a Bill respondiendo serenamente, casi con su voz normal, que había decidido incinerar el cadáver y que llevarían las cenizas a la casa familiar en Pennsylvania al día siguiente.

Incinerada.
Jess empezó a atar cabos en su cabeza. Eso quería decir que Leslie se había ido. Hecha cenizas. Nunca volvería a verla. Ni siquiera muerta. Nunca. ¿Cómo se atrevían? Leslie le pertenecía. Más que a cualquier otro en el mundo. Ni siquiera se lo habían preguntado. Ni siquiera se lo dijeron. Y ahora nunca volvería a verla y ellos todo lo que hacían era llorar. No era por ella. No lloraban por Leslie. Si realmente hubieran querido a Leslie no la habrían traído a un lugar tan espantoso como éste. Tuvo que contenerse para no darle a Bill una bofetada.

Él, Jess, era el único que quería a Leslie de verdad. Pero Leslie le había fallado. Se le ocurrió morirse cuando más la necesitaba. Fue a columpiarse en la cuerda sólo para demostrar que no era ninguna cobarde. «Para que te enteres», Jess Aarons. Probablemente en ese momento estaba en algún lugar riéndose de él. Burlándose de él como si fuera la señora Myers. Le hizo negar a su antiguo ser y entrar en su mundo y luego, antes de que se acostumbrara a ello, le abandonó, dejándolo desamparado como un astronauta vagando por la Luna. Solo.

Más tarde no se acordó de cuándo dejó la vieja casa de los Perkins, pero recordó que subió corriendo por la cuesta que llevaba a su casa con el rostro bañado por las lágrimas. Entró dando un portazo. May Belle estaba de pie, con los ojos castaños muy abiertos.

—¿La has visto? —preguntó emocionada—. ¿La has visto amortajada?

La golpeó. En la cara. Jamás había golpeado nada con tanta fuerza. Ella resbaló, cayendo con un pequeño grito. Entró en el dormitorio y buscó debajo del colchón hasta encontrar el papel y las pinturas que Leslie le había regalado en Navidades.

Ellie estaba en la puerta, riñéndole. La empujó para salir. Desde el sofá, Brenda también se quejó pero el único sonido que realmente captó su mente fue el lloriqueo de May Belle.

Salió disparado por la puerta de la cocina y bajó al campo hacia el arroyo, sin mirar atrás. El arroyo había bajado un poco desde la última vez que lo había visto. En la rama del manzano silvestre colgaba el extremo deshilachado de la cuerda, moviéndose suavemente. «Ahora soy el más rápido de quinto.»

Dio un grito inarticulado y lanzó el papel y las pinturas a las terrosas aguas. Las pinturas flotaron, arrastradas por la corriente como si fueran barcos, pero los papeles hacían remolinos, empapándose de agua sucia y finalmente se sumergieron. Miró cómo desaparecían. Gradualmente su respiración se hizo más lenta y el corazón latió con menos intensidad. La tierra estaba todavía húmeda de la lluvia pero se sentó. No había adonde ir. Ningún sitio. Nunca más. Apoyó la cabeza en las rodillas.

—Qué cosa más estúpida acabas de hacer.

Su padre se sentó en el barro a su lado.

—Me da igual, me da igual.

Ahora lloraba, con tanta fuerza que apenas podía respirar.

Su padre arrastró a Jess hasta su regazo como si fuera Joyce Ann.

—Lo entiendo —le dijo mientras le daba golpecitos en la cabeza—. Ssss.

—La odio —dijo Jess entre sollozos—. La odio. Me hubiera gustado no verla en mi vida.

Su padre le acariciaba el pelo sin hablar. Jess se serenó. Los dos miraron el agua.

Por fin su padre le dijo:

—Qué infierno es todo, ¿verdad?

Eran palabras que el padre de Jess podría haber dicho a otro hombre. Le parecieron extrañamente consoladoras y le infundieron valor.

—¿Crees que la gente va al infierno, quiero decir, al infierno de verdad?

—¿Estás preocupado por Leslie Burke? —Por supuesto, resultaba curioso, sin embargo.

—Es que May Belle dijo...

—¿May Belle? May Belle no es Dios.

—Sí, pero ¿cómo sabes lo que Dios hace?

—Cielos, chico, no seas tonto. Dios no va a enviar a una niña al infierno.

Nunca había pensado que Leslie fuera una niña, pero seguramente Dios sí. No iba a cumplir los once años hasta noviembre. Se levantaron y subieron la cuesta.

—No quería decir lo de odiarla. —Su padre inclinó la cabeza para mostrar que comprendía.

Todos, hasta Brenda, le trataron con ternura. Todos, excepto May Belle, que se le resistía, como si tuviera miedo de él. Quiso pedirle perdón pero no pudo. Estaba demasiado cansado. No tenía fuerzas para pronunciar ni una palabra. Tenía que compensarla de alguna manera pero estaba demasiado cansado para pensar cómo.

Aquella tarde Bill vino a casa. Iban a marcharse a Pennsylvania y preguntó si Jess podría encargarse del perro hasta que regresaran.

—Desde luego.

Se alegró de que Bill quisiera que le ayudara. Temía haberle hecho daño a Bill al escaparse aquella mañana. También se sentía ansioso por saber que Bill no le culpaba de nada. Pero no encontraba palabras para preguntárselo.

Sujetó al
P. T.
e hizo adiós con la mano mientras el polvoriento coche italiano salía a la carretera. Le pareció que contestaban a su saludo, pero estaba demasiado lejos para poder precisarlo con seguridad.

Su madre nunca le había permitido tener un perro, pero no puso pegas al P. T. El
P. T.
saltó a su cama y durmió toda la noche acurrucado contra su pecho.

Capitulo 13
La construcción del puente

Se despertó el domingo por la mañana con un sordo dolor de cabeza. Todavía era temprano pero se levantó. Quiso ir a ordeñar. Su padre lo había hecho todos los días desde el jueves por la noche, pero él quería comenzar otra vez a dar normalidad a las cosas. Encerró el
P. T.
en el establo, pero el gimoteo del perro le hizo recordar a May Belle y empeoró su dolor de cabeza. Pero no podía dejar que el
P. T.
ladrara a
Miss Bessie
mientras la ordeñaba.

No había nadie despierto cuando entró con la leche, así que se sirvió un vaso tibio y buscó unas rebanadas de pan. Quería encontrar sus pinturas y pensó en bajar a buscarlas. Soltó al
P. T.
y le dio media rebanada de pan.

Era una preciosa mañana de primavera. Las flores silvestres tempranas moteaban el verde oscuro de los campos, y el cielo estaba despejado y azul. El arroyo había descendido bastante y parecía menos terrorífico que antes. Una gran rama se había varado en la orilla y la arrastró hasta el lugar más estrecho para colocarla de una orilla a otra. La pisó y le pareció firme, así que cruzó, un pie tras otro, hasta la otra orilla, asiéndose a las ramitas que salían de la más grande para mantenerse en equilibrio. No había ni rastro de las pinturas.

Salió un poco más arriba de Terabithia. Si seguía siendo Terabithia. ¡Si se pudiera entrar atravesando sobre una rama en lugar de hacerlo columpiándose! El
P.
T. se quedó al otro lado, gimoteando penosamente. Luego el perro se llenó de valor y cruzó nadando. La corriente lo arrastró más allá de Jess, pero llegó perfectamente al otro lado, se acercó corriendo y se sacudió, salpicándole.

Entraron en el castillo. Era oscuro y húmedo, pero nada daba la impresión de que la reina hubiera muerto. Sintió la necesidad de hacer algo digno. Pero allí no estaba Leslie para decírselo. La ira volvió a estallar dentro de él. Leslie. «No soy más que un idiota y tú lo sabes. ¿Qué debo hacer?»

El frío que sentía le subió hasta la garganta, atragantándolo. Tragó varias veces. Se le ocurrió que probablemente sufría cáncer de garganta. ¿No era uno de los síntomas? «Dificultad al tragar.» Comenzó a sudar. No quería morir. Dios, sólo tenía diez años. Su vida acababa de empezar.

«Leslie, ¿tuviste miedo? ¿Sabías que te morías? ¿Tenías miedo como yo?»

La visión de Leslie succionada por el agua fría pasó velozmente por su cabeza.

—Vamos,
Príncipe Terrien
—dijo en voz bastante alta—, tenemos que hacer una corona para la reina.

Se sentó en un claro, entre la orilla y los primeros árboles, y formó una corona con una rama de pino, atándola con una cuerda mojada que encontró en el castillo. Como tenía un aspecto frío y verdoso recogió claytonias del bosque para entrelazarlas con las agujas. La puso en el suelo. Un cardenal se posó en la orilla, ladeó su brillante cabeza y pareció mirar fijamente a la corona. El
P. T.
soltó un gruñido que sonó como un ronroneo.

Jess puso una mano sobre el lomo del perro para hacerlo callar.

El pájaro dio unos saltitos más y luego levantó el vuelo tranquilamente.

—Es una señal de los espíritus —dijo Jess serenamente—. Nuestro ofrecimiento ha sido digno.

Anduvo lentamente, como si estuviera en una gran procesión, aunque sólo le acompañaba un cachorro, con la corona de la reina en la mano hasta el pinar. Se obligó a entrar en el centro oscuro del bosque y, de rodillas, colocó la corona sobre la espesa alfombra de agujas doradas.

—Padre, en Tus manos encomiendo su espíritu. —Sabía que a Leslie le hubieran gustado esas palabras. Sonaban a bosque sagrado.

La solemne procesión dio un rodeo por el bosque sagrado hasta llegar al castillo. Como un pájaro cruzando un tormentoso cielo, una diminuta paz voló a través del caos que había dentro de su cuerpo.

—¡Socorro! ¡Jess! ¡Ayúdame!

Un grito rompió el silencio.

Jess corrió hacia el lugar de donde venían los gritos de May Belle. Había cruzado la mitad del tronco que servía de puente y ahora estaba medio agarrada a las ramas de arriba, sin atreverse a ir ni hacia adelante ni hacia atrás.

—Calma, May Belle. —Las palabras le salieron con más seguridad de la que realmente sentía—. Agárrate bien, voy a por ti.

No estaba muy seguro de si la rama podría aguantar el peso de los dos. Miró el agua. Estaba lo suficientemente baja como para cruzar andando pero había muchísima corriente. ¿Y si le arrastraba? Se decidió por la rama. Se acercó poco a poco hasta que pudo tocarla. Tendría que hacer que May Belle retrocediera hasta el lado por donde estaba su casa.

—Vale —dijo—. Ahora, muévete hacia atrás.

—¡No puedo!

—May Belle, estoy aquí, contigo, ¿crees que te voy a dejar caer? Toma. —Estiró la mano derecha—. Agárrate, ponte de lado y desliza los pies sobre la rama.

Ella soltó por un momento la mano izquierda y luego volvió a agarrar la rama.

—Tengo miedo, Jess. Mucho miedo.

—Claro que tienes miedo. Cualquiera lo tendría. Pero tienes que confiar en mí, ¿de acuerdo? No te voy a dejar caer, May Belle, te lo prometo.

Ella movió la cabeza, los ojos todavía desencajados por el miedo, pero soltó la rama y le tomó de la mano, enderezándose un poco y balanceándose. Él la agarró con fuerza.

—Muy bien, ahora. No está lejos, pero desliza el pie derecho un poco, luego junta el izquierdo.

—No recuerdo cuál es el derecho.

—El de delante —dijo Jess con paciencia—. El que está más cerca de casa.

Asintió con la cabeza y movió obedientemente el pie derecho un poco.

—Ahora suelta la rama y agárrate bien a mí.

Soltó la rama y le agarró con fuerza.

—Estupendo. Lo estás haciendo muy bien. Ahora muévete un poco más. —Se balanceó pero no gritó, sólo clavó sus uñas en la palma de la mano—. Muy bien. Estupendo. Lo haces muy bien.

Tenía la misma voz tranquila y decidida de los auxiliares de los médicos en el programa
«Urgencia»
, pero su corazón golpeaba como un martillo contra el pecho.

—Muy bien. Muy bien. Ahora un poco más.

Cuando por fin su pie derecho llegó hasta aquel trozo de rama que reposaba en la orilla, se cayó hacia adelante, arrastrando a Jess.

—¡Cuidado, May Belle! —Perdió el equilibrio pero no cayó en el arroyo, sino con el pecho contra las piernas de May Belle y con las suyas propias agitándose en el vacío—. ¡Vaya! —Aliviado, se echó a reír—. ¿Qué querías hacer, pequeña, matarme?

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