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Authors: Alfonso Ussía

Tags: #Humor

Un talibán en La Jaralera (6 page)

Así se escribe la Historia, lamentablemente.

Don Ignacio, más sereno, se encaminó al comedor para desayunar de nuevo. María, la doncella de la marquesa, atendió al capellán con la callada eficiencia de siempre. Ingerido el café, encendió un cigarrillo y abrió las puertas de su conciencia al ángel y al demonio. Triunfó el ángel, y se dirigió al cuarto de la marquesa viuda a pedir su perdón. A la peculiar señora le dolían todavía los pellejos de los papos y lo estaba pasando muy malamente. Seguía sin entender la furibunda reacción del sacerdote y la agresión sufrida horas antes. Rarísima situación.

En la habitación 101 del hotel portuense, dos figuras humanas demostraban a la humanidad que la quietud horizontal es, después del esfuerzo, la posición más recomendable. Además, que el hombre y la mujer hablan mejor con la pasión cumplida.

—¿No pensabas llamarme?

—Más bien, no pensaba en otra cosa. Pero tenía mis dudas.

—Tú tenías dudas y yo tengo cinco hijos, Marsa. Un colegio.

—Algo de eso me lo debes a mí.

—A ti te debo mi felicidad… y es cierto, mi virilidad.

—No sé, Cristián, pero me siento culpable. Marisol no se merece esto.

—Marisol ya no es la que era. Ahora sólo se ocupa de los niños, y se ha puesto como una foca. Algo tenía que pasarle, Marsa. Las mujeres de origen menestral siempre engordan con la maternidad. Además, con los kilos que se ha puesto encima, respira peor y ronca una barbaridad por las noches. Y aquellos pechos, que lo reconozco, me volvían tan loco como tus tetas, se han convertido en una industria de productos lácteos.

—¿Los cinco maman de ella?

—Y le sobra. De verdad, un asco. La quiero mucho, pero toda la pasión se ha muerto. Y lo malo es que ella vive feliz con esa muerte. ¿Y tú, por qué has venido?

—Porque Colombia no está para vivir, y he pensado que lo mejor para mí, en estos momentos, es España.

—¿Y tus maridos?

—Los dos balaceados. El primero en Bogotá y el segundo en Medellín. No me importa estar sola. Madrid o Sevilla, ésa es la pregunta.

—Siempre Sevilla, Marsa.

—Me da miedo estar cerca de ti. No lo sé, Cristián.

Don Ignacio golpeó la puerta del cuarto de la marquesa viuda con timidez. Recibido el permiso de entrada, ingresó en el recinto con el titubeo propio de los culpables. No fue necesaria excusa alguna. Se acercó hasta el lecho de la doliente dama, tomó su mano derecha entre las suyas, musitó un «perdóneme» casi imperceptible, y alzándose la sotana hasta la rodilla, mostró a la ofendida su blanquísima pierna izquierda adornada por tres lacerante cilicios.

—¿También en la cintura, don Ignacio? -También. Y duele que tumba. -Yo le perdono.

A trancas y barrancas abandonó la habitación. Llegó a la suya. Se despojó de la sotana y liberó su cintura del cilicio ventral. Hizo lo mismo con los de las piernas y se sintió profundamente aliviado. En esta ocasión, el demonio había vencido al ángel. Guardados los cilicios, se encaminó a la cocina, en pos de un tentempié preparado por Ramona. La marquesa, en su cuarto, oraba agradecida por la actitud del sacerdote, y era tal la paz de su espíritu, que por una vez, y sin que sirviera de precedente, añadió a sus jaculatorias un ruego especial. -Y si no te parece un abuso de confianza, Dios Mío, protege también a los moros, a pesar de lo malísimos que son. Ya tenía María preparado el baño y el vestido mañanero. Alivio de luto, en homenaje a la difunta Margarita de Inglaterra. Fuera de la casa, la primavera había decidido, al fin, instalarse.

Desde el cielo, Andalucía es aún más prodigiosa que con los pies en la tierra. Bruscos cambios de colores y movimientos. Osama admiraba la belleza de la Baja Al-Andalus a bordo del ultraligero. Su profesor, un viejo piloto de líneas aéreas jubilado y con el remusguillo intacto, le explicaba las nociones indispensables para aprender a volar. Osama había pagado el curso por adelantado con el dinero que guardaba en la bolsa de deportes, y no perdía ripio de las enseñanzas. En un momento dado, el piloto viró y la tierra se acercó al plano derecho del pequeño artefacto volador. Cuando recuperó su horizontalidad, se ofreció ante Osama un paisaje de ensueño. El piloto, ajeno a las circunstancias, y a pesar del ruido del motor mosquito, indicó a su alumno que sobrevolaban La Jaralera, «una de las fincas particulares más grandes y mejores de España». Osama reconoció al instante la casa principal, el jardín que él cuidaba, el camino hacia la dehesa, el río Guadalmecín, el lago y la albariza. Más allá, la manchona, con su tono verde agreste y cerrado, la zona de las Barrancas, el cerrillo de la Infanta Eulalia y la Casa de los Cazadores. El piloto, que estaba a lo suyo, no advirtió la cínica sonrisa que se dibujaba en el nada agraciado rostro de su alumno Osama, matriculado como Mustafá.

La marquesa oyó el ruido sordo del ultraligero, lo mismo que Marisol, Tomás, Flora, Elena y Fermina. Don Ignacio, duro de oreja, siguió haciéndose con la tortilla de patatas de Ramona. Y Ramona, que había salido al jardín trasero de la casa y descubierto el pequeño avión, comentó:

—Ese loco se va a dar un día una leche de las buenas.

Don Ignacio alzó la vista de la tortilla, emitió un sonido de gula alzada y siguió con su cometido. El ultraligero viró a la derecha, y tomó rumbo hacia el norte, mientras su cansino «runrún» se hacía sordo a medida que se alejaba del paraíso.

La hora de comer se había presentado de golpe, y sorprendido al marqués y a su colombiana errante en la segunda etapa de horizontalidad constructiva. Minutos antes, una galerna de tórrido levante a punto estuvo de derribar todos los muebles de la habitación 101. Las sábanas de la cama descansaban sobre el suelo, y dos cuerpos desnudos dormitaban abrazados. El cuerpo desnudo situado en el lado derecho de la cama según se entra a la habitación, abrió un ojo, estiró el brazo hacia la mesilla de noche, tanteó sobre ella, cogió el reloj y después de enfocar la vista, se incorporó de un salto de la cama y gritó.

—¡Las dos! ¡Son las dos!

El cuerpo del lado izquierdo se sobresaltó, y sus dos inmensos y verdes ojos caribes sonrieron desde su expresión.

—¿Tienes que comer en casa, mi amor? -No, Marsa. Pero es la hora del aperitivo. No puedo comer si no tomo antes una copita. Vamos, mi vida.

La verticalidad se adueñó del aposento. Se ducharon juntos, se vistieron con rapidez y calle Larga hacia abajo, buscaron el refugio de sus placeres. Algunos viandantes reconocieron a Sotoancho, pero nada le importaba. Es más, sin pudor social ni agobio posó el brazo izquierdo sobre el hombro de Marsa y así anduvieron a la vista de todos, porque el amor nubla las prudencias, asesina las cautelas y sólo responde a la naturalidad de los impulsos. Como dos enamorados, Sotoancho y Marsa brindaron con su copita de Fino Quinta, mientras el Guadalete, ya casi mar de la bahía, se despedía de su camino de tierra y acostumbraba su corriente al sabor salado del Atlántico. Y no pudiendo remediarlo, se abrazaron de nuevo y nadie podía separarlos.

SIENA DE RENUNCIA

Las mujeres son más listas que nosotros. Comí con Marsa en el Puerto y el café nos puso de nuevo en órbita. Se alargó la siesta y llegué a casa a eso de las nueve de la tarde, «tipo nueve» como dicen los diplomáticos. La expresión de Marisol nada tenía de acogedora, y la de Mamá, menos de comprensiva. Pero lo que más me inquietó fue la mirada de Tomás.

—Llevas doce horas fuera de casa, Cristián.

—Pocas me parecen para lo que he hecho, Marisol.

La única ventaja es que a Marisol no le importa mucho lo que yo haga. Protesta por orgullo, pero sin convicción o dramatismo. Está deseando creerme, porque todo lo que no sean sus hijos, le da pereza. De cualquier forma, algo se huele.

—Has cambiado de colonia.

—No, mi amor. Me he puesto unas gotitas de la que había en el cuarto de baño del restaurante.

—¿Dónde has comido?

—En «El Faro», del Puerto.

—¿Sólo?

—No; con el Alcalde y Fernando Gago. Ya te comenté… que eso, que quiero comprar un abono para la feria de agosto. Este año torean juntos Enrique Ponce, José Tomás y «El Juli». Y me han dicho que sí, que cuente con las localidades.

—¿Y has ido sin corbata? Esta mañana la llevabas puesta.

—Me la quité en el restaurante. Me ahogaba un poco. Estará en el coche.

—Bueno, bueno, me parece muy bien lo de los toros. Así te distraes.

El beso a Mamá, muy chocante.

—Apestas a pachulí, hijo.

El saludo de don Ignacio, frío.

—Buenas noches, Cristián.

Las palabras de Tomás, intolerables.

—Si desea un wishky con mucho hielo y agua, ahí están la botella, el cubo de hielo y el vaso, señor marqués.

—Gracias por tu amabilidad, Tomás.

Marisol ha abandonado la mesa en la sopa. Fermina ha irrumpido en el comedor y le ha notificado, con desasosiego y sofoco, que uno de los niños estaba llorando. Mi madre, que come menos que un colibrí, se ha disculpado. Me he quedado mano a mano con don Ignacio, siempre con Tomás de testigo.

—Cuénteme, don Ignacio. ¿Ha arreglado lo de su retirada de carné?

—Nada que hacer, Cristián. Y lo malo es que mañana tenía que llegarme hasta Sevilla para recoger don Crispín, mi adjunto en la capellanía.

—Que vaya Manolo.

—Iré con Manolo, qué remedio. He perdido los nervios, Cristián, y si mal no recuerdo, le he arreado a su madre un sopapo. Ya está todo arreglado, pero no quería que se enterara por terceras personas. Con su permiso me retiro. No tengo ganas de charlita. Buenas noches.

Mi soledad a punto de estallar. He intentado huir, pero Tomás me ha cerrado el paso.

—¿Ha estado con la colombiana, señor?

—He estado con Mustafá.

—¿Y con la colombiana?

—No te lo vas a creer, Tomás. Pero me he encontrado con ella en una calle del Puerto.

—Como le haga daño a mi niña, soy capaz de cualquier cosa.

—Anda, anda, Tomás. Además, ya no le importa. Y para que lo sepas de una vez. He estado con ella, me he acostado con ella y he quedado para mañana con ella. El problema es otro. El problema es que el loco de Mustafá ha jurado en el nombre de Alá vengarse de Mamá cobrándose nuestras vidas, incluida la tuya. Eso es lo que debería pre ocuparte. Que ahora que eres millonario, con lo que has tardado en serlo, estás en peligro de muerte. Si en diez días no arreglo el asunto, no vas a estrenar tu casa en Fuentebravía.

—Hay que ir al cuartelillo.

—Déjame hacer, Tomás. Tenemos diez días de plazo. Habla con la gente y que mañana a primera hora se pongan a limpiar la Casa de los Cazadores. Hay que sacar de aquí cuanto antes a mi madre. No sé… le diremos que los niños han agarrado un virus maligno y contagioso y que…

—No se lo va a creer.

—Pues lo que sea, Tomás. Piensa algo. En cinco días, Mamá tiene que estar instalada allí. Su presencia en esta casa supone un peligro. Ya hablaremos de la colombiana. Ahora, Tomás, lo fundamental es salvar nuestro pellejo. Piensa, piensa, que yo me quedo tomando una copita. Buenas noches.

Primavera enloquecida. Ya calor, moscas y días largos. Mi madre ha vuelto a tener un disgusto. Ha fallecido en Londres la Reina Madre de Inglaterra, con más de cien años, y se ha resentido un algo su característica entereza. Hoy, a primera hora de la mañana, antes de que don Ignacio marchara hacia Sevilla -con Manolo al volante, claro-, para recoger a don Crispín, ha oficiado revestido de luto una Misa por el alma de Su Majestad, con todo el personal libre de servicio presente. La homilía de nuestro capellán ha emocionado sobremanera a Mamá, especialmente cuando ha reconocido su admiración por esa generación que desaparece. Su frase «cuando usted era una niña, señora marquesa viuda, la Reina Madre iniciaba sus relaciones con el Príncipe Alberto, el que sería posteriormente Jorge VI», ha sacudido el rincón oculto de la emotividad de Mamá, y una lágrima de fuente limpia ha resbalado desde su ojo izquierdo hasta la pelleja derecha de su mentón. Rarísimo el sendero elegido por la lágrima para caer, porque lo lógico hubiese sido, ya que emergió del ojo izquierdo de mi madre, que siguiera el camino natural. Pero a la altura de la comisura labial izquierda, quizá por una arruga, por un gesto imprevisto o por una deformación no advertida causada por la edad, la lágrima ha cambiado de rumbo, fluyendo casi en sentido horizontal bajo el labio inferior de Mamá y ocupando el sector derecho del mentón. Allí, satisfecha con su demostración de dominio, ha procedido a descender hasta abandonar definitivamente el rostro de mi madre y caer, como solitaria gota de rocío, sobre el negro chal de los días solemnes, cuyo origen se remonta a la bisabuela Hendings, que no recuerdo bien si lo compró en Londres o se lo hicieron aquí. Un día de éstos se lo preguntaré a Mamá, porque me gusta conocer los detalles de nuestra familia.

He aprovechado el desayuno, a solas con ella, para hurgar en su ánimo. Así que, tras reiterarle mi profundo pesar por el fallecimiento de la Reina Madre y encontrar en su mirada el brillo de la gratitud, me he atrevido a susurrarle.

—Mamá, según tengo entendido, los niños están contagiosos.

—No me importa nada, porque no me acerco a ellos.

—Pero dicen los doctores que los virus o las bacterias vuelan como vencejos y llegan a todos los rincones de la casa.

—Nunca he sido jardín de porquerías.

—Pero puedes serlo, por razones de edad. El doctor me ha recomendado que durante una temporadita, quince días como mucho, abandones esta casa infectada. Y había pensado, si no te parece mal, que te instalaras en la Casa de los Cazadores, que se ha quedado de dulce. Te llevas a Ramona y a María, y yo iría todos los días a comer o a cenar contigo. Creo que es lo mejor.

—Yo en esa casa no pongo ni un pie. En aquella casa, Susú, hijo mío, ya es hora de que te enteres, tu padre hizo más de una frescura.

—Mamá, eso no son más que rumores.

—Sí, sí, rumores. Allí organizaba tu padre unos saraos de órdago, con flamencos y todo. Allí se cocían muchas salsas con satanás de cocinero. Y allí, aunque te escandalice lo que te voy a revelar, allí hijo, y que Dios me perdone por lo que voy a decir, allí se acostaba el Rey Alfonso XII con la marquesa de Ruiloba mientras la pobre Infanta Mercedes preparaba el trusó para la boda.

—Algo sabía de eso, Mamá.

—Pues yo lo tenía guardado como un secreto oficial. Pero al grano. No me muevo de aquí y no me voy a esa casa empecatada. Prefiero morir contagiada por uno de tus hijos, que a propósito y sin que te ofenda, son horrorosos, a dormir bajo un techo que se ríe del Sexto Mandamiento.

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