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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Un triste ciprés (18 page)

—Créame... realmente..., sería mejor que no hiciese ninguna pregunta. Estoy en buenas manos. Mister Seddon ha sido muy amable conmigo. Me defenderá un famoso abogado.

Poirot dijo:

—¡No es tan famoso como yo!

Elinor Carlisle dijo, con acento de cansancio:

—Posee una gran reputación.

—Sí, para defender criminales. Yo tengo una reputación... para demostrar la inocencia.

Alzó los ojos al fin; ojos intensamente azules. Miraron con fijeza a los de Poirot. Preguntó:

—¿Cree usted que soy inocente?

Hércules Poirot repuso:

—¿Lo es usted?

Elinor esbozó una sonrisa irónica. Replicó:

—¿Es ésa una prueba de su habilidad? Es muy fácil, ¿no es verdad?, contestar: «Sí.»

Poirot dijo inesperadamente:

—Está usted muy cansada, ¿no es cierto?

Los ojos bellamente azules de la muchacha se dilataron un poco. Respondió:

—Sí, mucho. ¿Cómo lo ha sabido?

Hércules Poirot contestó:

—Lo he sabido.

Elinor observó:

—Estaré contenta cuando todo esto... termine de una vez.

Poirot la contempló en silencio un instante. Luego dijo:

—He visto a... su primo, a mister Roderick Welman.

El rostro blanco y orgulloso enrojeció ligeramente. Poirot se dio cuenta de que una pregunta suya iba a contestarse sin haber sido hecha.

Ella dijo, con voz ligeramente temblorosa:

—¿Ha visto usted a Roddy?

Poirot respondió:

—Está haciendo todo cuanto puede por usted.

—Lo sé.

Su voz era suave.

—¿Es pobre o rico?

—¿Roddy? No posee gran fortuna propia.

—¿Y es derrochador?

Ella respondió, distraída:

—Ninguno de los dos creíamos que eso tenía importancia. Sabíamos que algún día... —se interrumpió.

Poirot preguntó rápidamente:

—¿Contaba usted con su herencia? Es muy comprensible. Quizá sepa usted el resultado de la autopsia practicada a su tía. Murió de una intoxicación producida por morfina.

Elinor Carlisle repuso con frialdad:

—Yo no la maté.

—¿La ayudó usted a suicidarse?

—¿Que si la ayudé?... ¡Oh, comprendo! No, no hice tal cosa.

—¿Sabía usted que su tía no había hecho testamento?

—No. Lo ignoraba por completo.

Su voz, ahora, carecía de inflexión. La respuesta fue mecánica, sin interés.

Poirot preguntó:

—Y usted, ¿ha hecho testamento?

—Sí.

—¿Lo hizo el día en que el doctor Lord le habló a usted al respecto?

—Sí.

De nuevo su rostro enrojeció.

Poirot interrogó:

—¿A quién ha dejado usted toda su fortuna, miss Carlisle?

Elinor contestó quedamente:

—Lo he dejado todo a Roderick, a Roderick Welman.

—¿Sabe él eso?

Ella respondió rápidamente:

—No, ciertamente que no.

—¿No lo discutió usted con él?

—Naturalmente que no. Se habría encontrado en una situación embarazosa y le habría disgustado que yo hiciera tal cosa.

—¿Quién más conoce el contenido de su testamento?

—Únicamente mister Seddon... y sus ayudantes, supongo.

—¿Redactó mister Seddon el testamento?

—Sí, le escribí aquella misma noche; quiero decir la noche del día en que el doctor Lord me habló de ello.

—¿Echó usted personalmente la carta al correo?

—No. La deposité en el buzón de la casa con las otras cartas.

—Usted la escribió, la metió en un sobre, cerró éste, le puso un sello y la introdujo en el buzón,
comme ça?
¿No se detuvo usted a reflexionar? ¿A leer de nuevo la carta?

Elinor contestó, mirándole con fijeza:

—La volví a leer. Fui a buscar unos sellos. Al volver, leí de nuevo la carta para asegurarme de que me había expresado con claridad.

—¿Había alguien más en el cuarto con usted?

—Solamente Roddy.

—¿Sabía él lo que estaba usted haciendo?

—Le he dicho que no.

—¿Pudo alguien leer la carta cuando usted salió del cuarto?

—Lo ignoro... ¿Se refiere a una de las criadas? Supongo que pudieron hacerlo si hubieran entrado en la habitación durante mi breve ausencia.

—¿Y antes que mister Roderick Welman entrase?

—Sí.

Poirot dijo:

—Y él, ¿pudo haberla leído también?

La voz de Elinor era clara y despectiva. Replicó:

—Puedo asegurarle a usted, monsieur Poirot, que mi
primo
, como usted le llama, no lee las cartas ajenas.

Poirot repuso:

—Ésa es la idea aceptada. Se sorprenderá usted si supiera cuántas personas hacen cosas que no deben hacerse.

Elinor se encogió de hombros.

Poirot dijo en tono casual:

—¿Fue aquel día cuando se le ocurrió la idea de matar a Mary Gerrard?

Por tercera vez el rostro de Elinor Carlisle enrojeció. Esta vez fuertemente. Preguntó:

—¿Eso se lo dijo Peter Lord?

Poirot dijo suavemente:


Fue
entonces, ¿no es verdad? Cuando usted miró por la ventana y la vio haciendo el testamento. Fue entonces, ¿no es cierto?, cuando se le ocurrió lo divertido y lo conveniente que sería si Mary Gerrard muriese por casualidad...

Elinor dijo en voz baja, sofocada:

—Él lo adivinó..., él me miró y lo adivinó.

Poirot dijo:

—El doctor Lord sabe mucho... No es ningún necio ese joven de rostro pecoso y cabello rojizo...

Elinor preguntó en voz baja:

—¿Es cierto que él le ha mandado venir para que me ayude?

—Es verdad,
mademoiselle
.

Ella suspiró, y dijo:

—No lo entiendo. No, no lo entiendo.

Poirot dijo:

—Escuche, miss Carlisle. Es necesario que usted me diga lo que ocurrió el día de la muerte de Mary Gerrard; adonde fue usted, lo que hizo; más aún: quiero conocer hasta lo que usted pensó.

Ella le miró con fijeza, asombrada. Luego, lentamente, una sonrisa asomó a sus labios. Contestó:

—Usted debe de ser un hombre increíblemente simplote. ¿No comprende usted cuan fácil me sería mentirle?

Hércules Poirot repuso plácidamente:

—No importa.

Estaba perpleja.

—¿No importa?

—No. Pues las mentiras,
mademoiselle
, dicen a un oyente tanto como la verdad. A veces dicen más. Vamos, vamos, comience. Encontró usted a su ama de llaves, a la excelente mistress Bishop. Quería ir a ayudarla. Usted no se lo permitió. ¿Por qué?

—Quería estar sola.

—¿Porqué?


¿Por qué? ¿Por qué?
Porque yo quería... pensar.

—Quería usted pensar..., sí. ¿Y qué hizo después?

Elinor, con la barbilla erguida retadoramente, contestó:

—Compré un poco de pasta para emparedados.

—¿Dos botes?

—Dos.

—Y fue a Hunterbury. ¿Qué hizo allí?

—Subí al cuarto de mi tía y empecé a examinar sus objetos personales.

—¿Qué encontró?

—¿Qué encontré? —replicó, y frunció el ceño—. Ropas, cartas, retratos, joyas...

Poirot preguntó:

—¿Y... secretos?

—¿Secretos? No lo entiendo.

—Continuemos. ¿Qué hizo después?

La joven respondió:

—Bajé a la cocina y corté unos emparedados.

Poirot dijo suavemente:

—Y usted pensó... ¿qué?

Los ojos azules de la muchacha chispearon de repente. Repuso:

—Pensé en Eleanor de Aquitania...

Poirot murmuró:

—La entiendo perfectamente.

—¿Sí?

—Sí. Conozco la historia. Ella ofreció a Bella Rosamunda la elección entre una daga o una copa de veneno. Rosamunda eligió el veneno...

Elinor no dijo nada. Estaba pálida.

Poirot continuó:

—Pero quizá en esta ocasión
no había opción...
Prosiga,
mademoiselle
. ¿Qué hizo a continuación?

La muchacha contestó:

—Puse los emparedados en un plato y me dirigí al pabellón. La enfermera Hopkins estaba allí, como Mary. Les dije que había preparado unos emparedados y que los tenía arriba.

Poirot la observaba. Dijo suavemente:

—Sí, y subieron juntas a la casa, ¿no es verdad?

—Sí. Comimos los emparedados en la sala.

Poirot dijo en el mismo tono suave de voz:

—Sí, sí...,
todavía ensimismada en su sueño
. ¿Y luego?

—¿Luego? —ella le miró con fijeza—. La dejé... de pie, junto a la ventana. Fui a la cocina. Todavía, como usted dice, estaba
en un sueño...
La enfermera estaba allí lavando algo...; le di el bote de la pasta.

—Sí, sí. ¿Y qué sucedió entonces? ¿Qué pensó usted después?

Elinor contestó como en éxtasis:

—Observé una señal en la muñeca de la enfermera. Se lo hice notar, y ella me dijo que era de una espina de los rosales del pabellón.
Las rosas junto al pabellón...
Roddy y yo discutimos en una ocasión, hace mucho tiempo, acerca de la guerra de las Dos Rosas. Yo era Lancaster, y él York. A él le gustaban las rosas blancas; yo dije que no eran reales, que ¡ni siquiera olían! A mí me gustaban las rosas encarnadas, grandes y oscuras y aterciopeladas y olorosas, del verano... Disputamos de la manera más idiota imaginable. Verá usted: todo ello lo recordé allí, en la cocina, y... algo..., algo, el odio que hervía en mi corazón, desapareció al recordar cómo éramos cuando niños. Ya no quería que ella muriese...

Hizo una pausa.

—Pero más tarde, cuando volvimos a la sala, estaba agonizando...

Calló.

Poirot la examinaba muy atento. Elinor enrojeció, y dijo:

—¿Volverá usted a preguntarme... si maté a Mary Gerrard?

Poirot se puso en pie. Dijo rápidamente:

—No le preguntaré nada. Hay cosas que no quiero saber.

Capítulo XII
-
Rosas blancas y rosas encarnadas
1

El doctor Lord aguardó la llegada del tren, como le habían pedido.

Hércules Poirot se apeó de él. Parecía un
dandy
, y llevaba zapatos de charol.

El doctor escrutó ansiosamente su rostro, pero Hércules Poirot no daba a entender nada.

Peter Lord dijo:

—He hecho todo cuanto he podido para responder a sus preguntas. En primer lugar, Mary Gerrard partió para Londres el diez de julio. En segundo lugar, yo no tengo ningún ama de llaves; un par de muchachas se cuidan de mi casa. Creo que usted se refiere a mistress Slattery, que era el ama de llaves del doctor Ransone, mi predecesor. Puedo presentársela, esta mañana, si gusta. He dispuesto que no salga de su casa.

—Sí, creo que sería mejor verla a ella primero.

—Luego dijo usted que quería ir a Hunterbury. Le acompañaré. Es extraño que no haya ido antes. No acierto a comprender por qué no fue usted cuando estuvo aquí anteriormente. Yo diría que, en un caso como éste, lo primero era visitar el lugar del crimen.

Ladeando un poco la cabeza, Hércules Poirot preguntó:

—¿Por qué?

—¿Por qué? —exclamó Peter Lord, quien quedó algo desconcertado por la pregunta—. ¿No es lo habitual?

Hércules Poirot repuso:

—¡No se practica una investigación con un libro de texto en la mano! Se emplea la propia inteligencia natural.

Él doctor observó:

—Podía encontrar alguna pista allí.

Poirot suspiró:

—Lee usted demasiadas novelas policíacas. La Policía del distrito es formidable. No tengo la menor duda de que habrán buscado concienzudamente por la casa y sus alrededores.

—Sí, en busca de pruebas
contra
Elinor Carlisle; no pruebas en su favor.

Poirot suspiró:

—¡Mi querido amigo, esta Policía no es ningún monstruo! Detuvieron a Elinor Carlisle porque había suficientes pruebas en contra de ella; pruebas muy serias. Era inútil que yo recorriese el mismo terreno que la Policía había investigado ya.

—Pero ¿usted quiere ir allí ahora? —objetó Peter.

Hércules Poirot movió afirmativamente la cabeza, y dijo:

—Sí; ahora es necesario. Porque
ahora sé exactamente lo que busco
. Uno debe ponerse de acuerdo con las células del cerebro antes de emplear los ojos.

—Entonces, ¿usted cree que aún puede haber alguna cosa allí?

Poirot dijo dulcemente:

—Se me ha ocurrido que tal vez encuentre allí algo.

—¿Algo que demuestre la inocencia de Elinor?

—¡Ah, no he dicho tal cosa!

Peter Lord se detuvo en seco.

—¿Quiere usted decir que todavía cree que ella es culpable?

Poirot contestó gravemente:

—Tiene usted que esperar, amigo mío, antes de recibir una respuesta a esa pregunta.

2

Poirot almorzó con el doctor en una agradable habitación cuadrada con una ventana que daba al jardín.

Lord preguntó:

—¿Consiguió usted lo que quería de mistress Slattery?

Poirot asintió:

—Sí.

—¿Para qué la quería usted ver?

—¡Para chismorrear! Para hablar de los tiempos pasados. Algunos crímenes tienen sus raíces en el pasado. Y creo que éste es uno de ellos.

El doctor dijo, irritado:

—No entiendo una palabra de lo que dice.

Poirot sonrió:

—Este pescado está fresquísimo —declaró.

Lord gritó, irritado:

—¡Como que lo he pescado yo mismo antes del desayuno!... Dígame, Poirot... ¿No puedo saber qué es lo que usted pretende hacer?... ¿Por qué no me lo dice?...

El detective movió la cabeza.

—Porque aún no sé nada en concreto. Siempre, por dondequiera que mire, llego a la conclusión de que nadie tenía motivos para matar a Mary Gerrard..., excepto Elinor Carlisle.

Peter Lord arguyó:

—Eso no puede usted asegurarlo tampoco... Recuerde que Mary estuvo algún tiempo en el extranjero.

—Sí. Ya he practicado algunas investigaciones.

—¿Ha estado usted en Alemania?

—¿Yo?... No.

Hizo una mueca festiva, y añadió:

—Tengo mis espías.

—¿Y da usted crédito a todo lo que ellos le digan?

—Naturalmente. Son hombres veraces, y, como comprenderá, no voy a hacer viajes de placer pudiendo hacerlos otro por mí por una suma modestísima, y con más conocimientos del país de los que yo hubiese podido adquirir. Le aseguro,
mon cher ami
, que tengo varias castañas en el asador. Además, poseo algunos ayudantes utilísimos; entre ellos, un ex ladrón.

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