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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Clásico

Una ciudad flotante (3 page)

—¿Y viajáis, Fabián?… —le pregunté observando su rostro pálido y triste.

—Para distraerme, si puedo —respondió, estrechando mi mano con emoción, el capitán Fabián Macelwin.

CAPÍTULO IV

Fabián se separó de mí, para ir a reconocer su alojamiento, en el camarote 73 de la serie del gran salón, cuyo número estaba marcado en su billete. En aquel momento, gruesos borbotones de humo revoloteaban en torno de las anchas bocas de las chimeneas del buque. Oíase estremecer el casco de las calderas hasta en las profundidades de la nave. Huía el estridente vapor por los tubos de escape, volviendo a caer sobre cubierta, en forma de menuda lluvia. Estrepitosos remolinos revelaban que se estaban ensayando las máquinas. La presión decía al ingeniero que podíamos partir.

Fue preciso ante todo levar el ancla. La marea subía aún y el
Great-Eastern,
movido por su empuje, le presentaba la proa. Todo estaba dispuesto para bajar el río. El capitán Anderson había tenido que aprovechar aquel momento para aparejar, pues la eslora del
Great-Eastern
no le permitía evolucionar en el Mersey. No arrastrado por la bajamar, sino al contrario, resistiendo la rápida marea, era más dueño de su barco y estaba más seguro de poder maniobrar hábilmente por entre las numerosas embarcaciones que surcaban el río. El más leve contacto con aquel gigante hubiera sido desastroso.

Levar el ancla en tales condiciones exigía esfuerzos considerables. En efecto, el buque, a impulso de la corriente, estiraba las cadenas que lo amarraban. Además, un fuerte viento del Sudoeste, hallando en su masa un obstáculo, unía su acción a la del flujo. Para arrancar las pesadas anclas del fondo de cieno se necesitaban poderosos aparatos. Un
anchor-boat,
buque especial, destinado a esta operación, se enganchó a sus cadenas; pero no bastando sus cabrestantes, hubo que recurrir a los aparatos mecánicos que tenía a su disposición el
Great-Eastern.

En la proa, para izar las anclas, estaba dispuesta una máquina de la fuerza de setenta caballos. Se obtenía una fuerza considerable, que podía actuar inmediatamente sobre el cabrestante a que se enganchaban las cadenas, sin más que hacer pasar a los cilindros el vapor de las calderas. Pero la inmensa fuerza de la máquina fue insuficiente y hubo que acudir en su socorro. Cincuenta marinos, obedeciendo una orden del capitán Anderson, colocaron las palancas y empezaron a virar el cabrestante.

El buque empezó a avanzar sobre sus anclas, pero con mucha lentitud. Los eslabones rechinaban penosamente en los escobones; me parece que algunas vueltas de rueda, que hubieran permitido embragar más fácilmente, hubieran aliviado mucho las cadenas.

Hallábame entonces en la toldilla de proa con algunos pasajeros, que contemplaban, como yo, los progresos de la operación. A mi lado, un viajero, impaciente, sin duda, por la lentitud de la maniobra, se encogía de hombros a cada instante, burlándose de la imponente máquina. Era un hombrecillo flaco, nervioso, de viveza ratonil, cuyos ojos apenas se distinguían bajo los pliegues de sus párpados. Un fisonomista hubiera comprendido, a la primera ojeada, que la vida se presentaba de color de rosa a aquel filósofo, discípulo de Demócrito, que no daba punto de reposo a sus músculos cigomáticos, necesarios para la acción de la risa. Por lo demás, como luego tuve ocasión de ver, era un buen compañero de viaje. «Hasta ahora —me dijo—, había yo creído que las máquinas servían para ayudar a los hombres, y no para que éstos las ayudaran».

Iba a responder a observación tan sensata, cuando se oyeron gritos. Mi vecino y yo corrimos a la proa, donde pudimos ver que habían sido derribados todos los trabajadores de las palancas: unos se levantaban, otros no podían levantarse. Un piñón de la máquina había saltado, y la poderosa acción de las cadenas había hecho girar con espantosa fuerza el cabrestante. Los marineros habían sido heridos, con terrible violencia, en el pecho o en la frente. El irresistible molinete descrito por las sueltas barras había herido a doce marineros y muerto a cuatro. Entre los heridos se hallaba el contramaestre, que era un escocés llamado Dundée.

Todos acudimos. Los heridos fueron llevados a la enfermería y se mandó desembarcar los cadáveres. La vida de las gentes pobres es tan poca cosa para los anglosajones, que apenas causó impresión a bordo tan triste suceso. Aquellos desgraciados, muertos o heridos, no eran más que dientes de una rueda, fáciles de reponer. El ténder, dócil a una seña que se le hizo, volvió a atracar a nuestro costado.

Me dirigí a la escalera que no se había quitado aún. Los cadáveres, envueltos en mantas, fueron colocados sobre cubierta, en el ténder. Uno de los médicos de la dotación del
Great-Eastern,
fue a acompañarlos a Liverpool, con orden de regresar cuanto antes a bordo. Alejóse el ténder, y los marineros lavaron las manchas de sangre que ensuciaban el puente.

Detalle curioso. Un viajero levemente herido por una astilla, se marchó en el ténder, aprovechando la ocasión. Ya estaba saturado de
Great-Eastern.

Yo miraba el ténder, que a todo vapor se alejaba, cuando oí a mi irónico compañero, que murmuraba detrás de mí:

—¡Buen principio de viaje!

—No puede ser peor —repliqué—. ¿Tengo el honor de hablar a…?

—Al doctor Dean Pitferge.

CAPÍTULO V

La operación había empezado de nuevo. El
anchor-boat
permitió aliviar las cadenas, y las anclas dejaron al fin el tercer lecho. La una y cuarto daban en los relojes de Birkenhead; para aprovechar la marea, era indispensable que el
Great-Eastern
no retardara más su salida. Subieron a la pasadera el capitán y el piloto. Colocóse un teniente junto al aparato de señales de las ruedas y otro junto al de la hélice; entre los dos, junto a la ruedecilla destinada a mover el timón, estaba el timonel. Otros cuatro timoneles, para el caso de que llegara a faltar la máquina de vapor, vigilaban en la parte de popa, dispuestos a maniobrar las grandes ruedas del timón. Para bajar el río, el
Great-Eastern
no tenía más que hendir la marea.

Diose la señal de partir. Resonó la hélice en la popa, azotaron las ruedas lentamente las primeras capas de agua, y empezó a moverse el buque.

Casi todos los viajeros contemplaban, desde la toldilla de proa, el doble paisaje que ofrecían Liverpool a la derecha y Birkenhead a la izquierda. El Mersey no dejaba, para el paso de nuestro enorme buque, más que estrechos callejones, entre los buques anclados y los que se movían subiendo o bajando. Pero, sensible a los más leves movimientos de la mano del piloto, el
Great-Eastern
se deslizaba por aquellas angosturas, ágil como una piragua. Hubo un momento en que me pareció imposible que dejáramos de pasar por ojo a una fragata que cruzaba la corriente y que rozó, con sus penoles, el casco de nuestra gigantesca nave; pero se evitó el choque, y cuando, desde las cofas, pude ver aquel barco de 700 a 800 toneladas, me pareció uno de esos barquitos con que los niños juegan en los estanques de Green-Park o de Serpentine-River.

No tardó el
Great-Eastern
en atravesar los muelles del embarque de Liverpool. Los cuatro cañones, respetando la memoria de los muertos que el ténder desembarcaba, permanecieron mudos, pero formidables aclamaciones y vivas reemplazaron aquellos estampidos, que son las más ruidosas manifestaciones de la cortesía nacional. Resonaron palmoteos, se levantaron los brazos, se agitaron los pañuelos con ese entusiasmo de que son tan pródigos los ingleses a la salida de todo barco, aunque sea una lancha que va a dar un paseo por la bahía. Mas ¡qué manera de responder a aquellos saludos! Millares de curiosos coronaban las murallas de Liverpool y de Birkenhead. Los
boats,
cargados de espectadores, hormigueaban en el río. La tripulación del
Lord Clyde,
buque de guerra fondeado en la dársena, saludó al
Great-Eastern
con sus aclamaciones, desde lo alto de las vergas. Desde las toldillas de los buques anclados en el río, estrepitosas músicas nos enviaban terribles armonías que dominaban el griterío. Las banderas, en honor al gigante, no cesaban de subir y bajar. Pero pronto empezaron a amortiguarse los gritos, a causa de la distancia. Pasamos rozando el
Trípoli,
paquebote de la línea «Cunard», destinado al transporte de emigrantes y que parecía una lancha, a pesar de sus 2000 toneladas. Después, el humo cesó de oscurecer el horizonte, aumentaron los espacios entre las casas y pudo verse el campo por entre las paredes de ladrillo. Aún se distinguían las casas de campo de recreo y, en la orilla derecha del río, nos saludaron los últimos vivas, desde la meseta del faro y las caras y flancos del baluarte.

A las tres de la tarde, después de haber franqueado los pasos del Mersey, el
Great-Eastern
salía al canal de San Jorge. Soplaba el Suroeste. Nuestras banderas, estiradas, no formaban ni un pliegue. Algunas olas, que pasaban inadvertidas para el
Great-Eastern,
empezaban a hinchar la superficie líquida.

A las cuatro, el capitán Anderson mandó hacer alto. Así que el barquillo satélite atracó, se le echó una escala de cuerda, por la cual se encaramó pesadamente el médico segundo del buque. El práctico bajó, con más agilidad, a su bote que le esperaba, y cuyos remeros llevaban cinturones salvavidas. Al pairo los esperaba una elegante goleta, a la cual abordaron muy pronto.

Rompióse de nuevo la marcha, acelerándose la del
Great-Eastern
a impulso de sus ruedas y su hélice. El buque no arfaba, a pesar del viento que soplaba de proa. Pronto cubrieron las sombras el mar, perdiéndose en la noche la costa del condado de Gales, señalada por la punta de Holg-Head.

CAPÍTULO VI

Al otro día, 27 de marzo, el
Great-Eastern
seguía, por estribor, la accidentada costa irlandesa. Mi habitación era un camarote de primera de proa, muy bonito, iluminado por dos anchas partes de luz; estaba separado del salón de proa por otra fila de camarotes, de manera que no podían llegar a él las estrepitosas melodías de los pianos, que no escaseaban, ni de las conversaciones. Era una choza aislada, a lo último de un arrabal. Sus muebles eran una litera, un tocador y un escaño.

A las siete de la mañana, después de atravesar las dos primeras salas, llegué a la cubierta, por la cual vagaban ya los viajeros. Un balanceo apenas perceptible, movía el buque. El viento era bastante fresco, pero la mar, desenfilada por la costa, no podía ser gruesa. Me tranquilizaba por completo la indiferencia del
Great-Eastern,
que me parecía de buen agüero.

Desde la toldilla del café vi la extensa costa, elegantemente perfilada, que debe el nombre de «Costa de Esmeraldas» a su verdura perpetua. Algunas casitas desparramadas, un puesto de aduaneros, un blanco penacho de humo procedente de alguna locomotora que atravesaba un valle entre dos colinas, algún telégrafo óptico aislado, haciendo muecas a los buques que veía mar adentro, la animaban.

El mar que nos separaba de la costa tenía un color verde sucio, como si fuese una tabla manchada irregularmente de sulfato de cobre. El viento seguía refrescando, algunas nieblas revoloteaban, como masas de polvo,
bricks y goletas
numerosas trataban de alejarse de la costa; los
steamers
pasaban escupiendo humo negruzco, pero el
Great-Eastern,
aunque no iba animado de gran velocidad, los dejaba rezagados, sin trabajo.

Pronto, tuvimos a la vista a Lucen’s Town, puertecillo de arribada, delante del cual maniobraba una escuadrilla de pescadores. Todo buque, venga de América o de los mares del Sur, sea de vapor o de vela, de guerra o mercante, suelta allí, al pasar de largo, su valija de correspondencia. Un tren correo, siempre dispuesto, la lleva en pocas horas a Dublin. Allí, un paquebote, siempre humeante,
steamer
de pura sangre, máquina por sus cuatro costados, verdadero montón de ruedas que surca las olas: no menos útil que el
Gladiador
o
La Hija del Aire,
toma estas cartas, y atravesando el estrecho con velocidad de 18 millas por hora, las deposita en Liverpool. La correspondencia adelanta así en un día a los correos transatlánticos más ligeros.

El
Great-Eastern,
a eso de las nueve, subió al Este-Noreste. Acababa yo de llegar a la cubierta cuando se acercó a mí el capitán Macelwin, acompañado de un amigo suyo, de seis pies de estatura y de barba rubia y largos mostachos que, perdidos en pobladas patillas, según la moda, dejaban la barba al descubierto. El tipo de aquel buen mozo era el del oficial inglés; llevaba la cabeza alta pero sin violencia; su mirada era serena, y su paso suelto y distinguido; presentaba todos los síntomas de ese valor tan raro que puede llamarse «valor sin furia». Respecto a su profesión, no me había engañado.

—Os presento a mi amigo Arquibaldo Corsican, capitán, como yo, en el 22 de línea del ejército de la India.

Corsican y yo nos saludamos.

—Apenas nos vimos ayer, querido Fabián —dije a Macelwin, cuya mano estreché—, en la confusión de la salida. Todo lo que sé es que no debo a la casualidad la dicha de hallarnos juntos a bordo. Confieso que si en algo he influido en vuestra determinación…

—Sin duda, querido compañero —me contestó—. El capitán Corsican y yo, al llegar a Liverpool, íbamos a tomar pasaje en el
China,
de la línea de Cunard. La noticia del viaje que iba a emprender el
Great-Eastern
nos hizo reflexionar acerca de si sería conveniente modificar nuestro plan primitivo, aprovechando ocasión tan favorable; pero la noticia de que estabais a bordo acabó de decidirme, pues para mí es un placer vuestra compañía. No nos habíamos vuelto a ver desde aquel delicioso viaje que hicimos hace tres años al territorio escandinavo, y por eso el ténder nos trajo ayer.

—Querido Fabián —le respondí—, creo que ni vos ni vuestro amigo os arrepentiréis. La travesía del Atlántico en este enorme barco ha de ser interesante para vosotros, por poco marinos que seáis. La última carta que hace seis meses fechasteis en Bombay, me hacía creer que estabais en el regimiento.

—Estábamos con él hace tres meses, pasando aquella vida de los oficiales del ejército de la India, medio labriega, medio militar, en la cual se organizan más cacerías que columnas de operaciones. Os presento, en el capitán Arquibaldo, el terror de los juncales, el gran matador de tigres. Pero aunque muchachos y sin familia, hemos querido dar un poco de reposo a aquellas fieras de la península y venir a respirar algunos átomos de aire europeo. Hemos obtenido un año de licencia, y por el mar Rojo, Suez y Francia, hemos llegado a nuestra antigua Inglaterra con la velocidad de un tren expreso.

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