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Authors: Charles Portis

Valor de ley (17 page)

—Me llamo Mattie Ross. El hombre de la marca negra es Tom Chaney. Mató a mi padre en Fort Smith y le robó. Chaney estaba borracho y mi padre no iba armado en aquellos momentos.

—Es una vergüenza —dijo el capitán.

—Cuando lo encontremos, vamos a golpearle en la cabeza con palos y lo pondremos bajo arresto y lo llevaremos a Fort Smith.

—Os deseo suerte. Por aquí no queremos a tipos de esos.

Rooster dijo:

—Boots, necesito ayuda. Ahí fuera tengo a Haze, a un jovencito, a Emmet Quincy y a Moon Garret. Como tengo bastante prisa, me gustaría que tú te encargases de enterrarlos.

—¿Están muertos?

—Y bien muertos. ¿Cómo dicen los jueces? Sus depredaciones han encontrado un final justo.

El capitán Finch se arrancó el paño de barbero del cuello y, junto con Gaspargoo, fue con nosotros al lugar donde estaban atados los caballos.

El capitán fue agarrando cada muerto por el pelo de la cabeza y, al reconocer el rostro, gruñía y decía el nombre. El tal Haze no tenía nada de pelo y el capitán Finch lo agarró por las orejas. Nos enteramos de que el muchacho se llamaba Billy. Su padre era dueño de una serrería junto al río South Canadian, según nos dijo el capitán, y tenía mucha familia. Billy era uno de los hijos mayores y había ayudado a su padre a cortar árboles. No se sabía que el muchacho hubiera andado en malos pasos anteriormente. Respecto a los otros tres, el capitán ignoraba si tenían o no familia que pudiera reclamar sus cadáveres.

Rooster dijo:

—Muy bien, pues guarda el cuerpo de Billy para su familia y entierra a estos otros. Anunciaré sus nombres en Fort Smith, y si alguien quiere, puede venir a desenterrarlos. —Luego, indicando los caballos, siguió—: Estos cuatro animales fueron robados a Mr. Burlingame. Los tres de ahí pertenecen a Haze, a Quincy y a Moon. Saca por ellos lo que puedas, Boots, y vende las sillas, las armas y las ropas, y lo que obtengas nos lo repartiremos. ¿Te hace?

—Le dijo usted a Moon que enviaría a su hermano el dinero que obtuviese de la venta de sus cosas —intervine yo.

—Ya me he olvidado de adonde dijo que lo mandásemos —replicó Rooster.

—Al superintendente de distrito de la Iglesia metodista en Austin, Texas —dije—. Su hermano es un predicador llamado George Garrett.

—¿Dijo Austin o Dallas?

—Austin.

—¿Seguro?

—Seguro que era Austin.

—Muy bien, entonces escríbeselo al capitán Boots: envía diez dólares a ese hombre y dile que su hermano la palmó y está enterrado aquí.

—¿Vas a pasar cerca de la hacienda de Mr. Burlingame? —preguntó el capitán Finch.

—No tengo tiempo. Te agradecería que le enviases recado. Solo has de decirle que fue el comisario Rooster Cogburn quien recuperó los caballos.

—Dile a la chica del sombrero que me lo anote.

—Yo creo que, si lo intentas, te acordarás.

El capitán Finch llamó a unos muchachos indios que estaban por allí cerca, mirándonos. Supongo que les diría en choctaw que se ocupasen de los caballos y del entierro de los cadáveres. Tuve que hablarles por segunda vez, y dando muchas voces, antes de que se atrevieran a acercarse a los cuerpos.

El agente de ferrocarriles era un viejo llamado Smallwood. Nos alabó mucho por nuestra tarea y se sintió satisfechísimo al ver las sacas de dinero y objetos que habíamos recuperado. Quizá piensen ustedes que Rooster se portó mal apropiándose de las pertenencias de los muertos, pero yo les aseguro que no tocó ni un solo centavo del dinero robado a punta de revólver a los pasajeros del expreso del Katy. Smallwood examinó el botín y dijo que, indudablemente, aquello ayudaría a cubrir la pérdida, aunque por experiencia sabía que algunas de las víctimas harían reclamaciones exageradas.

Smallwood había conocido personalmente al jefe de tren asesinado, y dijo que el hombre fue durante varios años un funcionario leal del M. K. & T. En su juventud, el empleado fue un conocido corredor pedestre en Kansas. Mostró su temple hasta el final. Smallwood no conocía personalmente al fogonero. En ambos casos, según nos dijo, el M. K. & T. intentaría hacer algo por las afligidas familias, si bien los tiempos eran malos y los ingresos escasos. ¡Y dicen que Jay Gould
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no tenía corazón! Smallwood también aseguró a Rooster que el ferrocarril lo compensaría, siempre y cuando echase el guante a la banda de ladrones de Lucky Ned Pepper y recobrase los fondos robados en el asalto al expreso.

Aconsejé a Rooster que consiguiese de Smallwood una declaración escrita a tal efecto, junto con un recibo fechado y pormenorizado por los dos sacos del botín. Smallwood no pareció muy bien dispuesto a comprometer demasiado a su compañía, pero le sacamos un recibo y una declaración conforme en aquel día Rooster había entregado los cadáveres de cuatro hombres «que él asegura tomaron parte en dicho robo». Creo que Smallwood era un caballero, pero los caballeros también son humanos y a veces sufren fallos de memoria. Los negocios son los negocios.

Mr. McAlester, el dueño de la tienda, era un buen hombre. Él también nos alabó por lo que habíamos hecho y nos facilitó toallas, palanganas de agua caliente y jabón aromático. Su esposa nos preparó una excelente comida acompañada de suero de leche. LaBoeuf se nos unió en la mesa. El indio enfermero había podido sacarle los fragmentos más grandes de madera y plomo de la herida y le había vendado fuertemente el brazo. Naturalmente, al texano aún le dolía; sin embargo, podía utilizarlo, aunque limitadamente.

Al terminar el almuerzo, la esposa de Mr. McAlester me preguntó si no me apetecía echarme un rato en su cama para dormir la siesta. Me sentí muy tentada de aceptar, pero comprendí lo que había detrás de aquello. Había observado que Rooster estuvo hablando disimuladamente con la señora mientras estábamos sentados a la mesa. Supuse que intentaba librarse de mí otra vez.

—Gracias, señora, pero no estoy cansada —repliqué. Fue la mayor mentira que he dicho jamás.

No nos pusimos inmediatamente en camino porque Rooster se encontró con que a su caballo, Bo, se le había soltado una herradura delantera. Fuimos a una pequeña herrería. Mientras esperábamos, LaBoeuf reparó con alambre de cobre la rota culata de su Sharp. Rooster no dejó de meter prisa al herrero, pues no quería perder tiempo en aquel lugar. Deseaba marchar muy por delante de la partida de comisarios que ya debían de estar persiguiendo a Lucky Ned Pepper y a su banda.

Volviéndose hacia mí, Rooster dijo:

—Hija, ha llegado el momento de moverse deprisa. El viaje hasta donde vamos es muy duro. Tú nos esperarás aquí. Mrs. McAlester cuidará de ti. Volveré mañana o pasado con nuestro hombre.

—No, yo voy con ustedes —dije.

LaBoeuf intervino:

—Si ha llegado hasta aquí...

—Pues de aquí no pasa —le cortó Rooster.

—¿Cree que voy a dejarlo ahora que estamos tan cerca? —pregunté.

LaBoeuf me apoyó:

—La chica tiene bastante razón, Cogburn. Yo mismo creo que se ha portado muy bien. Se ha ganado sus espuelas, por así decirlo. Aunque esta es solo mi opinión personal.

Rooster alzó una mano y dijo:

—Muy bien, dejémoslo. Yo ya he dicho lo que tenía que decir. No quiero que ahora tengamos una discusión acerca de si se ha ganado o no esas espuelas.

Reanudamos la marcha a eso del mediodía, viajando hacia el este y un poco al sur. De pronto Rooster gritó «¡Al galope!», y Bo, con sus larguísimas patas, se despegó con toda facilidad de los dos ponis, pero, al cabo de unas cuantas millas, el peso comenzó a hacerle aminorar la velocidad, y Negrillo y el poni de LaBoeuf no tardaron en recuperar terreno y alcanzarlo. Durante cuarenta minutos cabalgamos como el mismísimo diablo y luego nos detuvimos y desmontamos para estirar las piernas, dando un descanso a los animales. Mientras estábamos allí llegó un jinete al galope. Nos encontrábamos en una pradera y lo vimos venir desde cierta distancia.

Era el capitán Finch, y traía unas noticias muy interesantes. Nos dijo que poco después de que saliéramos de McAlester se había enterado de que Odus Wharton se había escapado del calabozo de Fort Smith. La huida se había producido a primera hora de aquella mañana.

Esto es lo que ocurrió: poco después del desayuno, dos prisioneros de confianza entraron un barril de serrín limpio para utilizarlo en las escupideras de aquel sucio antro. El sitio estaba bastante oscuro y, en un momento en que los guardas no miraban, los dos hombres ocultaron dentro del barril a Wharton y a otro asesino condenado a muerte. Ambos hombres eran de baja estatura y peso ligerísimo. Luego los dos prisioneros de confianza los sacaron al exterior y a la libertad. ¡Una huida a plena luz del día efectuada en un barril de serrín! ¡Menuda jugarreta! Los dos prisioneros se escaparon junto con los condenados a muerte, y es muy probable que se ganasen una buena suma por su audacia.

Al oír la noticia, Rooster no pareció furioso ni en absoluto preocupado, sino simplemente divertido. Quizá ustedes se pregunten por qué. Tenía sus razones, entre ellas que ahora Wharton ya no tenía ninguna posibilidad de conseguir una conmutación de pena del presidente R. B. Hayes, y también que la huida produciría un buen sofocón al abogado Goudy en Washington, y, sin duda alguna, resultaría en una gran pérdida de honorarios, puesto que es lógico que los clientes que saben resolver sus propios problemas se muestren remisos en pagar las cuentas de sus abogados.

—Me pareció que te convenía estar enterado de lo ocurrido —dijo el capitán Finch. Rooster contestó:

—Te lo agradezco, Boots. Te agradezco que hayas venido hasta aquí.

—Wharton te estará buscando.

—Pues, si no se anda con ojo, me encontrará.

El capitán Finch miró a LaBoeuf y, seguidamente, preguntó a Rooster:

—¿Es este el hombre que mató al caballo en que montaba Neb?

—Sí —replicó Rooster—. Es el famoso matarife de caballos procedente de El Paso, Texas. Su ideal es que todo el mundo ande a pie. Dice que con eso serán menores las desdichas de la gente.

El rostro de LaBoeuf se congestionó de ira y dijo:

—Había poca luz y disparé sin casi hacer puntería. No tuve tiempo de encontrar un apoyo.

El capitán Finch intervino:

—No hay necesidad de disculparse por ese disparo. Son más los que han fallado a Ned que los que le han acertado.

—No me disculpo —dijo LaBoeuf—. Solo explico las circunstancias.

—El mismo Rooster ha fallado unas cuantas veces a Ned e incluso a su caballo —comentó el capitán—. Y me parece que va camino de fallarle otra vez.

Rooster tenía en la mano una botella en la que quedaba muy poco whisky. Dijo:

—Piensa como quieras. —Acabó con el whisky en tres tragos, volvió a poner el corcho en el gollete y arrojó la botella al aire. Sacó su revólver y disparó contra ella dos veces. Falló. La botella cayó al suelo y comenzó a rodar. Rooster hizo otros dos o tres disparos y la rompió. Sacó su bolsa de cartuchos y recargó el revólver. Comentó—: Ese chino ha vuelto a venderme cartuchos de los malos.

—Pensé que quizá era que el sol te daba en los ojos —comentó LaBoeuf—. O, mejor dicho, en el ojo. Rooster puso el seguro a su revólver y dijo: —Conque hablas de ojo, ¿eh? ¡Ya te enseñaré yo lo que es tener ojo! —De la carga de su silla cogió el saco de panecillos de maíz. Tomó uno de ellos y lo arrojó al aire. Disparó contra él y falló. Luego tiró otro y atinó. El panecillo hizo explosión en el aire. Rooster se sintió tan satisfecho de sí mismo que sacó una nueva botella de whisky y se premió con un buen trago.

LaBoeuf sacó uno de sus revólveres, cogió dos panecillos y los tiró al aire a la vez. Disparó muy rápidamente, pero solo acertó a uno. El capitán Finch probó también con dos y falló a los dos. Luego lo intentó con uno y su tiro fue certero. Rooster disparó contra dos y dio a uno. Estuvieron bebiendo whisky y desperdiciando unos sesenta panecillos así como así. Ninguno de ellos dio a dos a la vez tirando con el revólver, pero al fin el capitán Finch lo logró con su carabina Winchester, haciendo que otro tirase al aire los panecillos. Durante un rato, la cosa resultó distraída, pero no había en ella nada pedagógico. Yo me fui impacientando más y más y al fin dije:

—¡Vamos, ya está bien de esto! Marchémonos. Disparar contra panecillos en esta pradera no nos lleva a ninguna parte.

En aquel momento era Rooster quien utilizaba su carabina, y el capitán le tiraba los blancos.

—Esta vez tíralos alto y no tan deprisa —dijo.

Al fin, el capitán Finch se fue por donde había venido. Nosotros continuamos nuestro viaje hacia el este, camino de las montañas Winding Stair. Con esa estupidez del tiro al blanco perdimos media hora y, lo que es peor, el incidente hizo que Rooster se pusiera a beber.

Bebía incluso yendo a caballo, lo cual era difícil. No puedo decir que eso retrasara nuestra marcha en absoluto, pero lo que sí hizo fue volverlo idiota. ¿Por qué la gente desea ser idiota? Mantuvimos nuestra rápida marcha, yendo al galope durante cuarenta o cincuenta minutos y recorriendo luego un trecho a pie. Creo que esos ratos de ir andando los agradecía más yo que los caballos. ¡Nunca he asegurado ser un vaquero! Negrillo no flaqueó. Su aguante y su nervio eran tales, que no permitía que el poni de LaBoeuf se le adelantase en carrera abierta. ¡Sí, pueden apostar a que tenía sangre de caballo de carreras!

Cruzamos amplias praderas, subimos por colinas de piedra caliza llenas de árboles y nos abrimos paso a través de los arbustos y los helados arroyos. Gran parte de la nieve se derritió bajo los rayos del sol, pero al caer las sombras, la temperatura también descendió. Nosotros estábamos muy acalorados por nuestros ejercicios, y, al principio, el frío aire de la noche fue un alivio, pero luego, cuando disminuimos el ritmo de la marcha, resultó incómodo. Una vez oscurecido ya no cabalgamos deprisa porque habría resultado peligroso para los caballos. LaBoeuf dijo que los rangers acostumbraban viajar de noche para evitar el terrible sol de Texas, y que aquello, para él, no era nada. A mí, particularmente, me desagradaba.

Tampoco me gustaron en absoluto los resbalones y patinazos mientras subíamos las empinadas laderas de las montañas Winding Stair. En ellas había gran cantidad de pinos, y nosotros debíamos intentar orientarnos en la doble oscuridad del bosque. Rooster nos detuvo dos veces mientras él desmontaba para buscar alguna pista. El hombre se encontraba muy cerca de la total borrachera. Más tarde comenzó a hablar para sí mismo y le oí decir esto:

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