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Authors: Dorothy L. Sayers

Tags: #Intriga, Policíaco

Veneno Mortal (21 page)

–Me alegro de no haber vivido entonces –replicó la señorita Murchison, cortante–. Nos podría haber tocado trabajar en las galeras.

–Y, además, no nos marchábamos tan tranquilamente a las cuatro y media –dijo el señor Pond–. En aquellos tiempos sí que trabajábamos.

–A lo mejor trabajaban más tiempo, pero no les cundía tanto –repuso la señorita Murchison.

–Trabajábamos bien y con precisión –le respondió el señor Pond con vehemencia, mientras la señorita Murchison soltaba irritada dos teclas que se habían atascado con la apresurada presión de sus dedos.

Se abrió la puerta del despacho del señor Urquhart, y la réplica quedó silenciada en los labios de la mecanógrafa. El señor Urquhart dio las buenas noches y se marchó. El señor Pond salió detrás de él.

–Supongo que habrá terminado antes de que se vaya la asistenta, señorita Murchison –dijo–. Si no, haga el favor de acordarse de apagar la luz y de darle la llave a la señora Hodges, la del sótano.

–Sí, señor Pond. Buenas noches.

–Buenas noches.

Se oyeron sus pisadas en el vestíbulo, volvieron a resonar cuando pasó ante la ventana y se apagaron al dirigirse hacia Brownlow Street. La señorita Murchison siguió escribiendo hasta que calculó que ya debía de haber entrado en la estación de metro de Chancery Lane. Entonces se levantó, lanzó una rápida mirada a su alrededor y se acercó a una alta hilera de estanterías, con una serie de cajas de caudales negras, cada una de ellas con el nombre de un cliente en gruesas letras blancas.

Sí, allí estaba WRAYBURN, pero había cambiado misteriosamente de sitio. Esa circunstancia era en sí misma inexplicable. Recordaba con toda claridad haberla colocado, justo antes de Navidad, encima del montón de MORTIMER, SCROGGINGS, LORD COOTE, DOLBY HERMANOS y WINGFIELD, y de repente aparecía el día 27 de diciembre debajo de un montón, aplastada por BODGERS SIR J. PENKRIDGE, FLATSBY & COATEN, TRUBODY LTD. y UNIVERSAL BONE TRUST. Daba la impresión de que alguien había hecho limpieza general durante las vacaciones, y la señorita Murchison pensó que seguramente no habría sido la señora Hodges.

Era una pesadez, porque todas las estanterías estaban llenas, y tendría que bajar todas las cajas y ponerlas en alguna parte para poder llegar a la de WRAYBURN. Y la señora Hodges llegaría pronto, y aunque la señora Hodges en realidad no tenía ninguna importancia, podría parecer raro que…

La señorita Murchison arrastró la silla de su escritorio, porque la estantería estaba bastante alta, y encaramándose a ella bajó la caja de UNIVERSAL BONE TRUST. Pesaba un poquito, y la silla (que era giratoria, y no del tipo moderno con una pata larga y un resorte que al echarse hacia atrás te atrapa la columna vertebral y te pega al trabajo que estás haciendo) se bamboleó mientras bajaba cuidadosamente la caja y la dejaba en equilibrio inestable sobre el estrecho borde del armario. Volvió a estirar el brazo para recoger TRUBODY LTD. y la colocó encima de BONE TRUST. Estiró el brazo por tercera vez y aferró FLATSBY & COATEN. Al ir a bajarla se oyeron unos pasos en la puerta y una voz asombrada:

–¿Está buscando algo, señorita Murchison?

La señorita Murchison dio tal respingo que la peligrosa silla giró noventa grados y prácticamente la arrojó en brazos del señor Pond. Se enderezó con torpeza, aferrando la caja negra.

–¡Menudo susto me ha dado, señor Pond! Creía que se había marchado.

–Y me había marchado, pero cuando llegué a la estación del subterráneo me di cuenta de que me había dejado aquí un paquetito –dijo el señor Pond–. Y qué lata, pero he tenido que volver a por él. ¿No lo ha visto? Es un tarrito redondo, envuelto en papel marrón.

La señorita Murchison dejó FLATSBY & COATEN encima de la silla y miró a su alrededor.

–No lo veo en mi escritorio –dijo el señor Pond–. ¡Ay, Dios mío, qué tarde voy a llegar! Y no puedo irme sin él, porque hace falta para la cena… Es un tarrito de caviar, porque esta noche tenemos invitados. ¿Dónde lo habré puesto?

–A lo mejor lo dejó para lavarse las manos –sugirió amablemente la señorita Murchison.

–Pues sí, a lo mejor.

El señor Pond salió muy preocupado y la señorita Murchison oyó que se abría la puerta del lavabo en el pasillo con un fuerte chirrido. De repente se le ocurrió que podía haberse dejado el bolso abierto con las ganzúas dentro encima de la mesa. ¿Y si estaban a la vista? Se lanzó como un rayo hacia el bolso, pero justo en ese momento volvió el señor Pond con aire triunfal.

–No sabe cuánto le agradezco la idea que me ha dado, señorita Murchison. Allí me lo había dejado. La señora Pond se habría llevado un gran disgusto. En fin, buenas noches otra vez. –Se dirigió a la puerta–. Ah, por cierto, ¿estaba buscando algo?

–Sí, un ratón –respondió la señorita Murchison con una risita nerviosa–. Estaba ahí trabajando cuando lo vi corretear por encima del armario y… esto… subir por la pared, detrás de esas cajas.

–Qué asco de bichos –dijo el señor Pond–. Este edificio está plagado. Cuántas veces habré dicho que tendríamos que tener un gato. Pero en fin, supongo que ya no habrá forma de atraparlo, ¿no? Por lo que veo, no le tiene miedo a los ratones.

–No –contestó la señorita Murchison, haciendo un extraordinario esfuerzo por no apartar los ojos de la cara del señor Pond. Si las llaves estaban allí (como ella creía), mostrando impudentes su anatomía de telaraña sobre el escritorio, habría sido una locura mirar en esa dirección–. No. Pero supongo que en su época todas las mujeres tenían miedo a los ratones.

–Sí, desde luego –reconoció el señor Pond–, pero es que entonces llevaban vestidos más largos.

–Lo pasarían fatal –replicó la señorita Murchison.

–Quedaban muy elegantes –dijo el señor Pond–, Permítame que la ayude a colocar esas cajas en su sitio.

–Va usted a perder el tren –dijo la señorita Murchison.

–Ya lo he perdido –replicó el señor Pond, mirando su reloj–. Tendré que tomar el de las cinco y media.

Recogió cortésmente la caja de FLATSBY & COATEN y se arriesgó a encaramarse con ella en las manos al inestable asiento de la silla giratoria.

–Es usted muy amable –dijo la señorita Murchison, observándolo mientras devolvía la caja a su sitio.

–No tiene importancia. Si tiene la amabilidad de darme las demás…

La señorita Murchison le dio TRUBODY LTD. y UNIVERSAL BONE TRUST.

–¡Ya está! –exclamó el señor Pond, sacudiéndose el polvo de las manos tras acabar de colocar todo el montón–. Bueno, esperemos que el ratón no vuelva a aparecer. Voy a hablar con la señora Hodges, a ver si nos puede traer un gatito como es debido.

–Me parece una idea excelente –replicó la señorita Murchison–. Buenas noches, señor Pond.

–Buenas noches, señorita Murchison.

Sus pisadas resonaron por el pasillo, se oyeron con más fuerza debajo de la ventana y volvieron a apagarse cuando se dirigió hacia Brownlow Street.

–¡Uf! –exclamó la señorita Murchison, y se lanzó como una flecha hacia su escritorio. Sus temores le habían jugado una mala pasada. El bolso estaba cerrado, y las llaves invisibles.

Volvió a colocar la silla en su sitio y se sentó, al tiempo que el estruendo de escobas y cubos anunciaba la llegada de la señora Hodges.

–¡Ahí va! –exclamó la señora Hodges, deteniéndose en el umbral al ver a la señorita mecanógrafa escribiendo diligentemente–. Usted perdone, señorita, pero no sabía yo que hubiera nadie aquí.

–Perdone, señora Hodges. Es que tengo que terminar un trabajito. Siga usted con lo suyo. No se preocupe por mí.

–No, señorita, si puedo hacer el despacho del señor Partridge primero –dijo la señora Hodges.

–Bueno, si no le importa… –replicó la señorita Murchison–. Tengo que mecanografiar unas páginas y hacer un resumen… o sea tomar unas notas de unos documentos para el señor Urquhart.

La señora Hodges asintió con la cabeza y desapareció. Al poco unos golpetazos anunciaron su presencia arriba, en el despacho del señor Partridge.

La señorita Murchison no esperó más. Volvió a arrastrar la silla hasta las estanterías, bajó rápidamente las cajas, una tras otra: BONE TRUST, TRUBODY LTD., FLATSBY & COATEN, SIR J. PENKRIDGE y BODGERS. El corazón empezó a latirle con fuerza cuando por fin alcanzó WRAYBURN y la llevó hasta su mesa.

Abrió el bolso y volcó su contenido. Las ganzúas entrechocaron en la mesa, mezcladas con un pañuelo, una polvera y un peine. Sintió como si las finas barras de metal brillante le quemaran los dedos.

Mientras revolvía el manojo de llaves en busca del instrumento idóneo se oyó un golpazo en la ventana.

Dio media vuelta, aterrorizada. No era nada. Mientras se metía las ganzúas en un bolsillo de la chaqueta, se acercó de puntillas a la ventana y se asomó. A la luz de la farola distinguió a tres niños que intentaban escalar la verja que protegía las sacrosantas zonas de Bedford Row. El niño que iba en cabeza la vio y se puso a gesticular, señalando hacia abajo. La señorita Murchison los espantó con una mano y dijo: «¡Fuera de aquí!».

El niño gritó algo ininteligible y volvió a señalar algo. Atando cabos, la señorita Murchison dedujo por el golpe en la ventana, los gestos y los gritos, que se había caído una pelota que para ellos era muy valiosa. Movió la cabeza con gesto severo y volvió a su tarea.

Pero ese percance le recordó que en la ventana no había persianas, y que con el resplandor de la luz eléctrica cualquiera podría verla desde la calle como si estuviera en el escenario de un teatro. No había razón alguna para suponer que el señor Urquhart o el señor Pond anduvieran por allí, pero le remordía la conciencia. Además, si por casualidad pasaba un policía, ¿no reconocería unas ganzúas, incluso a cien metros de distancia? Volvió a asomarse. ¿Era su imaginación enfebrecida o de Hand Court surgía una figura robusta de azul oscuro?

La señorita Murchison echó a correr, asustada, llevando casi en volandas la caja fuerte al despacho del señor Urquhart. Al menos allí no podrían verla desde ningún sitio. Si entraba alguien, incluso la señora Hodges, el hecho de que estuviera allí podría resultar sorprendente, pero al menos los oiría entrar y estaría preparada.

Tenía las manos frías, temblorosas, y no estaba en la mejor de las situaciones para aprovechar las instrucciones de Bill el Aciegas. Aspiró varias bocanadas de aire profundamente. Le habían dicho que no se precipitara. Pues bien, no se precipitaría.

Escogió con minuciosidad una ganzúa y la metió con cuidado en la cerradura. Estuvo trasteando sin ton ni son durante lo que se le antojaron siglos, hasta que al fin notó que el resorte presionaba el extremo enganchado. Empujando y levantando constantemente con una mano, introdujo la segunda ganzúa. Notó que se movía la palanca, y al momento siguiente oyó un chasquido y la cerradura quedó abierta.

No había muchos papeles en la caja. El primer documento era una larga lista de valores bajo el título de «Valores depositados en el Lloyd’s Bank». A continuación las copias de unos títulos de propiedad, cuyos originales estaban depositados en el mismo banco. Después una carpeta llena de correspondencia, parte de la cual consistía en cartas de la señora Wrayburn, la última de ellas fechada cinco años antes. Además, había cartas de arrendatarios, banqueros y accionistas, con copias de las respuestas escritas desde el despacho y firmadas por Norman Urquhart.

La señorita Murchison lo revisó todo rápidamente, impaciente. No había indicios de ningún testamento ni copia de testamento, ni siquiera del dudoso borrador que había enseñado el abogado a Wimsey. Ya solo quedaban dos papeles en el fondo de la caja. La señorita Murchison sacó el primero. Era un poder notarial, con fecha de enero de 1925, que otorgaba a Norman Urquhart plenos poderes para representar a la señora Wrayburn. El segundo documento era más abultado y estaba cuidadosamente atado con cinta roja. La señorita Murchison la quitó y desdobló el documento.

Era una escritura de fideicomiso por la que se cedían todos los bienes de la señora Wrayburn a Norman Urquhart, manteniéndolos en fideicomiso para ella, y en la que se estipulaba que el abogado depositara en la cuenta corriente de la señora Wrayburn una cantidad fija anual, procedente del patrimonio, para gastos personales. La escritura tenía fecha de julio de 1920 y llevaba adjunta una carta, que la señorita Murchison se apresuró a leer.

Appleford, Windle,

15 de mayo de 1920

Mi querido Norman:

Muchísimas gracias por tu carta de cumpleaños y la bufanda, tan bonita. Eres muy bueno al acordarte religiosamente de tu vieja tía, querido muchacho.

He pensado que, ahora que tengo más de ochenta años, ya es hora de que deje mis asuntos enteramente en tus manos. Tu padre y tú lo habéis administrado todo muy bien durante estos años, y además, consultándome siempre antes de dar cualquier paso referente a las inversiones. Pero me estoy haciendo tan vieja que casi he perdido el contacto con el mundo moderno y no puedo pretender que mis opiniones tengan realmente valor. Además de vieja, estoy muy cansada, y aunque siempre me explicas las cosas con suma claridad, escribir cartas resulta una carga y una incomodidad a mi avanzada edad.

Así que he decidido poner mis bienes en fideicomiso contigo para el resto de mi vida, de modo que tengas plenos poderes para disponer de todo según tu criterio, sin tener que consultarme en cada ocasión. Además, aunque me alegro de poder decir que estoy fuerte y sana y con la cabeza bastante en su sitio, esta feliz situación puede cambiar cualquier día. Podría quedarme paralítica o medio tonta, o utilizar de una forma absurda mi dinero, como han hecho tantas viejas locas.

De modo que redacta una escritura de este tipo y tráemela para que la firme. Al mismo tiempo te daré instrucciones para mi testamento.

Gracias de nuevo por tu felicitación.

Afectuosamente, tu tía abuela,

ROSANNA WRAYBURN

–¡Viva! –exclamó la señorita Murchison–. ¡Así que había testamento! Y esta escritura de fideicomiso… probablemente también es importante.

Volvió a leer la carta, se saltó las cláusulas del fideicomiso, fijándose sobre todo en que se designaba a Norman Urquhart único fideicomisario, y por último tomó nota mentalmente de algunos de los puntos más extensos y más importantes de la lista de valores. Después colocó los documentos en el mismo orden en que los había encontrado, cerró la caja, que cedió dócilmente, la llevó al otro despacho, la colocó, puso las demás cajas encima, y estaba ante la máquina de escribir justo en el momento en el que volvía a entrar la señora Hodges.

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