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Authors: Camilo José Cela

Tags: #Clásico, Relato, Viajes

Viaje a la Alcarria (9 page)

El camino está desierto, nadie sube ni baja. El viajero pasa al lado de un caserón de piedra, que parece abandonado. Tiene alrededor unas huertas y un pequeño jardín. A la puerta hay un letrero que dice: Prohibido el paso. Finca particular.

Sentado sobre un mojón, un hombre arregla una bandeja de baratijas.

—¿Viene de Cifuentes?

—Sí.

—¿Y qué tal?

—Pues... ¡Muy bien!

El hombre hace un gesto de desagrado

—Pues ya no voy.

—¡Pero, hombre!

—Sí, ¡qué quiere usted! Ya no voy. A mí nadie me dice la verdad.

El buhonero tiene los párpados mondos y lirondos, sin una pestaña, y lleva una pata de palo, mal sujeta al muñón con unas correas. Tiene una cicatriz que le cruza la frente y una nube en un ojo, una nube color azul celeste, casi blanca. Es bajo y estrechito como un alfeñique, y tiene malas pulgas.

—A mí nadie me dice la verdad, me tienen asco. ¿Sabe usted cómo me llaman en Guadalajara?

—No.

—Pues me llaman el Mierda, ¿que le parece?

—Pues, hombre, me parece mal, ¡qué quiere que le diga!

—¡Los arrastrados! ¡Así los arrastrasen hasta pelarlos! Oiga, ¿me da un poco de tabaco para la pipa?

El viajero le ofrece su petaca.

—Sí, muy gustoso, cójalo usted.

—¿Por qué dice muy gustoso?

El viajero duda antes de responderle.

—Porque es verdad. Ande, encienda su pipa.

—Bueno, hombre, bueno, no se incomode, ¡caray con la gente! ¡A ver si se ha creído que por darme un poco de tabaco se va a poder poner así! Oiga, ¿usted es de Aranzueque?

—No, ¿por qué?

—No sé, me parecía que tenía usted cara de hambrón.

El hombre mira para su bandeja y ordena un poco las cintas de colores, los papelitos de la buena suerte y los peinecillos de metal dorado, bien pulido, relucientes como espejos.

—¡No se vende una escoba!

—Sí, los tiempos están malos...

El hombre levanta la cabeza y clava sus ojos en el viajero.

—¿Y usted se queja, siendo alto y teniendo dos patas?

El viajero empieza a pensar que el hombre de las cintas de colores tiene una dialéctica desconcertante.

—A mí me robaron una gran fortuna, una herencia.

—¿Sí?

—Sí, señor, ¿o es que no me cree?

—Sí, sí, ¿no he de creerle?

—Pues fue la fortuna del Virrey del Perú. ¿Usted ha oído hablar del Virrey del Perú?

—Sí, mucho.

—Pues me dejó todos sus bienes. En el lecho de muerte llamó al notario y delante de él escribió en un papel: Yo, don Jerónimo de Villegas y Martín, Virrey del Perú, lego todos mis bienes presentes y futuros a mi sobrino don Estanislao de Kostka Rodríguez y Rodríguez, alias el Mierda. Me lo sé de memoria. El papelito está guardado en Roma porque yo ya estoy muy escarmentado, yo ya no me fío de nadie más que del Papa.

El buhonero se puso en pie y continuó:

—La herencia me la robaron, y a mí me dejaron en la mayor indingancia.

El viajero tardó unos instantes en entender que había querido decir indigencia.

—Pero lo que yo digo, ¿de qué les ha de valer si en el valle de Josafat saldrá toda la verdad a relucir?

—Verdaderamente.

—¡Pues claro, hombre, pues claro! Los de Guadalajara, que lo que dicen por la noche por la mañana no hay nada. ¡Pero ya veremos en el valle de Josafat! Oiga, ¿quiere que andemos?

—Bueno.

El hombre anda mal, renqueando.

—Es que la pata me está algo larga... Oiga, ¿no le pesa mucho el morral?

—Sí, algo.

—¿Y por qué no lo tira?

A una hora de camino aparece Gárgoles de Arriba, a orillas del Cifuentes, un poco apartado de la carretera. Un hombre de boina y dos mujeres jóvenes esperan el paso del autobús. Son los únicos habitantes de Gargolillos con los que se topa el viajero, y tienen cara de buena gente, aunque les digan lañas, que significa tanto como ladrones, los de los otros pueblos.

El viajero escucha cómo el buhonero perdió la pata.

—Ya le digo. El día de San Enrique del año de la República, me dije: Estanislao, esto hay que acabarlo. Eres un desdichado, ¿no ves que eres un desdichado? Hacía un calor que no se podía aguantar. Yo estaba en Camporreal, me acerqué hasta Arganda y me acosté en la vía. Cuando venga el tren —pensé—, Estanislao se va para el otro mundo. Pero, ¡sí, sí! Yo estaba muy tranquilo, se lo juro, pero era mientras no venía el tren. Cuando el tren asomó yo noté como si se me soltara el vientre. Aguanté un poco, pero, cuando ya estaba encima, me dije: ¡Escapa, Estanislao, que te trinca! Di un salto, pero la pata se quedó atrás. Si no es por unos de la fábrica de azúcar que me recogieron, allí me desangro como un gorrino. Me llevaron a la casa del médico y allí me curaron y me pusieron el mote al ver cómo tenía los pantalones. Uno de los que me cogieron llevaba la pata en la mano, agarrada por la bota, no hacía más que preguntar: Oiga, ¿qué hago con esto? El médico se conoce que no sabía qué hacer, porque lo único que le contestaba era: Eso se llama pierna, mastuerzo, eso se llama pierna.

El viajero cree más prudente interrumpirle. El buhonero, hablando de la pierna que se dejó en Arganda, había adquirido un aire triste, un ademán cabizbajo.

—¿Quiere usted encender otra vez la pipa?

—Bueno. Oiga, ¿usted entiende de pipas?

—No mucho.

—Pues entonces no merece la pena que le explique nada. Bástele saber que es una Camelia de Luxe, de París de la Francia. ¡Caray con tanto ignorante! Oiga, ¿sabe usted quién me la regaló?

—No.

—Pues apréndalo. El general Weyler, un día en el paseo de Rosales de Madrid.

El hombre miró al viajero con aire de triunfador y sonrió.

—¡Je, je! ¿Con quién se había creído usted que estaba tratando?

Son ya las once de la mañana y el viajero siente hambre.

—¿Me jura usted que no es de Aranzueque?

—Sí, hombre, se lo juro,

—¡Huy!

El gorgotero se sentó en la cuneta, se desató la pata de palo y encendió la pipa.

—Bien. Comamos entonces un bocado. ¿Qué quiere usted, mezclamos o cada cual come de su macuto?

—Es mejor que mezclemos, ¿no le parece?

—A mí, sí. Yo creo que usted hace un mal avío, ¡pero bueno! Yo no llevo más que un pellizco de cecina.

Los dos hombres comieron y bebieron del morral y de la cantimplora de quien tenía las dos patas sanas. Parece que no pero, en el campo, sentados al borde de un camino, se ve más claro que en la ciudad eso de que, en el mundo. Dios ordena las cosas con bastante sentido.

El buhonero comió como un león, mientras el viajero pensaba si el hombre no sería de Aranzueque.

—A mí esto del embadurnen me gusta a bocados —decía el de las cintas mientras devoraba una lata de foiegras—. Deje usted el pan para luego, no vaya a ser que le falte.

El hombre, con la comida, se tornó aún más inquisitivo.

—Oiga, ¿usted a qué se dedica?

Pues..., ¡ya ve usted! Yo ando a la que salte.

—No, no, como si se lo preguntase la guardia civil. ¿Usted a qué se dedica?

El viajero no sabía qué contestar.

—¡Dígalo, hombre, dígalo! Yo no soy un voceras, y además, si vamos a ver, todos nos quedamos con lo que se tercie, si se tercia a modo. Vamos, ¡es un suponer! Por aquí el que no espabila, ya sabe lo que le espera. Si vas a Aleas, pon la capa donde la veas, porque si vienen los de Fuencemillán, te la quitarán. Ahora, si usted no quiere hablar, pues no hable. ¡Por mí...!

El buhonero se calló un momento, volvió a echar un trago de vino y continuó:

—Decía mi madre que, en este mundo, todo el que come, roba, y el que no roba es porque no sabe. ¿Usted a qué se dedica?

Poco antes de entrar en Gárgoles de Abajo, después de caminar otro rato, el buhonero se despidió de repente.

—¿Sabe usted una cosa?

—¿Cuál?

—Pues que yo no doy un paso más, yo ahí no entro.

—¿Se cansa?

—No, no me canso. Hoy ya he comido y no quiero tentar a Dios. Yo no entro en los pueblos más que para comer. Cuando abuso, Dios me castiga y me hace echar sangre por la boca... Oiga, ¿puede usted socorrerme?

En Gárgoles el viajero se encuentra con unas cuevas con puerta y con candado, que usan para guardar el vino y las patatas. A su amigo Estanislao de Kostka Rodríguez y Rodríguez, sobrino del Virrey del Perú, no hacían más que ponerle trabas en todas partes.

El viajero, para que no se le olvide cómo era, apunta en un papel la media filiación del Mierda.

Don Estanislao de Kostka

tiene una pata de palo.

Buhonero del camino de la Alcarria

—cintas,

alfileres,

vidrios de color,

horquillas,

peinetas,

papeles de olor—,

tienda de esperanzas para gente sabia.

Don Estanislao de Kostka

lleva, a hombros, un ángel malo.

Gárgoles es un pueblo huertano, con el terreno bien trabajado y la gente aplicada a su labor. En Gárgoles la carretera se pega al río y así marchan los dos ya hasta Trillo. Unos niños que están sentados en una cerca miran para el viajero. Los campesinos desdoblan el espinazo, se incorporan y miran también. El viajero se mete en el parador, un parador sin nombre, como el de Torija, a descansar un rato, a lavarse y a esperar la hora de la comida. El viajero averiguó en este pueblo que en la Alcarria no conocen la palabra mesón. Preguntó por el mesón y ni le entendían. Fue cuando preguntó por la posada cuando le dijeron que posada no había, pero que sí había parador. El parador de Gárgoles, a la izquierda de la carretera, como todo el pueblo, viniendo de Cifuentes, tiene una gran puerta claveteada, noblemente antigua, que parece la puerta de un castillo. El viajero cuelga su espejo de un clavo, en la puerta misma, y se afeita las barbas. Por el espejo ve que lo contemplan, desde lejos, quince o veinte personas.

Por el zaguán sale un mulero tirando dé dos mulas. Unas palomas pican en un montón de paja menuda. Dos perros duermen estirados al sol. Un niño sin pantalón está en cuclillas, haciendo sus necesidades encima de un tejado. Las golondrinas entran y salen, chillando como locas, en el zaguán, que está lleno de nidos. Las puertas del parador no se cierran jamás.

El viajero entra en el comedor, una habitación cuadrada con el techo muy alto, y en el techo, las desnudas vigas de castaño al aire. Decoran los muros media docena de cromos con pajaritos vivos y multicolores, grises conejos muertos colgados de las patas, rojos cangrejos cocidos y truchas de color de plata, con el ojo vidriado. A la mesa sirve una criada guapa, de luto, con las carnes prietas y la color tostada. Tiene los negros ojos profundos y pensativos, la boca grande y sensual, la nariz fina y dibujada, los dientes blancos. La criada del parador de Gárgoles es hermética y displicente, no habla, ni sonríe, ni mira. Parece una dama mora.

Un galgo negro ronda al viajero mientras el viajero come sus sopas de ajo y su tortilla de escabeche; es un perro respetuoso, un perro ponderado con dignidad, que come cuando le dan y, cuando no le dan, disimula. A su sombra ha entrado también en el comedor un perro rufo y peludo, con algo de lobo, que mira entre cariñoso y extrañado. Es un perro vulgar, sin espíritu, que gruñe y enseña los colmillos cuando no le dan. Está hambriento y, cuando el viajero le tira un pedazo de pan duro, lo coge al vuelo, se va a un rincón, se acuesta y lo devora. El galgo negro lo mira con atención y ni se mueve.

El viajero, después de comer, enciende un pitillo, se levanta y lee, en las enjalbegadas paredes, algunos letreros escritos a lápiz, como los de los retretes de los institutos de segunda enseñanza. Los hay para todos los gustos y de todos los colores. Uno de ellos, escrito en bien perfilada letra de molde, dice: Compañía de Teatro y Variedades. Compañía Olivares. Dos funciones, 600 pesetas. Exitazo. 13-3-45. Es un letrero satisfecho, optimista, un letrero lleno de euforia. Hay también una cabeza de mujer, con larga melena, firmada por Fermín González, de Cuenca, hombre que tiene una rúbrica hermosa, pomposa, elegante, una rúbrica notarial y desafiadora.

El viajero se suelta las botas, pone el morral por almohada, se emboza en su manta y se echa a dormir en el suelo, en un rincón. A su lado, el galgo negro se ha echado también, como para vigilar su sueño. El perro rufo se marchó a la calle; era un perro sin carácter, un perro al que le faltaba sabiduría y que no aguantaba estar mano sobre mano, durante una hora o una hora y media, sin hacer nada.

Desde Gárgoles sale una carretera que va directamente a Sacedón y que corre varias leguas a orillas del Tajo. El viajero duda entre salir a Trillo, siguiendo el Cifuentes, como pensaba, y enterrando el río que vio nacer, o tomar el nuevo camino y desviarse un poco para, a la noche, dormir en Gualda.

A la salida de Gárgoles, hacia Trillo, un hombre apalea a un burro grande y negro, que tira unas coces tremendas y levanta el labio de arriba, enseñando los dientes. Una mujer explica al viajero que el burro parece de Hita. Los burros de Hita, por lo visto, tienen mala fama en la región; les pasa como a las mujeres de Fraguas.

Poco más abajo, dos hombres cambian la rueda pinchada de un camión cargado hasta los topes. El viajero se pasa el día en el camino, y no suele cruzarse con más de dos o tres coches de línea y algún turismo o alguna camioneta, de cuando en cuando.

Gárgoles, que ya queda a la espalda, ha desflecado su gente por las huertas. La gente de Gárgoles es trabajadora, decidida, quizás algunos un poco huraños. Según cuenta al viajero un comerciante de tejidos que va de un lado para otro en su carrito, uno de Gárgoles, que quería hacerse rico en dos años, se vino en bicicleta desde La Puerta, unas cinco leguas sobre poco más o menos, cargado con trece cabritos encima. Al llegar a Gárgoles murió reventado, se le habían despegado el hígado y el corazón.

—Ya ve usted lo que son las cosas —dice el comerciante al viajero—, la avaricia rompe el saco. ¡Y después llaman brutos a los de Alcocer porque tiraron el Cristo al río!

Al llegar a Trillo el paisaje es aún más feraz. La vegetación crece al apoyo del agua, y los árboles suben, airosos como en Brihuega. Esta tierra, con agua, parece una tierra muy buena; hasta se ve algún que otro castaño, de vez en cuando. A la entrada del pueblo hay una casa muy arreglada, toda cubierta de flores; en ella vive, ya viejo y retirado, cultivando sus rosales y sus claveles y trabajando su huerta, un veterano alpinista que se llama Schmidt. Schmidt, que piensa construirse una casa enfrente de la cascada del Cifuentes, poco antes de caer en el Tajo, fue un montañero famoso; en la sierra de Guadalajara hay un camino que lleva su nombre.

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