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Authors: Gabriel Bermúdez Castillo

Tags: #Ciencia Ficción

Viaje a un planeta Wu-Wei (36 page)

—¡Sergio! —gritó Marta, apartando a los demás para salir la primera—. ¡Estás vivo! ¡Creímos que te habían matado ya!

Sergio tuvo que apartar la espada para permitir que todo el impacto de la feminidad avasalladora de Marta di Jorse se abrazase a él, casi sollozando, cosa extraña…

—Llevas un día entero fuera… veinticuatro horas… si no se me ha olvidado medir el tiempo… ¡0h; no seas tan serio! Dame un beso, animal. Es lo menos que te mereces… Sergio la besó, sintiendo que lo hacía sinceramente, con deseos, y sin que eso representase nada en contra de lo que verdaderamente sentía por Edy. «¡Pobre Edy! —pensó—. ¡Qué lejos estás! No sé sí volveré a verte…» Marta separó la boca de la suya y le cogió por los hombros, apartándole de sí, mirándolo con profunda atención…

—Pero, ¿qué te han hecho?

—Dejaos de tonterías ahora, tórtolos —dijo el Capitán Grotton, que estaba ayudando a salir a María Viborg—. Ya estamos todos fuera… Sergio, luego nos lo contarás todo… ahora hay que salir de estampida de aquí… Dime, Sergio… ¿qué es lo que hay por ahí?

Mientras contestaba, Sergio sintió caer sobre sí un cansancio inmenso. Tuvo que apoyarse en el desnudo hombro de Marta mientras reandaba el camino, y volvían todos, formando un lastimoso grupo, a la estancia de la princesa de los Mandriles. Por desgracia, ahora era él el que peor se encontraba. Los otros, más o menos, habían descansando un par de días; él no.

Marta encontró en el montón su traje negro, hecho un verdadero harapo, a pesar de lo cual, procedió a endosárselo, complementándolo en lo posible con alguna de las mohosas y olvidadas ropas. Todos los demás, como una pandilla de maltrechos fantasmas, se vestían, entre reniegos en voz baja, y rebuscaban sus armas y sus cuchillos…

—Coged toda la comida que encontréis aquí y en donde pasemos…

—No hará falta mucha —dijo Zacarías Gómez—. Con tal de llegar al río Negro, allí estará Trekopoulos con los víveres…

—¿Crees que vamos a volver por allí, hijo de un mandril? —gruñó el Capitán Grotton—. Una de las primeras normas es no volver nunca, o casi nunca, por el mismo sitio por donde has entrado. Allí es dónde te esperan, inocente… y allí te escabechan…

—…si pudiera matarlos a todos, si pudiera matarlos a todos…

—Entonces, ¿por dónde?

Los ojuelos del abuelo Jones relucían malignamente, con cierta burla soez, mirando tan pronto, llenos de burla, al malhumorado Zacarías Gómez, como salazmente detallando las medio descubiertas curvas de Marta di Jorse.

—¡Por dónde, por dónde, pedazo de animal! ¿No hice que el Zurdo Ribas fuera a la fuente del Hombre Muerto y más allá…? Pues por allí vamos a ir, en una dirección que estos bichos no esperan…

—Pero ¡son muchos kilómetros más! ¡Más de cien… o quién sabe!

—Prefiero andar cien kilómetros más, a que me destripe un mandril. Y vale de cháchara… Zacarías, si no te gusta el asunto puedes marcharte por dónde te dé la gana, con tal de que si te cogen, no lo cuentes todo… ¿Tú, María Viborg?

—…si pudiera matarlos a todos…

—Esta está mochales perdida. La llevamos con nosotros. ¿Zacarías?

—Está bien. Voy con vosotros… aunque no estoy de acuerdo.

—Entonces, adelante. Marta, cuídate de Sergio; no tiene buen aspecto. Abuelo Jones, Zacarías, cuidad de María; si es preciso la amordazáis para que calle. ¿Tenéis de todo? Armas, cantimploras, pólvora, cuchillos… botas… no quiero a nadie descalzo. Tú, Sergio, hijo mío… estás dormido. Ponte las botas.

A través de una nube, Sergio sintió que la dura mano de Marta le hacía sentarse, y que después, cogiéndole los doloridos pies, intentaba calzarle las botas de montaña. Trató de ayudarla con débiles movimientos, pero casi no se dio cuenta de nada. Vio que el capitán Grotton levantaba una de las cortinas, y volvía a cerrarla, apresuradamente, mientras Marta, con el ensortijado pelo rojizo caído sobre la frente, procedía a atar los sucios cordones.

—Gracias… —dijo Sergio, débilmente.

—¿Te quieres callar, tonto? ¡No seas tan finolis!

—Esa parte da a la explanada… —dijo el Capitán Grotton sentándose junto a ellos, como una gigantesca rana—. Han debido beber y comer como condenados, de ese maldito licor que destilan. Por cierto, Sergio, ahí veo un frasco… ¿serías tan amable de…?

—¿Quieres dejarlo en paz y cogértelo tú, viejo holgazán? —dijo Marta, alzándose como una leona—. ¿No ves cómo está? ¿Qué te han hecho, Sergio?

—Bueno, Marta, no seas bruta; parece mentira, con un viejo compañero de fatigas, como yo…

—¡Un viejo gorrón!

—Está bien, mujer, que tienes unos prontos… Aún hay algunos bebiendo y comiendo; los demás están borrachos como… como cubas… Por cierto que hay seis postes en medio de la explanada y seis montones de leña, y a la luz de las hogueras se ven unos hierros, o pinchos, que no me gustan nada…

—Vámonos de aquí cuanto antes… —dijo Zacarías.

—Tranquilo, hombre. Voy a dar una vuelta detrás de estas cortinas…

La exploración del Capitán Grotton no mostró más que una estrecha puerta que daba a la sala del templo, donde la Piedra de Luna continuaba brillando.

—Ahí está esa condenada piedra…

Sergio se incorporó un poco.

—Yo… —dijo—. Yo no me iré sin ella.

—Este niño está loco —gruñó Zacarías—. Después de que casi nos fríen por tu culpa, aún querrás llevarte ese chisme. Vámonos de aquí con viento fresco, y dejémonos de líos…

—No me iré sin la piedra —repitió Sergio, tozudamente.

—Tenemos algo de tiempo —dijo el Capitán Grotton—. Abuelo Jones, tráele esa rebordenca Piedra al muchacho, que se la ha ganado. Tú. Zacarías, cállate. Si das una orden más estando yo aquí, te abro los morros a puñetazos. En cuanto estén todos esos monos como cubas, nos vamos… No quedan más que una docena o así, chillando aún… ¡Eh, abuelo Jones, espera! Ve cuando estén todos trompas… sino verán como se va la luz…

Zacarías se sentó en el suelo, colocando a María Viborg a su lado. La mujer continuaba en voz baja con su monótona cantinela. No se habían molestado en darle armas; era evidente que había perdido la razón…

—Desnúdate, Sergio —dijo Marta di Jorse—. Ábrete la guerrera y bájate los pantalones; quiero ver qué te han hecho… Aún me queda una pizca de grasa de ciervo… Con la desapasionada eficiencia de una profesional, los dedos de Marta di Jorse exploraron cuidadosamente el cuerpo entero de Sergio, colocando en los lugares más dañados una ligera capa de la escasa grasa de ciervo.

—A ver dónde tocas… —dijo Sergio, sonriendo débilmente.

—No seas burro —contestó ella, groseramente—. No es momento ahora para bromas de esa clase… Te han dado una buena paliza pero me imagino que no tienes nada roto… La grasa te aliviará algo, pero más te vale ponerte en pie… sino te vas a quedar frío, y será peor…

—Ha caído el último… Abuelo Jones; tráete esa cochina piedra… Hala, Zacarías, Marta, fuera… Ayudad a María… Coged todo lo que encontréis de comer… A la izquierda, deslizaos sobre la fachada, y meteos en el bosque… esperad allí… Venga, por la ventana, rápido… ¡Ah, ya estás aquí, abuelo Jones! Dale el chisme a Sergio…

El plateado resplandor se hundió por segunda vez en la casi vacía mochila. Después, Sergio, ayudado por el Capitán Grotton salió por la ventana y se dejó caer al suelo. Había una ligera luminosidad, preludio del próximo amanecer, que mostraba la enorme plaza cubierta de cuerpos de mandriles, tumbados en todas las posiciones, roncando como cerdos, con frascos de licor tirados por los suelos, hogueras a medio extinguir donde se habían asado cosas indefinibles, anchos platos de barro con restos de comida… El Capitán Grotton y el abuelo Jones trotaban tras él, recogiendo lo que podían y metiéndolo en sus bolsas… Sergio atrapó algunos puñados de bayas, un saquete con algo que parecía harina de mijo, dos grandes trozos de carne fría, y un buen montoncillo de altramuces… por lo menos así los llamó el Capitán, aun cuando Sergio no había oído semejante nombre en su vida…

Un mandril tendido sobre el cuerpo de una hembra hizo un giro y se volvió… Un gruñido. Sergio se encontró con dos negros ojos llenos de crueldad fijos en él… Hubo como un suspiro, y el abuelo Jones se alzó, limpiándose el cuchillo en la pernera del pantalón…

—Uno que no nos perseguirá…

—Vamos, vamos… —apremió el Capitán—. Amanecerá en media hora… El resto del grupo, respirando anhelosamente, con los rifles en las manos, les esperaba al borde del claro. Habían tenido que amordazar a María Viborg, y atarle las manos, pues la mujer parecía haber enloquecido a la vista de los mandriles…

—Vámonos… hacia allá —dijo el Capitán, en un susurro—. Primero, Marta y Sergio… Después, abuelo, tú y Zacarías, llevad a María… Yo cerraré el paso… Buena suerte a todos… Vamos allá…

Mientras caminaban, cortando a machetazos la espesa y entrelazada vegetación, Sergio, apoyado en Marta, escuchaba apenas, con sus ensordecidos oídos, el soliloquio delirante de Zacarías Gómez:

—Las muy cerdas… ¿Qué era aquello que me dieron…? ¡Puaf, qué asco! Malditos bichos, malditos, malditos… ¿Cómo pude hacerlo… con esas asquerosas bestias? Pero, ¿qué fue lo que me dieron? ¿Qué fue?

—…si pudiera matarlos a todos, si pudiera matarlos a todos…

De nuevo el Capitán Grotton hacía gala de una energía que parecía inextinguible. Tan pronto estaba al principio, como al final de la famélica columna; ayudaba a Marta para que el enfebrecido y agotado Sergio pudiera trasponer un paso difícil, cargaba en vilo con la enloquecida María Viborg, se detenía, quedándose varios cientos de metros atrás, para comprobar si alguien o algo les seguía; o bien se adelantaba para explorar un sector de terreno. El sol se filtraba a través de las anchas hojas, manchando con vividos círculos amarillos el suelo esponjoso cubierto de una espesa capa de humus que seguramente no había pisado jamás ningún pie humano… y caminaban, caminaban, caminaban… Un pie delante de otro, otro paso, otro más…

Entre nubes, Sergio se dio cuenta de que era Marta quien cargaba con el rifle magnético, y con su mochila. Quiso decir algo, protestar; pero de su lengua hinchada sólo salió un espeso sonido lingual, sin significado alguno… Le parecía que la cabeza le iba a estallar, y notaba como el corazón latía apresuradamente, ¿ciento veinte, ciento cuarenta pulsaciones?

—Adelante, adelante…

No habían oído más que esta palabra durante todo el día. El Capitán Grotton no parecía conocer otra. Aquel hombre. evidentemente no estaba hecho de carne, sino de alguna peculiar materia indestructible, contra la que estaban inermes las privaciones, las torturas o los elementos desencadenados…

—Pon el pie en esa piedra, Sergio —dijo la cascada voz del abuelo Jones.

Otro que había recuperado sus energías en cuestión de horas. También parecía imposible que aquel cuerpo apergaminado, compuesto exclusivamente de huesos cubiertos por una correosa capa de piel, y donde quizás hubiera dentro alguna víscera (seguramente sólo las imprescindibles) caminase con la misma marcha que los demás, mientras que Zacarías y Marta di Jorse parecían hallarse al límite de sus fuerzas…

—¿Por qué no cantar una canción?

—Calla, Sergio… pueden oírnos —dijo Marta—. Cállate, hombre… ¿No tenéis alguna medicina?

—No encontramos nada, Marta… Adelante, adelante…

—…si pudiera matarlos a todos…

—¿Qué sería aquella porquería? Y aquella bestia, más grande que las otras… me la cogió con las manos… ¡qué asco! Pero estoy vivo, vivo… y volveré, no dejaré una con vida… Por favor… no me lo recordéis… y lo peor, lo peor de todo, es que entonces me gustó… qué asco, haber hecho eso con una mandril, con dos, con seis… qué sé yo con cuantas. ¿Qué me dieron las muy cerdas…? ¡Me violaron…!

—Adelante… no os detengáis.

Sergio sintió, a través de una nube de ensordecimiento y de fiebre, que las piernas se le movían mecánicamente, pero que no las percibía. Quiso comunicarle a Marta que aquellas piernas no eran suyas… pero sólo emitió un gruñido…

«Ciudad en los espacios engarzada,

que surcas orgullosa lo profundo,

tú siempre habrás de ser idolatrada…»

—¿No podéis hacerle callar?

—Por favor, Sergio, por favor…

La mano callosa de Marta di Jorse sobre sus labios, tapándole la boca. «¿Estoy loco, como María Viborg? Es a ella a quién deben taparle la boca». Era inadmisible… cruel.

—Deteneos un momento… solamente unos minutos… pero no os sentéis… Dejad aquí las provisiones; voy a distribuirlas. Abuelo, llena todas las cantimploras en aquel riachuelo… Marta, ¿por qué no llevas a Sergio allí? Refréscale la frente… haz que beba…

Una sensación de frío en el rostro, y un momento de lucidez. El rostro de Marta, con la herida en la mejilla cubierta de grumos rojinegros de sangre coagulada estaba ante el suyo, mirándole intensamente. Con un trozo de tela le mojaba la cara, el cuello… Pero el horrendo palpitar de las sienes no se detenía…

Estaba solo, tendido al borde del arroyo. Los árboles de anchas hojas rezumantes se extendían por todas partes, formando un palio que le protegía del sol… el sol… arriba, brillante… como la boca de un horno. Algo suave y deslizante pasaba por el centro del arroyo…

—Eres una cellisa —articuló, con dificultad.

—Eso te dije antes… ¿Ya lo has olvidado? —dijo la agradable voz de tenor.

Tenía dos grandes ojos pardos, cubiertos por largas y sedosas pestañas. El pelaje era gris, excepto en la cabeza, de color amarillento, partido sobre el cráneo por una raya negra que iba ensanchándose, y tomando forma triangular.

Una sedosa zarpa húmeda se posó sobre su frente.

—¿Dónde… está… Marta?

—Estás solo conmigo. Pero estás mal…

Hubo un chapoteo, y un chorro de agua tibia salpicó a Sergio. El mundo de los árboles le rodeaba, y bajo él había tierra, y más abajo, cosas desconocidas… la tierra y los árboles se curvaban lentamente, formando una ligera comba que continuaba por medio de más árboles, riachuelos, volcanes, peñas, desiertos, mares, montañas, desfiladeros, ríos… y que después de cerrarse sobre sí misma, volvía a encontrarse en el mismo lugar en que se hallaba ahora… Pero era un camino tan largo, tan largo y difícil, y a la vez tan grande…

Oía voces a lo lejos, entre ellas la ronca y excitante voz de Marta di Jorse. «¡Qué mujer!» pensó. «Qué diferentes son ella y Edy… Si se llevasen bien…» La zarpa suave y húmeda estaba de nuevo sobre su mano…

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