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Authors: Julia Montejo

Tags: #Narrativa dramática

Violetas para Olivia (34 page)

Pero Madelaine no iba a dejarse llevar. No al menos por donde marcaba su tía. Intentó aislar los descubrimientos y pensar rápidamente. La tía Clara aprendió la verdad de Olivia después de que ella abandonó la casa. Hasta entonces, el odio por su propia madre había sido tan radical, tan exagerado, que la llevó a borrar su presencia. ¿Cómo se habría enterado? ¿Tendría eso algo que ver con su madre?

—¿Y mi madre?

—Tu madre desapareció. No tenía nada que ver con esta familia. Cuando alguien no pertenece a esta casa, no entiende lo que significa ser uno de nosotros, no existe —dijo con vehemencia. Entonces soltó el brazo de Madelaine y salió.

Incluso después de haber abandonado Clara la habitación, quedó flotando el olor a muerte. Y el miedo. Una sensación atemporal, como de sueño. La biblioteca de su madre seguía semidesnuda, los libros en el suelo. El libro de las cartas de Rilke en su mano izquierda. Se fijó en que el volumen era más antiguo de lo que parecía y lo volvió a abrir. Era una edición de 1952 y había un nombre escrito junto al título: Olivia Durango. Madelaine, sorprendida, se quedó mirando la tinta azul y ligeramente borrosa. ¿El libro era de su abuela? Eso parecía. Pero ¿y los subrayados? Esta vez se fijó mejor en la letra. Parecía la misma que la que había escrito el nombre en la portada, y, sobre esta, otra a lápiz. La carta era de su tía Rosario y estaba dirigida a su madre, pero Olivia y su madre habían compartido aquel libro, qué curioso. Se volvió hacia su brazo y se fijó en que había quedado una marca roja, prueba irrefutable de la fuerza de Clara y de que el momento había existido. ¿Era su tía una asesina? ¿Debía temer por su vida si la contradecía? Sacudió la cabeza, intentando mantener la cordura. Hora de irse a la cama.

La luna había desaparecido del cielo de San Gabriel. Madelaine corrió la cortina del cuarto de paso hacia su dormitorio. Antiguamente estos días eran temidos por los habitantes del pueblo que creían en hombres lobo y en brujas gitanas. Eran los tiempos en los que el mundo de lo invisible y el mundo de lo visible convivían con naturalidad. La llegada de la electricidad lo cambió todo. Hoy, a la luz de las farolas, los ciclos lunares habían dejado de gobernar el universo mortal y la luna nueva apenas servía para hacer desaparecer las sombras del campo bajo su esponjoso manto de oscuridad.

Madelaine se desnudó, se puso el pijama y entró en el baño a lavarse la cara y los dientes. Le gustaba cepillarse el pelo enérgicamente antes de acostarse, pero hacía días que había abandonado la costumbre. Habitualmente le relajaba, sacudía su cabeza de preocupaciones. Pensó que quizá el cepillado la ayudase a olvidarse de todo, al menos hasta la mañana. La sangre le golpeaba con fuerza las sienes. Estaba muy cansada pero no podía olvidar las palabras de su tía: «Cuando alguien no pertenece a esta casa, no entiende lo que significa ser uno de nosotros, no existe». No sabía qué pensar. Hace un mes, nunca hubiera dado crédito a una historia semejante: su madre asesinada y emparedada por su tía. Pero ahora... el mundo como ella lo había entendido hasta entonces estaba cambiando. Las cosas no eran lo que parecían a simple vista. En realidad estaba todo allí, desde el principio: los indicios, la casa, las presencias o lo que fueran esas sensaciones. Solo que ella había estado ciega. O su sensibilidad no había sido capaz de traspasar el muro de lo normal que protegía cual hechizo el trágico y abundante laberinto de pasiones de toda índole que cohabitaban en ese otro plano. Y allí, en ese lugar oscuro, sus antepasados violaban, asesinaban, engañaban, amaban, lloraban, eran infieles y desgraciados..., e incluso algunos se erigían en protectores. Así sintió el papel de su abuela, convencida de que lo que había visto la bruja venezolana tuvo que ser verdad. El ángel de la guarda, ese ser de pelo rubio y piel clara, era Olivia, y ¿tienen que ser los ángeles seres puros sin deseos propios, sin más objetivos que ayudar a sus protegidos? El pensamiento la desconcertó. ¿Qué hay puro en este mundo? Ella sabía que ningún ser vivo puede ser puro porque vivir, sobrevivir, completarse, requiere de un motor de egoísmo sin el cual la existencia no sería posible. Un cocodrilo, o una mantis religiosa, o su tía Clara, por ejemplo, ¿son malos? Solo para el que se vea perjudicado por ellos y tenga el raciocinio y la escala de valores para juzgarlo. Cada cual tiene su agenda, su lista de prioridades. También los amantes. Nadie ama desinteresadamente, porque incluso amar es un sentimiento sumamente gratificante y necesario. Más aún: dar sin esperar nada a cambio es la droga más potente del universo, pensó Madelaine, que lo había comprobado en carne propia en varias ocasiones gracias a su trabajo como médica. De hecho, ejerciendo su profesión, en momentos puntuales, con algún paciente que recordaba con enorme satisfacción, había sentido la dicha más profunda. Suspiró. En realidad todos somos o aspiramos a convertirnos en yonquis del amor, y cuanto más tienes, más quieres, pensó para sí. Solo podía imaginar lo que sintieron su abuela y Manuel, pero lo de su tía Clara y Manuel, su propio padre, debió de ser tremendo. Enamorarte, acostarte con tu propio padre... Desterró rápidamente el pensamiento. Se le removían las entrañas y sin duda esta había sido la razón poderosa por la que la tía Clara había quedado tocada con la tragedia de por vida. La tragedia proterva plantada en sus entrañas terminó transformada en peligrosa obsesión, una obsesión de tal magnitud que había sido capaz de cambiar su forma de vivir su mundo.

Clara no había tenido opción de terminar en una institución mental o con algún tipo de tratamiento psiquiátrico o al menos psicológico, lo recomendable en estos casos. Era una Martínez Durango y, como tal, tenía otros recursos a su alcance, recursos... de familia. Así, la obsesión de Clara terminó con el paso de los años sepultada bajo la apariencia de señora dura y reservada, implacable. Solo ahora, al final de su vida, no podía mantenerla oculta por más tiempo, no había más tiempo para malentendidos ni planes maquiavélicos. Lo único que importaba era una cosa: las dos familias tenían que unirse de una vez y para siempre. Álvaro y Madelaine debían cerrar el largo camino que dos generaciones anteriores no habían sabido o no habían podido concluir.

Madelaine se metió entre las sábanas convencida de que sería imposible conciliar el sueño. Apagó la luz. Los minutos empezaron a transcurrir lentamente. ¿Dónde estaría José Luis? ¿Por qué no la llamaba? ¿Y Álvaro? Sentía que la deseaba, pero ¿de verdad la quería? Entonces escuchó que la puerta de su habitación se abría y su corazón dio un vuelco. Forzó la vista todo lo que pudo, pero la negrura era infinita. Pensó en encender la luz pero el miedo y la sorpresa la tenían paralizada. ¿Sería su tía capaz de matarla? ¿También a ella? Escuchó atentamente y no oyó nada. Antes de convencerse de que debían de ser imaginaciones suyas otra vez, una respiración agitada le confirmó que aquello tenía que ser real. Estiró la mano para encender la luz de la mesita de noche y entonces tropezó con una mano de piel extremadamente suave, fina y huesuda.

—Madelaine —dijo su tía Clara en susurros, y espiró un quejido.

Madelaine se apresuró a apretar el interruptor de la lámpara. Su tía en camisón estaba frente a ella. Era la estampa de la Muerte, caída de bruces sobre la alfombra. Su mano izquierda quedó sobre las sábanas en una posición forzada. En el dedo corazón, el anillo de zafiros que Madelaine recordaba haberle conocido desde siempre brillaba como nunca.

1978, Sevilla

Olivia da vueltas al anillo de zafiros intentando mostrarse calmada en el asiento del copiloto. Rodrigo está al volante y conduce el Bugatti descapotable como un demente. Regresan a San Gabriel. Los dos visten de fiesta. Rodrigo de chaqué y Olivia un traje de lentejuelas plateadas que compró en París el año anterior.

—Es una hija de puta —masculla Rodrigo.

—Más despacio. Vamos a matarnos, Rodrigo —le advierte Olivia.

—Pues haberte quedado —responde él de malos modos—, esto no es asunto tuyo.

—Eres mi hijo. Todo lo tuyo es asunto mío.

—Déjate de tonterías. Ya soy mayorcito. Soy yo el que se ha casado con una frígida mentirosa —dice Rodrigo, aunque desearía poder decirle que efectivamente todo es culpa suya, por haberles abandonado, por haberle hecho un inseguro incapaz de confiar en ninguna mujer, por haberlas comparado a todas con la diosa caprichosa de su madre, por haber buscado una de bajo perfil que no supo amar.

Olivia sabe exactamente lo que está pensando, y su conciencia la corroe. Si hubiera sido una buena madre, sus hijos hubieran sido felices. Si no se hubiera quedado embarazada de Manuel, si no hubiera aceptado a un hombre al que no amaba, si hubiera aguantado su destino... Los «si» son una pesada losa que en aquellos momentos le corta la respiración. Pero ella ahora debe mantener la calma.

—No puedes llegar en este estado, Rodrigo. Ella tiene sus derechos.

Rodrigo le lanza una mirada furibunda.

—Si te atreves a ponerte de su parte, paro el coche y te dejo aquí mismo —la amenaza.

A Olivia no le preocupa quedarse en medio del campo. Lo que teme es que su hijo llegue a casa y cometa una locura. Hace meses que sus ojos son un cenagal de desdicha. Su mirada no encuentra ojos humanos ni lugares amigos sobre los que mantenerse firme, en permanente huida, empieza incluso a perder la fuerza mínima y necesaria para salir de dentro de sí mismo. Lleva tiempo convencido de que en su interior no hay nada por lo que vivir y ahora ha determinado que tampoco lo hay fuera. Ni siquiera su hija Madelaine es capaz de arrancarle de su miseria. La niña le trae constantemente ramitas de olivo desde la tierra, pero él no las ve. Está cegado con la luz brillante sobre el mar y la sed insoportable le ha doblegado: ha bebido agua de mar y se ha condenado cuando tenía tantos caminos a sus pies. Quizá sea por su educación, al margen del mundo, relacionado solo con unos pocos privilegiados; o por el modelo de su propio padre; o porque es demasiado egoísta para salir de sí mismo. Olivia reconoce a Néstor en ese egoísmo victimista y le duele profundamente porque su gran virtud, ser una superviviente nata, no ha prendido en su hijo. La semilla de Néstor no debía haberse multiplicado, medita, sin importarle lo que pueda pensar Dios. I lace tiempo que se siente una marginada del paraíso y no espera nada, no desea nada, excepto para su nieta. Salvar a su nieta del infortunio perenne de los Martínez Durango.

—Menos mal que tengo buenos amigos —farfulla Rodrigo.

Olivia sabe que los Martínez Durango no tienen amigos. Si se encuentran viajando a más de ciento veinte por aquella carretera es por culpa de un suceso accidental y desafortunado. En el punto álgido de la fiesta en casa del marqués de Lancia, Manuel Garrido, director de una sucursal bancaria de su pueblo y primo lejano del anfitrión, le había comentado, entre copas, con unas cuantas de más, que Inmaculada le había pedido un monto de dinero considerable. Le sorprendió tanto su visita, pues nunca había pisado el banco, como su petición. Ella le explicó que su marido estaba de viaje y que tenía que pagar unos billetes de avión o los perdería. Necesitaba aquel dinero con urgencia. El propio Manuel llamó a la agencia de viajes y confirmó la historia: dos billetes de avión de Sevilla a Londres para el día siguiente. En fin, que le dio el dinero sin necesidad de firma.

—Rodrigo, ese hombre ha metido la pata —le dice Olivia a su hijo intentando que se dé cuenta del error de su reacción—. Hay cosas que es mejor no saber. ¿De qué te sirve?

Rodrigo se vuelve a ella con la mirada encendida del loco. El pelo engominado y ralo revuelto por el viento.

—Ah, es mejor que mi propia mujer me engañe, que me robe.

—No digas tonterías. Es la madre de tu hija. Deberías dejarla marchar. Si quiere hacerlo lo hará, tarde o temprano.

—Nunca. Por encima de mi cadáver.

Olivia sabe que habla en serio. No es una expresión hecha. El convencimiento de que aquello es el final de una etapa la hace estremecer.

—Intenta tranquilizarte, hijo.

—¿Y permitir que me abandone? Claro, eso para ti no es un problema, ¿verdad? Tú ya lo hiciste. A ti debe de parecerte normal.

—Lo que yo tuve que hacer no tiene nada que ver contigo, ni con Inmaculada —responde Olivia con una calma mirífica. De repente siente el viento sobre su piel y el tumulto de rabia y frustración de su hijo como una fuerza sobrenatural ajena a ella. La noche oscura, solo iluminada por los faros del coche, los olivos a ambos lados de la carretera, serenos, impertérritos. Y se sabe ajena al momento, fuera de aquella escena, convertida en público de un espectáculo teatral.

—Mi hija es mía —se dice Rodrigo sumido en la frustración.

—Tu hija va a estar mejor con su madre. Es muy pequeña. Además, tú nunca estás en casa. Piensa en ella, no en ti.

Pero Rodrigo ya no la escucha. No está en este mundo sino en el de la venganza, y ese es un lugar del que resulta casi imposible regresar sin profundas heridas.

—Si se va, la mataré. Lo juro —asegura Rodrigo y aprieta el acelerador.

Olivia escucha el rugir del coche y se siente preparada para sacrificar lo sagrado a cambio de que su nieta no se quede sin madre. Maldito Néstor, que la engañó convenciéndola de que Manuel no volvería. Olivia recuerda cada detalle de la noche en la que aceptó su propuesta de matrimonio. La angustia, la desolación, los pedazos de su corazón rotos, incrustándose bajo la piel. Su nieta no será otra víctima. ¿Qué salió de aquella unión? Broza seca y molesta que no ha sabido florecer, que es prescindible, que no ha encontrado el agua, la luz del sol. Ramas secas, donde solo ha brotado un esqueje. Olivia recuerda la promesa que le hizo a Dios el día en que Madelaine vino al mundo y su mirada se emborrona. Se vuelve hacia su hijo sintiendo su amor atravesado, entendiendo por fin el dolor infinito del padre que tiene que sacrificar al hijo. Sabe lo que debería hacer, pero necesita confirmación, darle a Rodrigo una última oportunidad.

—Rodrigo, por favor, recupera la cordura. Hazlo por tu hija.

—Madre, mi hija vino al mundo porque yo la traje. Es mía.

Olivia reconoce en ese instante que Rodrigo nunca sabrá ser un buen padre porque no puede. Ve. Ve un futuro que puede cambiar. Que está en sus manos. Cierra los ojos. Respira profundamente. El rostro de Manuel se forma ante ella. El que tenía hace cuarenta años. Sus dientes perfectos. El vello de su pecho suave. Siente que el corazón le da un vuelco cuando la mira. Desea que esos recuerdos tatuados en su piel, los únicos felices y que han merecido la pena de su vida, sean para su nieta. Es la única herencia que quiere dejarle: el fuego de una pasión inolvidable, capaz de hacer estallar un mundo, capaz de aniquilar varias vidas.

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