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Authors: Marc Levy

Volver a verte (22 page)

Escondido entre las perchas, observó las prendas de vestir en el suelo y las que aún estaban colgadas e intentó imaginarse a Lauren con algunas de aquellas piezas. Hubiera deseado quedarse allí, esperar a que ella lo encontrase. Tal vez así recuperase la memoria, tal vez dudase, sólo un instante, y recordase las palabras que se decían. Entonces, la tomaría entre sus brazos y la besaría como antes, o mejor con un beso diferente. Ya nada ni nadie se la podría arrebatar. Aquello era de idiotas: si se quedaba ahí, a ella empezaría a entrarle el miedo. ¿Quién no lo tendría si alguien se escondiera en su vestidor?

Tenía que salir de allí antes de que volviera; sólo un poco más; ¿quién podía reprochárselo? Que suba la escalera despacio, sólo unos segundos robados. La felicidad de estar en su intimidad.

—¿Arthur?

—Ya voy.

Se disculpó por entrar en el cuarto de baño sin permiso, pero quería lavarse las manos.

—¡Si no hay agua!

—¡Me he acordado al abrir el grifo! —dijo, confuso—. ¿Ha llegado su libro?

—Sí, guardo el tocho en la biblioteca y nos vamos, ¿vale? Me muero de hambre.

Al pasar por delante de la cocina, Arthur miró la escudilla de
Kali
.

—Es de mi perra, que está en casa de mi madre.

Lauren cogió las llaves de encima de la encimera y salieron del apartamento.

El sol inundaba la calle. Arthur sintió el impulso de coger a Lauren del brazo.

—¿Adonde quiere ir? —preguntó él, cruzando las manos a la espalda.

Ella estaba hambrienta y, por pura feminidad, le costó confesar que le apetecía una hamburguesa. Arthur la tranquilizó: estaba muy bien que una mujer tuviera apetito.

—¡Además, en Nueva York ya es la hora de comer, y en Sydney, la de cenar! —añadió ella, radiante.

—Es un modo de ver las cosas —dijo Arthur, caminando a su lado.

—Cuando se es interno, uno acaba comiendo cualquier cosa a cualquier hora.

Lo condujo hasta Ghirardelli Square, anduvieron a lo largo de los muelles y se metieron por un malecón; elevada sobre los pilotes, la sala del restaurante Simbad estaba abierta día y noche. La camarera de recepción los instaló en una mesa, le entregó un menú a Lauren y desapareció. Arthur no tenía hambre, así que renunció a leer la carta que Lauren le tendía.

Un camarero se presentó unos instantes más tarde, anotó el encargo de Lauren y regresó a la cocina.

—¿De verdad que no quiere comer nada?

—Me he alimentado toda la semana a base de gota a gota, y creo que mi estómago ha menguado. Pero me encantará mirar cómo come usted.

—¡Pero tendrá que volver a alimentarse!

El camarero puso una bandeja enorme con tortitas encima de la mesa.

—¿Por qué ha venido a mi casa esta mañana?

—Para arreglar un escape de agua.

—¡En serio!

—Para darle las gracias por salvarme la vida, creo.

Lauren dejó el tenedor.

—Porque me apetecía —confesó Arthur.

Ella lo miró, atenta, y regó su plato con sirope de arce.

—Sólo hacía mi trabajo —dijo en voz baja.

—Me cuesta creer que anestesiar a uno de sus colegas y robar una ambulancia sea su pan de cada día.

—Lo de la ambulancia fue idea de su mejor amigo.

—Ya me extrañaba a mí.

El camarero volvió a la mesa y le preguntó a Lauren si necesitaba algo.

—No, ¿por qué? —dijo Lauren.

—Me ha parecido que me llamaba —contestó el chico con un tono soberbio.

Lauren lo miró alejarse, se encogió de hombros y volvió a la conversación.

—Su amigo me explicó que se conocieron en el internado.

—Mi madre murió cuando yo tenía diez años, estábamos muy unidos.

—Es muy valiente. La mayoría de gente nunca pronuncia esa palabra, sino que dicen «se fue» o incluso «nos dejó».

—Irse o dejar son dos acciones voluntarias.

—¿Creció usted solo?

—La soledad puede ser una forma de compañía. ¿Y usted? ¿Todavía tiene a sus padres?

—A mi madre solamente, y desde mi accidente nuestra relación se ha vuelto tensa, está demasiado presente.

—¿Su accidente?

—Una vuelta de campana con el coche, salí proyectada y me dieron por muerta, pero el empecinamiento de uno de mis profesores me devolvió a la vida después de varios meses en coma.

—¿No conserva ningún recuerdo de aquel período?

—Recuerdo los últimos minutos antes del impacto, pero hay un agujero de once meses en mi vida.

—¿Nadie ha logrado acordarse nunca de lo que ocurre durante esos momentos? —preguntó Arthur, con la voz llena de esperanza.

Lauren sonrió y miró el carrito con los postres situado no muy lejos de ella.

—¿Mientras se está en coma? ¡Es imposible! —contestó—. Es el mundo del inconsciente, no ocurre nada.

—Sin embargo, la vida continúa alrededor, ¿no?

—¿Realmente le interesa? No tiene ninguna obligación de mostrarse cortés, ¿sabe?

Arthur le aseguró que su curiosidad era sincera. Lauren le explicó que había bastantes teorías al respecto, y muy pocas certidumbres. ¿Tenían los pacientes alguna percepción de lo que les rodeaba? Desde el punto de vista médico, ella no lo creía.

—¿Ha dicho desde un punto de vista médico? ¿Por qué semejante distinción?

—Porque yo lo he vivido desde el interior.

—¿Y ha sacado otras conclusiones?

Lauren vaciló, y le señaló el carrito de postres al camarero, que se apresuró hacia su mesa. Eligió una mousse de chocolate para ella y, como Arthur no pidió nada, un relámpago de chocolate para él.

—Dos postres deliciosos para la señorita —dijo el chico, al tiempo que servía los platos.

—En ocasiones tengo sueños extraños que parecen fragmentos de recuerdos, como sensaciones que me vienen una y otra vez, pero también sé que el cerebro es capaz de transformar en recuerdos algo que le han contado.

—¿Y qué le han dicho?

—Nada en especial: la presencia de mi madre todos los días, la de Betty, una enfermera que trabaja conmigo, y otras cosas sin importancia.

—¿Por ejemplo?

—Mi despertar, pero ya hemos hablado suficiente de todo esto, ahora tiene que probar los dos postres.

—No lo tome a mal, pero soy alérgico al chocolate.

—¿Y no quiere otra cosa? No ha comido ni bebido nada.

—Comprendo a su madre, exagera un poco, pero eso no es más que amor.

—Lo adoraría si le oyese.

—Lo sé, es uno de mis grandes defectos.

—¿Cuál?

—Soy de esa clase de hombres de los que las suegras siempre se acuerdan, en cambio, la cosa varía en el caso de las hijas.

—Y esas suegras, como dice usted, ¿son muchas? —preguntó Lauren, cogiendo una gran cucharada de mousse de chocolate.

Arthur la miró, divertido: tenía restos de chocolate en los labios. Extendió la mano, como para borrar la flecha del arco de Cupido, pero no se atrevió.

Detrás de la barra, un camarero observaba su mesa, intrigado.

—Soy soltero.

—Me cuesta creerlo.

—¿Y usted? —replicó Arthur.

Lauren eligió las palabras antes de responder.

—Existe alguien en mi vida, no vivimos juntos, pero en fin, está ahí. A veces es así, los sentimientos se apagan. ¿Usted lleva mucho tiempo soltero?

—Bastante, sí.

—Eso no me lo creo.

—¿Por qué le parece tan raro?

—Porque un tipo como usted no se queda solo.

—No estoy solo.

—¡Aja! ¿Lo ve?

—¡Se puede querer a alguien y seguir siendo soltero!

Basta con que el sentimiento no sea recíproco, o que la otra persona no esté libre.

—¿Y puede uno mantenerse fiel a alguien durante todo ese tiempo?

—Si ese alguien es la mujer de tu vida, vale la pena, ¿no?

—¡Así que no está soltero!

—En mi corazón, no.

Lauren tomó un sorbo de café e hizo una mueca. El líquido estaba frío. Arthur iba a pedirle otro, pero ella se le adelantó y le señaló al camarero la cafetera depositada sobre un calientaplatos.

—¿La señorita querrá una o dos tazas? —preguntó el camarero, con una sonrisa irónica en los labios.

—¿Tiene algún problema? —replicó Lauren.

—¿Yo? En absoluto —contestó el chico, regresando a la cocina.

—¿Cree que se ha enfadado porque usted no ha tomado nada? —le preguntó a Arthur.

—¿Estaba bueno? —contestó él.

—Espantoso —dijo Lauren, riéndose.

—Entonces, ¿por qué ha elegido este sitio? —contestó Arthur, riéndose como ella.

—Me gusta sentir el soplo del mar, medir su tensión y su humor.

La risa de Arthur se enmudeció en una sonrisa preñada de melancolía; había tristeza en su mirada, estrellas de dolor con cierto sabor a sal.

—¿Qué le pasa? —quiso saber Lauren.

—Nada, sólo un recuerdo.

Lauren le hizo una seña al camarero para que trajera la cuenta.

—Es una mujer con suerte —dijo, tomando otro sorbo de café.

—¿Quién?

—La que espera desde hace tanto tiempo.

—¿De veras? —preguntó Arthur.

—¡Sí, de veras! ¿Qué les separó?

—¡Un problema de compatibilidad!

—¿No se entendían?

—Sí, y muy bien. Compartíamos carcajadas y deseos. Hasta prometimos redactar algún día una lista con las cosas agradables que nos gustaría hacer, ella la llamaba la lista
happy to do
.

—¿Qué les impidió escribirla?

—El tiempo nos separó.

—¿Ya no se volvieron a ver?

El camarero dejó la cuenta encima de la mesa; Arthur quiso cogerla pero Lauren se la llevó con un gesto más veloz que el suyo.

—Aprecio su caballerosidad —dijo—, pero ni se le ocurra; lo único que ha consumido usted aquí son mis palabras. No soy feminista, pero pienso que existen ciertos límites.

Arthur no tuvo tiempo de discutir, pues Lauren ya le había entregado su tarjeta de crédito al empleado del restaurante.

—Debería volver a trabajar —dijo Lauren—, y al mismo tiempo no me apetece para nada.

—Entonces, vamos de paseo, hace un día magnífico y a mí no me apetece para nada que trabaje.

Ella apartó la silla y se levantó.

—Acepto la proposición.

El camarero sacudió la cabeza cuando salieron del establecimiento.

Ella quería ir al parque del Presidio, le encantaba vagar bajo las grandes secuoyas. A menudo, bajaba hasta el saliente de tierra donde se anclaba uno de los pilotes del Golden Gate. Arthur conocía bien el lugar. Desde allí, el puente suspendido se extendía entre la bahía y el océano como una línea trazada en el cielo.

Lauren tenía que ir a buscar a su perra. Arthur le prometió que la esperaría allí y ella lo dejó al final del malecón; la vio alejarse sin decir nada. Hay momentos que tienen cierto sabor a eternidad.

Capítulo 15

L
a esperó al pie del puente, sentado en un murito de ladrillos. En aquel lugar, las olas del océano chocaban con las de la bahía en un combate que duraba desde la noche de los tiempos.

—¿Le he hecho esperar mucho? —se disculpó ella.

—¿Dónde está
Kali
?

—No tengo ni la menor idea, mi madre no estaba. ¿Sabe cómo se llama?

—Venga, vamos a caminar por el otro lado del puente, tengo ganas de ver el mar —contestó Arthur.

Ascendieron una colina y la volvieron a bajar por la otra vertiente. Abajo, la playa se extendía kilómetros y kilómetros.

Caminaron junto al agua.

—Usted es diferente —dijo Lauren.

—¿De quién?

—De nadie en particular.

—Eso no es muy difícil.

—No sea idiota.

—¿Hay algo en mí que la irrite?

—No, nada; siempre parece tan sereno, eso es todo.

—¿Y es un defecto?

—No, pero resulta muy desconcertante, como si para usted nada fuera un problema.

—Me gusta buscar soluciones; es cosa de familia, mi madre era igual que yo.

—¿Echa de menos a sus padres?

—A él apenas tuve tiempo de conocerlo. Mi madre tenía una forma especial de ver la vida... diferente, como usted dice.

Arthur se agachó para coger un poco de arena.

—Un día —dijo—, me encontré en el jardín una moneda de un dólar y me pareció que era increíblemente rico. Corrí hacia ella con mi tesoro oculto en la palma de la mano. Se lo enseñé, orgullosísimo de mi descubrimiento. Después de escuchar cómo le dictaba una lista de cosas que iba a comprar con semejante fortuna, ella me volvió a cerrar los dedos sobre la moneda, le dio la vuelta a mi mano con delicadeza y me pidió que la abriera.

—¿Y?

—El dólar se cayó al suelo. Mamá me dijo: «Esto es lo que pasa cuando morimos, incluso al hombre más rico de la tierra. El dinero y el poder no nos sobreviven. El hombre sólo recrea la eternidad de su existencia en los sentimientos que comparte». Y era cierto; ya han pasado muchos años desde que murió, tantos, que dejé de contar los meses sin perder un solo día. Aparece en ocasiones en el instante de la mirada con la que me enseñó a enfocar las cosas, en un paisaje, en un anciano que atraviesa la calle con su historia a cuestas. Surge en un reguero de lluvia, en un reflejo de luz, en el giro de una palabra durante una conversación; mi madre es mi inmortal.

Arthur dejó que se filtrasen los granos de arena entre sus dedos. Hay penas de amor que el tiempo nunca borra y que dejan en las sonrisas cicatrices imperfectas.

Lauren se aproximó a Arthur, lo cogió del brazo, lo ayudó a levantarse, y luego continuaron caminando por la playa.

—¿Cómo se consigue esperar a alguien tanto tiempo?

—¿Por qué vuelve a hablarme de eso?

—Porque me tiene intrigada.

—Vivimos el principio de una historia, y ella fue como una promesa que la vida no mantuvo; pero yo siempre mantengo mis promesas.

Lauren le soltó el brazo y Arthur la observó alejarse sola, hacia la orilla. Esperó unos instantes antes de ir a su lado; ella estaba jugando a rozar las olas con la punta del pie.

—¿He dicho algo que no debía?

—No —murmuró Lauren—, al contrario. Creo que ya es hora de volver, de verdad que tengo mucho trabajo.

—¿Y no puede esperar hasta mañana?

—Mañana o esta tarde, ¿qué cambia eso?

—Un deseo puede cambiarlo todo, ¿no le parece?

—¿Y qué desea?

—Continuar paseando por esta playa en su compañía y acumular meteduras de pata.

—Podríamos cenar juntos esta noche —sugirió Lauren.

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