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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, #Ciencia ficción

Zombie Island (13 page)

—Bueno, estamos jodidos, señor, sí señor —dijo Osman y me dedicó el saludo de su dedo anular. Supongo que hay límites al respeto que provee el liderazgo.

Capítulo 3

Estaba cubierto de pies a cabeza de finos tatuajes azules. Una cuerda atada con fuerza alrededor del cuello y un brazalete de piel eran todo lo que llevaba puesto, pero allí estaba, sin vergüenza alguna. Bajó la vista para mirar a Gary con una especie de orgullo arrogante. Un maestro especialmente engreído observaba a su mejor alumno desde lo alto de las escaleras mecánicas.

—Ven a mí —le repitió, y después, desapareció. En su lugar apareció la imagen de un templo, o una estantería o algo. Numerosos escalones conducían a una columnata. Gary conocía el sitio, pero no le venía el nombre.

Subir la escalera le llevó un par de intentos. El cerebro de Gary seguía regenerándose, pero su control motriz era lo que volvía con más lentitud. La lucidez había vuelto como un baño de aire acondicionado en un día tórrido, pero el simple acto de poner un pie delante del otro casi estaba fuera de sus posibilidades. Tampoco ayudaban los ataques que atormentaban su cuerpo y dejaban su cerebro burbujeando como una botella de agua con gas bien agitada. Avanzaba unos cuantos metros para volver a encontrarse en el suelo, con las manos crispadas como garras y los tobillos torcidos, sin explicación alguna de cómo había acabado allí.

Después de un buen rato, logró llegar al piso principal de los grandes almacenes, subió los últimos escalones a cuatro patas. Se irguió entre temblores y fue dando tumbos hasta la puerta, sólo para que lo golpeara la imagen de lo que había fuera.

Cuerpos, cientos de cuerpos, en una avanzado estado de descomposición colapsaban las aceras y yacían desplomados sobre los coches abandonados. La carne putrefacta formaba montañas bajo el sol de media mañana, no quedaba nada que se pudiera reconocer como humano.

«Dios», pensó Gary. ¿Realmente había provocado esos daños? Esos no eran como los no muertos que había visto hasta entonces. Ésos sólo eran… carne podrida, huesos amarillentos despuntando entre carne con la consistencia del queso pasado.

Algo se movió en el lado norte de la plaza y se parapetó detrás de un Jeep; no quería que le dispararan otra vez en la cabeza. Pero no tenía de que preocuparse. Era uno de los muertos: una mujer con un vestido estampado manchado de sangre seca y otros fluidos más oscuros. Se acercó torpemente, como si no pudiera doblar las rodillas, y Gary comprobó que estaba muy dañada. La mayor parte de la piel de su rostro había desaparecido, tenía un montón de gusanos colgando del hueco de las clavículas, como si fueran una bufanda retorcida. Dios Santo, ¿cómo había permitido esa mujer que le pasara eso? Por asquerosos que fueran, los gusanos estaban vivos. Podrían haberle dado energía para arreglar su cuerpo. Sin embargo, se estaban alimentando de ella.

Detrás de ella aparecieron otros, la mayor parte hombres. Ellos también habían vivido tiempos mejores. En general, los muertos de Nueva York solían tener heridas en el cuerpo, por supuesto, y era posible que el tono de su piel fuera más pálido y azul de lo necesario —Gary pensó otra vez en las venas muertas que recorrían su rostro—, pero nunca se dejaban estropear tanto. Uno de los recién llegados no tenía nariz, sólo una «V» al revés en el centro de la cara. A otro le faltaban los párpados, de forma que tenía una mirada de asombro y horror permanente.

Gary utilizó la red de muertos que lo unía a esos temblorosos despropósitos. Era la misma conexión que le había permitido extraer su energía, que le había dado la fuerza para desenterrar la bala de su cerebro. El esfuerzo mental hizo que su cerebro se le agitara dentro del cráneo y un penetrante dolor sordo recorrió su espalda, pero logró establecer el contacto. Sintió como se evaporaba la oscura energía de esos desgraciados. Y comprendió parcialmente lo que debía de haber sucedido. En su desesperación, había absorbido toda la energía de la multitud que acechaba los grandes almacenes para salvar su pellejo, y en el proceso había acelerado la descomposición de sus víctimas. En el nuevo orden de cosas, los muertos comían vivos en un vano intento de sostener su lamentable existencia, para alimentar su no vida.

Gary se había cargado todo ese esfuerzo y duro trabajo, montañas de cadáveres que parecían estar muertos desde siempre, muertos y descomponiéndose desde que había comenzado la Epidemia. Gary se dio cuenta de que no había forma de engañar a la muerte, sólo se podía retrasar, y cuando finalmente te daba alcance, se vengaba.

El que no tenía nariz alargó la mano y tocó la cara de Gary con una mano insensible. Apoyó los dedos inertes sobre su mejilla. Gary no se inmutó. ¿Cómo iba a hacerlo? No había malicia en su gesto. Tenía el valor emocional de un tic.

La mayoría de los no muertos había perdido la batalla contra la muerte cuando Gary les robó su esencia. A aquellos lo bastante fuertes para sobrevivir no les restaban más que los resquicios mínimos de energía. De ahí los muertos rotos y rígidos que tenía ante él. Tal vez era peor su estado mental que su condición física. Les había robado el remanente intelectual que les permitía seguir buscando alimento. Su hambre no había desaparecido —la sentía abriendo las fauces dentro de ellos, ardiendo con más fiereza que nunca—, pero les había robado el conocimiento, por primario que fuera, de cómo saciarla. Los había expoliado de la mente residual que tenían, así que ya no recordaban cómo comer. Sólo podían vagar sin propósito mientras sus cuerpos se caían a pedazos.

Gary no sentía ninguna culpabilidad. Había experimentado por segunda y última vez la muerte, y sólo esa energía robada había permitido que su coincidencia perviviera. Entonces ¿por qué se identificaba tanto con ellos? ¿Por qué sentía tanta empatia? Se dio cuenta de que estaba unido a ellos. El era uno de ellos. Era parte de la red de la muerte. Su capacidad para robarles la energía lo definía. No existía una verdadera línea de separación, no había una frontera entre él y esas masas casi inertes que se arrastraban sin objetivo arriba y abajo por la Catorce. Si se saltaba unas cuantas comidas, si no continuaba alimentándose, se volvería como ellos.

Cayó sobre las rodillas al darse cuenta de su verdadera naturaleza. Se acercaron los muertos devastados, atraídos por algún instinto intermitente de reunirse, y lo rodearon hasta que sus rostros corrompidos inundaron su visión. Ya no les temía.

Era un no muerto. Era uno de ellos. Cuando alargaron las manos para cogerlo, supo que no lo estaban atacando, ya no tenían el poder mental necesario para agredir. Se acercaban a él en un gesto de solidaridad. Sabían lo que era.

Gary también era un monstruo.

El hombre sin párpados lo observó con una franqueza, una inocencia que Gary se sorprendió de no haber visto antes. Allí no había mal, ni horror. Tan sólo mera necesidad. Sus rostros estaban a escasos centímetros del suyo. Gary agachó la cabeza y tocó la frente de los otros.

Cuando se recuperó, ordenó a la mujer sin rostro que lo ayudara ponerse en pie, y ella lo hizo.

—Venid —les dijo, de la misma manera que su misterioso benefactor le había dado la orden a él.

Reunido el pequeño grupo, Gary y los muertos sin conciencia se dirigieron al norte, hacia el centro de la ciudad. Le producía un gran bienestar haber dejado de estar solo.

Gary tenía vida otra vez, y además tenía un propósito. Encontraría al extraño hombre tatuado y aprendería lo que él sabía. Gary tenía tantas preguntas, y por alguna razón estaba convencido de que el benefactor tendría algunas respuestas. Mantuvo con resolución el rumbo de su pequeño grupo hacia el norte, en dirección al centro. En breves instantes entrarían en el parque. ¿Cuál era su destino? En cierto sentido, no importaba. Desde un punto de vista zen, el viaje era suficiente.

Cuando tuvo otra vez la visión, el rostro del hombre estaba empañado de preocupación.

—Te estás acercando, pero ten cuidado. Estás a punto de ser atacado.

—¿Eh? —preguntó Gary, pero la visión había desaparecido. Se volvió para mirar al hombre sin nariz, que estaba a su derecha. Se preguntaba si los otros habían visto la aparición o si tan sólo era un fallo del sistema nervioso de Gary.

El devoracadáveres de mirada asombrada observó fijamente algo que estaba a media distancia. Antes de que Gary pudiera articular palabra, cayó inerte al suelo. Gary bajó la vista y vio una herida de bala en la nuca del hombre muerto antes de oír el disparo.

La siguiente ronda impactó en la acera y lanzó esquirlas de hormigón a los pies de Gary. Le estaban disparando.

—Otra puta vez, no —gimió.

Capítulo 4

Me afeité con una maquinilla eléctrica enchufada a una caja de conexiones del puente de mando del barco. Cada vez que encendía y apagaba la afeitadora me daba una descarga, pero era más seguro que intentar usar una hoja de afeitar en un barco que se balanceaba. Cuando acabé me sentía infinitamente mejor conmigo mismo y respecto a las posibilidades de éxito de la misión.

Que no quiere decir que yo creyera que nada resultaría sencillo, pensé mientras enjuagaba el cabezal con agua del Hudson. Tan sólo que tal vez no moriríamos todos.

Al terminar, pedí mis mapas de Nueva York. Los estudié durante un buen rato, pensando que tenía que haber un modo mejor. Había hospitales por toda la ciudad. La mayoría estaban en el East Side, lo que significaba que eran inaccesibles a causa de la barrera de muertos que bloqueaba el East River. Sabía que todos habrían sido saqueados durante la evacuación.

Aún quedaba un lugar donde podríamos encontrar los medicamentos que necesitábamos. El edificio de la ONU. Mi primera opción. También era imposible acceder desde el agua.

—Osman —lo llamé, poniéndome de pie—, ven a ver esto. —Le enseñé el mapa y le señalé nuestra próxima parada; la calle Cuarenta y dos, en el centro. Estudió el West Side, leyendo los nombres de los edificios.

—El Theater District —leyó en voz alta—. Dekalb, ¿quieres ir a un espectáculo?

Pasé el dedo a lo largo de la calle en cuestión, de oeste a este. La calle se extendía sin interrupción desde el Hudson hasta más allá el extremo sur del complejo de edificios de la ONU y la avenida Franklin D. Roosevelt. —Es una calle grande, con aceras anchas, hay menos probabilidades de quedar atrapados. Antes de la Epidemia era una de las calles más concurrida del mundo, así que a lo mejor incluso está despejada de coches. Las autoridades debieron de intentar mantenerla operativa mientras evacuaban a los supervivientes.

El capitán se limitó a mirarme fijamente. No lo comprendía, o no quería creer que estaba dispuesto a hacer aquello. Pero hasta que no tuviera los medicamentos no podía volver. No podría volver a ver a mi pequeña Sarah no podría comprobar con mis propios ojos que ella estaba bien. Haría lo que fuera por esa razón.

—Podemos ir a pie desde aquí hasta la ONU en un par de horas. Coger los medicamentos y volver. Nos llevará menos de un día.

—Te estás olvidando —dijo Osman— de que los muertos están en pie. Millones. ¿No era una avenida concurrida en su día? Estoy seguro de que todavía lo es.

Apreté los dientes.

—Tengo una idea sobre qué hacer al respecto.

Gary estaba muerto. Ya podíamos confiar en que los no muertos eran idiotas. Lo bastante idiotas. Miré atrás, a la ciudad, pero no a los edificios ni a las calles tomadas. Allí. Señalé un edificio de madera podrida y metales oxidados que se internaba en el río.

—Nuestra primera parada es el Departamento de Sanidad Pública del muelle. Allí tendrán lo que necesitamos.

Puede que Osman estuviese confuso por lo que dije, pero se agachó sobre sus controles y puso el pesquero en movimiento. Nos detuvimos al lado de una barcaza medio llena de desperdicios, las chicas en posición en la barandilla con los rifles sobresaliendo como cañones por la borda. En lo alto del puesto de mando, Mariam informó de que no veía ningún signo de movimiento en el muelle.

—Aquí es donde se solían almacenar los deshechos de la ciudad —le expliqué a Ayaan mientras asegurábamos el pesquero al lado de la barcaza—. Es bastante fácil acceder desde el agua, pero desde tierra es una fortaleza. No querían que nadie entrara y se infectara, por las posibles denuncias, así que debería seguir siendo seguro.

Ella no respondió. No tenía necesidad de hacerlo. Ambos sabíamos que había pasado mucho tiempo desde que hubo autoridades en la ciudad. Los muertos podían llegar a cualquier parte si insistían lo bastante. Podían haber saltado al agua y después subir a la barcaza. Podían haber escalado la verja desde el lado de tierra. Por lo que había visto los no muertos no eran grandes escaladores, pero si hubiera habido algo vivo en el muelle —algo comestible— habrían encontrado el camino. Cinco de las chicas saltaron sobre la barcaza y, después, por encima de la popa hasta el muelle. Se vigilaban unas a otras, una avanzaba mientras las otras le cubrían la espalda. Yo las seguía desde atrás, como siempre, un poco asustado, pero no demasiado preocupado. La mayor parte del puerto era abierto, una zona de grúas y cabrestantes sucios, de enormes contenedores de acero. Había metales oxidados por todas partes. Les advertí a las chicas que tuvieran cuidado; era improbable que estuvieran vacunadas contra el tétanos. Asintieron, pero eran demasiado jóvenes para preocuparse por esas cosas. En el extremo del muelle, pegado a la orilla, encontramos un cobertizo prefabricado con una puerta cerrada con candado. Al lado de la puerta habían escrito EQUIPAMIENTO DE SEGURIDAD con un aerosol plateado que había chorreado. Exactamente lo que yo estaba buscando.

Encontré un trozo de varilla de más o menos el largo de mi brazo y la metí por la cerradura del candado barato. Tras un par de empujones, cedió; me subieron unas vibraciones por el brazo cuando las piezas del candado saltaron por los aires. Destellaron a luz del sol.

En el interior, una franja de luz solar atravesaba la estancia. Las motas de polvo flotaban en el aire. Divisé un escritorio con una pequeña lámpara de lectura, un montón de formularios a medio rellenar estaban esparcidos sobre la mesa. Había un centro de lavado de ojos de emergencia y un kit de primeros auxilios. Fathia lo cogió y lo llevó al barco. Quizá lo necesitaríamos cuando hubiéramos terminado. Al fondo del cobertizo había tres taquillas recién pintadas. Abrí una de ellas y la chica que estaba más cerca de mí comenzó a chillar. Leyla levantó su rifle y disparó media docena de veces a las formas humanas que salieron tambaleándose de la taquilla.

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