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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policíaco

1969 (28 page)

—Fíjate, Juárez, que me ha parecido entender que has dicho que era de la CIA...

—Eso he dicho.

—No.

—Me temo que sí.

—Richard, el jefe de seguridad de Wilcox, ¿es de la CIA?

—Sí.

—Trae esa botella.

Alsina se sirvió un vasito de tequila y se atizó un buen trago. Le supo a rayos.

—Joder —exclamó.

Juárez sonrió como apiadándose de él.

—Definitivamente, estás metido en algo gordo, compañero. Muy gordo —anunció.

—Pero ¿qué demonios hace la CIA metida en esto? ¡Si aquello es una empresa de fertilizante.

—Ese tipo es un carnicero. Es bueno en su trabajo. Ándate con tiento, compañero.

¡Lo que le faltaba! Quedaron en silencio.

—Tengo que tomar el aire —manifestó el policía de improviso, y se levantó para salir de allí. No podía aguantar ni un minuto más en aquel cuarto. Sentía una enorme presión en los pulmones, se ahogaba.

—¡Si necesitas algo llama al consulado...! —oyó decir al mexicano cuando ya salía del ático.

Llegó a la calle medio mareado. Un momento, un momento. Necesitaba poner en orden sus ideas. La gente desaparecía en La Tercia como si aquello fuera el Triángulo de las Bermudas; los del búnker se hallaban tras el asunto, pues tampoco sabían qué estaba pasando; había gente armada en la finca y era imposible acercarse a las instalaciones de Wilcox en la cara sur de la Cresta del Gallo, pues había hombres armados patrullando la zona; el Alfonsito hablaba de ángeles blancos; un ufólogo que decía ser periodista buscaba ovnis en la zona, el cura organizaba rogativas por los desaparecidos...

Y ahora, por si todo eso no fuera suficiente, un mexicano con pinta de ser un espía afirmaba que Richard, el amigo de Robert, era nada menos que un miembro destacado de la CIA.

¡La CIA!

Decidió volver sobre sus pasos e interpelar a Juárez al respecto, pero en cuanto enfiló la calle Floridablanca vio dos coches policiales aparcados frente al portal del edificio donde lo había recibido el mexicano. Temió por él, pero de inmediato se dijo que se trataba de un diplomático. No podrían detenerlo y mucho menos torturarlo, así que se sintió aliviado, aunque algo asustado. No podía evitarlo. Volvió hacia atrás discretamente. Caminaba sin rumbo, perdido, con las manos en los bolsillos y hablando solo, alarmando a los transeúntes que se cruzaban con él.

¿Qué iba a hacer? Aquello se le iba de las manos. Pensó en su amigo Joaquín: era un buen tipo y siempre le había ayudado, pero comenzaba a encargarle cosas un poco raras. Ya le había parecido extraño aquel recado para que avisara a Práxedes, un tipo huraño, antiguo comunista y que parecía obsesionado con sus palomas y sus aparatos de radio. Juárez, el mexicano, le había llamado compañero varias veces, ¿no sería un comunista? Era evidente que sí.

Le daba igual la ideología que profesara cada cual, pero a él la política no le importaba. Bastante tenía ya con la mierda de vida que llevaba como para meterse en más líos.

Más líos. ¿Acaso era posible?

Volvió caminando al hotel. Al día siguiente llegaría Rosa. Eso lo calmó. ¿Y si le proponía fugarse a París? Desde allí, desde Barcelona. Para no volver y dejar todo aquello atrás. Para siempre.

Quizá no fuera una locura.

Se sintió más apaciguado tras pensar en ella. Quizá se estaba volviendo loco y veía conspiraciones por todas partes, pero aquel asunto se complicaba cada vez más, como un rompecabezas cuyas piezas no encajaban y al que se sumaban más y más piezas que no podía colocar en ninguna parte. Lo lógico, en un caso policial, era ir avanzando, obtener pistas, indicios, e ir poco a poco abriéndose paso hacia la verdad. En esta ocasión le estaba ocurriendo lo contrario: cuanto más investigaba, cuanto más creía saber, más lejos se sentía del final. Cada testigo, cada testimonio, no hacía sino enredar más la madeja, complicarlo todo.

Ángeles, ovnis, curas rurales, procesiones, americanos, cazadores furtivos, un crimen, ufólogos, la CIA y putas de lujo. Menuda combinación. ¿Qué podían tener en común?

De locos. Decidió descansar un poco.

En
Estudio 1
programaban
El enfermo imaginario
de Molière, así que decidió relajarse viendo un poco de teatro en la televisión.

El miércoles llegó Rosa. Había viajado en coche cama, así que pese a haber dedicado la mañana y parte de la tarde a una tediosa reunión de las coordinadoras de grupos de Coros y Danzas, llegó al hotel de Julio con la sonrisa en los labios y dispuesta a salir a pasear por la ciudad. Cuando la vio en el hall del hotel, Julio la abrazó y la besó apasionadamente. Salieron del local entre risas, porque un cliente les recriminó su falta de decoro.

Caminaban de la mano por las Ramblas, como si fueran novios, pues nadie los conocía allí y podían comportarse como si sus vidas fueran realmente suyas. Pasearon por los jardines de la Ciudadela y subieron incluso en un tiovivo. Ella vestía la camisa azul, una rebeca, falda gris y el abrigo marrón, pero se había soltado el pelo y pintado los labios. No llevaba gafas. Pasearon por el puerto echando un vistazo, abrazados como una pareja más. Luego, caminaron sin rumbo por la Barceloneta y hallaron un bar donde comieron pescado frito y gambas, regados con un vino blanco que a ella comenzó a subírsele a la cabeza. Alsina no bebió demasiado.

—¿No tienes miedo de volver a caer? —comentó Rosa.

—No. Es raro, parece cosa de magia. Apenas bebo, es verdad, pero no siento la necesidad de hacerlo pese a que pruebe una cerveza o una copa de vino. Todo empezó con la muerte de Ivonne. Desde aquella noche, no sé, me sentí distinto.

—Quizá por eso tu mente tiende a complicar el caso, para que no se acabe nunca.

—No sé, puede ser. De todas maneras, procuraré no caer nunca en la embriaguez. Me da miedo volver a perderme en esa maldita nube.

Había una máquina de discos en aquel pequeño establecimiento, así que Julio se levantó y metió un duro para escuchar una canción. Volvió a la mesa mientras en la máquina comenzaba a sonar «Llorando por Granada», de Los Puntos.

Ella le preguntó por su gestión en el consulado y le contó su extraño encuentro con Juárez.

—Ése es un espía —concluyó Rosa.

—Eso me pareció a mí.

Pidieron dos flanes y los cafés y volvieron a pasear. Rosa se hospedaba en una residencia de la Sección Femenina pero le acompañó. No parecía tener prisa.

Llegaron del brazo a la puerta del hotel.

—¿Quieres subir? —propuso Julio como si aquello fuera lo más natural del mundo.

¡Le estaba pidiendo a una mujer de la Sección Femenina que subiera con él a solas a una habitación de hotel! Parecía que el mundo se hubiera vuelto loco.

—Sí, claro —aceptó ella con decisión.

Subieron en el ascensor intercambiando miradas a espaldas de un joven ascensorista uniformado como un almirante. Cuando llegaron a la habitación se fundieron en un abrazo, besándose, a la vez que cerraban la puerta tras ellos. Se dejaron caer con ansia sobre la cama. Le subió la falda y Rosa hizo ademán de quitarse las medias marrones, que llegaban hasta la mitad de sus muslos.

—No, déjalas así.

A continuación metió la cabeza entre las piernas de la joven, quien comenzó a gemir mientras él repetía lo mismo que unos días antes, en el portal. Cuando sintió que Rosa comenzaba a agitarse, se situó sobre ella, le desabrochó la blusa, apartó el sujetador y le mordisqueó los pezones. Se bajó los pantalones trabajosamente mientras ella lo buscaba con su boca. Entonces la penetró con suavidad y ella emitió una especie de quejido.

—Sigue, sigue —pidió al ver que él, por un momento, se paraba.

Julio comenzó a moverse rítmicamente a la vez que introducía su mano entre los dos para con el pulgar frotar su clítoris, hasta que ambos llegaron al clímax.

El policía dio como un grito a la vez que volvía a sentir aquella extraña sensación que le acompañaba desde el día de Nochebuena. Quedaron tumbados sobre la cama, semidesnudos, en una especie de letargo que lo impregnaba todo.

—Me siento como si hubiera vuelto a la vida —murmuró Julio—. Cásate conmigo.

Ella sonrió.

—No digas tonterías. ¡Si me vieran mis compañeras...! ¿Te das cuenta? Esto es exactamente lo que digo a mis chicas que no deben hacer.

Él estalló en una carcajada y ella lo secundó.

—Estaba equivocada —dijo abrazándole—.Esto es lo más maravilloso que hay en este mundo.

—Vaya...

—¿Sabes? Estoy loca, me he vuelto loca. He dicho en la residencia que no volvería a dormir, que lo haría en casa de una amiga de mi familia.

Él no supo qué decir.

Silencio.

—Pensarás que soy una cualquiera.

Julio la miró con ternura, sonriendo, y rebatió:

—No pienso eso, Rosa, pienso que eres extraordinaria. Una rareza entre un millón, extraordinaria. , —¿Lo he hecho mal?

—No, mujer, no. Lo haces muy bien.

La atrajo hacia sí, a la vez que ella se le colocaba encima. Entonces ella comenzó a besarlo de nuevo y ambos cerraron los ojos.

Al día siguiente, jueves, Alsina se sintió, por primera vez en muchos años, feliz. Aquella jornada sólo pensó en televisores, en técnicas de venta y en Rosa. Fueron a Montjuïc y al Tibidabo. Lo pasaron muy bien, como dos adolescentes, y a las primeras luces del anochecer se encerraron en la habitación del hotel, donde hicieron el amor varias veces. Hasta el alba. Tuvieron tiempo de hablar sobre su situación e incluso mantuvieron una especie de pequeña discusión. Ella pensaba que, dadas las circunstancias, bien podían seguir con aquella relación, llevándola en secreto. Lo dijo con toda naturalidad, como si ya lo tuviera pensado y le pareciera algo normal. Julio se sentía mal sólo al oírla mencionar dicha posibilidad. Al parecer, Rosa Gil tenía las cosas muy claras: una mujer de más de veinticinco años sin novio era considerada oficialmente una solterona, y ella tenía veintiocho.

—Nunca pensé en casarme, Julio, nunca. En mi lista de prioridades no aparece hallar un marido, ni tener hijos, en fin, todas esas cosas que hacen las mujeres.

—Todas esas cosas que defendéis en la Sección Femenina.

—Pues sí, siempre anduve metida en política y, la verdad, esas cosas me parecían una pérdida de tiempo.

—¿Y ahora?

—Te conocí a ti, Julio. No me importa seguir con mi trabajo, con mi vida, si al menos puedo verte una o dos veces al mes, así, de esta forma.

—Pero ¿no te gustaría que las cosas fuesen de otra manera?

—Llevo un mes sin pensar en otra cosa y las cosas son como son. Siempre fui práctica, muy práctica, y hoy por hoy, tú y yo no podemos aspirar a nada más que esto. Hazme caso, seremos cautos, nadie se enterará y seremos felices a ratos.

—A ratos.

—Es cuestión de ser prudentes. Por lo único que me siento mal es por mi hipocresía, por las jóvenes a las que inculco la castidad, la sumisión... Yo no sabía lo que era esto. Quizá me equivocaba. Voy a centrarme en el Auxilio Social, en ayudar a la gente, y dejaré el adoctrinamiento para otras compañeras.

—Parece que lo tienes muy claro.

—Lo he pensado mucho. Todo lo que un ser humano puede pensarse algo, y he llegado a una decisión. Vine a Barcelona con la determinación de acostarme contigo, y no me arrepiento de lo que ha pasado, es más, pienso seguir haciéndolo. Además, Julio, la vida da muchas vueltas, y quizá algún día tu mujer...

—Lo he pensado mucho. Yo también, no creas; sé que no está bien desearle el mal a nadie, pero me gustaría ser libre.

—Bueno, no pensemos más en ello. Mi tren sale a las ocho de la mañana, aún tenemos tiempo...

Una luz

El viernes fue un día algo extraño para el policía. La jornada se le hizo larga, muy larga. No encontró más noticias sobre el asunto de los jóvenes comunistas detenidos por los incidentes de la Universidad de Barcelona, así que supuso que habría quedado en poco menos que nada. En los periódicos no se hablaba de Juárez ni de su detención, de modo que respiró tranquilo. Como siempre, la prensa traía noticias que eludían cualquier atisbo de carga política, al menos para el Régimen. Los tripulantes de las dos Soyuz, ya de nuevo en Rusia, habían sufrido un atentado cuando iban de camino al Kremlin para recibir un homenaje. Un extenso artículo del profesor Álvarez Villa decía que la exploración de la Luna era rentable y aparecían más noticias de las que entusiasmaban a los censores, como que dos artistas circenses, un payaso enano y una acróbata, se habían convertido al catolicismo en una ciudad siciliana. Demencial. Alsina pensó que aquello podría hasta ser risible, de no ser porque aquel control mediático era real, ocurría en su país y le afectaba a él y a la gente que quería. Después de comer, los cursillistas pudieron dormir la siesta, y por la noche tuvieron una cena de despedida con fiesta incluida a la que asistieron varios directivos de la empresa en España. Tomó apenas una cerveza, un poco de vino en la cena y una copita de sidra. En el fondo, y aunque no sentía el impulso atroz de beber que antaño le dominara, temía la posibilidad de emborracharse y caer de nuevo en el abismo. Era el viernes 24 de enero y hacía un mes de la muerte de Ivonne. Llevaba un mes resucitado.

El sábado por la mañana tomó un tren hacia Murcia, que salía a las diez de la estación término de Francia. Compró la prensa y sintió que se le helaba el corazón. Un enorme titular rezaba a toda página: «Estado de excepción».

Un subtítulo, más pequeño y situado justo debajo precisaba: «En suspenso los artículos 12, 14, 16 y 26 del Fuero de los Españoles».

Tomó asiento sin hablar con nadie y siguió leyendo algo asustado. Había fotografías de disturbios estudiantiles en París, San Francisco y Bogotá. «Ola estudiantil», decía un titular junto a ellas. Como muchos españoles, sintió miedo. Parecía obvio de qué iba el asunto, sólo había que leer entre líneas. Los incidentes de la universidad no debían de haber sido aislados, ni mucho menos, y el Régimen estaba empeñado en destacar que había disturbios estudiantiles en todo el mundo, o sea, que aquello era algo supranacional y, por tanto, inevitable. No tenía información, pero debían de haberse producido desórdenes en diferentes puntos del país, sin duda. Siguió leyendo las noticias y ni siquiera se dio cuenta de que el convoy se ponía en marcha. Buscó qué motivos alegaba el Gobierno para tomar una medida como aquella. El señor Fraga Iribarne decía que se debía a «Acciones minoritarias pero sistemáticamente dirigidas a turbar la paz de España y su orden público que han venido produciéndose en los últimos meses, claramente en relación con una estrategia internacional que ha llegado a muchos países». Era eso, debían de haberse producido disturbios. ¿Estaría despertando el pueblo de su letargo, como le había ocurrido a él mismo? ¿Había llegado el día en que la gente se echara a la calle?

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