A través del espejo y lo que Alicia encontró allí (9 page)

Alicia iba precisamente a replicarle que:

—Debe de haber algún error en todo eso...

Cuando la Reina empezó a dar unos alaridos tan fuertes que tuvo que dejar la frase sin terminar.

—¡Ay, ay, ay! —aullaba la Reina sacudiéndose la mano como si quisiera que se le soltara.

—¡Me está sangrando el dedo! ¡Ay, ay, ay, ay! Sus alaridos se parecían tanto al silbato de una locomotora que Alicia tuvo que taparse los oídos con ambas manos.

—Pero, ¿qué es lo le pasa? —le preguntó cuando encontró una ocasión para hacerse oír.

—¿Es que se ha pinchado un dedo?

—¡No me lo he pinchado aún —gritó la Reina— pero me lo voy a pinchar muy pronto... ay, ay, ay!

—¿Y cuando cree que ocurrirá eso? —le preguntó Alicia sintiendo muchas ganas de reírse a carcajadas.

—Cuando me sujete el mantón de nuevo —gimió la pobre Reina.

—El broche se me va a desprender de un momento a otro, ¡ay, ay!

Y no acababa de decirlo cuando el broche se le abrió de golpe y la Reina lo agarró frenéticamente para abrocharlo de nuevo.

—¡Cuidado! —le gritó Alicia—¡que lo está agarrando por el lado que no es!

Y quiso ponérselo bien; pero era ya demasiado tarde. Se había abierto el gancho y la Reina se pinchaba el dedo con la aguja.

—Eso explica que sangrara antes —le dijo a Alicia con una sonrisa.

—Ahora ya sabes cómo suceden las cosas por aquí.

—Pero, ¿y por qué no grita de dolor ahora? —le preguntó Alicia, preparándose para llevarse las manos otra vez a los oídos.

—¿Para qué?, si ya me estuve quejando antes todo lo que quería —contestó la Reina—, ¿de qué me serviría hacerlo ahora todo de nuevo? Para entonces comenzaba a clarear.

—Me parece que el cuervo debe haberse marchado volando a otra parte —dijo Alicia.

—¡Cuánto me alegro de que se haya ido! Pensé que se estaba haciendo de noche.

—¡Cómo me gustaría a mí poder alegrarme así! —comentó la Reina.

—Lo que pasa es que nunca me acuerdo de las reglas para conseguirlo. ¡Has de ser muy feliz, viviendo aquí en este bosque y poniéndote alegre siempre que quieres!

—¡Ay, si no estuviera una tan sola aquí! —se quejó Alicia con voz melancólica; y al pensar en lo sola que estaba dos lagrimones rodaron por sus mejillas.

—¡Hala, no te pongas así! —le gritó la pobre Reina, retorciéndose las manos de desesperación. —¡Considera qué niña más excepcional eres! ¡Considera lo muy lejos que has llegado hoy! ¡Considera la hora que es! ¡Considera cualquier cosa, pero no llores!

Alicia no pudo evitar la risa al oír esto, a pesar de sus lágrimas.

—¿Puede Usted dejar de llorar considerando cosas? —le preguntó.

—Esa es la manera de hacerlo —aseguró la Reina con mucha decisión—: nadie puede hacer dos cosas a la vez, con que... Empecemos por considerar tu edad..., ¿cuántos años tienes?

—Tengo siete años y medio, exactamente.

—No es necesario que digas «exactamente» —observó la Reina: te creo sin que conste en acta. Y ahora te diré a ti algo en qué creer. Acabo de cumplir ciento un años, cinco meses y un día.

—¡Eso sí que no lo puedo creer! —exclamó Alicia.

—¿Qué no lo puedes creer? —repitió la Reina con mucha pena—; prueba otra vez: respira hondo y cierra los ojos.

Alicia rió de buena gana:

—No vale la pena intentarlo—dijo. Nadie puede creer cosas que son imposibles.

—Me parece evidente que no tienes mucha práctica —replicó la Reina—. Cuando yo tenía tu edad, siempre solía hacerlo durante media hora cada día. ¡Cómo que a veces llegué hasta creer en seis cosas imposibles antes del desayuno! ¡Allá va mi mantón de nuevo!

Se le había abierto el broche mientras hablaba y una súbita bocanada de viento le voló el mantón y se lo llevó más allá de un pequeño arroyo.

La Reina volvió a abrir los brazos en cruz y salió volando tras el y esta vez logró recobrarlo ella misma.

—¡Ya lo tengo! —exclamó triunfalmente.

—¡Ahora verás cómo me lo pongo y me lo sujeto otra vez, yo solita!

—Entonces espero que se le haya curado el dedo aquel —contestó Alicia muy cortésmente mientras cruzaba ella también el arroyo en pos de la Reina.

—¡Ay, está mucho mejor! —gritó la Reina y la voz se le iba elevando hasta convertirse en un gritito muy agudo, mientras continuaba diciendo:

—¡Mucho mee-ejor! ¡Mee-jor! ¡Mee-ee-jor! ¡Mee...eeh!

(Esto último terminó en un auténtico balido, tan de oveja que Alicia se quedó de una pieza.)

Miró a la Reina y le pareció como si se hubiera envuelto de golpe en lana. Alicia se frotó los ojos y miró de nuevo. No podía explicarse lo que había sucedido. ¿Se encontraba acaso en una tienda? ¿Y era aquello verdaderamente... y estaba ahí, de verdad, una oveja sentada al otro lado del mostrador? Por más que se frotara los ojos esa era la única explicación que podía dar a lo que estaba viendo: estaba en el interior de una pequeña tienda, bastante oscura, apoyando los codos sobre el mostrador y contemplando enfrente suyo a una vieja oveja sentada en una butaca, tejiendo y levantando la vista de vez en cuando para mirarla a través de un par de grandes anteojos.

—¡Qué es lo que quieres comprar? —le preguntó al fin la oveja, levantando la vista de su labor.

—Aún no estoy del todo segura —le contestó Alicia muy cortésmente.

—Si me lo permite querría mirar antes todo alrededor mío para ver lo que hay.

—Puedes mirar enfrente tuyo, y también a ambos lados, si gustas —replicó la oveja, —pero no podrás mirar todo alrededor tuyo... a no ser que tengas un par de ojos en la nuca.

Y en efecto, como ocurría que Alicia no tenia ninguno por ahí, tuvo que contentarse con dar unas vueltas, mirando lo que había en los anaqueles a medida que se acercaba a ellos.

La tienda parecía estar repleta de toda clase de curiosidades... pero lo más raro de todo es que cuando intentaba examinar detenidamente lo que había en algún estante para ver de qué se trataba, resultaba que estaba siempre vacío a pesar de que los que estaban a su alrededor parecían estar atestados y desbordando de objetos.

—¡Las cosas flotan aquí de un modo!... —se quejo al fin, después de haber intentado en vano perseguir durante un minuto a un objeto brillante y grande que parecía unas veces una muñeca y otras un costurero, pero que en todo caso tenía la virtud de estar siempre en un estante más arriba del que estaba examinando.

—Y esta es desde luego la que peor de todas se porta..., pero, ¡vas a ver! —añadió al ocurrírsele súbitamente una idea:

—Voy a seguirla con la mirada hasta que llegue al último estante y luego, ¡vaya sorpresa que se va a llevar cuando tenga que pasar a través del techo!

Pero incluso esta estratagema le falló. La «cosa» pasó tranquilamente a través del techo, como si estuviera muy habituada a hacerlo.

—¿Eres una niña o una peonza? —dijo la oveja mientras se armaba con otro par de agujas—.Vas a marearme si sigues dando tantas vueltas por ahí.

Pero ya antes de terminar de hablar estaba tejiendo con catorce pares de agujas a la vez y Alicia no pudo controlar su curiosidad y su asombro.

—¡¿Cómo podrá tejer al tiempo con tantas agujas?! —se preguntaba la niña, desconcertada—. Y a cada minuto saca más y más..., ¡ni que fuera un puercoespín!

—¿Sabes remar? —le preguntó la oveja, pasándole un par de agujas de tejer mientras le hablaba.

—Sí, un poco... pero no en tierra... y tampoco con agujas de tejer... —empezó a excusarse Alicia cuando de pronto las que tenía en las manos empezaron a convertirse en remos y se encontró con que estaban las dos abordo de un bote, deslizándose suavemente por la orilla del río, de forma que no le quedaba más remedio que intentarlo lo mejor que podía.

—¡Plumea! —le espetó la oveja, haciéndose con otro par de agujas. Esta indicación no le pareció a Alicia que requiriera ninguna contestación, de forma que no dijo nada y empuñó los remos. Algo muy raro le sucedía al agua, pensó, pues de vez en cuando los remos se le quedaban agarrados en ella y a duras penas lograba zafarlos.

—¡Plumea, plumea! —volvió a gritarle la oveja, tomando aún más agujas—. Que si no vas a pescar pronto un cangrejo.

—¡Una monada de cangrejito! —pensó Alicia, ilusionada—. Eso sí que me gustaría.

—Pero, ¿es que no me oyes decir que «plumees»? —gritó enojada la oveja empuñando todo un manojo de agujas.

—Desde luego que sí —repuso Alicia—. Lo ha dicho usted muchas veces... y además levantando mucho la voz. Me querría decir, por favor, ¿dónde están los cangrejos?

—¡En el agua, naturalmente! —contestó la oveja, metiéndose unas cuantas agujas en el pelo, pues ya no le cabían en las manos—. ¡Plumea, te digo!

—Pero, ¿Por qué me dice que «plumee» tantas veces? —preguntó Alicia, al fin, algo exasperada—. ¡No soy ningún pájaro!

—¡Sí lo eres! —le aseguró la oveja:

—Eres un gansito.

Esto ofendió un tanto a Alicia, de forma que no respondió nada durante un minuto a dos, mientras la barca seguía deslizándose suavemente por el agua, pasando a veces por entre bancos de algas (que hacían que los remos se le quedaran agarrotados en el agua más que nunca) y otras veces bajo la sombra de los árboles de la ribera, pero siempre vigiladas desde arriba por las altas crestas de la ribera.

—¡Ay, por favor! ¡Ahí veo unos juncos olorosos! —exclamó Alicia en un súbito arrebato de gozo—. ¡De veras que lo son... y qué bonitos que están!

—No hace falta que me los pidas a mi «por favor» —respondió la oveja sin tan siquiera levantar la vista de su labor—, no he sido yo quien los ha puesto ahí y no seré yo quien se los vaya a llevar.

—No, pero lo que quiero decir es que si por favor pudiéramos detenernos a recoger unos pocos —rogó Alicia— si no le importa parar la barca durante un minuto.

—¿Y cómo la voy a parar yo? —replicó la oveja—. Si dejases de remar se pararía ella sola.

Dicho y hecho, la barca continuó flotando río abajo, arrastrada por la corriente, hasta deslizarse suavemente por entre los juncos, meciéndose sobre el agua.

Y entonces fue el arremangarse cuidadosamente los bracitos y el hundirlos hasta el codo, para recoger los juncos lo más abajo posible antes de arrancarlos... y durante algún rato Alicia se olvidó de todo, de la oveja y de su calceta, mientras se inclinaba, apoyada sobre la borda de la barca, las puntas de su pelo revuelto rozando apenas la superficie del agua... y con los ojos brillantes de deseo iba recogiendo manojo tras manojo de aquellos deliciosos juncos olorosos.

—¡Ojalá que no vuelque la barca! —se dijo a sí misma—. ¡Ay, qué bonito que es aquél! Si sólo lo hubiera podido alcanzar... Y desde luego que era como para enfadarse «Porque casi parece que me lo están haciendo adrede...» —pensó—.

Y aunque lograba arrancar bastantes de los juncos más bonitos, mientras el bote se deslizaba entre ellos, siempre parecía que había uno más hermoso más allá de su alcance.

—¡Los más preciosos están siempre más lejos! —dijo al fin, dando un suspiro, ante la obstinación de aquellos juncos, empeñados en ir a crecer tan apartados; e incorporándose de nuevo sobre su banqueta, con las mejillas encendidas y el agua goteándole del pelo y de las manos, empezó a ordenar los tesoros que acababa de reunir.

¿Qué le importaba a ella que los olorosos juncos hubieran comenzado a marchitarse y a perder su perfume y su belleza desde el momento mismo en que los recogiera? Si hasta los juncos olorosos de verdad, ya se sabe, no duran más que un poco... y estos que yacían a manojos a sus pies, siendo juncos soñados, iban fundiéndose y desapareciendo como si fuesen de nieve... pero Alicia apenas si se dio cuenta de esto, pues estaban pasando tantas otras cosas curiosas sobre las que tenía que pensar...

No habían ido mucho más lejos cuando la pala de uno de los remos se quedó agarrada en algo bajo el agua y no quiso soltarse por nada (o así al menos lo explicaba Alicia más tarde) y por consiguiente, el puño del remo acabó metiéndosele bajo el mentón y a pesar de una serie de entrecortados y agudos «graves», Alicia se vio arrastrada inevitablemente fuera de su banqueta y arrojada al fondo, entre sus manojos de juncos. Sin embargo, no se hizo ningún daño y pronto recobró su sitio; la oveja había continuado haciendo punto todo este tiempo, como si no hubiera pasado nada.

—¡Bonito cangrejo pescaste!, ¿eh? —observó, mientras Alicia volvía a sentarse en su banqueta, muy aliviada de ver que continuaba dentro del bote.

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