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Authors: Cayla Kluver

Alera (10 page)

La respuesta de Cannan fue rápida y despiadada.

—¿Debo mostrarte los cientos de tumbas de los soldados de Hytanica que también sabían cuidar de sí mismos? No eres Dios, Steldor. ¡He hecho el juramento de protegerte con mi vida, y no quiero que mueras defendiendo tu arrogancia!

Las palabras del capitán retumbaron en el enorme vestíbulo. Steldor bajó la cabeza ligeramente, sin replicar.

—Una cosa es comprometer tu propia seguridad —continuó Cannan, bajando el tono de voz, aunque no habló con menos severidad. Comprendí que no estaba reprendiendo a Steldor en calidad de padre, sino como capitán responsable de su seguridad y de la mía—. ¡Pero has puesto a nuestra reina a merced de innumerables peligros, incluido el que representan los cokyrianos! Ella no se da cuenta de los riesgos que comporta abandonar la ciudad, pero tú deberías haber sabido que no podías dejarla sola.

Por un momento pareció que había ganado la batalla. Cannan dio un paso hacia atrás, aparentemente para volver a su despacho. Pero no lo hizo, así que me pregunté si no estaría esperando una respuesta de su hijo.

—Bueno, ¿y que se supone que debía hacer? —gritó Steldor de repente mientras hacía un gesto de frustración con la mano. Entonces me di cuenta de que el capitán se había apar tado para evitar recibir un golpe—. ¡Tus palabras no cambian el hecho de que ella no quería regresar conmigo! ¿Debería haberla dejado sin sentido de un golpe, o atarla al caballo? ¡Es la mujer más testaruda, irritante y exasperante que nunca he conocido!

—Eso no tiene ninguna importancia —arguyo Cannan sin pestañear—. Si fuiste incapaz de convencerla de que regresara, deberías haber enviado guardias para que la protegieran. Inmediatamente, no varias horas después. Y, para empezar, no deberías haber salido detrás de ella sin guardias que te acompañaran.

Cannan esperó a que sus palabras hicieran mella en su hijo. Al ver que Steldor no decía nada más para defenderse, pareció dispuesto a regresar a su reunión.

—Ya he hecho esperar bastante a mis comandantes de batallón. London, ven conmigo. —Hizo un gesto al guardia de élite, y éste se apartó de la pared y se dirigió hacia la sala de la guardia. Entonces Cannan se dirigió al sargento de armas—: Galen, cambia a tus hombres. Y manda a uno a informar al médico de la familia real de que la Reina necesita atención.

Galen asintió con la cabeza y salió por la puerta principal justo en el momento en que Cannan se dirigía a su hijo por última vez:

—Steldor, tienes que hablar de esto con Alera.

Miré a mi esposo desde el otro lado de la entrada mientras el capitán regresaba a su gabinete, pero él miraba decididamente a otra parte, molesto, sospeché, con todo el mundo y con todo lo que lo rodeaba. A pesar de que creía que ver cómo reprendían a Steldor me causaría placer, lo que sentí fue el aguijoneo de la culpa. London ya me había dicho que yo también era culpable, pero el capitán no había tenido en cuenta mis actos. «Ella no se da cuenta de los riesgos que comporta abandonar la ciudad, pero tú deberías haber sabido que no podías dejarla sola.» No me tenía por tan poco informada como me creía Cannan, y sabía perfectamente bien que, aunque Steldor no había sido sensato al dejarme en esa difícil situación, él creía que yo volvería a la ciudad andando. Había sido mi obstinación lo que me había empujado a caminar hasta la propiedad de Koranis y, prácticamente, hasta el campamento del enemigo. A steldor se le exigía que asumiera la plena responsabilidad de una situación peligrosa que yo había contribuido a provocar.

Galen volvió a entrar en la habitación seguido por sus guardias de palacio que retomaron sus puestos a cada lado de la gran puerta doble Luego el sargento desapareció en la sala de guardia para mandar a un hombre a buscar al médico de palacio.

Me puse delante de Steldor en un intento de hablar, con miedo a provocar su enojo, y sentí todas las miradas de los guardias clavadas en mi espalda. Pero parecía que si yo no ha- blaba, nadie lo haría. Me esforzaba por articular las primeras palabras cuando Galen volvió a entrar en la habitación. Parecía incómodo. Cruzó la puerta, aparentemente para irse a casa.

—Espera —le dijo Steldor, impidiendo que su amigo se marchara—. Me voy contigo.

Galen asintió con la cabeza y esperó en la puerta, pero me miró como si intentara decidir si debía ofrecerme ayuda de algún tipo. Al final no lo hizo, y los dos amigos se marcharon y me dejaron terriblemente sola bajo la curiosa mirada de los guardias de palacio. Con la manta que London me había dado, subí con dificultad, aunque con toda la dignidad de que fui capaz, la escalera principal, deseando que el médico me diera algo más efectivo que el vino para calmar mis heridas.

V

LA REINA

Al día siguiente no pude levantarme de la cama hasta muy avanzada la mañana. Sahdienne había preparado el baño, pues después de mis travesuras me había sentido demasiado agotada para soportar otra cosa que un rápido paseo. Me metí en el agua mientras iba recordando todo lo que había sucedido el día anterior. En esos momentos, las dificultades que había pasado no parecían muy reales, pero el dolor en los músculos y en los pies demostraba que no había sido un sueño. Me sumergí en el agua, relajada, hasta que recordé los deberes de esa mañana y empecé a ponerme nerviosa al pensar en las reuniones a las que no había asistido.

Sahdienne había bajado a las atareadas cocinas del primer piso, donde siempre se encontraba comida preparada para los inciertos horarios de los guardias, para pedir que me mandaran una bandeja a la sala del té al cabo de una hora. Cuando volvió, me ayudó a vestir y me aplicó el remedio que el médico había traído para las ampollas que tenía en la piel. Luego me colocó unas suaves zapatillas en los pies. Mientras soportaba los dolores del estómago, pues no había tomado un plato consistente desde el día anterior a la hora de comer, ella me recogió el cabello en una única trenza que me caía por la espalda. Luego me observó con ojo crítico otra vez y recordó que tenía que darme un masaje.

―El capitán de la guardia ha venido hace un rato, señora, antes de que os despertarais. Ha dicho que no os molestará, pero que os dijera que había cancelado las reuniones de la mañana.

―Gracias ―dije, asombrada.

Me pregunté cómo era posible que Cannan, uno de los más atareados del reino, y especialmente en esos momentos que estábamos en guerra, tuviera tiempo para preocuparse de cambiar la agenda de la Reina. Me conmovía mucho que hubiera pensado en ello, y reflexioné sobre las contradicciones de ese hombre. Ese comandante militar, fuerte e inteligente, era respetado por todos y temido por la mayoría; a pesar de ello, varias veces se había mostrado más sensible y protector que mi propio padre o que cualquier otro hombre en mi vida. Ahora se me hacía extraño pensar que le había tenido miedo tiempo atrás.

Cuando estuve lista, bajé la escalera de cristal hasta el primer piso y giré a la derecha para enfilar por el pasillo, demasiado preocupada para fijarme en el suelo de piedras multicolor ni en los intrincados tapices que adornaban las paredes. Entré en la sala del té y me senté en la mesa que quedaba más cerca de la ventana para que el sol que entraba por el cristal me calentara. No tuve que esperar mucho a que una sirvienta me trajera una bandeja repleta de comida: percibir ese delicioso aroma volvió a provocarme retortijones en el estómago. Fue una dura prueba tener que reprimirme y esperar hasta que la sirvienta hubo salido de la sala para lanzarme sobre el pastel de carne que me había colocado delante. Sólo había dado unos pocos bocados cando la puerta se abrió; levanté la vista con gesto distraído para ver quién venía a reunirse conmigo. Pero al ver que se trataba de mi padre, me puse tensa y dejé los cubiertos encima de la mesa, como si fuera una condenada a muerte y se me hubiera terminado la hora de tomar la última comida.

Mi padre se quedó de pie a la derecha de la puerta con las manos a la espalda. Sus ojos no mostraban el brillo habitual. Me pareció que el viento del invierno había entrado a la habitación con él, y que el sol que todavía me caía en la espalda había perdido todo su calor. Había olvidado que le había prometido que nos veríamos esa mañana, y ya eso solamente me hacía merecedora de su desaprobación. Pero esa falta resultaba insignificante a la luz de mis otras fechorías. No tenía ninguna esperanza de que no se hubiera enterado de lo que había hecho el día anterior, pues una actuación pública como aquélla en el vestíbulo principal tenía que haber hecho correr innumerables rumores por todo el palacio. Me puse en pie y rodeé la mesa, en un intento de prepararme para el ataque.

―Alera ―dijo mi padre en un claro tono de desagrado―, me has hecho avergonzar profundamente.

Me sentí incómoda, incapaz de mirarlo a los ojos. Por su actitud me di cuenta de que si yo hubiera sido más joven y no hubiera estado casada, me habría llevado un buen azote.

―He estado intentando hablar contigo acerca de tu relación con el hijo de Koranis, pero ahora parece que el asunto se ha vuelto más complicado.

Había empezado a dar vueltas por la sala, y los dedos de la mano izquierda buscaban automáticamente el anillo del anular, como si quisieran volver a girar el anillo real que durante tantos años había llevado en él y que ahora pertenecía a Steldor.

―Una vez me prometiste que el afecto que sentías hacia Narian era, simplemente, amistad, pero ahora veo que me mentiste. Tu falsedad me ha herido. Alera, y tu niñería está perjudicando al reino. Steldor tiene todo el derecho a estar furioso contigo, especialmente después de tus «travesuras» de ayer. Yo tenía miedo de que, como reina, pudieras distraer a tu esposo de sus deberes, y ya lo has hecho varias veces. Lo has decepcionado y lo has avergonzado; y ahora me has decepcionado y me has avergonzado a mí.

Sus palabras me herían como dardos. Intenté disculparme de inmediato.

―No sé qué...

―Sería considerado por tu parte que no me interrumpieras ―dijo, cortante, girándose hacia mí y levantando una mano―. No tengo paciencia para excusas.

Cerré la boca y sentí cierta indignación por que hubiera insinuado que estaba siendo maleducada. Al hablar no me había parecido que lo interrumpiera.

―No comprendo cómo ha sucedido ―insistió mi padre, que no paraba de dar vueltas por la habitación. Acompañaba sus palabras con gestos vehementes, y cada vez se dejaba arrastrar más aún por su discurso―. Has sido educada de la forma adecuada y con un objetivo claro y, a pesar de ello, tu comportamiento no es mejor que el que cabría esperar de una campesina. Se te enseñó cuál era tu lugar, pero no te mantienes en él. Ya conoces cuáles son las normas a las que tienes que adaptar para ser una buena reina, pero te niegas a hacerlo. ―Se calló un momento y me miró con severidad―. Estoy horrorizado por tu relación con ese chico cokyriano.

La indignación que se me había insinuado empezaba a transformarse en ira, por la manera en que mi padre se había referido a Narian: «ese chico cokyriano». A pesar de todo, no lo mostré.

―Te encontraste con él en secreto, sin mi permiso y, estoy seguro, sin acompañante, todo lo cual es inaceptable para una joven de la nobleza, por no mencionar un miembro de la familia real. Tenía la esperanza de que cuando fueras coronada habrías madurado lo suficiente para asumir tus obligaciones, pero una reina no se viste como un hombre, no roba el caballo de su padre y no desobedece a su esposo. Esto no puede continuar, Alera. Tus actos me han avergonzado terriblemente, han deshonrado al Rey y han sido la desgracia del reino. No le echaría la culpa a Steldor si te metiera en cintura, tampoco pondría ninguna objeción si te encerrara hasta que fueras capaz de adecuar tu comportamiento al de una esposa de verdad.

Mientras pronunciaba esas últimas frases yo lo miraba con una hostilidad no disimulada. La furia que sentía crecer en mí parecía cobrar vida propia: era como si un ser fantasmal se despertara y latiera en cada poro de mi piel exigiendo que lo dejara libre. Las malévolas palabras de mi padre resonaban dentro de mi cabeza, y las que había dicho Cannan aparecías como respuesta: «Vos sois la reina, Alera. Ya no tenéis que responder ante vuestro padre».

Nuestros ojos oscuros e idénticos se encontraron y yo enderecé la espalda. Entonces, por primera vez, pronuncié unas palabras que eran perfectamente adecuadas a la situación.

―Si te sientes avergonzado, quizá sea a causa de tu temeridad y no de la mía.

Mi padre arqueó las cejas, atónito.

―¡No le hables así a tu padre!

―¡No le hables así a tu reina!

Mi padre se quedó sin palabras: mi vehemencia era un muro que no había esperado encontrar y contra el cual se había golpeado con fuerza.

―Tienes el descaro de venir a decirme que soy inmadura, que te he decepcionado, que soy una incompetente, cuando fuiste tú quien fue tan egoísta que no me concedió un tiempo adicional antes de asumir el trono; tú fuiste quien no quiso aceptar que cualquier hombre a quien yo amara pudiera ser un buen rey, y tú quien me presioné para que aceptara un matrimonio para el cual no estaba preparada. Todo esto por lo que me estás reprendiendo es obra tuya. Yo no me habría visto en secreto con Narian si hubiera pensado que tú lo aceptarías. No sería una reina inepta si no me hubieras cargado con el peso del trono. Y no sería una distracción para Steldor si no me hubieras obligado a ser su esposa.

Había cruzado la habitación en dirección a mi padre, que permanecía de pie con la boca abierta, como si quisiera discutir, defenderse, pero era incapaz de encontrar las palabras.

―Desearía, quizá más que tú, que hubieras meditado más esas decisiones ―añadí con mordacidad―. Pero ahora soy tu reina, y tú mostrarás el respeto debido. Nunca más me hablarás de esta manera.

Me miró con expresión de sorpresa y desorientación. Esperé unos instantes mientras él farfullaba unas palabras incomprensibles. Luego di la vuelta alrededor de él y salí de la habitación.

Esa noche esperé a Steldor en la sala que compartíamos mientras dejaba pasar el tiempo enroscada en uno de los sillones de piel leyendo un libro de poesía. Mi esposo no había acudido a cenar (igual que mi padre) y todavía no había venido a nuestros aposentos, a pesar de que ya era tarde, incluso para él. Yo sabía que se encontraba en palacio, pues había visto un par de veces a Galen, pálido, durante el día, y si el Rey se hubiera ausentado a causa de sus deberes, los rumores de los sirvientes hubieran sido imposibles de contener. Pero los rumores que circulaban me afirmaban que el sargento sufría de una dolencia autoinfligida, a pesar de que yo no sabía qué significaba. Pronto me di cuenta de que leía sin comprender nada, que mis ojos recorrían inútilmente las páginas del libro. Desde la pelea con mi padre había sentido una extraña sensación de liberación, pues ahora me encontraba libre de sus juicios y, por tanto, indiferente a sus expectativas. Esa sensación me había dado tanta confianza que deseaba encontrarme con Steldor para que pudiéramos arreglar las cosas. Pero durante la última hora aproximadamente, las dudas habían empezado a asaltarme. Mi padre me vitaba, pero él vivía en palacio y yo lo vería casi cada día. ¿Cuál sería nuestra relación a partir de ese momento? Seguro que sería una relación educada, eso no me preocupaba. Pero ¿podríamos mostrarnos afectuosos el uno con el otro de nuevo? Y si así era, ¿se trataba de algo que, necesariamente, tuviera que lamentar?

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