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Authors: Gemma Lienas

Anoche soñé contigo (4 page)

Mari Loli suspiró y bebió unos sorbitos de café con leche. Quedaba ya tan lejos la banda blanca con letras azules... ¡Ay!, se dijo Mari Loli, recordando ese viaje a Almería. Arrullada por el ruido del motor y aprovechando que Manolo iba concentrado en la conducción, lo había contemplado a sus anchas. ¡Caray, qué pinta de chaval seguía teniendo! La piel aún tersa. Los ojos negros, fijos ahora en el asfalto, no habían perdido ni una pizca de su brillo. ¡Cuánto le habían gustado siempre sus ojos! Cuando él la miraba con esos ojazos, a Mari Loli se le fundían los plomos. Y el pelo, ensortijado y negro. La primera vez que lo tocó fue en aquella sala de fiestas poco iluminada. Manolo le había puesto una mano sobre el pecho. Ella se la puso en el pelo; no se atrevió a más. ¡Qué suave! Si parecía de seda... ¿Seguiría todavía con aquella finura? Cuantísimo tiempo sin acariciarlo...

Cuando Manolo había anunciado que iba siendo hora de pensar en la cena, ella había tenido un sobresalto. ¡Anda! Las nueve y cuarto.¡Menuda plusmarca: seis horas conduciendo y sólo se habían dicho dos frases! Había sido al pasar por delante de algo parecido a una sala de fiestas, cerca del área de servicio donde a menudo Manolo paraba a dormir. Ella había preguntado: ¿Qué es El León de Oro? Manolo había contestado: Nada de interés.

Después de cenar, Manolo le había soltado un comentario en tono tierno. Un calorcillo agradable se le metió en el pecho. Sintió cosquillas entre las piernas. Se estremeció. ¿Sería la falda estampada y la camiseta de licra? ¿O sería el vino? ¿O que ya iba tocando? Fuera lo que fuera, Mari Loli no pensaba dejar pasar aquella oportunidad: ¡la ocasión la pintan calva! Y, si además Manolo ponía un poquitín de ternura, el viaje habría resultado un éxito. Porque las últimas veces, pocas y como de Pascuas a Ramos, había sido más parecido a ir a la guerra que a otra cosa. Como a menudo estaban discutiendo por cualquier bobada, se iban a dormir con un mal humor que les nublaba el afecto. A los cinco minutos de haber apagado la luz, ella notaba a Manolo moverse despacito hasta su lado de la cama y apretar su cuerpo contra el de ella. ¡Ni hablar! Así, cabreados como estamos, de ninguna de las maneras, se decía Mari Loli, desplazándose unos centímetros para despegarse de Manolo. Él volvía a la carga, y ella se apartaba de nuevo.

—Pero ¿se puede saber qué coño te pasa?

—¿Que qué me pasa? Pero tendrás morro... Qué me va a pasar, que si estamos cabreados estamos cabreados, y entonces no hay polvo.

—¡No me seas borde, Lola! El polvo es para hacer las paces.

—¡No seas tú cabrón! Las paces se hacen antes.

Total, no había forma de aclararse. ¡Qué raras sois las tías, no hay quien os entienda!, soltaba Manolo. Hay que ver lo raros que sois los tíos, que nunca entendéis nada, pensaba ella. Y unas veces echaban un polvo y otras, no, dependiendo de quién ganase la batalla.

¡Jesús!, pensó Mari Loli cuando Manolo se quitó la camisa a cuadros blancos y azules y la colgó de un clavo en la pared del vehículo, el tío estaba de miedo. ¡Qué bíceps! Si hasta daban ganas de mordérselos o lamérselos o cualquier cosa. Manolo había encogido el estómago para desabrocharse el botón de los vaqueros, había bajado la cremallera pensativo, como si estuviera en otra cosa. Mejor, así ella podía contemplarlo a sus anchas. Sin los vaqueros, sólo con el calzoncillo naranja, parecía un anuncio de parada de autobuses. Los músculos de la barriga bien marcados. Y unos muslos firmes como rocas. Y el culo pequeño, claro, como el de todos los tíos.

—¿Te vas a desnudar o piensas seguir vestida toda la noche? —preguntó Manolo, quitándose el calzoncillo.

Ella no contestó, fascinada con su erección. Con tanta guerra, llevaba tiempo sin verle la polla. Y, mira, tú, que estaba bien el tío. La tenía tiesa, grande, apuntándola con descaro.

Manolo apagó la luz.

—¿No vamos a hacerlo con la luz encendida?

—No.

¡Valiente tontería!, con lo que a ella le gustaba ver su cuerpo, con lo cachonda que la ponía.

—¿Por qué?

—...

—Venga, Manolo, dime por qué —insistió ella, ya desnuda, tumbándose a su lado.

Manolo no lo dijo, pero se le entendió todo. Sin luz, aún podía imaginar un cuerpo de Mari Loli ya inexistente: sin colgajos, sin hoyos, sin bultos, sin pliegues... Mari Loli lo sintió como un puñetazo en pleno pecho. Se quedó sin respiración unos segundos. Luego, todo lo no dicho la dejó con la mitad de la mitad de la mitad del deseo que sentía al empezar. Se dejó acariciar poniendo sólo el cuerpo, con la cabeza en otra parte.

—¡Hostia! He olvidado los condones.

Entonces, a ella, un pensamiento le cruzó la mente como un rayo: una criatura. Se le vino de golpe a la memoria la cara de ternura de Manolo cuando nació Manu. Y no sólo estaba tierno con el crío sino también con ella. Eso era lo que necesitaban para salvar su matrimonio. Un niño que los uniera otra vez. Ella lo tranquilizó: que lo hacían de todos modos. Él no preguntó más.

A la mañana siguiente, ella se contempló en el espejo de los servicios y se dijo que quizás estaba algo jamona, pero tampoco tanto. Pero, vaya, a él siempre le habían gustado las delgadas. ¡Qué se le iba a hacer! Ésa era la gran obsesión de Manolo: las tías delgadas y monas. Probaría con algún régimen. Ni Angelines ni Estrella la podían ayudar en eso. Angelines, que estaba estupenda sin esforzarse nada. Y Estrella, que no estaba estupenda porque era puros huesos, pero por lo menos sin kilos de más. Pues se buscaría algún
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que hablara de cómo adelgazar. Y si era sin sufrir mucho, mejor. Se pondría en cuanto regresaran. Pero el cuerpo de Mari Loli había concebido unos planes distintos. Cuando estaba de una falta, se hizo la prueba.

Tuvieron a la criatura, claro. No era que Manolo estuviera hecho de madera de mártir, pero tampoco sabía muy bien si estaba por un aborto. Además, Mari Loli la quería tener. Y, ya se sabe, en eso mandan las mujeres. Después del embarazo y el parto, el cuerpo de Mari Loli estaba mucho peor que al empezar. Entonces Manolo dejó de invadir su trozo de cama. En fin, que ni siquiera estar enfadados era ya un chollo. Primero, porque lo estaban cada día. Segundo, porque Manolo no intentaba hacer las paces por esa vía. Bueno, ni por ésa ni por ninguna. Se diría que habían entrado en la época del cabreo continuo. Además, Mari Loli había pasado de estar jamona a parecer un escarabajo pelotero. Así se veía ella algunas veces al contemplarse en el espejo de luna de su armario. Con Anabelén, su cintura había desaparecido y su cuerpo se había redondeado como si llevara un caparazón. Mirarse se miraba a menudo, cuando bailaba. Pero verse como un escarabajo pelotero sólo le pasaba de tanto en tanto, sobre todo las veces que se ponía cachonda, ¡que claro que se ponía! Si hacía calor, Manolo se tumbaba en el sofá delante del televisor sólo con el calzoncillo naranja o amarillo o blanco. ¡Cómo estaba! Otras veces se ponía con las marranadas que le contaba Florita. Y aun otras, con nada; como si su cuerpo tuviera un mecanismo y, lo quisiera ella o no, se disparase. Pues, cuando se ponía cachonda, se lo montaba sola. Y al acabar siempre se preguntaba cómo se lo hacía Manolo. ¿Solo? ¿Se iba de putas? ¿Tenía algunas amiguitas un poco por aquí, otro poco por allá? ¿O todo a la vez? Bueno, nada serio, de eso estaba segura.

Mari Loli salió de sus recuerdos bruscamente, con dos timbrazos simultáneos: el del teléfono y el de la puerta. ¡Jope!, para un día que se quedaba una en casa, se ponían todos de acuerdo, mira, tú. Descolgó el aparato. Era Angelines.

—Oye, te llamo en cinco minutos, que tengo a alguien en la puerta.

Desde el rellano, Pili, la vecina del quinto, la miró boqueando.

—Perdona. Creía que no estabas en casa... —se justificó.

Mona era la chica, pero, desde luego, estaba un poco pa'llá. Porque, si creía que no la encontraría en casa, ¿a qué había ido? Siempre decía cosas tan raras... Eso, suponiendo que hablara, porque la mayoría de veces no abría la boca. Claro que con lo que le había pasado, a la pobre, tampoco era tan extraño que se hubiera zumbado. Aunque, bien era verdad, antes del disgusto ya era muy rarita. Tan tímida, tan poquita cosa... Tenía unos veintiséis años, eso Mari Loli lo sabía porque cuando ocurrió la desgracia se enteraron de un montón de cosas. Anda, que si no llega a ser por eso... ¡Menuda era la vecina para las amistades y las confidencias! No se hacía con nadie. Nunca, lo que se dice nunca, se la veía abajo charlando con las otras de la escalera. Tampoco Mari Loli tenía mucho tiempo para andar de palique, pero a veces sí se quedaba en la calle para pegar un poco la hebra con las vecinas, por enterarse de lo que ocurría en el barrio. Bueno pues, veintiséis tenía Pili y como si no. Una pinta de cría conservaba aún... Con esa melena larga, rizada y dorada parecía una princesa de cuento. Y una piel suave y blanca como si fuera un juego de porcelana. Y los ojos... Vaya, los ojos no eran de princesa sino de cervatillo. En forma de almendra, con el extremo exterior inclinado hacia arriba, de color oscuro y mirada húmeda, como llena de miedo. Además, un cuerpecito menudo, flexible, ágil. ¿Sería un cervatillo convertido en princesa? Quita ya, se dijo Mari Loli, qué cervatillo ni qué niño muerto. Sólo era una chavala más asustadiza que un gorrión y con una mala estrella de campeonato.

—Que Mari, la del segundo tercera, está en el hospital... —empezó Pili.

—¡Vayapordiós! Nada grave, me supongo.

—No sé.

¡Jolín! Si no se enteraba, la pobre. Tonta no era, eso seguro, que hasta había estudiado para asistenta social y trabajaba en el Ayuntamiento por las tardes. Pero mucho interés no ponía. O eso parecía.

—Bueno, pues, que esta semana le tocaba limpiar la escalera, pero que el turno salta y te toca a ti.

¡Arreglada estoy!, pensó Mari Loli, como no tenía nada más que hacer que andar fregando rellanos y escaleras...

—En fin, Pili, se hará lo que se pueda. Hala, gracias por avisarme.

—De nada. Hasta otra.

Era educada, eso no se podía negar. Más que la mayoría de la escalera: hablaba bajito, no soltaba palabrotas y siempre agradecía lo que fuera. Con tanta finura no parecía del barrio.

Cerró la puerta, se dirigió al teléfono y marcó el número de Angelines.

—Hotel El Arte, buenos días. Le atiende Angelines. ¿En qué puedo servirle?

—Angelines, soy yo, que qué querías antes.

—Lo primero, saber si te habías quedado en casa y cómo está la nena.

—La nena...

—Espera, que me ha entrado otra llamada —dijo Angelines, y la dejó instalada sobre un fondo de alegres violines.

Al poco, Angelines recuperó la llamada:

—Hija, la centralita está hoy imposible. El teléfono no para. Y no te lo pierdas: en la veintidós tenemos lío. Estoy segura de que los dos son casados. Entre cuarenta y cincuenta años. Ella bastante mona todavía. Él, con muchas canas...

Ya empezaba. ¡Caray!, lo que le gustaba a Angelines inventarse películas.

—Pero, bueno ¿te cuento cómo está Anabelén o no? —la cortó.

—Pues sí, claro.

Tuvieron que interrumpirse dos veces aún. Realmente el teléfono no daba una tregua.

—... y también te he llamado para invitaros a cenar el sábado próximo. Como este fin de semana Manolo y José Antonio están libres de servicio...

¿Manolo estaría libre? Anda, lo que era ella ya no controlaba nada de nada. Bueno pues, si Angelines lo decía, sería verdad. Aunque tenía gracia que supiera mejor que ella cuándo libraba Manolo.

—Puedes dejar a Anabelén con los mayores ¿no?

—¿Con los mayores? Querrás decir con María, porque el otro está hecho un mala sombra y una no puede fiarse de él.

Después de ser interrumpidas una última vez, fijaron la hora y se despidieron.

 

 

Siempre que entraba allí, Mari Loli pensaba lo mismo: pordiós, cómo lo tenía todo, qué bonito, si parecía una foto de decoración sacada de
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. Angelines y José Antonio llevaban unos pocos años viviendo en aquella casa adosada, a las afueras del barrio. Claro, como los dos ganaban un buen salario, lo dedicaban a estar bien instalados; aunque, había que admitirlo, Angelines hubiera prescindido del adosado, con muebles incluidos, a cambio de haber podido tener hijos. Con lo del curro, Angelines había demostrado carácter. De entrada, ni caso le había hecho a José Antonio cuando se puso pestiño para que dejase la pisería al tiempo que la dejaba Mari Loli. Que no y que no, le contestó ella. Ésa fue quizás la primera vez que Mari Loli se dio cuenta de la verdadera fuerza de su amiga. Parecía medio boba, como que no tenía ni media bofetada y, sin embargo, si realmente quería algo, de pronto se crecía y conseguía imponer su voluntad. Porque eso fue lo que ocurrió: José Antonio tragó. Y fue raro, porque con lo celoso que era... No la dejaba ni a sol ni a sombra. Bien era verdad que —como siempre decía Manolo— Angelines estaba como Dios. Por si fuera poca su victoria sobre el marido, Angelines se lo montó bien. Dos años más tarde que Mari Loli, dejó la pisería para ponerse de telefonista en El Arte. Aquél sí era un buen trabajo: fino, descansado, bien pagado.

A lo que iba: Angelines tenía una casa de cine. En ningún otro piso del barrio había visto Mari Loli unos muebles tan lujosos, de madera oscura, con barniz brillante, que parecían untados con una última capa de azúcar a punto de caramelo. Era tan bonito... En el mueble grande de la salita, ocupaba un lugar preferente el vídeo, porque a Angelines las películas le chiflaban. Ella tenía una manera muy peculiar de vivir, que era a través de la vida de los demás: lo que imaginaba de los clientes del hotel —todos con mil y un enredos—, lo que leía en las revistas del corazón —las princesas y las folclóricas le resultaban tan familiares como sus primas—, y lo que veía en las películas —como si los actores vivieran en el salón de su casa—. Una lo podía entender si pensaba que era su válvula de escape, su única forma de coger un poco de oxígeno. Como su José Antonio la tenía medio asfixiada... ¡Qué hombre! ¡Quién lo hubiera dicho viéndolo con aquella cara redondita, de buen chico! Aunque buen chico era, no se podía negar. Sólo que andaba siempre con la manía de los cuernos. Cada dos por tres le soltaba:

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