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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

Antes de que hiele (14 page)

»Una noche, ya tarde, mi madre llegó a casa con los ojos arrasados de lágrimas. Mi padre, cosa poco frecuente en él, le preguntó qué le pasaba. Yo estaba sentado detrás del sofá, escuchando a hurtadillas, y jamás olvidaré lo que oí. En casa de los Jorner se había celebrado una fiesta, aunque no tenían demasiados invitados, tal vez ocho, para cenar. Mi madre sirvió la mesa. A la hora del café, cuando ya habían bebido unas copas de más, sobre todo Hugo, éste llamó a mi madre y le pidió que fuese a buscar una escalera. Lo recuerdo palabra por palabra, y cómo mi madre lo contaba con la voz quebrada por el llanto. Ella hizo lo que le ordenaban. Los invitados estaban sentados alrededor de la mesa y Hugo, cruelmente, le pidió a mi madre que subiese al último peldaño. Ella volvió a obedecer y, entonces, él le explicó que, desde lo alto de la escalera, ella debería ser capaz de ver que había olvidado ponerle la cucharilla del café a uno de los invitados. Después le dijo que se bajase y se llevase la escalera y, ya fuera, ella oyó cómo todos reían y brindaban.

»Mi madre se echó a llorar otra vez mientras aseguraba que no pensaba volver allí. Y mi padre estaba tan fuera de sí que se encaminó al taller en busca de un hacha con la que partirle la cabeza a Jorner. Pero mi madre lo tranquilizó, claro. Jamás lo olvidaré. Yo tendría diez o doce años. Y ahora resulta que me encuentro a una de las nueras en ese apartamento.

Dicho esto, puso en marcha el motor con un movimiento brusco. Linda comprendía que aquel recuerdo lo hubiese llenado de indignación. Salieron de Skurup. Linda contemplaba el paisaje, las sombras de las nubes que vagaban sobre los campos.

—A menudo me pregunto cómo sería mi abuela, quiero decir, tu madre. Murió mucho antes de que yo naciera. Sobre todo me pregunto cómo pudo casarse con el abuelo.

Él rompió a reír.

—Mi madre solía decir que si le daba unas friegas con sal, terminaba haciendo lo que ella quería. Yo nunca comprendí qué quería decir… Pero tu abuela tenía una paciencia infinita.

De pronto frenó y dio un volantazo hacia el arcén. Un deportivo descapotable acababa de hacerles un adelantamiento muy peligroso. Su padre lanzó una maldición.

—En realidad, debería detenerlo —comentó.

—¿Y por qué no lo haces?

—Porque estoy nervioso.

Linda observó a su padre y notó que parecía tenso.

—Hay algo en la desaparición de esa mujer que no me gusta lo más mínimo —prosiguió—. Creo que todo lo que nos ha contado Vanja Jorner es cierto; su intranquilidad no era fingida. Y, en mi opinión, o Birgitta Medberg ha sido víctima de un trastorno mental imprevisible y se ha marchado, o le ha ocurrido algo grave.

—¿Algo tan grave como un crimen?

—No lo sé. Pero creo que mi día libre acaba de tocar a su fin. Te llevo a casa.

—No, iré contigo a la comisaría. Desde allí puedo ir a casa a pie.

Estacionó el coche en el aparcamiento de la comisaría. Linda salió por la calle de atrás, se encogió para protegerse del fuerte viento y, de pronto, se sintió indecisa: no sabía qué hacer. Eran las cuatro de la tarde. El viento soplaba frío, como si el otoño fuese inminente. Encaminó sus pasos hacia el apartamento de su padre, pero después cambió de idea y giró por la calle de Anna. Llamó a la puerta, aguardó un instante y la abrió.

No le llevó más que unos segundos comprobar que había sucedido algo. Al principio, no supo decir qué. Pero enseguida, sin entender muy bien cómo, dedujo que alguien había estado en el apartamento de su amiga. Después tuvo la sensación de que faltaba algo. Desde el umbral de la puerta de la sala de estar, intentó detectar qué había cambiado. ¿Había desaparecido algo de aquella habitación? Se acercó a la estantería y pasó la mano por los lomos de los libros. Allí no parecía faltar nada.

Luego se sentó en la silla que Anna solía ocupar y miró a su alrededor. Algo había cambiado, estaba segura. Pero ¿el qué? Se puso de pie y se colocó junto a la ventana, para tener otra perspectiva. En ese instante descubrió lo que era. Recordó que, en una de las paredes, entre un póster de arte berlinés y un barómetro antiguo, colgaba antes un cuadro de cristal, bastante pequeño, con una mariposa azul fijada al fondo con un alfiler. El cuadro con la mariposa había desaparecido. Linda movió la cabeza, dubitativa. ¿Serían figuraciones suyas? Pero no cabía duda. Faltaba ese cuadro. Su memoria fotográfica le decía que lo vio allí la última vez que estuvo en el apartamento. ¿Era posible que Henrietta hubiese estado allí y se hubiese llevado el cuadro? No parecía lógico. Se quitó la cazadora e inspeccionó las habitaciones con detenimiento.

Cuando abrió las puertas del armario de Anna, ya no le quedó la menor duda: alguien había estado allí. Faltaban algunas prendas de ropa y quizá también, recordó, una bolsa de viaje. Linda lo sabía, pues Anna no cerraba las puertas de su armario. Pocos días antes de que Anna desapareciese, ella había entrado en su dormitorio para buscar una guía telefónica y se fijó en el armario abierto y en la bolsa de viaje. Pensativa, se sentó en el borde de la cama. Entonces, sobre la mesa, vio el diario. «El diario sigue aquí», observó. «Eso no cuadra. O, mejor dicho, eso significa que no es Anna la que ha estado aquí. Pudo haber venido a recoger algo de ropa, y hasta pudo pensar en llevarse el cuadro con la mariposa. Pero jamás se habría dejado el diario. Jamás.»

13

Linda se preguntó qué podía haber sucedido. Se encontraba en medio de un gran vacío, y cruzar la puerta para salir de él era como cortar el espejo de la superficie del agua y hundirse en un paisaje del todo silencioso y desconocido. Intentaba recordar lo que había aprendido. Siempre quedaban huellas en los lugares en que había tenido lugar algún suceso dramático. Pero ¿acaso había ocurrido allí algo que pudiese calificarse de dramático?

No había rastros de sangre, ningún destrozo, todo estaba tan ordenado como de costumbre. Salvo el pequeño cuadro con la mariposa, desaparecido junto con una bolsa de viaje y algunas prendas de ropa. Pese a todo, tenía que haber huellas; aun en el caso de que Anna hubiera estado allí, ésta debió de comportarse como un huésped no deseado en su propia casa.

Linda recorrió despacio el apartamento, una vez más, sin percatarse de que hubiese desaparecido algo más o cambiado algún otro detalle. Después puso en marcha el contestador automático, cuya luz roja parpadeaba: se habían grabado nuevos mensajes. Había tres llamadas registradas. «Dejamos nuestras voces», se dijo Linda, «las difundimos en cientos de cintas por el mundo entero.» El dentista Sivertsson quería confirmar la cita de la revisión anual y pedía a Anna que llamase a la enfermera; una tal Mirre telefoneaba desde Lund para saber si Anna iría con ella a Båstad. Y, por último, la propia Linda, sus preguntas y el clic al colgar ella el auricular, cuando le dejó el mensaje.

Sobre la mesa del teléfono había una agenda. Linda buscó en ella el teléfono del dentista y marcó el número.

—Clínica dental Sivertsson —respondió una voz.

—Hola, me llamo Linda Wallander. Le había prometido a mi amiga Anna Westin que me ocuparía de sus llamadas. Estará fuera unos días y quería saber cuándo tenía la cita.

La enfermera fue a buscar los datos y volvió al teléfono.

—El 10 de septiembre a las nueve de la mañana.

—Bien, en ese caso, tal vez no tenga que recordárselo.

—No, Anna nunca falta a su cita anual.

Linda concluyó la conversación y se puso a buscar el número de esa persona llamada Mirre. Mientras lo hacía, pensó en su propia agenda, llena de borrones y tachaduras y cuyas pastas se había visto obligada a pegar con cinta adhesiva más de una vez. Por alguna razón que desconocía, no se animaba a comprar una nueva. Era como un álbum de recuerdos. Todos aquellos números de teléfono tachados que ya no pertenecían a ningún usuario conocido, números de teléfono que descansaban en paz en un cementerio de alta privacidad… Durante unos segundos se olvidó por completo de Anna y recordó el rato que había pasado en el bosque con su padre y su cementerio de árboles. Su persona le inspiró de pronto una gran ternura, como si pudiese imaginar cómo había sido de niño: pequeño pero con grandes ideas; a veces, quizá demasiado grandes. «No sé casi nada de él», se recriminó. «Y, lo que creo saber, a menudo no coincide con la realidad. Eso es lo que él suele decir. Y he de darle la razón. Siempre me lo he imaginado como un hombre amable, no demasiado inteligente pero muy tenaz y con una gran intuición. Pero ahora no estoy tan segura. Creo que es un buen policía, pero sospecho que es un hombre demasiado sentimental al que probablemente le encante soñar con encuentros románticos y que, en el fondo, detesta la realidad incomprensible y brutal de la que se ve rodeado a diario.»

Arrastró una silla hasta la ventana y se puso a hojear un libro que Anna parecía haber estado leyendo. Estaba en inglés y trataba sobre Alexander Fleming y la penicilina. Empezó a leer un párrafo y notó que le costaba comprender. Le sorprendió que Anna fuese capaz de leer aquel libro. Hacía ya mucho tiempo, habían comentado que deberían viajar a Inglaterra para mejorar su inglés; tal vez Anna hubiese hecho realidad aquel sueño. Dejó a un lado el libro sobre Fleming y siguió hojeando la agenda, llena de direcciones. Todas las páginas se parecían a una pizarra tras una clase de matemática avanzada. Había tachaduras y flechas por todas partes. Linda sonrió con nostalgia al ver sus viejos números de teléfono, así como los de dos antiguos novios que Linda hacía ya tiempo que había borrado de su mente. «¿Qué estoy buscando?», se preguntó. «Tal vez una pista secreta que me lleve tras los pasos de Anna. Pero ¿por qué iba a estar en su agenda esa pista?»

Siguió hojeándola, a veces con la sensación de estar irrumpiendo, sin justificación ni derecho alguno, en el ámbito más secreto y privado de Anna. «Es como si hubiese invadido su territorio», sentenció para sí. «Lo hago con la mejor intención, pero siento que no es lo correcto.» Entre algunas páginas de la estropeada agenda había papeles doblados. Un recorte de periódico sobre un museo de Medicina de Reims, en Francia; unos billetes de tren de Lund a Ystad.

De repente, se sobresaltó. En una de las páginas, Anna había escrito en color rojo la palabra «papá» y después, un número de teléfono de diecinueve cifras, compuesto, únicamente, por los números uno y tres. «Un número de teléfono que no existe», concluyó Linda. «Quizás un número de una ciudad secreta, con un prefijo igual de secreto, a la que van a reunirse todas las personas desaparecidas.»

Sentía deseos de cerrar la agenda. No tenía derecho a inmiscuirse en la vida de Anna sin que ella lo supiera. Sin embargo, siguió hojeándolo. Muchos de los números de teléfono la sorprendieron. Anna había anotado con sumo cuidado el número del consejo de ministros y el nombre de su secretario, pero ¿para qué querría Anna hablar con él? También estaba el número de teléfono de un hombre llamado Raúl que vivía en Madrid. Junto al número, Anna había dibujado un corazón que, al parecer, había tachado más tarde con trazo decidido. «Vaya, deberían habernos dado clases teóricas y prácticas sobre cómo interpretar las agendas de la gente», pensó.

Pero, cuando hubo terminado de revisar la agenda, aún había un número que seguía interesándole. «Casa en Lund», decía la agenda. Linda vaciló un instante, antes de marcar el número. Una voz masculina respondió enseguida.

—Peter —se oyó al otro lado del hilo telefónico.

—Quería hablar con Anna.

—Iré a ver si está.

Linda se dispuso a esperar. Se oía música de fondo. La conocía, pero no pudo recordar el nombre del cantante.

El hombre llamado Peter volvió al auricular.

—No está.

—¿Sabes cuándo volverá?

—Ni siquiera sé si está en Lund. Llevo ya varios días sin verla. Espera, voy a preguntar.

El hombre volvió a marcharse, pero no tardó en volver.

—Nadie la ha visto últimamente.

El hombre colgó antes de que Linda tuviese tiempo de preguntar por la dirección. Se quedó, pues, con el auricular en la mano. «Ni rastro de Anna», pensó. «Pero no se lo notaba preocupado, sólo ha constatado que no estaba.» Linda empezó a sentirse ridícula. Y comparó la actitud de Anna con su propio comportamiento de antaño. «Yo puedo esfumarme», recapacitó. «Durante toda mi vida, me he esfumado sin dejar dicho adónde iba. De hecho, mi padre estuvo a punto de dar la orden de búsqueda en varias ocasiones. Pero siempre sabía cuándo estaba pasándome de la raya y terminaba llamando. ¿Quién le impediría a Anna hacer otro tanto?»

Linda llamó a Zebran para preguntarle si sabía algo de Anna, pero ella tampoco tenía noticias y le aseguró que Anna llevaba ya tiempo sin dar señales de vida. Las dos amigas quedaron en verse al día siguiente.

Linda se dirigió a la cocina para prepararse un té. Mientras esperaba que hirviese el agua, vio unas llaves que colgaban de la pared. Linda sabía de qué eran. Apagó la placa del fogón y bajó al sótano. El trastero de Anna, rodeado por una reja, estaba al fondo del angosto pasillo. Linda le había ayudado una noche a llevar allá abajo una mesa que, según vio, seguía allí. Abrió el candado y encendió la luz. Enseguida volvió a sentirse ridícula. «Creo que me empeño en que Anna ha desaparecido para tener algo que hacer», se dijo. «En cuanto me ponga el uniforme y empiece a trabajar, Anna aparecerá. Esto no es más que un juego. Y, por supuesto, no ha ocurrido nada grave.» Levantó unas alfombras que había sobre una mesa y halló unos cuantos periódicos llenos de polvo. Volvió a dejar las alfombras como estaban, echó la llave y regresó al apartamento.

Esta vez, aguardó a que el agua empezara a hervir y, tras prepararse el té, se llevó la taza al dormitorio de Anna. Una vez allí, se tumbó en el lado de la cama de matrimonio en el que no dormía Anna. Ella ya había dormido allí en una ocasión, una noche en que ella y Anna se quedaron hablando y bebiendo vino hasta tarde y Linda no se sintió con fuerzas para volver a casa. Durmió allí, pero no demasiado bien, porque Anna daba vueltas y se movía mucho mientras dormía. Dejó la taza en la mesilla y se estiró. No tardó en caer vencida por el sueño.

Al despertar, no sabía muy bien dónde se encontraba. Miró el reloj y comprobó que había estado durmiendo una hora. El té se había enfriado. Aun así, se lo tomó, tenía mucha sed. Después se levantó y alisó la colcha. De repente, notó algo extraño.

Le llevó un instante caer en la cuenta de qué era. Era la colcha. En el lado de Anna. Alguien había estado tumbado allí y aún se veían las huellas, pues no habían alisado la colcha antes de marcharse. Y aquello no encajaba. Anna mantenía un orden y una disciplina férreos. Una mesa con migas de pan o una colcha arrugada era algo impensable en la vida de su amiga.

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