Read Antes de que hiele Online

Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

Antes de que hiele (5 page)

—¿Por qué no me has dicho que Anna me había llamado?

—¡Ah!, lo olvidé.

—¿Y qué es lo que has escrito en la nota?

—Me dio la impresión de que estaba preocupada.

—¿Qué quieres decir?

—Pues eso, que parecía preocupada. Será mejor que la llames.

Linda marcó el número de Anna, pero la línea estaba ocupada. Cuando lo intentó por segunda vez, nadie descolgó. Probó de nuevo, algo más tarde, pero sin éxito. Hacia las siete de la tarde, cuando ella y su padre habían terminado de cenar, se puso la chaqueta y fue a casa de Anna. Llamó al timbre y, tan pronto como su amiga le abrió la puerta, comprendió el comentario de su padre. Anna tenía el rostro demudado. Sus ojos vagaban inquietos. La joven tomó a Linda del brazo para que entrase y cerró la puerta.

Como si tuviese prisa por dejar fuera al resto del mundo.

5

De pronto, Linda recordó a Henrietta, la madre de Anna.

Era una mujer muy delgada, de movimientos bruscos y nerviosos. A Linda siempre le había inspirado cierto temor. Siempre había tenido la idea de que era como un frágil jarrón que se haría añicos tan pronto como alguien hablase demasiado alto, hiciese un movimiento inesperado o quebrantase esa calma que parecía esencial en su vida. Linda recordaba la primera vez que había ido a casa de Anna. Tenía ocho o nueve años; Anna era compañera de curso, aunque no de clase, así que ninguna de las dos supo nunca explicar por qué trabaron amistad. «Simplemente, nos hicimos amigas», se decía Linda, «eso fue todo. Tal vez haya alguien que se dedique a echar redes y lazos invisibles entre las personas para unirlas. Así nos ocurrió a nosotras. Fuimos inseparables hasta que aquel chico con la cara llena de acné se interpuso entre nosotras y nos enamoró a las dos a la vez.»

El padre desaparecido nunca fue otra cosa que una serie de fotografías de colores desvaídos. Pero, en la casa, ninguna estaba a la vista. Henrietta había ocultado todo rastro, como si quisiera hacer ver a su hija que era impensable que su padre regresase. Anna guardaba las fotografías en una cómoda, escondidas bajo su ropa interior. Linda recordaba a aquel hombre de cabello largo, con gafas y una mirada de impaciencia, como si hubiesen tomado la foto en contra de su voluntad. Anna le había mostrado las fotografías como el mayor de los secretos y en un gesto de confianza. Cuando se hicieron amigas, el padre llevaba ya dos años desaparecido. Anna oponía una resistencia silenciosa contra el empecinamiento con que su madre borraba cualquier huella que el padre pudiese haber dejado en sus vidas. En una ocasión en que había metido toda su ropa en una bolsa de basura que dejó en el sótano, Anna bajó allí por la noche para recuperar un par de zapatos y una camisa que después escondió bajo el colchón de su cama. Para Linda, la historia del padre desaparecido tenía sabor a aventura. Y a menudo deseaba que hubiese sido al contrario, que sus propios padres, siempre entregados a incesantes discusiones, hubiesen desaparecido un buen día, de repente, como las estelas grises del humo se desvanecen en un cielo azul.

Se sentaron en el sofá. Anna se apoyó contra el respaldo de modo que su rostro quedaba a media luz.

—¿Qué tal fue la fiesta?

—Un policía muerto se apuntó al baile. Y ahí terminó todo. Pero el vestido era muy bonito.

«Lo recuerdo bien», reflexionó Linda, «Anna nunca va al grano. Cuando tiene algo importante que decir, se toma su tiempo.»

—¿Y cómo está tu madre? —le preguntó a su amiga.

—Está bien. —Anna se sobresaltó al oír sus propias palabras—… ¿Bien? ¿Por qué digo que está «bien», cuando se encuentra peor que nunca? Lleva dos años escribiendo un réquiem sobre su vida. «La misa sin nombre», la llama. Dos veces ha arrojado las partituras al fuego y dos veces se ha lanzado sobre las llamas para recuperarlas en el último momento. Tiene tanta confianza en sí misma como la que puede tener una persona a la que sólo le queda un diente en la boca…

—¿Qué clase de música compone?

—Apenas lo sé. Alguna vez ha intentado mostrármela, tarareando algunos compases, y sólo cuando creía que lo que estaba haciendo merecía la pena. Pero te aseguro que nunca he sido capaz de distinguir ninguna melodía. ¿Acaso hay música sin melodía? La suya parecen gritos, como los de alguien al que le clavaran un cuchillo o lo golpearan. Te juro que no sé a quién puede gustarle semejante música. Al mismo tiempo, la admiro, porque no se rinde. Más de una vez he intentado animarla a que dé otro rumbo a su vida, a que se dedique a otra cosa. Bien mirado, aún no ha cumplido los cincuenta. Pero cada vez se me ha echado encima, arañándome, clavándome las uñas, escupiéndome… Creo que está volviéndose loca.

Anna se interrumpió, como si temiese haber hablado demasiado. Linda permaneció a la espera, mientras recordaba que, ya en otra ocasión, se había sentado como ahora, cuando descubrieron que las dos estaban enamoradas del mismo chico: ninguna quería decir nada, y ambas sentían el terror infinito que les producía el hecho de que algo amenazase su amistad. Aquella vez, su silencio duró desde por la tarde hasta bien entrada la noche. Estaban en la calle de Mariagatan. La madre de Linda ya se había marchado con sus maletas, y su padre andaba por los bosques de Kadesjö, buscando a un psicópata que había agredido a un taxista. Linda recordaba incluso que, aquella vez, Anna olía ligeramente a vainilla. ¿Acaso existía algún perfume o algún jabón con olor a vainilla? No lo preguntó entonces y tampoco pensaba preguntarlo ahora.

Anna se enderezó en el sofá y salió de la penumbra.

—¿Has tenido alguna vez la sensación de que estás perdiendo el juicio?

—A diario.

Enfadada, Anna movió la cabeza.

—No lo digo en broma. Hablo en serio.

Linda se arrepintió enseguida de su respuesta.

—Sí, me ha ocurrido. Y tú sabes cuándo.

—Sí, cuando te abriste las venas. Y luego, cuando quisiste tirarte desde el puente. Pero eso es desesperación. No es lo mismo. Todo el mundo se siente desesperado alguna vez. Es como un rito de iniciación a la vida adulta. Si uno no se pone a gritarle al mar, o a la luna, o a sus padres, no tiene la menor oportunidad de convertirse en adulto. El príncipe y la princesa Sinpenas
[1]
son, en cierta manera, seres malditos. Les han anestesiado el alma. Pero nosotros, los vivos, hemos de conocer el dolor.

Linda envidiaba el modo de expresarse de Anna. «Su lenguaje expresa su pensamiento», constató. «Yo, para poder formularlo tan bien, tendría que escribirlo.»

—En ese caso, creo que no he sentido nunca que estaba volviéndome loca —repuso Linda.

Anna se levantó, se acercó a la ventana y enseguida regresó al sofá. «Uno se parece a sus padres», recapacitó Linda. «Eso mismo solía hacer su madre, siempre el mismo movimiento para dominar su inquietud. Se levantaba, se colocaba junto a la ventana y, al cabo de unos instantes, volvía. Mi padre cruza los brazos sobre el pecho y mi madre se rasca la nariz. A ver, ¿qué hacía mi abuela paterna? Claro, murió cuando yo era tan pequeña que no lo recuerdo. ¿Y mi abuelo paterno? Él no apretaba el puño ni se tranquilizaba mirando por la ventana, sino que lo mandaba todo al infierno y seguía pintando aquellos cuadros suyos tan espantosos.»

—Ayer me pareció ver a mi padre en Malmö, por la calle —reveló Anna de pronto.

Linda frunció el ceño mientras aguardaba una continuación que no se produjo.

—¿Dices que creíste ver a tu padre ayer en Malmö?

—Exacto.

Linda reflexionó un instante.

—¡Pero si no lo has visto nunca!… En realidad, sí lo viste, pero cuando se marchó eras tan pequeña que no es posible que lo recuerdes.

—Ya, bueno, pero tengo las fotografías.

Linda hizo un cálculo mental.

—Sí, aunque hace veinticinco años que se marchó.

—Veinticuatro.

—Vale, veinticuatro. ¿Y qué aspecto crees que tiene una persona después de veinticuatro años? Es imposible saberlo. Lo único de lo que puedes estar segura es de que su aspecto es muy distinto.

—De todos modos, era él. Mi madre me ha hablado de su mirada. Estoy segura de que era él. Tiene que ser él.

—Yo ni siquiera sabía que hubieses estado en Malmö. Pensé que, cuando te marchabas de aquí, siempre ibas a Lund, para tus exámenes y esas cosas.

Anna la miró meditabunda.

—No me crees.

—No te lo crees ni tú.

—Te digo que el hombre al que vi por la calle era mi padre. —Tomó aliento para referirle lo ocurrido—. Tienes razón. En realidad, estuve en Lund. Cuando llegué a Malmö para cambiar de tren, resultó que se había producido una avería a las afueras de Skurup y se canceló la salida de uno de los trenes. Así que, de pronto, tenía dos horas de espera ante mí. Me enfadé bastante, detesto esperar. Nunca he aprendido a tener paciencia. De modo que me fui al centro así, sin ningún plan, sólo para matar el tiempo. Entré en una tienda, no sé cuál, y me compré un par de calcetines que, en realidad, no necesitaba. Ante las puertas del hotel St. Jörgen, una mujer se desvaneció y cayó al suelo, pero procuré no pasar cerca, pues siempre me siento mal cuando alguien enferma de pronto o se desmaya. Se le había levantado la falda y me indignó el hecho de que nadie se la colocase bien. Tuve el convencimiento de que la mujer estaba muerta. La gente que la rodeaba la miraba impasible, como si fuese un animal muerto que la marea hubiese arrastrado a la orilla. Entonces me fui hacia el centro comercial Triangeln y entré en el hotel que hay allí para tomar el ascensor de cristal que lleva a la terraza. Suelo hacerlo cuando estoy en Malmö, me siento como si subiese al cielo en un globo de cristal. Pero ya no se puede, han cambiado las normas y, para acceder al ascensor, se necesita la llave de la habitación del hotel. Me sentí decepcionada, como si alguien me hubiese arrebatado un juguete. Así que me senté en uno de los sillones que hay junto a un ventanal que da a la calle, decidida a quedarme en el hotel hasta que llegase el momento de regresar a la estación.

»Y entonces lo vi. Estaba allí, en medio de la calle. Soplaban ráfagas de viento que hacían vibrar los cristales del ventanal. Alcé la vista: él estaba en la acera, mirándome. Nuestras miradas se cruzaron y las mantuvimos fijas el uno en el otro durante unos cinco segundos. Después bajó los ojos y se marchó. Quedé tan conmocionada que no se me ocurrió ir tras él. Además, en aquel momento, tampoco yo creí que fuese él. Pensé que habría sido un espejismo, una alucinación, suele ocurrir: uno cree reconocer a alguien del pasado en un completo desconocido al que ve casualmente por la calle. Cuando por fin salí del hotel, él ya había desaparecido, claro está. Volví a la estación avanzando como un depredador, olfateando su rastro, pero todo fue en vano. Estaba tan excitada, o tan afectada, que dejé marchar el tren sin subir a él y, una vez más, me puse a buscarlo por las calles del centro. Pero había desaparecido. De todos modos, no lo dudé: el hombre al que había visto en la calle a través del ventanal era mi padre. Se lo veía más viejo que en las fotografías, pero era como si hubiese encontrado en mi memoria otra caja con viejas fotografías que jamás había visto con anterioridad. Era él. Estaba segura. Mi madre me habló de su mirada en una ocasión y me dijo que solía describir con los ojos un movimiento envolvente, y que miraba al cielo antes de hablar. Y eso fue precisamente lo que hizo al otro lado del ventanal. No llevaba el pelo tan largo como cuando se marchó, y las gafas también eran distintas, no aquellas de montura gruesa y negra, sino unas sin montura. Era él, lo sé. Te llamé porque tenía que hablar con alguien si no quería volverme loca.
Era
mi padre. Y no fue sólo que yo lo reconociese a él: él me vio primero y se detuvo porque me había reconocido.

Linda comprendió que Anna estaba, en verdad, convencida de que el hombre al que había visto ante el ventanal del hotel junto al Triangeln era su padre. Linda se esforzó por recordar lo que le habían enseñado sobre la memoria, sobre los recuerdos de los testigos, sus reconstrucciones y sus invenciones. Pensó en lo que sabía acerca de las descripciones y los ejercicios que, en la Escuela Superior de Policía, habían realizado con el ordenador para aprender a reconstruir un rostro. Cada uno de los alumnos había tenido que manipular una imagen de sí mismo para conseguir el aspecto que tendría veinte años después. Ella vio cómo, de mayor, se parecería más a su padre y quizás incluso a su abuelo. «Vamos recorriendo los caminos de nuestros padres y antepasados», pensó entonces. «En nuestro rostro asoman, a lo largo de nuestra existencia, todos nuestros mayores. Uno puede parecerse a su madre de pequeño y, de mayor, terminar siendo igual que su padre. Cuando ya no reconocemos nuestro propio rostro es porque los antepasados, ya olvidados hace muchos años, se dejan ver en él.» A Linda le costaba creer que aquel hombre fuese el padre de Anna. Era poco probable que hubiese reconocido a su hija en aquella mujer adulta que no era más que una niña cuando la vio por última vez. A menos que, en secreto, hubiese estado siempre a su lado sin que ella lo supiese.

Linda rememoró rápidamente lo que sabía acerca del misterioso Erik Westin. Los padres de Anna eran muy jóvenes cuando ella nació. Los dos procedían de una gran ciudad y se habían incorporado a la ola de inocencia rural que desembocó en comunas que se instalaban a vivir en el campo, en los pequeños núcleos rurales despoblados de Escania. Linda conservaba un vago recuerdo de Erik Westin como un artesano excelente que confeccionaba unas originales sandalias ergonómicas. Sin embargo, también acudían a su memoria los comentarios de la madre de Anna, que lo describía como un dejado y un irresponsable, un fumador de hachís que había hecho de la pasividad un estilo de vida y que ignoraba qué implicaba la responsabilidad de un hijo. Sin embargo, ¿por qué se había marchado? De hecho, no había dejado ninguna carta en la que explicase sus motivos, como tampoco había anunciado, siquiera con alusiones, su marcha. La policía anduvo buscándolo, pese a que no hubo jamás el menor indicio de que hubiese cometido delito alguno.

Erik Westin debió de planear bien su huida. Se llevó el pasaporte y el dinero que tenía, que, por otro lado, no podía ser mucho, pues sus ingresos eran escasos. La mayor parte debió de obtenerla con la venta del coche de la familia, propiedad de la madre de Anna, pues fue ella quien, gracias a sus guardias nocturnas en el hospital, había ahorrado el dinero para comprarlo. Y, un buen día, Erik Westin desapareció. Ya en ocasiones anteriores el hombre se había marchado sin avisar. De ahí que la madre de Anna esperase durante dos semanas antes de empezar a preocuparse y denunciar su desaparición a la policía.

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