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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

Bajo la hiedra (61 page)

—No hay otra opción. —Una nueva criatura fue saludada por su espada—. Retira el escudo.

—No sé qué esperas encontrar más allá. Tal vez ni siquiera seas capaz de alcanzar el canto.

—Hazlo, por favor. Sabes lo fuerte que soy. Me necesitan.

Ella acercó sus manos doradas al rostro de Gair. Su presencia lo barrió como un ángel vengador, desapareció el escudo y la mente de Gair se llenó de pesadillas. Oscuridad. Dolor. Dejó caer la espada, cayó postrado de rodillas. Fragmentos de recuerdos, cosas sepultadas y olvidadas que se arrastraron de vuelta a la luz, los recuerdos más dulces hechos añicos, mezclados con temores de la niñez. La náusea se abrió paso en su interior y vomitó.

Cesaron los fuertes calambres y Gair se entregó al canto, que vibraba bajo la disonancia de sus pensamientos. Estaba muy cerca, pero cada vez que intentaba asirlo se le escurría entre los dedos. Apretó con fuerza los dientes e intentó con la voluntad que acudiera a él. Una asombrosa melodía lo llenó por completo, cristalina como el aire que hay en la montaña. Las pesadillas retrocedieron, cubiertas por el poder gozoso que esgrimía. Sobre él vio el tejido anclado en las sufridas mentes que lo rodeaban. Sin saber muy bien lo que hacía, tocó la compleja urdimbre y se deslizó en su interior.

Los colores. Todo a su alrededor eran colores. Algunos pudo reconocerlos, otros no. Algunos parpadeaban en parodias chillonas de sus habituales tonalidades a medida que se veían obligados a soportar presiones increíbles. El canto elevó el tono y floreció junto a su conciencia. Ancla por ancla extendió los brazos y los reunió a todos.

«¿Quién es ése?», preguntó una voz que no le resultaba familiar.

«Es Gair, Masen —contestó Alderan—. ¿Te encuentras bien, muchacho?»

«En realidad no, pero puedo aguantar lo necesario para que cerréis la brecha.»

«Alguien ha tejido un portal. Voy a necesitar toda la fuerza que puedas proporcionarme.»

«Se me ocurre una idea mejor —lo interrumpió Masen—. Prescinde completamente del escudo y téjelo de nuevo sin los colores de Donata. Si logramos cerrarlo, quizá después no tengamos a nadie a quien interrogar.»

Alderan se tomó unos segundos para pensarlo.

«De acuerdo. Quédate conmigo mientras puedas, Gair.»

¿Qué había sido de Donata? No era momento de hacer preguntas. El canto fluía a través de Gair como el agua por el cauce de un río, aunque no pudo evitar temer la cacofonía que le aguardaba cuando, finalmente, tuviese que soltarlo. Pero eso sucedería más tarde. De momento se deslizaba por la corriente como un barco empujado por un viento franco.

«¿Preparado?», preguntó Masen.

«Listo.»

El escudo parpadeó. Los demonios se abalanzaron sobre ellos. Con el campanilleo de una copa de vino, la bóveda translúcida se materializó de nuevo. Atrapados en ese instante por el mágico campo de fuerza, las criaturas de Savin fueron despedazadas. Los fragmentos llovieron sobre los defensores como una tromba de desperdicios. En el exterior, la horda dio alaridos de frustración.

«¡Cargad el escudo! —voceó Alderan—. ¡Ahora!»

Por un instante, cada minúsculo fragmento que constituía el ser de Gair refulgió blanco y ardiente. El flujo del canto no sufrió mengua alguna, aunque el joven percibió que había cedido parte del control que ejercía. Los demás maestros le sirvieron de puntal. No era sino un mero conducto. En ese momento, era todo cuanto podía ser. Necesitó todo lo que tenía para evitar verse absorbido.

Sintió un fuerte dolor en el brazo, seguido de otra punzada. Cuando abrió los ojos vio una boca triangular con dientes afilados que se disponía a darle una dentellada en la cara. Resplandeció el acero y el diablillo cayó muerto, manchándole de sangre la manga al caer. Tanith empuñaba la espada de Gair, y se leía en su rostro una intensa concentración.

«Disculpa, pero estaba demasiado cerca para lanzar una bola de fuego.»

Los demonios cerraron de nuevo sobre ellos, como atraídos por su don. Docenas de ellos aletearon con fuerza para atravesar el pasillo que los llevaría hasta su posición. Tanith podía proteger o luchar, pero no podía hacer ambas cosas, y Gair no controlaba lo suficiente el canto para ayudarla. Como el ángel con cuya apariencia la había visto en una ocasión, la astolana levantó la espada, que desprendió una llamarada azul. La sangre demoníaca chisporroteó para precipitarse al vacío en forma de oscuros copos de nieve. Entonces la marabunta se abalanzó sobre ellos.

Gair percibió que los maestros, exhaustos, abandonaban el escudo. Los rayos llovían en el patio. Goterones de agua repicaron a su alrededor en el empedrado, acompañados por el sonido de tímidos truenos, pero apenas los sentía cuando le alcanzaban la piel. Tanith había hecho lo posible, pero la sangre le corría por el brazo. No tardaría en ser incapaz de blandir la espada.

El grito agudo de un ave de presa le perforó la conciencia. El plumaje rojo y oro cruzó por su campo de visión, dispersando diablillos y fragmentos de demonios allá donde el águila encarnada se cebaba con el pico y las garras. Ante sus ojos el ave resplandecía como el sol, mortífera y espléndida. Los diablillos quedaron desfigurados. La sustancia amarilla salpicó el empedrado. Sin embargo, por cada uno de ellos que caía, había otro que lo reemplazaba. Algunos eran capaces de volar, y esquivaban sus fuertes alas antes de arrojarse sobre el ave y morderla y arañarla. Su plumaje invirtió la proporción de colores, tiñéndose de más rojo que dorado. El pánico se apoderó de Gair. No podía ayudarla. Acudió desesperado al canto, tomó más de lo que nunca se había atrevido a tomar.

La música desatada exploró su conciencia. Se mantuvo aferrado a ella por las yemas de los dedos. Quemaba como fuego, temblaba como aliento invernal. Cada fibra de su ser absorbió una pequeña parte. Fue como aquel día en el camino, enfrentado a los caballeros que mandaba Goran, pero multiplicado el efecto por mil. No obstante, había aprendido qué hacer con todo ese poder.

Un rayo azulado corrió de demonio en demonio, y fue abriéndoles el cráneo como si fueran cáscaras de huevo. Desde un cielo de tormenta, comenzó a caer la lluvia en forma de cortinas plateadas, pegándole la ropa a la piel, y originando penachos de vapor allí donde se cruzaba con el rayo. Pero más y más demonios se arremolinaron alrededor de Aysha, y las garras negras la hirieron y arrancaron plumas doradas. Una y otra vez, ella atacó con su pico, destrozando, descuartizando, pero tenía demasiados demonios encima y eso le hizo perder la estabilidad. Hubo una rociada de sangre y sus alas ya no la sustentaron. Lanzó un grito, uno sólo, y los colores brillantes rozaron el pensamiento de Gair antes de desaparecer. Gair respondió con un grito nacido de sus propios pulmones, falto de palabras, furioso, desesperado. El escudo que protegía la casa capitular acusó una sacudida debido al dolor que sentía, y finalmente saltó hecho pedazos.

No alcanzó a ver dónde caía ella. Era incapaz de ver más allá de la necesidad que tenía de venganza. Cuando estalló la tormenta, recurrió hasta al último jirón de maldad que sintió mientras el canto rebullía en su interior. Los demonios fueron aplastados por manos invisibles, rotos como leña menuda. Cuerpos deformes alfombraban los caminos que bordeaban la casa capitular, y también yacían tendidos afuera, en los campos. Algunos retrocedieron con intención de ganar la seguridad que les ofrecían los nubarrones, al lugar donde el portal que daba a su mundo amenazaba con cerrarse. Ninguno de ellos llegó a tiempo. En el puerto, los buques negros atestaban el lugar con la vela dada, y hacían por navegar entre los restos de las barcas de pesca quemadas, proa a mar abierto. Gair también les dedicó un pensamiento, a pesar de hallarse demasiado lejos. Cerca de los límites de su capacidad, lo más que pudo hacer fue prender fuego a las banderas que ondeaban a popa y dejar que las llamas los empujasen a retirarse al norte.

Demasiado peso. Alivió el cansancio apoyándose en la muralla. Estaba agotado y asía la piedra con tal denuedo que no sentía las yemas de los dedos, doloridos a causa de los calambres. Alguien le dio la vuelta, pero sólo tenía un propósito en la vida y quienes lo ayudaron no tuvieron más remedio que apartarse.

Gair encontró a Aysha recostada en la escalera del baluarte. Allí estaba también Tanith, que había extendido su capa de sanadora a modo de mamparo, de tal forma que él no pudiera ver. Demasiado tarde. Había demasiada sangre en la piedra para permitirse el lujo de creer que no había llegado tarde. Se arrodilló junto a Aysha. El alma que la abandonaba había vuelto gris su piel canela. Respiraba rápidamente, a bocanadas cortas, y sus ojos tenían la tonalidad azul oscuro de una contusión. Tal vez lloró, pero las lágrimas se extraviaron entre las gotas de lluvia.

—Aquí me tienes,
carianh
—dijo. Se sirvió de un pensamiento para levantar un escudo que mantuviera al margen la lluvia. No soltó el canto porque mantenía a raya las pesadillas—. ¿Qué te habías propuesto lograr con esa carga? Podrías haberte matado.

—Algo tenía que hacer, leahno —musitó—. Los adeptos estaban a punto de verse superados.

—Y yo convencido de que habías acudido en mi rescate. —Gair se concentró en lograr que el oxígeno superase el dolor lacerante que le atenazaba el pecho.

—Para qué malgastar fuerzas. Eres capaz de cuidar de ti mismo. —Quiso reír, pero la risa se tradujo en sollozo—. ¡Por la diosa, cómo duele!

Le cogió la manga. Los dedos, blancos como hueso, se trabaron en el tejido.

—Descansa un poco. Tanith está aquí y cuidará de ti.

—Ya no puede hacer nada por mí, lo sabes tan bien como yo.

—Tonterías. Te pondrás bien.

De pronto se había convertido en un torrente de palabras inocuas, parecía incapaz de morderse la lengua. Ella negó con la cabeza. No, le dijo.

—Siempre te he querido, leahno. Jamás pensé que yo sería la primera en marcharse.

—No vas a ir a ninguna parte. No te lo permitiré. —Miró a Tanith, y la sanadora lo miró a su vez, indefensa, una mirada que estuvo a punto de arruinarlo—. Tú descansa un poco,
carianh
.

—¿Está a salvo la casa capitular?

—Creo que sí.

—Estupendo. —Otro espasmo de dolor la hizo llorar—. ¿Me abrazas, Gair? Tengo frío.

Un trueno hizo temblar el firmamento. La tormenta barrió por oleadas la casa capitular, pero bajo el modesto escudo reinaba la quietud. Gair deslizó su brazo por los hombros de Aysha y le acunó la cabeza contra el cuello.

—Mejor. —Un suspiro.

Le besó la frente con el consuelo de que no pudiera verle el rostro. Al cabo de unos segundos su respiración fue apagándose, la cabeza perdió fuerza. Con suavidad le levantó la barbilla para besarle los labios, de forma que la última cosa que ella sintiera fuese algo capaz de trascender el dolor.

37

LA FORJA

–¿G
air?

Abrió los ojos. El rostro de Masen fue lo primero que vieron.

—Todo ha terminado, Gair.

—Lo sé, —dijo con voz ronca—. Necesito descansar un poco más.

Masen lo miró con comprensión, y luego se alejó caminando. Aún llovía, a pesar de que la tormenta se había convertido en un gruñido lejano. El agua corría por las paredes y se llevaba a rastras la sangre y los restos carbonizados, limpiando a su modo la casa capitular. Los capas verdes estaban ocupados en el patio, donde había más heridos de la cuenta. Gair quiso cerrar de nuevo los ojos, pero Tanith acababa de hablarle y tenía que mirarla a la cara. Las lágrimas y las sombras le rondaban la mirada. Se estaba disculpando. Postrada en el charco, tenía el vestido manchado de sangre y mugre. Las manos le imploraron que entendiera que todo había sucedido demasiado rápido, y que había alcanzado a Aysha demasiado tarde.

—Hiciste todo lo posible, Tanith —le dijo en voz baja—. Ve a ayudar a los demás.

Una lágrima solitaria le superó las pestañas y trazó un sendero a través del tizne que le cubría el rostro.

—Si hubiera llegado antes podría haberla salvado. Pero me topé con muchos a mi paso, y…

—Lo sé. —No quería oírlo decir.

—Perdóname, por favor.

—No hay nada que perdonar. —Logró forzar una sonrisa, la diosa sabría cómo, consciente de lo que reposaba cubierto por la capa verde. La cabeza de Aysha descansaba en su cuello, y era como llevar a cuestas el peso del mundo—. Adelante. A ver si Saaron puede echarle un vistazo a tu brazo, y luego ve a ayudar a los demás.

—¿Y el escudo?

Dentro de su cabeza no había más que silencio y la sensación de contener algo. No podía detectar de qué se trataba. Recurrió al canto, pero el pesar se enhebraba a través de un lamento.

—Creo que le he devuelto el lugar que le correspondía.

Ella se mostró sobresaltada.

—Eso no es posible.

Gair percibió que Tanith recurría al canto antes de tender la mano hacia él, pero la apartó.

—Ve con Saaron, Tanith. Por favor. Estás sangrando. Lo mío puede esperar.

La astolana dejó caer la mano y se puso lentamente en pie. Los empapados tirabuzones de pelo rojo le enmarcaban el rostro. La mirada rota de sus ojos fue más de lo que Gair podía soportar. Fue un alivio que le diera la espalda.

Cuando se hubo marchado, Gair cerró el escudo a su alrededor, aislándose de todo y de todos. La tormenta se convirtió en murmullo. La gente pasó en silencio por su lado, flotando a través de las plateadas cortinas de lluvia. Dentro, acunó a Aysha y cerró por fin sus hermosos ojos.

Tardaron casi cuatro días en prepararlo todo. La enfermería superó su capacidad máxima, y las criptas de la capilla se transformaron en depósitos de cadáveres. Acudieron hombres de Pencruik con hachas y sierras para cortar la madera necesaria para la cremación. Algunos se hicieron acompañar por sus esposas para que echaran una mano en la enfermería, ancianas en su mayor parte, pues ellas no tenían reparos a la hora de lavar y amortajar a los fallecidos.

En la elevación desde donde se dominaba el puerto, el oleaje cubierto de cabrillas se tiñó de negro y los carros recorrieron de un lado a otro las hogueras. Incluso desde el balcón de su piso en la quinta planta Gair alcanzó a oler a madera fresca. Al aroma a pino y savia se imponía el aceite dulzón, aromatizado, que disimularía el olor de la carne quemada.

Haría un buen día. El invierno aún atenazaba las islas, pero perdía fuerza a la luz del sol, y los pastos centelleaban como cubiertos de diamantes. La hierba nueva no tardaría en abrirse paso a través de la que había amarilleado. Los pimpollos habían dado un estirón. Qué irónico, pues, que la casa capitular tuviera que entregar a sus muertos, cuando a su alrededor nacía la vida.

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