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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Bodas de odio (34 page)

A la mañana siguiente de su huida, Fiona despertó sobresaltada. Alguien la sacudía.

—¡Vamos, Fiona, arriba! Hay mucho trabajo que hacer... —Era la voz de Tina.

Fiona se incorporó en el catre tan de golpe que tuvo deseos de vomitar. Inspiró profundamente, y, poco a poco, comenzó a sentirse mejor.

Miró a su alrededor. La carreta se veía distinta a la luz del sol. Los colores de las cortinas se reflejaban como un arco iris en las paredes de madera y le daban un aspecto menos triste que el de la noche anterior. A un costado, Sacramento se lavaba en una palangana de loza; le causó gracia la forma en que la muchacha se arrojaba agua con una jofaina. Fiona cayó en la cuenta de que esa mañana no tendría su acostumbrada tina llena de humeante agua aromatizada, ni estaría Maria para masajear su espalda con aceite de coco, ni para peinarla, o conversar acerca de trivialidades.

Comenzó a vestirse rápidamente, decidida a regresar a la casa de su abuelo; al fin y al cabo, la caravana aún permanecía a la orilla del rio, a unas cuantas cuadras de lo de Malone.

—Esa sortija que llevas, Fiona, ¿es de algún enamorado? —preguntó Tina.

Fiona se miró la mano. Los destellos de las piedras preciosas la encandilaron, y no pudo dejar de recordar aquella tarde, en casa de su abuelo, cuando de Silva le entregara el anillo. También recordó que nunca había odiado tanto a una persona como en aquel instante a Juan Cruz. Y ahora, ¿qué sentía?

Tina se dio por vencida. Era obvio, jamás le daría una respuesta.

—Te espero afuera, Fiona —dijo—. Debes ayudarme a preparar el desayuno. —Y salió sin esperar una contestación.

—Sí que eres rara, Fiona —comentó Sacramento. Fiona se limitó a mirarla, confundida. Había estado largo rato perdida en sus pensamientos. Comprendió que, si continuaba así, la creerían loca.

Sacramento terminó de cambiarse y abandonó la carreta.

—Apresúrate, queridita, aquí no eres la princesa que pareces ser. Debes ayudar —dijo antes de cerrar la puerta.

A Fiona se le llenaron los ojos de lágrimas; el recuerdo de la tarde en que de Silva le entregara el anillo había vuelto a confundirla, sumiéndola en una sensación espantosa. Ahora también lo detestaba, pero no como en aquel momento. Lo detestaba más aún, porque ahora Juan Cruz sabía que ella estaba loca de amor por él. Le había confesado que lo amaba. En su vientre crecía, día a día, el resultado de su amor. No podía creer lo que de Silva les había hecho, a ella y a su hijo. No, no volvería nunca.

Se arregló un poco y salió al campamento. El movimiento entre los miembros del circo ya era frenético a pesar de que recién amanecía. Se encaminó decidida hacia Tina, que atizaba los leños que ardían bajo el trébede.

—¡Por fin te decides a venir! Vamos, niña, hay mucho trabajo que hacer. —Esa frase era su muletilla.

—Sí, Tina. Dime en qué puedo ser útil.

La mujer le tomó las manos con torpeza.

—Humm... Tienes las manos más suaves que he visto en mi vida. —Levantó la vista—. ¿Alguna vez en tu vida has hecho algún quehacer doméstico, Fiona? —Su tono no era despectivo.

—Nunca.

—¡Dios mío!

—Pero aprendo rápido todo cuanto se me enseñe, Tina. Te lo aseguro.

—Está bien, te enseñaré —replicó Tina, y le soltó las manos.

Esa mañana sirvió el mate cocido en cada uno de los tazones de lata y cortó en fetas el pan con chicharrón. Más tarde, apareció don Tadeo. Nadie lo saludó, y él tampoco saludó a nadie. Se limitó a echar un vistazo de soslayo a todo el campamento antes de acomodarse en su banqueta y pedir a gritos el desayuno.

—¿Quién es el dueño aquí, Tina? ¿Te lo has olvidado? Todos están desayunando, menos yo. ¡Deberías haberme llevado el desayuno a la carreta!

—¡Ah, sí, como no! ¡Puedes esperar sentado! ¡Te cansarás menos! Además, gruñón de porquería, estarías desayunando con todos si te levantases más temprano en lugar de remolonear como un duque —lo increpó antes de entregarle el tazón.

—¡Bah...! ¡Cállate, mujerzuela!

Fiona observaba la escena y no podía creer que Tina se atreviese a tratarlo así. Miró a su alrededor; nadie parecía preocuparse por la discusión entre la mujer y el dueño del circo. Ni siquiera Sacramento, que continuaba bebiendo su mate cocido.

—¿No hay nada para comer, maldita sea? —Tadeo echó una mirada furibunda a Fiona.

—Vamos, Fiona, alcánzale uno antes de que se lo meta yo misma por la nariz —susurró Tina.

El comentario le hizo gracia, pero contuvo la risa. Lentamente, se acercó a don Tadeo, extendió la mano y le alcanzó la feta de pan desde lejos, como si temiera aproximarse demasiado. El hombre tomó el bocado y se lo llevó de una vez a la boca. Masticaba con dificultad, dejando caer migajas por las comisuras. Fiona se quedó mirándolo, atónita.

—¡Qué miras! —vociferó Tadeo.

El grito la volvió en sí y, rápidamente, retornó a su sitio.

Más tarde, Fiona y Tina se encargaron de alimentar a los animales.

—Te presento a Merina y a Sinfonía, los mimados del circo.

Tina se acercó, primero a la yegua y luego al caballo, y los palmeó cariñosamente.

—Son hermosos —comentó Fiona.

El caballo más bello que había conocido era el de de Silva. Un padrillo imponente, muy alto y estilizado. Era malo; sólo Juan Cruz podía dominarlo. Pero aquellos dos ejemplares también eran magníficos.

—Después de Sisi, son lo que Tadeo más ama en la vida. —Repentinamente, la mujer dejó de acariciarlos—. Sixto es el que los monta en el espectáculo. Ya lo verás, no hay quién se le compare haciendo piruetas arriba de Sinfonía y Merina.

—Y yo, Tina... ¿Qué tendré que hacer?

—Tú serás la ayudante de Tadeo en el espectáculo de magia. Él te lo explicará más tarde, seguramente. Vamos, Fiona, debemos continuar.

De Silva decidió que antes que nada, iría a casa de los Malone. Tal vez, Fiona había regresado a lo de su abuelo. Deseaba tanto que estuviera allí, la idea de perderla lo aterraba. Se había vuelto dependiente de ella; estar lejos de Fiona todo ese tiempo lo había torturado. Su mujer se había convertido en una obsesión: significaba todo para él, y sabía que no podría vivir sin ella a su lado.

Una culpa incontrolable lo atormentó: no había hecho bien en regresar a casa de Cloé después de casado. De todas formas, trató de aplacar su conciencia pensando que sólo habían sido unas pocas veces, en la época en que Fiona lo rechazaba. Pero la culpa volvía, una y otra vez.

—¡Puta maldita! —gritó, al tiempo que golpeaba su bota con la fusta.

Eliseo, que cabalgaba a su lado, lo miró por el rabillo del ojo.

—Ya estamos por llegar, patrón.

—Sí, ya sé —respondió de Silva, sin quitar la vista del frente.

Eliseo había llegado a querer a Juan Cruz tanto como a Sean. Era un hombre trabajador, lleno de fuerza e ímpetu, conocía el trabajo como nadie y gozaba de gran autoridad entre sus peones. Además, era muy inteligente y sagaz; tenía que serlo para haber logrado manejar a la niña Fiona. Sabía que la amaba y que todo ese asunto de la querida no era cierto. Pero también conocía el espíritu precipitado de Fiona y entendía que no sería fácil hacerla entrar en razón.

Ingresaron por el sur, hasta desembocar en la Plaza de la Victoria. El ruido de los cascos de los caballos chapoteando en el barro de las calles, el pregón de las negras mazamorreras, la campana de la carreta del aguatero, el bullicio de unos niños tratando de atrapar a un perro, pero ni un indicio de Fiona. Juan Cruz buscaba con la mirada a su mujer entre la multitud. Tenía todo el aspecto de un desquiciado mientras estiraba el cuello tratando infructuosamente de hallarla.

Escaparon de la algazara del centro rumbo a la mansedumbre de los barrios aledaños. Sólo veían a unas pocas señoronas caminando por las veredas angostas y a algunos caballeros hablando de política. Al reconocerlo, le dispensaban un movimiento de cabeza, frío y distante. El chisme de la huida de Fiona había llegado a todos los hogares y era la comidilla del momento. Por más que los Malone habían intentado mantenerlo en secreto, resultó imposible en una casa llena de sirvientas deseosas de recibir unos reales por un poco de información valiosa.

Así llegaron a lo de Malone; de Silva, de un salto, se precipitó al zaguán de la mansión. Coquita le abrió la puerta.

—¡Señor de Silva!

—¿Está mi esposa aquí? —preguntó, sin entrar a la casa.

—No, señor. Nadie sabe dónde está.

Coquita reprimió un grito cuando de Silva pateó la columna de la entrada y profirió un insulto subido de tono.

—¿Qué pasa, Coquita?

Era la voz de Brigid; entonces, de Silva entró en la mansión.

—¡Señor de Silva! —exclamó Brigid.

—Señora Malone... —No sabía qué decir.

—Pase, mi esposo está ansioso por hablar con usted. —El tono de la anciana era duro y lleno de resentimiento.

Entró en la sala y esperó, sin sentarse, con el sombrero entre las manos. Cuando advirtió que aún llevaba el pañuelo rojo a la corsario, se lo quitó rápidamente, y se enjugó la frente con él.

—De Silva.

La voz grave de Sean lo sobresaltó. Al voltear, se encontró también con William, el padre de Fiona, que lo miraba con desprecio.

—Señores... —Inclinó la cabeza—. ¿Han tenido alguna novedad?

—No —respondió el padre de Fiona lacónicamente. Juan Cruz le lanzó una mirada de advertencia. "Seras mi aliado en esto o tengo la forma de destruirte frente al viejo." William, que no era tonto, ablandó de inmediato su expresión.

—Señor Malone... —Juan Cruz se dirigió a Sean—. Antes que nada quisiera explicarle que todo este asunto...

—Sinceramente, señor de Silva, me importa un rábano su asunto. Sus explicaciones no tiene que dármelas a mí. Lo único que deseo ahora es encontrar a mi nieta, sana y salva. El resto no me interesa... al menos por ahora.

—Sí, comprendo.

—Conocemos sus estrechas relaciones con el gobernador y deseamos que las utilice para encontrar a Fiona. Ya hemos hablado con Cuitiño, pero él dice que la policía a su cargo no puede mover un dedo sin la orden del gobernador. Y por más que he ido todos los días a ver a Rosas, no ha podido... o no ha querido recibirme. —Sean hizo un gesto de disgusto.

—De todas formas —continuó William—, hemos armado grupos con nuestros peones que han salido a recorrer la provincia. Pero hasta el momento, nada, absolutamente nada.

Juan Cruz había permanecido callado, con la mirada perdida. Sentía que estaban buscando una aguja en un pajar. Pero él no se daría por vencido; revisaría cada rincón de la Confederación; en algún lugar la encontraría.

—Enviaré a Eliseo de vuelta a La Candelaria para que organice grupos de búsqueda. Yo iré ahora mismo a ver a Rosas y le pediré ayuda.

Movió la cabeza a modo de despedida y salió.

Llegó a la calle e inspiró profundamente; tenía el cuerpo tenso y las manos aún le sudaban. ¿Cómo supuso que lo iban a recibir los Malone? ¿Con bombos y platillos?. De todos modos, pensó, eso no le importaba tanto como la falta de noticias.

—¡Señor! —Eliseo no podía ocultar su inquietud—. ¿Alguna novedad, señor?

—Nada, Eliseo, nadie sabe nada. Pero, vamos, apresúrate. Quiero que vuelvas a La Candelaria y, junto a Celedonio, armen grupos de cinco hombres cada uno y que salgan de inmediato a recorrer la provincia, de norte a sur, de este a oeste. No deberá quedar sitio sin investigar. Yo permaneceré unos días aquí. Quiero que cada grupo me mantenga informado con un chasqui, ¿entendido?

—Perfectamente, señor.

—Avisa a todos que habrá una buena recompensa para el grupo que la encuentre. Vamos, hombre, sal ahora mismo para la estancia, no hay tiempo que perder.

El bullicio en la Plaza de la Victoria interrumpió las cavilaciones de de Silva. Una multitud se agolpaba en el medio, alrededor del mástil. Se trataría de algún espectáculo, tal vez, de alguna riña, o quizás una cabeza unitaria estaqueada por la Mazorca. Pronto volvió a su ensimismamiento. Mientras se encaminaba a la quinta de Palermo analizaba cada palabra que le diría al gobernador, y calculaba sus posibles respuestas.

—¡Señor de Silva!

El grito atrajo su atención por encima del bullicio de la plaza.

—¡Señor de Silva!

—¡Paolina! —exclamó Juan Cruz al reconocer a la negra que corría hacia él.

De Silva hizo girar a su padrillo para acercarse a la joven, que intentaba abrirse paso entre la gente aglomerada en la Recova Nueva.

—Señor de Silva... —repitió la sirvienta, sin resuello—. Al fin regresó, patrón. He ido todos los días al saladero a buscarlo; necesito hablar con usted.

—¿Qué sucede? —le preguntó de Silva de mal modo, sin apearse del caballo.

Todavía no había decidido qué sería de Cloé y no estaba de humor para hacerlo. Encontrarse con Paolina implicaba pensar en algo, y rápido, porque de seguro la negra le pediría instrucciones.

—Patrón, necesito hablar con usted ahora mismo.

Los ojos desorbitados de Paolina lo sorprendieron.

—Ahora no puedo. Tal vez, más tar...

—Patrón, no puede esperar, se lo aseguro —insistió la negra.

—Está bien, pero no en la casa —advirtió de Silva.

—Si es por la señora Cloé, patrón, vaya tranquilo. Ella no está ahí.

Juan Cruz ya estaba aguardando en la sala de la casa de Cloé cuando llegó Paolina. Mateo, el cochero, la había traído desde el centro de la ciudad en la volanta. La negra pasó como un rayo hacia la cocina con una canasta llena de verdura.

—¡Paolina, ven! ¡No tengo todo el día! —gritó Juan Cruz al verla.

Antes de entrar a la sala, la sirvienta se santiguó varias veces. De Silva siempre le había dado pánico, con más razón en ese momento.

—Señor de Silva, usted no puede imaginarse cómo lo he buscado todo este tiempo para contarle, señor —exclamó la negra con voz llorosa.

—¿Dónde está la señora Cloé?

—Bueno... Pues...

—¡Vamos, habla!

La negra se estremeció con el grito.

—La verdad, no lo sé... No lo sé exactamente, patrón. Creo que está en casa de don Soler.

—¿De Soler? ¿De Palmiro Soler?

Juan Cruz se puso de pie y frunció el entrecejo.

—Sí, patrón, el mazorquero. El señor Soler y la señora son amantes ahora.

—¿Amantes?

—¡Sí, señor! ¡Pero desde que usted la dejó a ella! Antes, no, señor, antes, no, se lo juro, se lo juro —repetía una y otra vez, haciéndose la cruz sobre la boca.

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