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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Bodas de odio (37 page)

Bebieron mucho, y ya todos un poco ebrios, comenzaron a abandonar el carromato. El primero en irse fue el Padre Octavio, con la excusa de la misa de las seis; más tarde, el comandante del ejército de frontera, que tenía que partir muy temprano por la mañana; y así todos, hasta que Zola y Sarquis, apoltronados sobre unos cojines, sin soltar el vaso siempre lleno, se quedaron solos.

—Así que piensa seguir hasta Bahía Blanca, don Tadeo.

—Sí, brigadier. Dicen que es una ciudad importante. Es ahí donde se hace buen dinero con estos espectáculos.

—Claro, comprendo.

—¿Otra copa, brigadier?

—Sí, gracias.

Tadeo vertió la bebida en el vaso.

—Y dígame, don Tadeo, ¿quién es esa preciosura que lo acompaña a usted en su número de magia?

—¿Quién? ¡Ah, sí, Fiona! Es bonita, ¿verdad?

—¿Fiona? Fiona, ¿qué?

Tadeo frunció el entrecejo y pensó unos segundos. No tenía la menor idea; jamás le había preguntado el apellido.

—La verdad, brigadier, no sé. Lo único que me importa es su cara de ángel y su cuerpo espléndido; el resto no me interesa... —dijo, en medio de una fuerte risotada—. Eso es lo que realmente atrae al público.

—Me informó el comandante de la frontera que en las últimas semanas ha habido muchos ataques de indios. Estoy pensando que si usted mantiene la idea de viajar hacia el sur, puede resultar muy peligroso. Algún malón podría atacar su caravana y matarlos a todos.

—¿A mi caravana? ¡No, brigadier! Hace más de diez años que surco la Confederación de norte a sur, y de este a oeste, y jamás he tenido problemas con los indios. Es gente tonta y siempre he sabido mantenerlos a raya.

—No, no, don Tadeo, ahora es distinto. Andan como locos por no sé qué asunto. Destrozan cuanta caravana encuentran, buscando venganza por algo.

Sarquis carraspeó nerviosamente y se irguió en los almohadones.

—Ahá... Y, ¿se sabe qué asunto es ése que los ha vuelto como locos?

—No. Pero parecen fieras. Por eso le digo, don Tadeo, es muy peligroso que siga más allá de Tandil. A menos que... bueno, a menos que acepte una escolta de varios soldados bien armados que yo puedo ofrecerle.

—¿Sí? ¿Haría eso por mí, brigadier?

—Bueno, don Tadeo, como hombre de negocios comprenderá que todo tiene su precio.

—Sí, claro. Y, ¿cuál es el precio?

—Verá, en realidad, no le costara demasiado. Sólo le pido que me deje a su asistente el tiempo que usted esté de viaje.

—¿A mi asistente?

—Sí.

—¿A Fiona?

—Sí.

La verdad era que Zola se consumía de deseo por Fiona. La había visto varias veces en el centro de Tandil y, desde el primer momento, no había dejado de pensar en ella. Fantaseaba día y noche con su rostro soberbio, con su cuerpo desnudo y transpirado junto al suyo, con su boca, que imaginaba capaz de dejarle surcos candentes en la espalda. Y esa tarde, en medio del escenario, con ese traje dorado que le ceñía la cintura y revelaba impúdicamente sus senos... ¡Ah, no soportaba más!

Tadeo se quedó pensativo unos instantes antes de responder.

—Está bien, brigadier —dijo finalmente—. Vuelva mañana por la tarde; tendré todo preparado para usted.

—¡Cipriano! Julio!

Tadeo comenzó a llamarlos cuando, por fin, el brigadier Zola y su caballo se perdieron en la oscuridad.

—¡Cipriano! Julio! —insistió, a los gritos.

—Sí, patrón, mande usted.

—¿Qué pasa? ¿Están sordos o qué?

—Es que estábamos en la carreta. ¿Faltó algo por hacer, don Tadeo?

—Preparen todo que salimos ahora mismo para Bahía Blanca.

—¿Ahora?

—¡Sí, ahora! ¿O me olvidé de que debía pedirles permiso a ustedes? ¡Par de inútiles! ¡Vamos, muevan ese trasero que en menos de una hora quiero estar en marcha!

—Sí, patrón, sí.

—¡Tina! —gritó—. ¡Tina, ven aquí!

—¿Qué pasa, Tadeo? ¿Te has vuelto loco? —preguntó la mujer con cara de dormida, asomada a la ventana del carromato.

—Prepara todo. Partimos ahora mismo hacia Bahía Blanca.

—¿Que qué?

—¿Qué sucede, mamá?

—¡Tú cállate y empieza a preparar todo! —ordenó Tadeo a Sacramento, desde afuera.

—¡Cállese usted! ¡Estamos durmiendo!

—¡Sacramento, por favor! —exclamó Tina—. ¿Qué es eso de que nos vamos ahora, Tadeo? ¿Ahora mismo?

— Sí, mujer. ¿En que otro idioma tengo que decírtelo?

— ¡Ah, no, Tadeo! Yo no me muevo de Tandil —se encaprichó Tina.

Salió de la carreta y, con los brazos cruzados, miró de hito en hito a su amante.

—Ah, sí. Y, ¿podría informarme, su majestad, el motivo? —preguntó Sarquis cuando la tuvo enfrente.

—Tú me prometiste que si la primera función era un éxito, podría ir al pueblo a hacerme esos vestidos nuevos que necesito. Ya elegí los géneros; hasta hablé con la modista y diseñamos los modelos. ¡Tadeo, por favor, sólo serán dos o tres días más! ¿No puedes esperar?

Sarquis enarcó las cejas, como si estuviera pesando los pros y los contras.

—Está bien, te quedarás algunos días en Tandil, con Cipriano —dijo, con magnanimidad—. Luego, nos alcanzarán por el camino.

—¡Gracias, querido, gracias!

Tina se le abalanzó al cuello y le estampó un sonoro beso en la boca.

— ¡Vamos, quítate! Y comienza a preparar todo.

Sin Tina, todo sería más fácil.

La cortina estaba descorrida y la luz de la luna se filtraba en la carreta. Por eso Fiona pudo ver que esa masa informe que se había encaramado sobre ella, que le manoseaba los senos y trataba de quitarle el camisón, era don Tadeo. El aliento a alcohol la descomponía y el peso de su cuerpo la dejaba sin respiración.

—¡Basta! — gritó, tratando de sacárselo de encima—. ¡Salga, asqueroso!

—Vamos, Fiona, preciosura —decía el cirquero, muy borracho—. Dame un besito... Vamos, sé buena conmigo..,

—¡Auxilio! —volvió a gritar Fiona.

—¿Qué pasa? —preguntó Sacramento, más dormida que despierta.

—¡Sacramento, ayúdame! —suplicó Fiona.

Por un instante, Tadeo alejó el rostro de ella y miró a la hija de Tina.

—¡Vamos, Sacramento! ¡Sal de aquí!

La joven, sentada en su catre, miraba la escena sin comprender.

—¡Sacramento, ayúdame! —gritó Fiona una vez más.

—¡Cállate! —ordenó Sarquis tapándole la boca—. ¡Sacramento, estúpida, sal de aquí!

—Como usted ordene, patroncito. Que lo disfrutes, Fiona —dijo con sorna, antes de dejar la carreta.

Tadeo comenzó a reír, y Fiona a sacudirse bajo su cuerpo obeso. Con las manos le asestaba golpes en la espalda que no le hacían nada. Sacudía las piernas en forma frenética pero no conseguía moverlo ni un centímetro. Al fin, le mordió la mano y pudo volver a gritar.

—¡Socorro! ¡Sixto, ayúdeme!

—¡Aaayyy, perra maldita! —aulló Tadeo.

El hombre se incorporó apenas y la abofeteó con fuerza.

—¡Cállate o te degüello!

Y como Fiona se movía, le propinó otro golpe. La nariz comenzó a sangrarle y le costaba respirar.

Tadeo ni se mosqueó; siguió con sus caricias y sus frases lujuriosas. Era una mole para Fiona, que había quedado inerme debajo de él. Mientras le tapaba la boca con una mano, empezó a arrancarle el camisón con la otra. Sus pechos quedaron al descubierto y fueron presa fácil de Sarquis en un instante. Fiona, aterrada, no sabía qué hacer. Volvió a morderle la mano: no le hizo nada; le arañó la cara, pero el hombre, enardecido de lujuria, apenas si se inmutó. Estaba como poseído. De pronto, comenzó a quitarse los pantalones, pero con una mano le resultaba difícil.

—¡Auxilio! —exclamó Fiona cuando Tadeo le liberó la boca por un momento para deshacerse de los pantalones.

—¡Cállate! —Le tapó la boca con un trapo—. Vamos, Fiona, sé buena conmigo. Yo lo he sido contigo, aceptaste muy gustosa las monedas que te di. ¿Crees que te las di porque eres una buena asistente? —Comenzó a reír—. ¡No, Fiona! Ahora deberás pagar por cada una de esas monedas que te regalé.

Fiona sintió que le desgarraba la ropa interior. En su desesperación, trató de mover la cabeza, las piernas, los brazos, pero cada parte del cuerpo parecía pesarle toneladas. No conseguía nada; sólo lograba cansarse más. Entre la sangre que le manaba de la nariz, y el trapo en la boca, casi no podía respirar.

De pronto, el peso de Tadeo cedió y dejó de manosearla. Se había incorporado encima de ella, y dirigía su mirada a la puerta de la carreta.

—¿Qué pasa, Sacramento?—vociferó Sarquis—. ¡Tú quédate quieta! —ordenó a Fiona cerca de la cara.

En ese breve instante de alivio, Fiona escuchó un grito de la hija de Tina, y a Merina y Sinfonía que relinchaban enloquecidos. Algo grave debía de estar sucediendo afuera.

—¿Qué pasa? —volvió a gritar Tadeo, sin salir de encima de Fiona—. ¿Es que ni siquiera puedo estar tranquilo un instante? —vociferó, iracundo.

La puerta de la carreta se abrió con una violencia inusitada. Tadeo se apartó torpemente de Fiona, que por fin pudo verse librada de aquel peso abrumador. En medio de la confusión que siguió al alivio, lo último que la joven pudo ver fue una silueta colosal que irrumpía velozmente en la carreta. Después, ya sin fuerzas, Fiona se desvaneció.

Capítulo 19

La vieja friccionaba en círculos el vientre de Fiona, mirando hacia arriba y profiriendo unas letanías incomprensibles. Cada tanto, acercaba unas ramas humeantes al rostro de la joven, y repetía la invocación.

—Está preñada —sentenció al fin la vieja, sin mirar al hombre que, de pie en la puerta de la choza, seguía con atención sus movimientos.

—¡Ja! Con razón tanto aspaviento —dijo el hombre, antes de retirarse.

Fiona comenzó a despertar; le costaba levantar los párpados. Veía todo nublado y escuchaba ruidos raros a su alrededor. Trató de incorporarse, pero no lo consiguió; estaba muy mareada. Se restregó los ojos, y aunque al cabo de un momento pudo ver mejor, no logró reconocer el lugar.

—¿Dónde estoy?

Se incorporó, asustada, y una repentina descompostura la obligó a desistir de su intento. Un rostro enjuto y arrugado que la miraba sin expresión se acercó al suyo.

—Quédate quieta, m'hija, no estás bien. Debes quedarte quieta.

Fiona la miró azorada.

—¡Hijo, ven, acaba de despertar! —gritó la anciana.

—¿Dónde estoy? —volvió a repetir, a punto de llorar.

—Está en mi casa, señora de Silva —respondió una voz masculina.

Fiona se irguió un poco, lo suficiente para ver a un hombre de mediana edad, de pie a unos pasos de ella. Lo contempló unos segundos y volvió a bajar la cabeza, confusa.

—¡Dios Santo! ¿Qué sucedió? ¿Dónde estoy? ¿Quiénes son ustedes?

—Tranquila, m'hija —dijo la anciana—. Tráeme agua —le ordenó al hombre.

Fiona bebió el agua con lentitud, ayudada por la vieja. Después, retornó a su posición inicial; no soportaba estar mucho tiempo erguida.

—¿No se acuerda de mí, señora? —preguntó el hombre, ya junto al lecho.

Fiona lo miró atentamente una vez más.

—¿Sanc? ¿Sanc Nieté? ¿Eres tú?

—Sí, señora, el mismo.

—¡Oh, Dios, no comprendo nada!

—¡Niña, no intentes levantarte! —la reconvino la anciana, y la obligó a recostarse.

—No se altere, señora. Yo puedo explicárselo todo.

El hombre acercó una banqueta rústica al camastro en el que yacía Fiona.

—Ha dormido por más de ocho horas —le explicó.

—Lo último que recuerdo... No sé, todo es tan confuso. Estaba durmiendo en la carreta y... Bueno...

Se calló, angustiada; las visiones que acudían a su mente eran espantosas.

—Está bien, señora, ya pasó todo. No pude salvarla a ella, pero quiso
Soychu
que la salvara a usted. Igual que usted a mí, aquella vez, en
La Candelaria.
Ahora estamos a mano.

—Pero, ¿qué sucedió, Sanc? ¿Qué pasó con los del circo?

—Con los del circo, nada. Fue el dueño el que recibió su merecido.

Sanc dijo algunas palabras más en otra lengua, que Fiona no comprendió.

—Ese Sarquis era un mal bicho, señora, un miserable. Hacía tiempo que lo buscábamos... —Se golpeó la mano con el puño cerrado—. Lo que intentaba hacer con usted, señora, lo hizo con mi niña.

—¿Tu niña?

—Mi hijita. Mi hijita Ayelén. —Se le hizo un nudo en la garganta al mencionar su nombre—. Disculpe, señora, debo irme —dijo con otra voz.

Sanc Nieté se marchó. Fiona, desconcertada, miró a la anciana como pidiéndole una explicación.

—No puede olvidar. El espíritu de mi nieta vaga por esta aldea y no lo deja en paz. Tal vez, ahora que... ¿De dónde conoces a mi hijo?

—En, bueno... Sanc trabaja durante la temporada de la esquila en la estancia de mi esposo. De ahí lo conozco.

—Ah...Tienes esposo.

—Tenía —replicó Fiona.

El indio Sanc Nieté siempre había odiado a los criollos; les habían quitado la tierra, habían dividido a las tribus, y las habían confinado a lugares remotos y áridos. Ahora, los indios necesitaban de ellos para subsistir. Por eso, cada vez que Sanc estaba escaso de reales, dejaba su aldea rumbo a Buenos Aires. Ahí siempre conseguía una changa. Pero desde que trabajó para don de Silva, nunca más buscó otro patrón; aunque era estricto, los trataba bien. Además, les daba buena comida y albergue cómodo. Lo único que había que evitar para no enfurecerlo era embriagarse, pelear o incumplir la tarea. Sentía a de Silva como a uno de ellos. Era bastardo y nadie sabía quiénes eran sus padres; sólo conocían a la negra Candelaria, la mujer que lo había criado.

El respeto que tenía por de Silva se desvaneció cuando el patrón se casó con esa estirada de la Malone. No obstante, ese año también le pidió trabajo, y de Silva lo llevó a trabajar en su nueva adquisición, La Candelaria.

Una noche, Sanc no pudo controlarse y se vació una botella de chicha él solo. Estaba tan borracho que nunca pudo recordar cómo empezó la pelea con ese peón; al cabo de unas horas despertó en un granero. La cabeza le daba vueltas y tenías deseos de vomitar. Al ponerse de pie, perdió el equilibrio y cayó al suelo como un saco de papas. Sintió una puntada en la pierna derecha y se mordió la mano para no gritar de dolor. Un cuchillazo bien asestado le había abierto la pierna en dos. Cuando pudo examinar mejor la herida, comprendió que la cosa era grave.

No pudo tener peor suerte; en ese momento entró al granero la esposa de de Silva junto a su criada. Sanc trató de esconderse tras unos tablones, pero sus movimientos eran torpes y no pasó mucho antes de que lo descubrieran. Más tarde, cuando Fiona y Maria le limpiaron la herida, y después, cuando se la curaron durante días, tuvo que tragarse los calificativos con los que había adornado a la mujer del patrón. Fiona jamás le preguntó cómo se había lastimado; se limitó a ayudarlo, sin molestos interrogatorios. Él se habría muerto de la vergüenza si su señora se enteraba de que, por borracho, le había sucedido lo de la pierna. Sanc no podía reprimir la risa cuando recordaba el miedo que había sentido de sólo pensar en la ira que se habría apoderado de Silva si hubiese conocido la verdad.

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