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Authors: Víctor Coviello Guillermo Barrantes

Tags: #Cuento, Fantástico

Buenos Aires es leyenda 2 (7 page)

Eber tenía la respuesta:

—Zeus inventó Floresta. El barrio no existía y él lo creó de la nada. Y también modificó la mente de todos, para que tomemos a Floresta como un barrio más, un barrio con historia.

Le dijimos que el pasado de Floresta estaba documentado, que muchos historiadores porteños coincidían en que sus orígenes se hallaban en el «Quiosco de La Floresta»
[12]
.

—Todo creación de Zeus —respondió Eber—. ¿No lo entienden? No sólo creó físicamente el barrio, sino que le inventó una historia, un pasado, y nos lo metió a todos en la cabeza. Antes Buenos Aires era así, como en este mapa que les muestro, sin Floresta. El tipo cambió la realidad.

Más allá de lo extrañas que resultaban, había un punto flojo en las ideas del quiosquero, y se lo hicimos saber:

—Pero si lo que nos dice es verdad, ¿cómo es que este mapa
sin Floresta
no fue eliminado?, ¿cómo resistió el cambio de realidad?

Eber nos miraba en silencio. Nosotros continuamos el ataque:

—¿Y su mente, Eber? ¿Qué pasó con su propia mente? ¿No fue modificada con la de toda la gente? ¿No fue modificada para que no recordara nada de todo esto que nos está contando?

—Zeus tenía un hermano —dijo el quiosquero—. Eran gemelos. Compartían el poder mental. Pero eran el ying y el yang: Zeus era malo y siniestro, su hermano todo lo contrario. No podían existir los dos juntos en el mundo, menos en un mismo barrio. Era uno o el otro. Lucharon mente contra mente. Ganó Zeus. Pero su hermano, antes de desaparecer, consiguió dejar algunas pistas, consiguió proteger ciertas partes de la realidad para que nunca puedan ser cambiadas, destruidas. El mapa que les estoy mostrando es una de ellas. Hay otras, no muchas, pero ahí están. Hay documentos históricos, libros del barrio, que guardan algunas. Sólo hay que buscarlas y ser buen observador.

Eber tomó un chocolatín que había permanecido encima del cubrecama, lo desenvolvió y se lo comió. Y como si aquella golosina le hubiera dado valor para entregarnos su última revelación, dijo:

—Yo conocí al hermano de Zeus. Era mi mejor amigo. Él hizo que mi mente no pudiera ser manipulada. Es por eso que sé todas estas cosas.

—¿Y nosotros? ¿Cómo es que todavía Zeus no nos borró de la mente todo lo que usted nos está diciendo?

—Tal vez quiera que sepan la verdad. Tal vez desee quedar inmortalizado en el libro que van a escribir.

A pesar de las insólitas afirmaciones que nos había confiado, volvíamos a corroborarlo: Eber era un gran contador de historias. No sólo había conseguido mantener nuestra atención atrapada todo el tiempo, sino que había salvado, con gran cintura, cada una de las cuestiones que le planteamos.

Y como todo artista de la narración, nos entregó un final digno, la pincelada definitiva, la frutilla del postre:

—Hay ocasiones en las que me dejo llevar por una idea muy loca —lo dijo como si todo lo que nos había estado diciendo no tuviera nada de loco—. Imagínense que el de Floresta no fuera el único caso, que cada barrio tuviera su Zeus, como si se trataran de una especie de deidades locales, las habría malas y buenas, cada una operando dentro de los límites de su propio barrio; las buenas utilizarían sus poderes para salvaguardar a su gente, para atender sus plegarias, para mantener la justicia en sus calles; en cambio las malas, como Zeus, someterían al barrio a sus caprichos, a sus juegos mentales.

El show había terminado. Sólo faltaron los títulos del final. Le dimos la mano a Eber, como quien aplaude al terminar la película.

De luces que se prenden y se apagan, a una especie de Olimpo porteño: el tamaño de la bola de nieve mitológica había superado nuestras más osadas expectativas.

Antes de despedirnos de Floresta, nos sentamos en un bar para revisar con un poco más de detenimiento las copias de los documentos barriales que habíamos consultado.

Volvimos a repasar datos históricos, la mayoría relacionados con el ferrocarril, la estación y el antiguo «Quiosco de la Floresta». Y entonces nuestros ojos se detuvieron en un fragmento que nos hizo recordar las palabras pronunciadas por Eber, aquello acerca de las pistas dejadas por el hermano de Zeus, aquellos trozos de realidad que no pudieron ser modificados por la malvada deidad de Floresta.

El fragmento que habíamos encontrado daba inicio a la breve introducción que abría la obra titulada
El barrio de La Floresta. Reminiscencias de su pasado
, de Emilio Juan Vattuone. Dichas palabras parecían desatender las certezas de algunos escribas con respecto a los orígenes del barrio, pues rezaban lo siguiente:

Sería dable a comprobar que el pasado de La Floresta permanece casi desconocido.

Y como si un fragmento hubiera llamado a otro, descubrimos con rapidez un nuevo pasaje que reflejaba la misma incertidumbre, aunque esta vez referida puntualmente a la denominación del barrio:

Todavía no ha podido establecerse fehacientemente el origen del nombre del paraje.

Este segundo párrafo lo rescatamos de la obra
Guía antigua del oeste porteño
, de Hugo Ricardo Corradi.

Ambos fragmentos podrían identificarse como parte de aquellas «pistas», ocultas de las que había hablado Eber, fragmentos que parecían reflejar un origen barrial incierto.

¿Pero alcanza esa probabilidad para darle crédito a algunas de las revelaciones del quiosquero?

Eso queda a criterio de cada uno… si es que nadie maneja nuestro criterio a su antojo.

¿Podrá el cerebro comprender al cerebro?

Algunos dicen que es una paradoja que jamás se resolverá, que es como si alguien quisiera alzarse en el aire tirando de los cordones de sus propios zapatos.

Otros, en cambio, como el científico David H. Hubel, son optimistas:

El cerebro es un tejido. Un tejido complicado, de urdimbre intrincada, que no se parece a nada de lo que conocemos en el universo, pero está compuesto por células, como lo está cualquier tejido. Se trata, desde luego, de células muy especializadas, pero funcionan siguiendo las leyes que rigen a todas las demás células. Sus señales eléctricas y químicas pueden detectarse, registrarse e interpretarse, y sus sustancias químicas identificarse; las conexiones que constituyen la urdimbre de fieltro del cerebro pueden cartografiarse. En pocas palabras, el cerebro puede ser objeto de estudio, al igual que puede serlo el riñón.
[13]

Lo logremos o no, la duda permanecerá: ¿Existen otras personas que dominan aspectos de la mente que nos son negados a nosotros? Y si es así: ¿Pueden ellos dominar nuestra voluntad, nuestros recuerdos? ¿Pueden llegar incluso a moldear la realidad?

La idea se nos puede antojar demasiado osada pero ¿no les conviene a estos prodigios que así sea, que no creamos en su existencia? ¿No serán ellos mismos los que manipulan nuestras mentes para que seamos incrédulos, para que puedan seguir manejando el mundo a su conveniencia?

Otra paradoja, otro callejón sin salida en el barrio de la conciencia humana.

Dicen que el mejor engaño del Diablo fue hacerle creer al mundo que Él no existía. ¿El mejor engaño del Diablo y de nadie más?

Agronomía

La leyenda del hombre-gato

Al despertar de un sueño intranquilo, Camila se encontró en su cama convertida en un manojo de nervios. No se quería mover. Se arrepentía de no haber pasado la noche con su novio Axel. Es que a veces se ponía tan pesado… No entendía que una no quería tener sexo cada vez que se encontraban… O que no era lindo que le llenara la cabeza con sus cuentos terroríficos. Igual, ahora sentía que lo necesitaba.

No recordaba qué había soñado, aunque lo intuía.

Algo le decía en su interior que no debía salir.

Pero tenía que ir a la facu, no podía defraudar a sus padres, ni a ella misma.

Afuera todavía era de noche.

Se duchó y se puso ropa nueva.

Tiritando y con el pelo mojado, abandonó la seguridad del departamento.

Tenía el celu por cualquier cosa. Despertaría a Axel si pasaba algo. Aunque Axel era muy difícil de despertar.

¿A quién llamaría entonces?

Encima, su amiga Raquel no cursaba ese trimestre con ella.

Llegando a Agronomía todas las sombras eran sospechosas.

Se bajó del 111.

Era la única.

Mira hacia atrás. Oye ruidos.

Son pájaros, sí. O grillos que extienden su canto por la oscuridad.

Todavía no amanece.

Camila tiene miedo y tiene frío y otra vez miedo a cada paso.

¿Esos pasos son los suyos?

El portón está cerca. La calle Llerena, aunque horrible, ahora le parece la más hermosa del mundo.

Camila está sola y es invierno.

Las orejas le palpitan. Esa sensación de sentirse observada.

De ser la presa inmediata. Se imagina miles de cosas.

Una sombra se acerca.

Camila se lee en los titulares de un diario: Otra víctima del hombre-gato.

Antes de que todo se apague, esa mañana que no es, ese día que será y su vida que pudo ser, ella se pregunta: ¿por qué yo?

Y esa sombra se acerca, es demasiado rápida para ser humana.

Camila reza y aprieta sus carpetas como un escudo salvador.

La sombra le cae encima.

Ya no es una sombra.

En esta leyenda nos topamos con algo que hemos dado en llamar Mito multivariable. Esta particularidad se debe a la increíble cantidad de versiones del mismo mito, que contienen un poderoso rasgo en común: el miedo.

La leyenda del hombre-gato tiene su punto de máxima intensidad en la década de los 80. Toda una generación fue conmovida por este fenómeno.

Decidimos reunir entonces a hombres y mujeres que fueran en su mayoría adolescentes en esos años y los resultados fueron francamente asombrosos. Pudimos presenciar directamente ante nosotros las variaciones del mito. Cómo se moldeaba, mutaba permanentemente, como un fractal.

La cita fue en el bar
Bodegón de Agronomía
, de avenida de los Constituyentes y avenida Francisco Beiró.

Por un instante nos sentimos abrumados, buscando la mejor variante del mito. Las posibilidades eran ilimitadas por lo que optamos en tomar los testimonios más interesantes. Tal es el caso de Galo C., que vivió en el barrio hasta bien entrada su adolescencia, y nos relató con precisión y un llamativo lirismo su propia versión:

«Esto no creció de la noche a la mañana. No solamente había escuchado y visto información en los noticiarios sobre el hombre-gato, sino que había experimentado de cerca su presencia en el ámbito de mi familia.

»Era una fiesta familiar, yo tenía ocho, nueve años y no sé qué festejábamos. Lo que sí tengo grabado en mi memoria es toda la escena a partir de que sonó el teléfono y atendió mi tía. Su cara se transformó, se llevó la mano a la boca y llamó a los gritos a mi tío:

»"Osvaldo, nos tenemos que ir ya mismo", dijo. "¿Pero por qué? ¿Qué pasa?", preguntó mi tío. "Es nuestro vecino Conrado —explicó—, dice que el hombre-gato anda subido por las terrazas del barrio y que pasó por la nuestra. Llamó a la policía pero igual quiero ir para allá, quién sabe lo que puede pasar".

»Después, me acuerdo los saludos y los besos apurados y las promesas de contar lo sucedido. La cuestión se estaba convirtiendo en algo muy siniestro. Mi razonamiento de niño era: si la tele lo dice y encima los adultos de mi familia lo confirman, no sólo existe sino que también es peligroso.

»Mis temores se incrementaron cuando al poco tiempo vi en el quiosco a la vuelta de casa, en un diario, un identikit del hombre-gato. Aterrador. Sí, creo que es una buena palabra para definirlo.

»Su apariencia era como la de un
heavy metal
, sus manos terminadas en garras y sus ojos, aunque el resto del dibujo era en blanco negro, estaban coloreados de rojizo. Su cuerpo estaba protegido por un material metálico y en la nota no se ponían de acuerdo sobre si estaba sobre su cuerpo o era parte de él. Inclusive, decían que lo habían baleado y que con esa coraza evitaba las balas. Y finalmente, tenía botas. A partir de ese momento, el ruido de botas me obsesionó. Y no sólo a mí, también a mis amigos. Teníamos miedo de los árboles y por acá hay muchos. Ni locos íbamos a Agronomía porque decían que dormía o dormían en ese lugar. Y digo "dormían" porque ya se hablaba de hombres-gatos y no sólo por acá. En otros barrios, incluso en la provincia, los habían visto. Siempre en zonas residenciales y con muchos árboles.

»Esto no me lo voy a olvidar jamás: mi mayor terror fue cuando una noche me fui a dormir a lo de mi abuela. Yo estaba muy cargadito, por no decir otra palabra. Era una noche muy tranquila, de calor y las ventanas estaban abiertas. La pieza en la que debía dormir daba a la calle. Si bien la persiana estaba cenada, los pocos ruidos de afuera llegaban con nitidez. Tenía la imagen de ese identikit metida en la cabeza. Y la luz del velador prendida. Me dormía de a ratos. Me despertaba por cualquier cosa. Cuando me dormía, soñaba que el hombre-gato estaba subido al techo de la casa de mi abuela. El ruido de un auto y saltaba en la cama. Para tranquilizarme me dije que si todo fuera cierto, habría policías por todas partes. Ya me venía el sueño y entonces… de sólo acordarme se me vuelve a poner la piel de gallina. Pasó lo que más temía: ruido a botas. Eran más de las tres de la mañana en una calle en la que, por la noche, no pasaba nada. Ruido a botas. Y las botas se acercaban. Eran pasos ágiles, no de mujer, de eso estaba y estoy seguro. Cada vez más cerca. "Viene por mí", pensé. Soy su cena o cosas por el estilo. A pesar o por eso mismo, no me podía ni mover. Temblaba y transpiraba, todo junto. Las botas se detuvieron ¡al lado de mi ventana! y escuché una respiración inhumana, muy agitada, a diferencia de la mía que voluntariamente había detenido. En mi silencio, hasta me pareció escuchar deslizarse algo afilado por la pared. Fueron segundos que duraron una eternidad. Ya me veía atravesado por esas garras, esos ojos rojos registrando mi pánico. Para mi suerte, los pasos se alejaron y después dejé de escucharlos. Ahí volví a respirar y me aflojé, tanto que por poco me hice pis encima.

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