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Authors: Víctor Coviello Guillermo Barrantes

Tags: #Cuento, Fantástico

Buenos Aires es leyenda 2 (9 page)

El testimonio de Ernesto G., legendario habitante de Villa del Parque, nos presenta a Fortunato, un personaje del barrio que habría recibido ese apodo (pocos recuerdan su verdadero nombre) gracias a su extraordinaria buena fortuna.

Si bien el relato de Ernesto habla de una buena dosis de suerte, dos aciertos consecutivos de esas características no pueden tildarse de imposibles. Suponemos que, aunque no con mucha frecuencia, rachas positivas similares han beneficiado, a lo largo de la historia del juego, a diferentes apostadores. El nuestro no debe tratarse ni del primero ni el último en conseguir semejante hazaña.

Con respecto al detalle de que el número ganador haya coincidido con el turno tomado por Fortunato en un comercio, se trataría justamente de eso, de una simple coincidencia.

Para ilustrar esta última observación, podemos citar el famoso accidente ocurrido, hacia finales de los años cincuenta, en la bahía de Newark, Nueva York, en el que murieron treinta personas al caer un tren desde un puente. Algunos de los periódicos que reflejaron la noticia, mostraron una fotografía en la que se veía claramente el número 932 en el último vagón del tren. Aquel día fueron muchos los que eligieron al 932 para sus apuestas en la lotería de Manhattan. Y bien que hicieron porque fue el número ganador.

¿Guarda este acontecimiento algún significado oculto?

Se han dado muchas respuestas, pero, quizá, la más sencilla siga siendo la que habla de una simple casualidad. Pensemos en la cantidad de fotos que se habrán publicado relacionadas con accidentes de todo tipo, muchas de las cuales habrán exhibido, merced al puro azar, los más variados números, números que habrán sido apostados en la lotería de turno por cientos de personas. ¿Por qué nadie habló jamás de aquellos números? Pues porque ninguno se transformó en la cifra ganadora. Pero era sólo cuestión de tiempo. Tarde o temprano, por la ley de probabilidades, se produciría la coincidencia. Y cuando sucediera todos hablarían de un significado oculto, de un guiño del destino, como ocurrió finalmente con el 932 del accidente de Newark y con el 212 del turno de Fortunato.

Igualmente seguimos sumando testimonios en Villa del Parque, y vimos cómo algunos de ellos comenzaron a desafiar cualquier ley de probabilidades:

F
RANCISCO
P.: «Fortunato y mi viejo iban siempre juntos al hipódromo de Palermo. Yo era chico, y me acuerdo que mi viejo decía que, además de ganar bastante seguido a las carreras, Fortunato solía encontrarse plata en la calle. Hace mucho que el tipo dejó el barrio, yo tendría unos quince años cuando se fue».

L
UISA
S.: «No paraba de ganar. Una y otra y otra vez. Decí que antes no existían ni el Loto ni el Quini, que si no hubiera juntado su fortuna mucho más rápido. Me acuerdo que la gente lo tocaba por la calle, para ver si se contagiaban».

Otros, además de hablar de su suerte, aportaron nuevos datos:

L
EONOR
U.: «Mi abuela contaba que el padre de Fortunato tenía la misma buena suerte. Y parece que era así nomás, porque antes de que Fortunato se fuera empezaron a decir que tenía un gen que no tenía nadie, un gen de la buena suerte que, de ser verdad, lo tuvo que haber heredado».

A
RGENTINO
P.: «No se cansaban de decirle que tenía que ir a un casino y llenarse de plata, y después vivir como un bacán. Pero él no quería irse, era un tipo de barrio, amaba Villa del Parque, le gustaba mucho caminar por las calles de Fernando Ciarlo
[16]
. Eso le gustaba: caminar. Había días que se lo pasaba caminando. Y siempre andaba con su libretita. Algunos decían que escribía poemas y se inspiraba paseando, pero para mí que sacaba cuentas, porque también le gustaban las matemáticas. Al final lo convencieron y se fue. Hizo saltar tres veces la banca de un casino, creo que el de Mar del Plata, y después viajó a Europa».

Aunque también hay escépticos en Villa del Parque:

J
ULIO
I.: «Me suena a invento eso de Fortunato o como se llame, como esos cuentos que los padres les inventan a los hijos».

M
ARIANA
B.: «Lo creó la misma gente. Un tipo habrá tenido muy buena fortuna en el juego o en algún negocio, alguna vez, como le puede pasar a cualquiera, y se enteró todo el barrio; y después sólo hablaban de esa persona cuando volvía a tener buena suerte. ¿Me entienden? Es fácil decir "cuánta fortuna tiene fulano" si sólo nos vamos a acordar de él cuando le suceden cosas buenas».

Este último testimonio vale la pena analizarlo, ya que hace referencia a un mecanismo real de selección inconsciente que, en un momento o en otro, ponemos en marcha la mayoría de nosotros.

Muchas veces creamos, gracias a este mecanismo, un personaje a partir de una persona común y corriente. ¿Por qué? Simplemente porque, muy dentro de nosotros, queremos que así sea, que un personaje de esas características exista.

Los habitantes de Villa del Parque pudieron, inconscientemente, transformar a un hombre normal en Fortunato. ¿Cómo? Como dice Mariana en su testimonio: un día un hombre tuvo cierta racha de buena suerte, en el juego o en lo que fuera, y a la gente del barrio le resultó simpático hablar del asunto. Así, cuando la suerte volvía a sonreírle a Fortunato la gente lo divulgaba gustosa con comentarios como «viste lo que le pasó, tiene un Dios aparte» o «ese tipo está tocado por la varita mágica», en cambio si el mismo hombre tenía algún contratiempo, primero lo contaban como una rareza: «debe de estar tomando envión para la próxima racha», para luego, pasado un tiempo, olvidarse de lo ocurrido.

Es que al porteño le gustan los personajes, y le gustan por muchas cosas: son queribles, sus hazañas pueden ser contadas una y otra vez, enriquecen la tradición de un barrio. Es por eso que, si no hay personajes, el porteño los inventa.

Un barrio con Fortunato es más interesante que sin él.

Volvamos a otro testimonio que merece nuestra atención, es el de Argentino P.

Más allá de ciertos comentarios que se refieren a buenas cifras de dinero ganadas por un peluquero y unos ex marinos, de quienes nos ocuparemos más adelante, no hallamos ningún registro (oficial, por lo menos) que confirmara una triple derrota de la Banca del casino marplatense en manos de un mismo apostador. Pero lo que sí encontramos fue una célebre historia que hace mención a otro hombre de fortuna, un tal Charles Wells, quien, allá por el año 1891, sí habría hecho cubrir con el paño de luto la mesa de la ruleta
[17]
en tres ocasiones. Y nada menos que en el casino de Montecarlo.

Todavía hoy se discute cómo consiguió el señor Wells, de origen inglés y muy gordo, según comentan, concretar semejante milagro. Se habla de diferentes estrategias. Algunos dicen que no apostaba a números individuales sino a rojo y a negro, otros aseguran que siempre ponía sus fichas en números bajos, como si la bolita de la ruleta prefiriera caer sobre ellos. En lo que coinciden la mayoría es en lo sucedido en la última de aquellas increíbles jornadas en la que Wells parecía haber domado al azar: el inglés apostó al cinco y ganó. Tomó sus ganancias y volvió a apostarlas al cinco. Y el cinco salió por segunda vez. Cuando Wells tomó nuevamente todo lo que había ganado y lo dejó apilado sobre el casillero del cinco por tercera vez consecutiva, dicen que la gente le gritaba que no lo hiciera, que era imposible que el cinco volviera a salir. Y el cinco salió una vez más. Y Wells lo hizo una cuarta vez, y dicen que hubo desmayos en la audiencia. Y volvió a ganar. Y lo hizo una quinta, provocando más desvanecimientos y hasta el infarto de un anciano apostador. Y Charles Wells volvió a ganar. Cinco veces cinco. Cinco plenos consecutivos. Increíble.
[18]

Hay muchas versiones de lo que sucedió con el afortunado inglés luego de su racha inolvidable. Así como se dice que desapareció y nunca más fue visto, también se dice que volvió al casino y perdió todo lo que había ganado. Otros comentarios apuntan a que fue encarcelado por estafador, a pesar de que Wells se habría cansado de afirmar que no había hecho trampa y que tampoco había utilizado sistema alguno.

Los más imaginativos llegaron a decir, años después, que la verdadera identidad de Charles Wells era, ni más ni menos, la de H. G. Wells, el mítico escritor de ciencia-ficción, quien, secretamente, habría hecho realidad el viaje por el tiempo, retrocediendo a 1891, a Montecarlo, para apostar a los números que ya sabía ganadores. Esta aventura terminaría inspirando su posterior novela
La máquina del tiempo
.

Y si de inspiración se trata, la gesta de este caballero inglés hasta inspiró una canción, la famosa
El hombre que hizo saltar la banca de Montecarlo
, y así su leyenda quedó definitivamente eternizada.

Si la hazaña de Charles Wells consiguió iluminar la mente de un compositor de música, ¿no habrá podido también iluminar la mente de otra clase de creador, un creador de historias, de esos que están siempre a la caza de nuevos relatos que conmuevan a su auditorio? ¿Y podría ese creador de historias pertenecer a un colorido barrio de una exótica ciudad de un lejano país? ¿Un barrio como Villa del Parque, tal vez, ubicado en la ciudad de Buenos Aires, Argentina? ¿Por qué no? La historia de un hombre que consiguió hacer saltar tres veces la banca de un casino no es una historia que se escuche todos los días. Como dijimos antes, cualquier barrio quisiera tener un personaje así. Y ese deseo le basta al creador de historias, él sabe que sólo debe lanzar el rumor, que luego el de boca en boca le dará vida a su criatura.

¿Habrá nacido así el mito de Fortunato y su buena suerte? No sería la primera historia que alguien importa para su porteñización. Ya nos hemos topado, a lo largo de nuestras investigaciones, con estos especímenes, a los que podríamos tildar de «mitos camaleónicos», pues se tratan de historias que se adaptan al entorno al que son llevadas, historias que se mimetizan con la «fauna» local.
[19]

El último testimonio relacionado con la leyenda urbana fue por demás interesante. Nos lo entregó C
OSME
Z., quien habría sido amigo de nuestro personaje. Nos dijeron que a Cosme podríamos encontrarlo, con suerte, en la plazoleta ubicada entre las calles Martín Pescador, T. Vilardebo, Jachal y Coronel Rohde.

Un dato que no es para despreciar: la calle Martín Pescador, de tan sólo cinco cuadras de extensión, no corre en línea recta, sino que tiene forma de… herradura, uno de los símbolos popularmente identificados por la buena fortuna.

Algo de la suerte de Fortunato debió habernos tocado, porque en la segunda visita a la plazoleta lo encontramos. Allí estaba Cosme, sentado en un cantero junto al rincón más florido de la plaza, rincón dominado por una palmera de tronco muy ancho.

A simple vista nos estábamos acercando a otro personaje barrial. Las arrugas del rostro de Cosme, así como sus canas, anunciaban una edad de no menos de sesenta años. Sin embargo su vestimenta pretendía disimular el paso del tiempo. Lucía un sombrero de safari color caqui, llevaba una camisa de tela escocesa que, al estar desabrochada, dejaba ver debajo una remera anaranjada con un símbolo de la paz estampado en color negro; tenía puestos unos jeans todos rotos, y calzaba unas sandalias de cuero muy gastadas.

Cosme sostenía en su regazo un libro de metafísica, uno de los del Conde Saint Germain. El libro permanecía cerrado y la mirada del hombre parecía perdida, como si estuviera en trance.

Nos atrevimos a molestarlo. Cosme no se ofendió en absoluto. Con la mano nos invitó a sentarnos en el cantero, junto a él.

Cuando le preguntamos por Fortunato se sonrió, y, haciendo caso omiso a nuestro cuestionamiento, se refirió a aquella cercana palmera de tronco ancho:

—Es el ombú de las palmeras —nos dijo señalándola—. ¿No les parece? Nunca vi una palmera igual. «El ombú de las palmeras», suena lindo.

Nos quedamos en silencio, desconcertados. Atinamos a decir un «Ajá…», pero Cosme nos demostró, inmediatamente, que sí había escuchado nuestra pregunta, porque sus siguientes palabras fueron:

—El Flaco era un genio —«El Flaco», así llamaría durante toda la entrevista a nuestro Fortunato, a su amigo—, y debe de seguir siéndolo, donde quiera que esté. Estudió Análisis Matemático en la Universidad de La Plata. Lo conocí ahí. Yo cursaba otra carrera, Geofísica, pero había materias afines a las que asistíamos juntos.

Cosme, de repente, arrojó el libro de metafísica por el aire. Se lo quedó mirando hasta que cayó cerca de lo que en algún tiempo fue un sube y baja.

—Ya va a volar —dijo—. Un día lo voy a tirar y se va a ir volando. Es un pájaro literario, un pichón del arte. La libertad es para todos, para los libros también.

Desconcertados por segunda vez, nos movimos inquietos en nuestro improvisado asiento. Entonces Cosme volvió, con sus palabras, a Fortunato:

—Empezamos hablando en la facultad porque descubrimos que los dos éramos del mismo barrio, de Villa del Parque. Me acuerdo que una de las primeras cosas que me dijo fue, después de hacer unas rápidas cuentas mentales, la probabilidad aproximada de que una coincidencia así se diera.

Inmediatamente luego de comentar esta anécdota, Cosme se sacó los dientes (tenía dentadura postiza) y los apoyó en el borde del cantero en el que estábamos sentados. Acto seguido, se puso de pie. Se quedó ahí, parado, observando sus dientes bajo el sol durante unos diez minutos. Estuvimos a punto de irnos, de dejar en paz al pobre hombre, pero aquella postal de la locura era atrapante. La postal cobró vida cuando Cosme, mostrando las encías desdentadas, le gritó a sus propios dientes algo así como «¡Papá, hay puré!». Y cuando el eco de su insólito alarido aún retumbaba en el aire de la plazoleta, el hombre desvió su vista, vidriada por los años, hacia nosotros, y así permaneció durante un minuto y medio aproximadamente, sus ojos clavados en nuestra humanidad. Y sucedió que pasado ese lapso tomó los dientes, se los puso y se sentó.

—Les pido mil disculpas —nos dijo—, pero tenía que hacer todo esto. Aborrezco la discriminación, cualquier clase de ella. El que discrimina a los locos no merece que mi palabra le sea dirigida, pero veo que ustedes son gente tolerante y honesta, pasaron la prueba.

—Usted realiza seguido esta clase de… exámenes —le preguntamos.

—Siempre antes de iniciar una conversación con desconocidos. Pero bueno, ya está, ahora sigamos hablando del Flaco.

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