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Authors: John Norman

Cautiva de Gor (38 page)

El décimo día, en vez del cesto con el pan, Ute metió uno diferente en la garita por debajo de la puerta, junto con el del agua. Grité. Unas cosas pequeñas, que emitían débiles sonidos, se movían y se arrastraban unas encima de otras dentro del cesto. Grité otra vez y empujé el cesto hacia fuera. Lo habían llenado con los gruesos insectos verdes que, en la espesura de Ka-la-na, Ute me había dicho que eran comestibles. Grité histéricamente y golpeé los lados de la garita. Al siguiente día ocurrió lo mismo, y arrojé aquello por debajo de la puerta, casi vomitando. A través de la ranura superior vi cómo Ute partía uno de aquellos bichos en dos y se lo comía. Luego dio media vuelta y se alejó. Decidí pasar hambre. Pero al día siguiente, casi vomitando, me comí cinco de ellos. Aquellos insectos fueron mi comida durante el resto del tiempo que permanecí en la minúscula garita para las esclavas. Me pasaba horas mirando por la ranura para ver si pasaba alguien. Si eso ocurría, les llamaba a voces, pero ellos no contestaban, pues no se habla con una muchacha que está en la caja de las esclavas. Así que al final me alegraba simplemente por ver a alguien pasar, o pájaros posarse sobre la hierba y comer semillas. Permanecí dieciocho días en la caja.

La noche del decimoctavo día, Ute, Inge y Rena se acercaron a la puerta.

—¿Desea El-in-or, la esclava, abandonar la garita? —preguntó Ute.

—Sí, El-in-or, la esclava, desea salir de la garita —susurré.

—¿Suplica El-in-or, la esclava, salir de la garita?

—¡Sí! ¡Sí! —lloré—. ¡El-in-or la esclava suplica salir de la garita!

—Soltad a la esclava —ordenó Ute a Inge y Rena.

A gatas, centímetro a centímetro, martirizada por el dolor que me producía el movimiento, conseguí llegar hasta la salida. Me desplomé sobre la hierba.

—Lavad a la esclava —dijo Ute, algo molesta, a Inge y Rena.

Grité de dolor cuando estiraron mi cuerpo, y luego, con cepillos y agua, casi vomitando, me lavaron.

Cuando acabaron y me lavaron el pelo, llamaron a un guarda que, no muy contento, me llevó en brazos, pues yo no podía valerme por mí misma a causa del dolor, hasta el cobertizo de las esclavas de trabajo. Allí Ute, Inge y Rena me alimentaron a base de sencillos caldos que yo agradecí. Al día siguiente, tal y como había ordenado Ute, permanecí en el cobertizo, y Rena e Inge me trajeron bebida y comida. Volví a trabajar a la mañana siguiente. Mi primera tarea fue limpiar la garita de las esclavas, para librarla de toda suciedad. Después de haberlo hecho, desnuda, y de haber lavado mi cuerpo y mi cabello concienzudamente, se me dio una túnica de esclava de trabajo. Me pareció una prenda muy agradable. Aquel día hice varias cosas diferentes. A media tarde, fui enviada fuera del campamento, unida a Techne por el cuello para recoger bayas. No le robé ninguna, ni tampoco se me ocurrió comer alguna.

En el campamento era considerada con menosprecio y risas. No solamente tenía las orejas agujereadas, sino que, además, llevaba impresas en la carne marcas de penalización, marcas de castigo.

En una ocasión, dos semanas después de que me fuera permitido salir de la caja de las esclavas, Rask de Treve pasó junto a mí en compañía de Verna.

Me postré de rodillas inmediatamente y puse mi cabeza sobre el suelo.

Ninguno de los dos me vio.

Los días se sucedían en el secreto campamento de guerra de Rask de Treve.

Los tarnsmanes no tenían mucha suerte en sus salidas y eran muchas las ocasiones en que regresaban con las alforjas vacías, sin ninguna belleza atada a su silla.

Solía hacer mi trabajo sin hablar y rara vez conversaba con las otras muchachas o me decían ellas algo a mí.

No tenía el más mínimo interés por mentir o hacer trampa o por no tomarme en serio el trabajo. Supongo que ello se debía en parte a mi miedo de ser castigada. No había olvidado el hierro o el látigo. Los temía. Ni siquiera podía ver un látigo de esclava sin sentir terror, pues ahora entendía el dolor de lo que significaba y lo que aquello me podía hacer a mí. En cuanto un guarda alzaba uno, me estremecía. ¡Obedecía y con prontitud! Pensé mucho durante mi estancia en la caja de las esclavas y no me gustó lo que descubrí acerca de mi manera de ser. Sabía que mi cuerpo era el de una esclava y que le pertenecía a alguien, que por ello estaba en peligro constante de sufrir un castigo rápido y brutal, aplicado por un amo fuerte y que eso podía ocurrir tanto si el castigo era merecido como si no. Pero al mismo tiempo, y de acuerdo con la justicia goreana, sabía que lo que me había ocurrido era justo, que me había ganado y merecido el hierro, el látigo y los días de confinamiento. No deseaba volver a pasar por ello, y no simplemente porque lo temiese, sino porque me parecía indigno haber hecho aquello que lo había motivado. En la garita de las esclavas, a solas conmigo misma, descubrí que no quería volver a ser la clase de persona que había sido. Me resultó duro reconocer que aquel ser al que tuve que enfrentarme durante aquellos días y que me resultaba tan desagradable, era yo misma.

Algunas veces, las muchachas me hacían la zancadilla cuando yo llevaba pesados bultos, o ensuciaban el trabajo que había hecho para que tuviese que repetirlo.

En una ocasión, dos guerreros, para divertirse, ataron mis tobillos y me suspendieron, cabeza abajo, del tronco en el que me habían azotado. Me hicieron girar en todas direcciones hasta que se cansaron, porque yo comencé a vomitar y a gritar que me soltasen. Se marcharon riéndose y me dejaron allí hasta que llegaron Ute y Rena y me soltaron.

—¡Son crueles! —dijo Ute.

Llorando, besé sus pies.

El desprecio con que se me trataba hizo que me construyese, para protegerme, una capa de dureza a mi alrededor. Me volví más reservada. No sentía el menor deseo de servir por las noches, aunque hubiese fiesta. Sólo quería hacer mi trabajo y que me dejasen sola. Quería el silencio y la oscuridad del cobertizo, con los candados en la puerta.

—¡Esta noche vais a servir todas! ¡Todas vosotras! —gritó Ute feliz.

Las muchachas gritaron de alegría.

Aquella tarde, por primera vez desde hacía días, las incursiones de Rask de Treve habían tenido éxito. Habían capturado once muchachas y un gran botín. Los tarnsmanes, manchados de sangre, riendo, con hileras de perlas colgando de sus cuellos y copas y cálices atados a sus sillas, con las alforjas desbordadas por el peso de los discotarns, habían posado sus taras, batiendo las alas, para recibir los saludos del campamento. Llegaron comerciantes que trajeron chuletas de bosko y muslos de tarsko y vinos y frutas al campamento, quesos y panes y nueces, y flores y dulces y sedas y mieles. Había mucha algarabía, mucha preparación y muchas voces. En la tienda de las mujeres, once muchachas que recibirían sus collares al día siguiente se acurrucaban asustadas. Las esclavas se encargaban del botín, llevándolo hasta las tiendas de los guerreros.

—Esta noche —grito Rask de Treve, que llevaba el escudo manchado de sangre y tenía los ojos brillantes—, celebraremos una gran fiesta.

Los hombres hicieron sonar sus armas sobre sus escudos y las muchachas salieron corriendo para disponerlo todo para la fiesta.

Por supuesto, yo no serviría la cena, pues Ute me excusaría. Ella sabía que yo no era como las demás.

En el cobertizo las miré, con un poco de sorna, pues hablaban con impaciencia acerca de la cena, de la noche, riendo y bromeando. Ellas sí que podían servir a los hombres.

Luego, a la llamada de Ute, acudieron todas, felices, para recibir sus sedas y sus cascabeles.

¡Cuánto las despreciaba yo!

Me quedé en el cobertizo. Pensé retirarme temprano. Necesitaba descansar para la jornada de trabajo del día siguiente.

—¡El-in-or, ven aquí! —era la voz de Ute.

Me sorprendió.

Me puse en pie y salí del cobertizo. Allí había un espejo y productos de belleza y sedas y cascabeles. No se veía a ningún hombre. Las muchachas se estaban preparando.

Miré a Ute.

—Quítate esa ropa.

—¡No! —grité—. ¡No!

Rápidamente, nerviosa, me la quité. Ute me arrojó cascabeles y seda.

—¡Por favor! —lloré—. ¡Ute, por favor!

Las otras muchachas levantaron la vista de lo que estaban haciendo y se pusieron a reír.

—Arréglate para resultar atractiva, esclava —dijo ella, y se alejó.

Me puse la breve prenda de seda. Me miré en el espejo y me estremecí. Había estado desnuda delante de hombres muchas veces, pero nunca me había parecido estarlo tanto como entonces, con aquellas sedas goreanas de placer, transparentes. Así, parecía más que desnuda.

Aguardé mi turno ante el espejo y me puse los cosméticos de la esclava goreana. Sabía bien cómo hacerlo, pues había sido instruida.

Até los cascabeles alrededor de mis tobillos y luego fui hacia Ute.

—Por favor, Ute —supliqué.

Ella sonrió.

—¿Vienes a que te ayude con los otros cascabeles? —preguntó.

Bajé la cabeza.

—Sí.

Tomó las otras tiras de cascabeles, que eran como las de tobillos pero más pequeñas, y las ató alrededor de mis muñecas.

Ya llevaba los cascabeles puestos.

Me quedé de pie, sintiéndome desgraciada, mientras las otras chicas acababan sus preparativos. Estaban todas muy hermosas con sus sedas, sus cascabeles y sus cosméticos.

A los pocos minutos, Ute, que se quedó con la túnica de trabajo puesta y no serviría la cena, nos pasó revista, comentando y recomendando pequeños cambios en ocasiones. Éramos sus muchachas y deseaba que tuviéramos buen aspecto.

Se detuvo frente a mí.

—Esa postura —me dijo.

Furiosa, me erguí con más gracia. Se dirigió al baúl y trajo cinco cascabeles más, que ató con trozos de cinta escarlata a mi collar.

—Falta algo —dijo, dando un paso atrás.

Fue de nuevo al baúl. Las muchachas estaban expectantes. Mientras yo seguía allí de pie, me puso dos enormes pendientes de oro en las orejas y los cerró. Se me llenaron los ojos de lágrimas.

—Y esto para que el ardor de los hombres sea incontenible, ¡ten!

Las muchachas rieron. Ute cogió una cinta blanca de seda y le dio cinco vueltas alrededor de mi collar sin llegar a atarlo.

Me había marcado como seda blanca.

—¡Vino! ¡Traedme vino! —gritó el guerrero.

De rodillas, llené su copa.

La música era embriagadora, como el vino. Había gritos y risas, gemidos de placer y chillidos de las muchachas que eran usadas más allá de la luz de la hoguera.

Sobre la arena, delante de los guerreros, con cascabeles y seda de color escarlata, Talena, la esclava, danzaba.

Algunos de los guerreros gritaban y le arrojaban huesos o trozos de carne.

Intenté levantarme, pero el guerrero cuya copa había llenado me lo impidió colocando su mano sobre mi cabello.

—Así que tú eres una embustera, una ladrona y una traidora —me dijo.

—Sí —contesté aterrorizada.

Giró mi cabeza de lado a lado, mirando los pendientes. Estaba bebido y era fácil ver su excitación.

—Tus orejas están agujereadas —dijo sacudiendo la cabeza, intentando aclarar su visión.

—Si te complace, amo —susurré—. Si te complace.

—Vino —gritó otro hombre.

Traté de levantarme.

Talena se retiró de la arena y apareció otra muchacha, también con cascabeles para distraer a los hombres.

Presidiendo la fiesta se sentaba el magnífico Rask de Treve, celebrando su victoria. Junto a él, con las piernas cruzadas, se sentaba Verna, que era servida por muchachas como si fuera un hombre. Cuánto le envidiaba yo su libertad, su belleza, su orgullo e incluso la simple opacidad de la prenda que vestía.

El hombre al que le había servido vino alargó torpemente la mano para cogerme.

—¡Soy seda blanca! —grité, al tiempo que me inclinaba hacia atrás.

Traté de levantarme, pero la mano de aquel hombre no soltaba la seda. Si me movía me quedaría desnuda.

Otra muchacha, de rodillas, dirigiéndose a él, tomó su cabeza y se insinuó entre nosotros dos.

—Yo soy seda roja —murmuró—. ¡Tócame! ¡Tócame!

La mano del hombre soltó mí seda y asió a la joven.

—¡Vino! —dijo Verna. Corrí hacia ella y, de rodillas, llené su copa.

—¡Vino! —pidió Rask de Treve, tendiendo su copa.

No pude mirarle a los ojos. Todo mi cuerpo se sonrojaba ante él, mi amo. Llené su copa.

—Es hermosa —dijo Verna.

—¡Vino! —gritó otro hombre.

Me levanté y, llevándome la jarra, con un tintineo de cascabeles, corrí a servirle.

Golpeé levemente la vasija, pero no había más vino. Tenía que ir a buscar más.

Salí corriendo. Tropecé con dos cuerpos, que rodaban en la oscuridad. Un guerrero lanzó un juramento. De pronto, vi a Techne boca arriba, con su largo cabello oscuro suelto y los labios entreabiertos, y tendiendo los brazos hacia el guerrero. Penetré en la oscuridad, dirigiéndome hacia el cobertizo de la cocina. Antes de llegar a él, me sentí sujeta por los brazos de un hombre, y sentí su cuerpo. Su rostro barbudo se apretaba contra mi piel suave.

—Tú eres la esclava El-in-or —dijo—. La pequeña embustera, ladrona y traidora.

Traté de soltarme. Él vio los pendientes en mis orejas y sentí sus brazos sujetar fuertemente los míos. Me hacía daño.

—¡Soy seda blanca! —grité.

Sacudió la cabeza y miró al collar. A su alrededor, tal y como lo había atado Ute antes, estaba la cinta blanca. Se puso furioso. No me soltaba.

—¡Por favor! —insistí—. ¡Soy seda blanca!

—Me gustaría verte bailar, pequeña traidora— dijo él.

—He de ir a buscar vino —conseguí zafarme de su abrazo. Corrí hacia el cobertizo de la cocina.

Allí encontré a Ute.

—¡No me envíes allí, Ute! —lloré.

—Coge el vino y regresa.

Hundí la jarra en la gran vasija de piedra para llenarla.

—¡Por favor, Ute! —lloré. Pude oír gritos que llegaban desde la hoguera.

—¡El-in-or! —oí gritar—. ¡El-in-or la traidora!

Estaba aterrorizada.

—Te están llamando —dijo Ute.

—Ven a la arena, esclava —ordenó una voz de hombre. Era el que se me había echado encima cuando iba hacia el cobertizo de la cocina.

—¡Rápido esclava! —gritó Ute—. ¡Rápido!

Dando un grito de rabia, vertiendo un poco de vino del borde de la jarra, me deslicé junto al hombre que estaba en la entrada de la cocina, y corrí hacia el fuego.

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