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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Cetaganda (35 page)

—¿Qué? Pero… —Pel lo miró, luchando con el asombro—. Supongo que sí, pero este comu. no tiene la potencia necesaria para transmitirlo todo al Jardín Celestial.

—No se preocupe por eso. Páselo a la red de comunicación de emergencia, la red de navegación comercial. Tiene que haber un elevador de potencia en la estación de transferencia orbital. Tengo los códigos estándar del elevador, son simples… tienen que ser fáciles de recordar. Y son códigos de máxima emergencia: el elevador divide la señal y la deposita en los ordenadores de todas las estaciones y naves, tanto comerciales como militares, que se encuentren dentro del sistema estelar de Eta Ceta. Está pensado como sistema de socorro para naves en peligro. Que Kety se quede con la Gran Llave si quiere. Él y doscientas mil personas más… ¿A qué quedará reducido el complot? Tal vez no podamos ganar, pero así le robaremos la victoria…

La mirada en la cara de Pel, que asimilaba rápidamente esa sugerencia inconcebible, pasó de un gesto de horror a una expresión de alegría desmayada y después, al espanto.

—Para eso necesitamos tiempo… mucho tiempo, minutos… ¡Kety no nos va a permitir…! No. Ya tengo la solución. —Los ojos de Pel se iluminaron de rabia e inteligencia—. ¿Cuál es el código?

Miles recitó los números y los dedos de Pel teclearon sobre el panel de control. Pel puso la Gran Llave abierta sobre el lector. Kety llamó desde fuera de la burbuja:

—¡Ahora, Pel! —La mano se le tensó sobre el cuchillo. Nadina cerró los ojos y permaneció de pie, callada y digna.

Pel marcó el código del comu, bajó la pantalla de fuerza de la burbuja y saltó del asiento, arrastrando a Miles con ella.

—¡De acuerdo! —dijo en voz alta, alejándose de la burbuja—. Estamos afuera.

La mano de Kety se relajó. La pantalla volvió a cerrarse. La fuerza del golpe hizo que Miles se tambaleara. Tropezó y cayó en los brazos de los guardias del hautgobernador, que le dieron una afectuosa bienvenida.

—Eso es molesto —dijo Kety con frialdad, mirando la burbuja con la Gran Llave dentro—. Pero es un inconveniente pasajero, nada más. Llévenselos. —Hizo un gesto a los guardias con la cabeza y se alejó de Nadina—. ¡Tú! —dijo sorprendido, cuando descubrió a Miles entre los guardias.

—Yo. —Los labios de Miles se abrieron en una mueca de dientes brillantes que no tenía nada que ver con una sonrisa—. Siempre he sido yo, gobernador. De principio a fin, se lo aseguro. —Y usted está en las últimas. Claro que tal vez yo esté demasiado muerto para disfrutar del espectáculo… Kety no se atrevería a dejar con vida a los tres testigos. Pero le llevaría tiempo disponer las muertes con cierta discreción. ¿Cuánto tiempo, cuántas posibilidades de…?

Kety apretó el puño y se dominó justo antes de lanzarlo contra la mandíbula de Miles. Seguramente, el golpe habría quebrado algún hueso.

—No, tú eres el que se rompe… —musitó para sí. Dio un paso atrás e hizo un gesto al guardia con la cabeza—. Un poco de picana para él. Para todos.

El guardia sacó la picana, un instrumento militar corriente, dirigió una mirada a las consortes vestidas de blanco y dudó. Miró a Kety con ojos implorantes.

Miles casi oyó los dientes apretados del gobernador.

—De acuerdo… sólo al barrayarés.

Muy aliviado, el guardia hizo girar la picana y tocó a Miles tres veces, primero en la cara, luego en el vientre y entre las piernas. El primer roce hizo gritar a Miles, el segundo lo dejó sin aliento y el tercero lo arrojó al suelo en agonía, con los brazos y las piernas plegados en posición fetal. No más cálculos, al menos de momento. El ghemgeneral Naru, que se estaba levantando con algo de ayuda, rió en el tono de quien ve que por fin se hace justicia.

—General —le dijo Kety e hizo un gesto hacia la burbuja—, ¿cuánto tardará en abrir eso?

—A ver… —Naru se inclinó junto al técnico de cara agotada y le sacó un aparatito que apuntó a la burbuja—. Han cambiado los códigos. Media hora. A partir del momento en que los técnicos empiecen a reaccionar.

Kety hizo una mueca. Sonó la alarma del comu de muñeca. Las cejas de Kety se alzaron en la frente y dijo:

—¿Sí, capitán?

—Hautgobernador —llegó la voz formal, inquieta, de un subordinado—, hemos detectado una comunicación especial en canales de emergencia. Están transmitiendo una enorme cantidad de datos a los sistemas. Algún tipo de mensaje codificado. Excede la capacidad de memoria del receptor y se está volcando en todos los sistemas, como un virus. Viene marcado con el símbolo imperial de emergencia. Y la señal parece provenir de nuestra nave… ¿Es… son órdenes suyas?

Las cejas de Kety se alzaron más en un gesto de sorpresa. Después observó la burbuja blanca, que brillaba en el centro de la habitación. Maldijo entre dientes, una palabra larga, aguda, sibilante.

—¡No! ¡Ghemgeneral Naru! Tenemos que anular esa cortina de fuerza… ¡ahora, ahora mismo!

Se volvió para dedicar a Pel y Miles una mirada venenosa que prometía una retribución infinita; después, él y Naru se hundieron en una conversación frenética. Inyectaron a los técnicos enormes dosis de sinergina que no consiguieron devolverles instantáneamente la conciencia, aunque los dos se sacudieron y gruñeron con movimientos muy prometedores. Kety y Naru estaban solos frente al problema. A juzgar por la luz malévola que ardía en los ojos de Pel, abrazada a Nadina, iban a llegar demasiado tarde. El dolor de los golpes de la picana se desvanecía despacio en el cuerpo de Miles, pero se quedó en el suelo, encogido y quieto, para que al gobernador no se le ocurriera repetir sus atenciones.

Kety y Naru estaban concentrados en la tarea, tan hundidos en discusiones airadas sobre la forma más rápida de proceder, que sólo Miles reparó en un redondel brillante que se formó en la puerta de entrada a la habitación. Sonrió a pesar del dolor. Un segundo después, la puerta se derrumbó hacia el interior en medio de una lluvia de plástico y metal derretido. Otro segundo de espera, para prevenir alguna reacción rápida desde el interior.

Y después, el ghemcoronel Benin, impecablemente vestido con su uniforme rojo, con el maquillaje recién aplicado, cruzó el umbral con paso firme. No iba armado, pero el escuadrón de uniforme terracota que lo acompañaba llevaba un arsenal suficiente como para destrozar cualquier obstáculo menor que un acorazado. Kety y Naru se paralizaron en mitad de una palabra; los criados del gobernador lo pensaron mejor, abrieron las manos, levantaron los brazos y se quedaron quietos. El coronel Vorreedi, impecable en uniforme negro de la Casa, aunque con el rostro no tan sereno como Benin, entró en último lugar. En el corredor, más allá, Miles alcanzó a ver a Iván, asomado detrás de los hombres y las armas, con un pie en el aire y expresión preocupada.

—Buenas noches, haut Kety, ghemgeneral Naru. —Benin se inclinó con cortesía exquisita—. Por orden personal del emperador Fletchir Giaja, es mi deber arrestarlos bajo la acusación de traición al imperio. Y… —dijo mirando a Naru con una sonrisa afilada como una navaja— complicidad en el asesinato de Ba Lura, asistente imperial.

15

A la altura de los ojos de Miles, la cubierta floreció en un bosque de botas rojas cuando el escuadrón de Benin entró en la habitación, desarmó y arrestó a los soldados de Kety, y finalmente los sacó de allí con las manos sobre la cabeza. Kety y Naru se fueron con ellos, apretados como dos lonchas de jamón entre hombres de ojos duros que no parecían interesados en escuchar explicaciones.

Kety gruñó y la procesión se detuvo un momento frente a uno de los enviados de Barrayar. Miles oyó la voz de Kety, fría como el hielo:

—Felicidades, lord Vorpatril, espero que pueda usted sobrevivir a su victoria.

—¿Ajá? —dijo Iván.

Ah, déjenlo tranquilo. Era demasiado difícil tratar de explicarle a Kety su confusión con respecto a la pequeña cadena de mando de Miles. Tal vez Benin sí lo veía claro. Una palabra severa del sargento del escuadrón y los hombres empujaron a los prisioneros hacia el corredor.

Cuatro botas negras y brillantes se desprendieron de la multitud y se pararon frente a la nariz de Miles. Hablando de explicaciones…

Miles torció la cabeza y levantó la vista hacia el paisaje extraño y distorsionado de las caras de Iván y el coronel Vorreedi. Sentía el suelo fresco bajo la mejilla y no podía moverse. De todos modos, no tenía ganas de levantarse.

Iván se inclinó. Miles vio la cabeza al revés en el aire y oyó decir en tono tenso y preocupado:

—¿Estás bien?

—P-p-picana… No es-es… nada.

—Bien —dijo Iván y lo levantó tirándole del uniforme.

Miles colgó un momento, temblando y retorciéndose como un pez en un anzuelo, hasta que recuperó un equilibrio inestable. Se apoyó en Iván porque no podía sostenerse por sí mismo. Su primo le puso una mano bajo el codo para ayudarlo. No hizo comentarios.

El coronel Vorreedi miró a Miles de arriba abajo:

—Voy a dejar que el embajador presente la protesta correspondiente por este tratamiento, teniente. —La expresión distante del coronel sugería que en realidad pensaba que el hombre de la picana se había quedado corto con sus agresiones—. Vorob'yev va a necesitar toda la munición disponible. Creo que usted ha creado el incidente diplomático más extraordinario de toda su carrera diplomática.

—Ah, coronel —suspiró Miles—, pre-predigo que no tras-trascenderá nada de este incidente. Espere y ve-verá.

El ghemcoronel Benin estaba inclinándose frente a las haut Pel y Nadina en el otro extremo de la habitación mientras les ofrecía sillas-flotantes, pantallas de fuerza, ropas y asistentes ghemladies. ¿Arrestándolas en el estilo en que estaban acostumbradas?

Miles dirigió una mirada a Vorreedi.

—¿Iván le… le ha contado algo, señor?

—Eso espero —dijo Vorreedi con una voz cargada de amenazas.

Iván asintió. Pero después de un momento agregó:

—Mmm… lo que pude… Teniendo en cuenta las circunstancias.

Es decir, con los espías cetagandanos dando vueltas alrededor, supuso Miles. ¿Todo, Iván? ¿Lo mío todavía está intacto?

—Admito que sigo sin poder asimilarlo del todo… —dijo Vorreedi.

—¿Q-qué pasó c-cuando me fui del Criadero Estrella? —le preguntó Miles a Iván.

—Me desperté y no estabas. Creo que fue el peor momento de mi vida… sabía que te habías ido en alguna de esas misiones locas que tanto te gustan, sin órdenes, sin apoyo.

—Ah, pero tú eras mi apoyo, tú has sido mi retaguardia, Iván —murmuró Miles y se ganó una mirada furiosa—. Una retaguardia muy competente, como acabas de demostrar…

—Sí, una retaguardia en tu estilo favorito… inconsciente en el suelo, sin posibilidad de poner algo de sentido común en los procedimientos. Viniste a que te mataran o algo peor, y todo el mundo me hubiera echado la culpa a mí. Lo último que me dijo tía Cordelia cuando salimos de Barrayar fue: "Y trata de que no se meta en líos, ¿lo harás, Iván?"

Miles oía con toda precisión las cadencias cansadas e irritables de la condesa Vorkosigan en la parodia de Iván.

—Y… bueno, en cuanto comprendí lo que estaba pasando, me escapé de las hautladies…

—¿Cómo…?

—Por Dios, Miles, son como mamá multiplicada por ocho. ¡Aj! Y la haut Rian insistió en que fuera a ver al ghemcoronel Benin, cosa que yo pensaba hacer de todos modos… Él sí que tiene la cabeza en su sitio… —Benin caminó despacio hacia el grupo, posiblemente atraído por el sonido de su nombre en labios de Iván—. Me escuchó, por suerte. Yo diría que entendía mejor que yo todas las tonterías que le solté.

Benin asintió.

—Es que yo estaba monitoreando las actividades inusuales que se detectaban alrededor del Criadero Estrella… —Alrededor, no dentro. Por supuesto—. Mis investigaciones me habían hecho sospechar que pasaba algo con uno o varios de los hautgobernadores, así que había preparado algunos escuadrones y los tenía en órbita, en estado de alerta.

—Vamos, ghemcoronel, escuadrones… —ironizó Iván—. Hay tres naves imperiales de guerra ahí afuera.

Benin sonrió levemente y se encogió de hombros.

—El ghemgeneral Chi-Chilian no sabe nada, creo yo —interrumpió Miles—. Pero tal vez u-usted qui-quiera interrogarlo sobre las actividades de su esposa, la haut Vio.

—Ya lo hemos detenido —le aseguró Benin.

Detenido, no arrestado. De acuerdo. Benin parecía estar al corriente por ahora. ¿Pero se habría dado cuenta de que todos los gobernadores estaban en el asunto? ¿O había elegido a Kety como único chivo expiatorio? Asunto interno de Cetaganda, se recordó Miles. No era trabajo suyo enderezar el gobierno cetagandano aunque la idea le resultara tentadora. Su deber se limitaba a sacar a Barrayar del atolladero. Sonrió mirando la burbuja blanca que protegía a la Gran Llave.

Nadina y Pel consultaban a un grupo de hombres de Benin; en lugar de tratar de bajar la pantalla de fuerza, estaban haciendo arreglos para transportar la silla y su precioso contenido hasta el Criadero Estrella.

Vorreedi miró a Miles con amargura.

—Una cosa que lord Vorpatril no me explicó satisfactoriamente, teniente Vorkosigan, es la razón por la que usted no nos contó el incidente inicial a pesar de la importancia del objeto que había caído en sus manos…

—Kety estaba tratando de involucrar a Barrayar, señor. Necesitaba pruebas para demostrar que…

Vorreedi fue inexorable.

—Sus razones personales, señor…

—Ah. —Miles pensó en fingir que aún seguía afectado por el daño de la picana y quedarse sin habla. No, lástima… Lo cierto era que sus motivos personales eran oscuros incluso para él. ¿Por qué había querido hacerlo? ¿Por qué quería estar al mando antes de que la complejidad de los hechos hubiera convertido a la supervivencia en el asunto prioritario? Ah, sí…. un puesto en una nave. Era eso.

Esta vez no, muchacho. Frases antiguas pero evocativas como control del daño le pasaron por la cabeza.

—En realidad, señor, al principio no sabía que se trataba de la Gran Llave. No la reconocí. Pero cuando la haut Rian se puso en contacto conmigo, los hechos pasaron con suma rapidez de lo aparentemente trivial a lo extremadamente delicado. Cuando me di cuenta de la profundidad y la complejidad del complot del hautgobernador, ya era demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde para qué? —preguntó Vorreedi con brusquedad.

Miles no necesitó fingir una sonrisa enferma: aún tenía todo el cuerpo dolorido.

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