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Authors: Ignacio Manuel Altamirano

Clemencia (11 page)

— ¿Eres muy feliz, Isabel?

— Creo que sí, Clemencia; estoy desvanecida de felicidad.

— Pues bien, linda mía, que el ángel del amor te cubra con sus alas, que sueñes hoy con el cielo.

Y luego, entrándose a sus piezas, después de besar a sus padres, que la habían creído muy contenta esa noche, dijo cayendo en un sillón, con un despecho mal comprimido:

— ¡Isabel vencerme! ¡Haber preferido a Isabel! ¿Es pues, más bella que yo?

Y luego, quedándose pensativa, añadió con remordimiento:

— ¡Pobre Fernando! ¡He hecho mal en jugar así con su Corazón! Si hubiera visto en el fondo del mío ¿qué hubiera dicho?... No había necesidad de este engaño... mañana yo le diré que no tome a lo serio... ¡Y la flor! ¡Y tantas palabras! ¿Qué he hecho, Dios mío? ¿Qué he hecho?...

Y luego comenzó a desnudarse y a despeinarse con ayuda de una joven camarista; envolvióse después en un rico peinador blanco, que dejaba adivinar toda la riqueza y perfección de sus formas, dignas de una estatua griega. Descalzáronle sus pequeños y elegantes botines de raso blanco, metió sus lindos pies en unas pantuflas de seda roja, despidió a su criada, cubrió con una veladora más oscura su lámpara azul y, arrodillándose en el mullido tapete que había a los pies de su lecho aristocrático, y dejando caer su joyante cabellera negra sobre sus espaldas y cuello, se reclinó con dolor, apoyando la frente en sus dos manos, vertiendo lágrimas y diciendo en voz baja y entrecortada por los sollozos:

— Enrique, Enrique ¡yo te amo!

Después de un momento se levantó erguida, sonrió con orgullo y...

— El me amará también. ¡Oh! me amará mucho, lo prometo —dijo, y se metió en la cama.

Aun estuvo agitada por algunos minutos; pero el amor a esa edad no causa largos insomnios: la hermosa joven murmuró algunas palabras incoherentes y se durmió suspirando.

XVIII. El porvenir

Por su parte, Fernando, se pasó gran parte de la noche pensando en los incidentes que acababan de ocurrirle y que parecían influir definitivamente en su destino.

El nuevo amor ocupaba de una manera absoluta su corazón, y había sucedido al joven lo que siempre sucede a los que no han amado, ni han sido correspondidos nunca: que aquella mujer que se había mostrado más cariñosa con él y que casi le había confesado su predilección, era la que él prefería ahora, la que él adoraba, la que encerraba para él su esperanza y toda su felicidad. No hacía sino pocas horas que le había revelado el estado de su alma, y ya le parecía que habían transcurrido años de pasión y de ternura. Los amantes no miden la vida del alma por el tiempo. El amor a Clemencia había llegado a su plenitud en el corazón de Fernando.

Ahora, apenas acabado de salir del aturdimiento que le habían producido las emociones que había experimentado esa noche, se puso a pensar en el porvenir de ese amor tan repentino como poderoso. El amaba a Clemencia, y era correspondido, según lo daban a entender las ardientes palabras de la joven. Pero él era soldado en el ejército de la República, los franceses se dirigían a Guadalajara, y era más que probable que nuestras tropas iban a dejar esta ciudad para ocupar posiciones ventajosas del otro lado de las Barrancas. Así, pues, él tendría que salir de Guadalajara dentro de algunos días, y entonces ¿qué iba a ser de Clemencia? ¿Se quedaría en la ciudad y entre los franceses? Este pensamiento desesperaba a Fernando que, conociendo ya perfectamente el carácter de la joven, y sabiendo que era reputada como una de las mujeres más hermosas y distinguidas de Guadalajara, temía, y con razón, que a los pocos días de ocupar el ejército invasor aquella ciudad, ya Clemencia tuviese un nuevo capricho y olvidara completamente al oscuro oficial mexicano.

Y eso era tanto más seguro cuanto que él, Valle, no contaba para hacerse amar de
la Sultana
, como la llamaba Enrique, con ninguna ventaja, ni con las físicas de que tan pródigamente estaba adornado su amigo, ni con las que dan una intimidad de mucho tiempo, el atractivo de la fortuna o el prestigio de la victoria.

Todo lo tenía en contra. Si se sentía con alguna superioridad moral; si poseía las grandes dotes del corazón, estas dotes no se habían manifestado todavía, y permanecían desconocidas a los ojos de la mujer amada, que bien podía dudar de ellas. La situación de los oficiales de la República no era tal que pudiesen envanecerse de ella. Desde el heroico sitio de Puebla, en el que como hemos dicho había tomado parte Fernando haciendo prodigios de valor, nuestras tropas no hacían más que retroceder, y los enemigos avanzaban por dondequiera. Verdad es que la adversidad es un atractivo para las almas generosas; pero ni ella era tan grande todavía para que un soldado republicano pudiese aspirar al título de mártir, que tanto interés da al partidario desgraciado, ni era de suponerse que, puesta frente a frente la situación de Fernando con la victoriosa de cualquier oficial francés, aquélla pareciera más fascinadora para el alma de una mujer que parecía idólatra de la gloria, como la de Clemencia.

Así, pues, los pensamientos que se levantaban en tumulto en el espíritu del joven oficial; le aterraban, y un sentimiento de desesperación se apoderaba luego de él.

Ni se atrevía a suponer siquiera por un momento que Clemencia saldría de Guadalajara a la llegada de los franceses. Era demasiado rico su padre y tenía bastantes intereses en aquella ciudad para que pudiera razonablemente esperarse que los abandonara a merced de los invasores, y aunque se hallaba reputado como patriota, esa reputación no era tal que le obligase a aceptar los peligros de la campaña y las consecuencias inevitables de los reveses.

Era necesario ser muy patriota, excesivamente patriota para abandonar las comodidades de una vida opulenta y lanzarse en unión de la familia a esa vida azarosa y llena de privaciones, que era la única que se presentaba en perspectiva a los ojos de los buenos mexicanos.

Decididamente el padre de Clemencia no saldría de Guadalajara, y había que resignarse a la idea de dejarla en esta ciudad; y como en tal caso había que renunciar a la esperanza de ser amado, Fernando, aunque con una amargura indecible, se resignó a perder todo aquel mundo de felicidad que no había hecho más que entrever esa misma noche en un momento de embriaguez y de esperanza.

Y Fernando, a cada uno de estos pensamientos mortales, sentía desfallecer su corazón porque comprendía también que su amor crecía por instantes, y que lo que antes no había sido más que una ilusión pasajera, se había convertido ya en una pasión ardiente e inmensa.

No había remedio para él. Se hallaba colocado entre sus deberes de patriota y de soldado y entre sus esperanzas de amante. ¡Primeras esperanzas que habían iluminado el oscuro cielo de su vida y que era necesario sacrificar! Porque el austero joven no vacilaba un momento en preferir la patria a su amor y en consagrarse todo entero a la defensa de su país.

Si había algo que le consolara en medio de este caos de desesperación en que sus pensamientos le arrojaban, era la remota posibilidad de que Clemencia, por un rasgo de su carácter romancesco, permaneciese fiel a su amor durante la guerra que iba a seguirse. ¡Qué encantos tendría entonces para él la terrible lucha que iba a emprenderse! Además de su gloria de soldado, la gloria del amante; la idea de que hubiese una alma que pensase en él, que sufriese en sus adversidades, que se regocijase en sus triunfos, que suspirase por su vuelta, que odiase a sus enemigos, que conservara escondido, pero ardiente, el culto de la libertad, por el que él iba a combatir.

Esto era la dicha, esto era la reproducción de aquellos amores de los tiempos caballerescos en que, mientras el guerrero luchaba por su patria y por su fe, su amada le animaba a lo lejos con sus palabras de amor, y le guardaba una fidelidad que era el premio de sus penas y de su valor. La bandera de la patria tendría entonces para él un símbolo más que idolatrar: el de su amor.

Fernando no quiso renunciar a este último y dulce pensamiento. Ya muy avanzada la noche se recostó en su cama de campaña, no sin besar primero y repetidas veces la hermosa flor que Clemencia le había dado, y que iba a ser de allí en adelante un talismán sagrado que no se apartaría jamás de su corazón.

¡Si el pobre oficial hubiera podido escuchar las últimas palabras de Clemencia esa noche, cuánto no habría sufrido, y cuán espantosa no le habría parecido la vida, y cuán aborrecible ese mundo en que suele matarse a un hombre con una sonrisa pérfida!

XX. Confidencias

Tres días después Isabel vino a casa de Clemencia y se precipitó sonriendo en los brazos de su amiga, a quien halló pensativa y triste:

— ¡Qué feliz soy, hermana mía, que feliz soy! —le dijo.

— Lo veo en tu semblante, Isabel, lo creo... ¡Conque te aman!...

— Y amo como una loca, como nunca he amado, como nunca pensé que podría amarse.

— Vamos, di ¿qué ha pasado? Enrique te ha dicho...

— Que me adora, que no ama a nadie más que a mí; que no ha dejado a nadie en México, y que la guerra no será un obstáculo para que yo sea su esposa.

— ¿Tan pronto así va?...

— Y ¿qué menos pronto podría ir? ¿Pues acaso no se ama uno para eso, para no separarse jamás?

— Pero, niña ¿es que se conoce uno hoy, para casarse pasado mañana? ¿Ese caballero cree que se da una palabra de matrimonio como se dice una galantería?

— Pero, Clemencia, tú me entristeces; si me ha declarado su amor antes de ayer ¿te parece monstruoso que me hable de unión eterna cuando se ha convencido de que le amo también? ¿Qué tiene eso de particular? Más bien dicho ¿por qué no había de ser así?

— No digo yo que sea monstruoso, pero me parece el caballero Flores demasiado calavera, para aventurar una promesa tan pronto, con intención de cumplirla. Eso, si no una suma vulgaridad, sería una cosa muy rara. Hay hombres como él, que emplean esa palabra en todos sus galanteos, y esos decididamente son libertinos vulgares, muy vulgares. Si Enrique la usa por costumbre, es preciso convenir en que no es tan superior como yo le había creído. Si no es así, es preciso que esté muy enamorado, y entonces hay que creerle; pero te lo repito, es extraordinario, es prodigioso.

— Clemencia, me haces mal con tus palabras ¿por qué estás tan cruel hoy?

— No, niña, no quiero hacerte mal, quiero precaverte: estás enamorada, tienes una confianza ciega, y yo te digo: Isabel, no creas tan fácilmente... nada engaña más que el corazón enamorado... por eso es preciso dejar que hable un poquito la cabeza. Tú eres una niña inocente y buena, nunca has amado, no conoces a los hombres, y menos a los hombres como Enrique. Si tú das entero crédito a sus promesas, corres el peligro de comprometer demasiado el corazón en un juego terrible: después te morirías al primer desengaño, y esa alma tan feliz hoy, tan tranquila, se convertiría en un instante en un infierno de tormentos... Ama, hija mía, porque esa es la dicha, y sobre todo, porque no amar no depende de ti; pero piensa un poco y no concedas tu amor sino con muchas reservas; más tarde irán desapareciendo, pero será después de que te hayas convencido de la sinceridad con que te aman. ¿Conoces acaso a Flores? ¿Sabes tú si no es lo que te figuras, un hombre caballeroso y leal, sino un seductor afortunado que sabe hacer la comedia del amor perfectamente? Si fuese Valle, te diría yo: Querida mía, no tengas miedo; he ahí la sinceridad, se le conoce en su mirada y su modo de hablar. Los hombres encogidos como él, cuando se deciden a declararse, tiemblan, sus ojos se llenan de lágrimas, tartamudean algunas palabras torpes... pero puede creérseles... toda esa timidez revela la pureza de un sentimiento que no saben fingir... Pero los hombres como Enrique, son abismos en los que es difícil adivinar lo que hay.

Isabel palidecía y lloraba.

— ¡Calla, Clemencia! ¿No ves que me estás matando? ¡Y yo que creía encontrar en tus palabras animación y esperanza; yo que creía que ibas a gozarte en mi dicha, que tu corazón iba a responder con sus palpitaciones cariñosas, al mío que se siente enfermo de amor... te encuentro así, cruel, amarga y llena de sospechas! ¿Es que me aborreces ya? ¿Es que no quieres que yo le ame?

— ¿Querer yo eso, Isabel mía? Y ¿por qué lo habría yo de querer? Mi amistad no merece tales reproches; eres más que mi amiga de la infancia, mi hermana. Perdona si con decirte eso te he hecho sufrir; pero, mira, yo conozco más el mundo, siquiera porque, menos enclaustrada que tú, he tratado con más frecuencia a los hombres. Bien sabes que he adquirido fama de coqueta, y bien sabes también que con injusticia; es que he juzgado prudente no confiarme; el corazón no debe darse sino como precio de un amor probado mil veces. El que resiste a estas pruebas y sale airoso de ellas, ese es el merecedor de nuestro cariño. Pero amar en tan breves instantes, es jugarse la vida. Yo no he derramado todavía una lágrima arrancada por el desengaño. Pero tengo miedo de derramarla; me parece que con ella perdería la mitad de la fuerza con que hoy me siento: me parece que con la primera lágrima de dolor se derrama la savia de diez años de existencia. Por lo demás, ama a Enrique; pero ni le creas todo lo que te dice, ni le digas todo lo que sientes. Serás su esposa; pero siquiera aguarda a saber quién es, de dónde viene y qué ha hecho. Los mexicanos nos juzgan a las provincianas más candorosas de lo que somos, y educados en una sociedad menos franca que la nuestra, abusan de su destreza para engañar, seguros de sus triunfos fáciles. Te repito que si se tratara de Valle no sería ni tan severa para juzgarle ni tan suspicaz para creerle.

— Y a propósito de mi primo, él está enamorado de ti locamente ¿no es esto?

— Así parece. Ayer ha venido, hoy también; me devora con sus miradas: hay algo de delirio en esa pobre alma, y te aseguro que no ha amado jamás como hoy.

— ¿Y tú le quieres?

— Te parecerá raro; pero creo que sí. Sin las ventajas de Enrique, tiene en cambio un noble corazón que se revela en todas sus acciones, una inteligencia admirable y una inocencia de niño. Le di una flor antes de anoche, ya lo sabes. Pues bien; la guarda junto al corazón, la adora, y la besa con locura. Hoy le di mi retrato y le puse una dedicatoria que le ha trastornado. ¿Lo crees? Se ha atrevido a besarme una mano; no pude incomodarme por esa libertad: ¡me ama tanto!... Y yo le voy queriendo también... ¿Y por qué no había de hacerme feliz el amor de una alma tan generosa y tan elevada?

— ¡Clemencia, estás enamorada!

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