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Authors: Ignacio Manuel Altamirano

Clemencia (8 page)

El era allí un condenado. Aquellas dos mujeres, tan hermosas como el más hermoso ideal que el hubiera soñado en sus delirios de joven, estaban pendientes de Enrique, de aquel siempre afortunado galán que no tenía más que mirar para vencer; aquellas dos mujeres, tan adorables por su inteligencia y por su corazón, no tenían miradas más que para el bello oficial, no tenían sonrisas sino para agradarle, no tenían elogios sino para envanecerle, no tenían lagrimas de fuego sino para sufrir celos por su amor.

Y en tanto a él, al pobre oficial, tan desgraciado desde su juventud, tan triste y pobre, y cuyo corazón acababa de abrirse después de tantos años de sufrimientos, para pedir amor, amor, no como una recompensa sino como un consuelo, a él, digo, ni una mirada, ni una palabra, ni un recuerdo. ¡Cosa extraña! estando allí presente, estaba tan olvidado como si se hallase en la más profunda de las grutas del mundo.

Entonces, apartando sus ojos de aquel cuadro que presenciaba en el salón, los fijó en una de las ventanas por donde se veía el sol, que al ponerse doraba las cúpulas lejanas y las copas de los árboles, y vio el cielo azul y limpio del invierno, y no escuchando ya nada de la música ni de la alegre conversación que se tenía en su derredor, pensó dolorosamente que toda aquella luz, que toda aquella serenidad del cielo nada valían sin el amor, que es el sol del alma; sin la esperanza, que es el cielo de la vida, y entonces vio horrible todo ese mundo que se revelaba a sus ojos por el estrecho espacio de una ventana, y... una lágrima, que no fue bastante fuerte para reprimir, salió de sus ojos como una gota de fuego y corrió silenciosamente por su mejilla.

Apresuróse a enjugarla con la mano y, volviendo el rostro, a pesar de que nadie se hubiera apercibido de ella, tornó con el alma al salón.

Enrique, embriagado, felicitaba a Clemencia por su talento, le decía mil cosas encantadoras y la conducía sonriendo a su asiento.

— No sea usted lisonjero, Enrique, porque no le creeré a usted. Lo que yo toco, lo tocan mil medianías; eso no vale nada... ahora va usted a oír cosa mejor. Isabel, vete al piano.

Isabel, ya repuesta y con semblante risueño y ruboroso, acompañada también de Flores, obedeció a su amiga y fue a buscar en el aparador un libro ricamente encuadernado.

XIV. Revelación

Era una colección de melodías alemanas. Isabel eligió una muy a propósito para interpretar el estado de su corazón. Era una de esas piezas en que la ternura y la melancolía están unidas a las más difíciles combinaciones de la ciencia musical.

Enrique estaba conmovido y admirado. Isabel realmente era una artista, y una artista que habría brillado en el salón más aristocrático de Europa.

La bella joven no aumentaba el encanto de su música con las ardientes miradas ni las sonrisas de amor, como Clemencia. Atenta a la melodía, tenía fijos los ojos en algo invisible, y hubiérase dicho que su alma vagaba en los abismos de la meditación.

Pero después de algunos momentos las dificultades de la ejecución la volvieron al mundo real, y entonces un torrente de poderosas armonías salió del seno del piano, al contacto de aquellas manos de rosa, en las que nadie hubiera sospechado una agilidad y una fuerza tales como las que se necesitaban para desencadenar aquel huracán de notas.

Enrique se entusiasmaba gradualmente y manifestaba de mil modos su admiración. Isabel, tocando, se había transformado de la niña tímida y dulce que era, en un ángel seductor e irresistible. Sus hermosos ojos azules y oscuros brillaban con el fuego de la inspiración, su boca se entreabría con una leve sonrisa, su rizada y espesa cabellera blonda parecía agitada, y el esfuerzo hacía palpitar su seno, cuidadosamente cubierto, pero que Enrique devoraba con deleite.

El joven no pudo más, y en uno de los momentos en que las notas se apagaban lánguidamente, se inclinó hacia la bella artista, como para hacerle alguna indicación, y murmuró en sus oídos estas palabras:

— Después de esto, caer de rodillas y adorar a usted.

Isabel se turbó, se puso encendida, sus manos temblaron y la pieza se interrumpió bruscamente.

— ¿Qué te pasa, querida? —le gritó Clemencia desde su asiento.

— Nada —contestó Isabel— escuchaba una observación de Flores, que me ha obligado a interrumpirme.

— ¿Acaso he ofendido a usted, Isabel, con mi indicación humilde? preguntó Enrique inclinándose de nuevo.

— ¿Ofenderme? ¡Dios mío! ¿Por qué? Es una galantería de usted, que no acepto sino como una expresión de bondad.

— Como la expresión de mi alma... Isabel; estoy subyugado...

— Déjeme usted concluir... ¿Qué dirán?

La joven concluyó la melodía, pero podía notarse que se hallaba agitada y que no había ya aplomo en sus manos. Sobre todo, Fernando, comprendió esto perfectamente.

Enrique la condujo a su asiento, al que llegó casi desfallecida.

— Esa música te fatiga mucho, Isabel; me da pena verte agitada así... —observó la señora.

— Esa música —dijo solemnemente Enrique— hace que esta encantadora niña tenga un lugar en los grandes santuarios del arte. La señorita tenía razón... Cuando se toca así, bien se puede ceñir la corona de artista. Esa frente de ángel está llamada a brillar con la luz de la gloria.

— ¡Caballero! —interrumpió Isabel— me hace usted mal, porque eso es demasiado.

— Isabel, yo no lisonjeo; en cuestiones de arte no tengo ese defecto, soy franco, y creo que entonces es cuando la franqueza demuestra cariño. Necesito anticipar a usted que yo no puedo superar a Isabel. Quedo inferior a ella en muchos grados.

— Eso no es posible. Clemencia, mira a lo que me has expuesto con tus alabanzas. Flores casi se burla de mí.

— Pero ¡gran Dios! ¡Burlarme yo!... Entonces usted no conoce todavía su mérito, no sabe usted a qué altura ha llegado, o la excesiva modestia de usted hace atribuir a burla lo que no es sino el grito de la admiración sincera. Sobre todo, Isabel ¿usted me cree capaz de tamaña falsía?

— No, de ninguna manera; pero ¿qué quiere usted? Soy provinciana, he carecido de buena escuela, y por más grande que haya sido mi aplicación, no puedo creer, no digo que sea artista, pero ni siquiera que esté exenta de enormes defectos. Y cuando oigo a una persona como usted, que está acostumbrada en Europa y en México a escuchar tanto bueno, que conoce usted tan bien la música y que se expresa de esa manera, supongo que desea usted estimularme, ¡y nada más!

— Pues deseche usted esa opinión; yo hablo la verdad, y cualquiera que como yo conozca algo de arte, dirá lo mismo. Ahí tiene usted a Fernando; el no es músico, pero tiene un gran talento, y aun le supongo una exquisita sensibilidad; su voto quizás no le parecerá a usted sospechoso como el mío; pregúnteselo usted...

Fernando estaba profundamente distraído, pero al oírse nombrar comprendió que se le pedía su voto.

— Yo soy profano enteramente en música —dijo— pero sé sentir y admirar, y si se ha de juzgar por lo que he sentido, estas dos señoritas conocen el secreto de conmover el corazón.

— He aquí una bella manera de eludir un fallo enteramente justo —dijo Clemencia sonriendo— usted no habla con sinceridad, Valle, tal vez por temor de ofenderme; pero ¿no me ha oído usted antes juzgarme a mí misma? Ni por un momento pretendería yo competir con Isabel. Ella es la artista y usted lo conoce, lo ha sentido perfectamente, porque mientras ella tocaba yo estaba observando a usted, y comprendí que se hallaba transportado a otros mundos. Sólo los artistas producen esos efectos, sólo los artistas hacen llorar; porque usted ha llorado.

— ¿Yo? —preguntó Fernando ruborizándose.

— Usted me perdonará esta indiscreción; pero yo he visto a usted volver el rostro para ocultar una lágrima que inmediatamente se ha apresurado usted a enjugar.

— ¿Ha llorado? —preguntaron Mariana e Isabel con cierto interés.

— Lo que yo tocaba, tal vez le recordaría a usted a alguna amiga de México. No hay como la música para avivar los recuerdos.

— Pero si no es eso —replicó Fernando— yo no tengo nada que recordar.

— Le confieso a usted, Valle —le dijo a media voz Clemencia— que tengo gran curiosidad de conocer la vida de usted. En ella debe esconderse algún misterio de corazón, que debe ser interesante y que seguramente es la causa de esa tristeza profunda que manifiesta usted en todo.

— Señorita, mi pobre vida carece de sucesos que puedan excitar el menor interés, nada hay en ella de bueno, ni de malo... nada; sufrimientos vulgares con los que no se puede hacer una historia...

— Usted ha amado... indudablemente.

— No; nunca.

— Bien; ya hablaremos de eso —y añadió volviéndose con vivacidad a Flores que hablaba con Isabel— ahora le llega a usted su turno... deseamos oírlo a usted.

— Señoritas ¡qué contrariedad para mi! —respondió el oficial, consultando su magnifico reloj de oro— son las seis, a las seis y media tenemos una junta de honor de grande interés, y ni Fernando ni yo podemos faltar: ¿no es verdad, Fernando?

— Así es —contestó éste levantándose.

— De modo —dijo Isabel— que nos priva usted del placer de oírle hoy.

— Este placer sería poco; repito a ustedes que habiéndolas oído, me confieso mil veces inferior; pero de todos modos, mañana tendré el honor de hacer conocer a ustedes mis decantados talentos en la música; mañana soy de ustedes toda la tarde y la noche.

— Muy bien —dijo Clemencia— y siendo así, con permiso de mis amigas, tendremos la
soirée
mañana en casa. Mis amigas me acompañarán, yo presentaré a usted a mi familia y a otras personas, y nos distraeremos... Fernando, supongo que usted acompañará a su amigo ¿no es verdad? Allí hablaremos de eso.

— Arreglado; mañana no faltaremos.

Los dos jóvenes se despidieron. Pudo notarse que entre Isabel y Flores existía ya esa dulce inteligencia del amor comprendido, que es como el preliminar de la confianza, mientras que para Fernando la rubia no tenía más que una mirada llena de urbanidad, pero fría.

Clemencia al contrario, se despidió de Enrique con la más amable, pero con la más indiferente de las sonrisas, y manifestándole una alegre confianza, que es como la moneda corriente de las coquetas; pero al dar la mano a Fernando que se la tomaba con el mayor respeto, se la apretó ligeramente y le bañó con una mirada tan ardiente, tan lánguida, tan terrible, que el joven a su pesar se sintió turbado, y su corazón palpitó, como el día que la vio por primera vez.

Clemencia, además, le dijo dulcemente estas palabras que parecían prometerle un mundo de ternura:

— ¡Hasta mañana, Fernando!

Cuando éste y Enrique se encontraron en la calle, el alegre libertino dijo a su amigo, que caminaba siempre taciturno:

— Nos habíamos equivocado, chico, nos habíamos equivocado redondamente, y tanto a usted como a mí nos había engañado el corazón; cosa nada rara por cierto, al menos en mí, puesto que yo nunca entiendo el lenguaje del mío, si es que lo tiene. Creí que pudiera serme indiferente la hermosa prima de usted; creí que usted se haría amar de ella a fuerza de talento y de pasión; creí que Clemencia, la de los ojos negros, estaba más lejos de usted que de mí, porque estas naturalezas enérgicas y magníficas me pertenecen de derecho. Todo esto creía yo; pero he aquí que nos hemos equivocado. Me parece que amo a Isabel, al menos que me inspira algún cariño; me parece que ella me ama todavía más, me parece que usted nunca llegaría por este motivo a abrirse una puerta en ese corazón de ángel, y por último, me parece que la sultana se insinúa con usted de una manera que no deja lugar a duda.

— ¿Cree usted?

— Es claro: las mujeres como ella no esperan, se adelantan; no se conceden, permiten... Eso está muy conforme con su naturaleza de reinas. Son como los soberanos en los países monárquicos; ellos dicen la primera palabra, ellos interrogan, y les parecería rebajarse si por acaso se vieran obligados a responder. Usted no conoce a las mujeres en sus diferentes fases. Las hay que mueren de amor, pero que no son capaces de revelar con una palabra, con una mirada, la pasión que las devora; a esta clase pertenece Isabel. A éstas es preciso responderles, adivinarlas, leer en el libro de su semblante, y abrir su corazón con la llave de la primera palabra. Entonces sabe uno cuánta pasión se encierra en esos volcanes que, como decía Pedro Calderón de la Barca de Mongibelo,
ostentan nieve y esconden fuego
. Pero hay mujeres también cuyo carácter impetuoso no les permite disimular la más ligera afección. Apenas les inspira simpatía una persona cuando se apresuran a revelársela, hasta con exageración; apenas les antipatiza otra, cuando le manifiestan odio. Se diría que su temperamento dominador no admite oposición, y que desean hacer saber lo que sienten a la persona amada o aborrecida, como un mandato y no como una revelación, como un precepto para no ser contrariadas. A esta clase pertenece Clemencia. Desde luego ha insinuado a usted su predilección, como una orden para que se la ame. Cuidado con desobedecerla; sería capaz de aborrecerlo a usted.

— Pero es el caso que yo no puedo amarla.

— ¡Oh! sí podrá usted, Fernando, sí podrá usted. A una mujer tan hermosa como ésta, lo difícil, lo imposible es no amarla. Es demasiado encantadora para que el corazón de usted pueda permanecer indiferente.

— Pero ¿usted no sabe que la que me inspira no sé si amor, pero sí un ardiente cariño, es Isabel?

— Sí, lo sé; pero, en primer lugar, usted no se había fijado aún en Clemencia: su atención se había detenido en su prima. Luego sucede, como está usted mirando que Isabel no puede amarlo porque yo soy el afortunado mortal que he logrado inspirarle simpatía, y a usted le consta que sin pretenderlo, sin procurarlo... Esos son los caprichos de la fatalidad. Pues bien; usted comprende ya que Isabel no está al alcance de su mano. Como hombre sensato y, sobre todo, como hombre de mundo, es preciso abandonar el antiguo propósito, hoy que aún es tiempo, porque la verdad es que lo que usted siente no es todavía amor; en tres días no puede haber amor, y si lo hay; porque en efecto, las mil y una novelas que leemos nos presentan frecuentes casos de estas pasiones súbitas, es fácil de olvidar. Lo que se olvida con trabajo, lo que cuesta hondos dolores, lo que despedaza el corazón, es perder al objeto amado durante mucho tiempo. De modo que usted olvidará a Isabel, y tanto menos le costará este sacrificio; cuanto que la bella, la divina morena, esa mujer que haría feliz a don Juan, le abre a usted los brazos y le sonríe con todas las promesas de un amor ardiente y embriagador. ¡Cuán dichoso va usted a ser, Fernando! ¡Usted, naturaleza casta, soñadora y triste, encontrándose de repente a las puertas de un paraíso oriental, guiado por una hurí que lo devora con la mirada de sus ojos negros, que le embriaga con su aliento de rosa, que le va a matar con sus caricias de fuego! Vamos, hombre ¿se creerá usted desdichado con esta perspectiva?

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