Read Corazón Online

Authors: Edmondo De Amicis

Tags: #Infantil, #Juvenil

Corazón (22 page)

Coretti padre no cabía en sí de gozo.

—¡Ah! Cuando pienso en él, me parece verlo allá. Bien está que acuda a visitar a los atacados por el cólera y que se halle entre los damnificados por los terremotos, para darles ánimo, eso es meritorio; pero yo siempre lo tengo presente en mi recuerdo como lo vi entonces, en medio de nosotros, con asombrosa serenidad. Y estoy seguro de que también se acordará él del cuarto del 49, aun ahora que es rey, y le gustaría reunirse con todos nosotros en alguna ocasión, con los que tenía a su alrededor en aquellos instantes. Ahora le rodean generales y señores encopetados; entonces no tenía cerca de sí más que pobres soldados. ¡Si yo pudiera cruzar con él unas cuantas palabras! ¡Casi nada, nuestro general de veintidós años, nuestro augusto príncipe, confiado a nuestras bayonetas…! ¡Quince años que no lo veo…! ¡Nuestro Humberto…! ¡Esa música me hace hervir la sangre, palabra de honor!

Gritos frenéticos le interrumpieron; millares de sombreros se agitaron al viento; cuatro señores vestidos de etiqueta subieron al primer carruaje.

—¡Es él! —gritó Coretti, permaneciendo como encantado. Después prosiguió por lo bajo—: ¡Virgen mía, qué canoso está!

Los tres nos descubrimos. El coche real avanzaba con lentitud, entre los vítores de la multitud, que gritaba y le saludaba con los sombreros en la mano. Yo miraba a Coretti padre. Me pareció otro, como si de pronto se hubiese hecho más alto, pálido, rígido, apoyándose en la columna.

El coche real llegó delante de nosotros, a un paso de la pilastra.

—¡Viva! —gritaron muchas voces a una.

—¡Viva! —gritó Coretti después de los demás.

El Rey se fijó en él y se detuvo durante unos instantes en las tres medallas.

Coretti perdió entonces la cabeza y exclamó: —¡Cuarto batallón del cuarenta y nueve!

El Rey, que ya estaba mirando a otra parte, se volvió hacia nosotros y, fijándose más en Coretti, sacó la mano fuera del coche.

Coretti dio un salto adelante y se la estrechó.

El carruaje pasó, se interpuso el gentío y nos separó, perdiendo de vista a Coretti padre. Fue tan sólo un instante. Enseguida se puso anhelante, con los ojos humedecidos, y llamó a voces a su hijo, teniendo la mano en alto. El hijo corrió hacia él.

—¡Ven acá, hijo mío —le dijo— que todavía tengo caliente la mano! —Y se la pasó por la cara, añadiendo:— Esta es la caricia del Rey.

Allí se quedó, como si despertara de un sueño, con los ojos fijos sobre la lejana carroza real, sonriendo, con la pipa en las manos, en medio de un grupo de curiosos que le miraban.

—Es uno del cuarto del 49 —decían—, es un antiguo soldado que conoce al Rey. El Rey lo ha reconocido y le ha estrechado la mano.

—Ha entregado un memorial al Rey —añadió otro en tono más alto.

—¡Eso no es cierto! —rebatió Coretti volviéndose con brusquedad—; no le he pedido ningún favor. Otra cosa le daría si me la pidiese… —Todos le miraron con cierto asombro. Y él añadió sin inmutarse—: ¡Mi sangre!

La guardería

Martes, 4

Cumpliendo su promesa, mi madre me llevó ayer, después de almorzar, a la guardería infantil de la avenida de Valdocco, para recomendar a la directora a una hermanita de Precossi.

Yo no había visto nunca un centro así. ¡Qué bien lo pasé! Eran doscientos, entre niños y niñas, tan pequeños, que nuestros parvulitos de la primera inferior son unos hombres a su lado. Llegamos cuando entraban en fila de a dos en el refectorio, donde había dos mesas muy largas con muchas escotaduras redondas, y en cada una de ellas una escudilla negra, llena de arroz y habichuelas, y una cuchara de estaño al lado.

Al entrar, algunos se caían y permanecían sentados en el suelo, hasta que acudían las maestras para levantarlos. Muchos se paraban ante una escudilla, creyendo que fuese aquel su sitio, y engullían inmediatamente una cucharada; pero alguna maestra les decía: «¡Adelante!» Ellos daban tres o cuatro pasos y tomaban otra cucharada, y así hasta que llegaban a su puesto, después de haber consumido a cucharadas sueltas media ración por lo menos. Al fin, a fuerza de empujarlos y de gritar: «Cada cual a su sitio», los pusieron en orden y empezó la oración. Pero los de la fila de dentro, que para rezar tenían que ponerse de espaldas a la escudilla, volvían de vez en cuando la cabeza para no perderla de vista y que nadie les birlase nada; rezaban con las manos juntas y la mirada hacia el cielo, pero con el corazón en la comidita. Terminada la oración, empezaron a comer.

¡Qué espectáculo tan divertido! Uno comía con dos cucharas; otro se servía exclusivamente de las manos; muchos cogían las habichuelas una a una y se las iban guardando en el bolsillito; otros, en cambio, se las ponían en el delantalito y las machacaban hasta convertirlas en una pasta. No faltaban los que no comían por embobarse viendo volar las moscas, y algunos estornudaban y lanzaban una granizada de arroz en torno suyo. Aquello parecía un gallinero. Pero era muy divertido. Eran dignas de verse las dos hileras de niñas con el pelo sujeto en lo alto de la cabeza con cintas rojas, verdes y azules. Una maestra preguntó a una fila de ocho niñas:

—¿Dónde se cría el arroz?

Las ocho abrieron la boca llena de comida y respondieron a una, cantando:

—El arroz se cría en el agua.

Después mandó la maestra:

—¡Manos en alto!

Y fue bonito observar que se levantaban todos aquellos bracitos, que unos meses antes estaban en pañales, y agitarse todas las manecitas, dando la sensación de ser otras tantas mariposas blancas y sonrosadas.

Luego salieron al recreo, no sin antes coger las cestitas con la merienda, que estaban colgadas en la pared.

Fueron al jardín y se esparcieron, sacando sus provisiones: pan, ciruelas pasas, un trocito de queso, un huevo hervido, peras pequeñitas, un puñado de garbanzos o un ala de pollo. En unos instantes todo el jardín estuvo cubierto de migajas y partículas como si en él hubieran esparcido granzas para bandadas de pájaros. Comían en las posturas más extrañas, como los conejos, los topos, los gatos, royendo, lamiendo, chupando. Un niño sostenía sobre su pecho una rebanada de pan y la iba untando con una níspola, como si sacara brillo a una espada. Unas niñas estrujaban en la mano requesones frescos que escurrían como leche entre los dedos y se los metían en las mangas, sin que ellas se apercibieran. Corrían y se perseguían con las manzanas y los panecillos en los dientes, como los perritos. Vi a tres que introducían un palillo en un huevo duro creyendo descubrir en él verdaderos tesoros, lo esparcían por el suelo y luego lo recogían pedacito a pedacito con gran paciencia, como si hubiesen sido perlas. Los que llevaban algo extraordinario tenían a su alrededor a ocho o diez criaturas con la cabeza inclinada hacia el interior, como habrían mirado la luna en un pozo. Al menos unos veinte estaban alrededor de un chiquito que tenía en la mano un cucurucho de azúcar, y todos le hacían cumplidos para que les permitiese mojar el pan; él lo consentía a unos; y a otros, después de hacerse rogar, sólo les permitía chuparse el dedo.

Entretanto mi madre había acudido al jardín y acariciaba ora a uno ora a otro. Muchos le seguían, e incluso se le echaban encima para pedirle un beso, poniendo la carita hacia arriba, como si mirasen a un tercer piso, abriendo y cerrando la boca cual si pidieran de mamar. Uno le ofreció un gajo de naranja ya mordido; otro una cortecita de pan; una niña le dio una hoja, otra le enseñó muy seriecita la punta del dedo índice, donde, fijándose bien, podía verse una ampollita microscópica, que se había hecho el día anterior al tocar la llama de una vela. Le ponían ante los ojos, como grandes maravillas, insectos tan pequeños que no me explico cómo podían verlos y cogerlos, pedazos de tapón de corcho, botoncitos de camisa y florecitas cortadas de las macetas. Un niño con la cabeza vendada, que quería se le atendiese a toda costa, le balbuceó no sé qué historia de una voltereta, sin que se le entendiera lo más mínimo; otro quiso que mi madre se inclinase y le dijo al oído:

—Mi padre hace escobas.

Mientras tanto ocurrían por todas partes mil peripecias que obligaban a acudir a las maestras: niñas que lloraban porque no podían deshacer un nudo del pañuelo; otras que por dos semillas de manzana disputaban a gritos y se arañaban; un niño se había caído boca abajo sobre un banquito volcado, y lloraba por no poderse levantar.

Antes de marcharnos, mi madre tomó en brazos a tres o cuatro y entonces acudieron de todas partes, con las caras manchadas de yema de huevo y de zumo de naranja, para que los cogiera; uno le agarraba las manos; otro le cogía un dedo para verle la sortija; quién le estiraba de la cadenita del reloj y había uno que se empeñaba en tocarle las trenzas.

—¡Cuidado, señora —decían las maestras—, que le van a estropear el vestido!

Pero mi madre no hacía caso y continuó besándolos. Se le echaban encima, los primeros con los bracitos extendidos, como queriendo trepar por ella, y los más distantes tratando de abrirse paso para ponerse en primer término. Todos le decían a gritos:

—¡Adiós! ¡Adiós! ¡Adiós!

Al fin logró escapar del jardín, y entonces todos corrieron a asomarse por entre los barrotes de la verja, para verla pasar y sacar los bracitos fuera en saludo, ofreciéndolo todavía pedazos de pan, trocitos de níspola y cortezas de queso, gritando a la vez:

—¡Adiós! ¡Adiós! ¡Adiós! ¡Vuelve mañana! ¡Ven otra vez!

Mi madre, al pasar, movió su mano por encima de aquellas cien manecitas que se agitaban, como sobre una guirnalda de rosas vivas, y cuando estuvimos en la calle, a pesar de ir ella cubierta de migajas y de manchas, manoseada y despeinada, con una mano llena de flores y los ojos hinchados por las lágrimas, se sentía tan contenta como si saliera de una fiesta.

A lo lejos seguía oyéndose el vocerío del jardín de la guardería infantil, como un gorjeo de pajarillos, diciendo:

—¡Adiós! ¡Adiós! ¡Ven otra vez, señora!

En clase de gimnasia

Miércoles, 5

Como quiera que continúa haciendo un tiempo espléndido, nos han hecho pasar los aparatos de gimnasia desde la sala al jardín.

Garrone estaba ayer en el despacho del señor Director cuando llegó la madre de Nelli, la rubia señora vestida de negro, para rogarle que dispensara a su hijo de los nuevos ejercicios. Cada palabra le costaba un esfuerzo, y hablaba teniendo una mano sobre la cabeza de su hijo.

—No puede… —dijo al Director.

Sin embargo Nelli se mostró muy contrariado ante la posibilidad de quedar excluido de dichos ejercicios y sufrir una humillación más…, por lo que dijo a su madre:

—Ya verás, mamá, que soy capaz de hacer lo que otros.

Su madre le miraba en silencio, con aire de compasión y de afecto. Después dijo algo cavilosa:

—Me dan miedo sus compañeros…

Quería decir que temía se burlasen de él. Pero Nelli le replicó:

—No me importa nada… Además, está Garrone. Basta que él no se burle.

Entonces consintieron que fuese a la clase de gimnasia.

El profesor, el de la cicatriz en el cuello, que sirvió a las órdenes de Garibaldi, nos llevó enseguida a las barras verticales, que son muy altas, y había que subirse hasta lo último, quedando de pie sobre el eje transversal. Derossi y Coretti subieron como dos monos; también se mostró ágil en la subida el pequeño Precossi, aunque estorbándole el chaquetón que le llegaba hasta las rodillas, y para hacerle reír y estimularle, le repetíamos su acostumbrado estribillo:

—Perdona, perdona.

Stardi bufaba, se ponía rojo como un pavo y apretaba los dientes como perrito rabioso; pero aunque hubiese reventado habría llegado a lo último, como, en efecto, llegó. También superó la prueba Nobis, que adoptó desde lo alto la postura de un emperador. Votini se resbaló dos veces, a pesar de su bonito traje con listas azules, que le habían hecho expresamente para la gimnasia.

Para subir con mayor facilidad, todos nos embadurnábamos las manos con pez griega, o colofonia, como la llaman, y, por supuesto, es el traficante de Garoffi quien la provee a todos en polvo, vendiéndola a perragorda el cucurucho, ganándose casi otro tanto.

NOS EMBADURNÁBAMOS LAS MANOS CON PEZ GRIEGA.

Luego le correspondió a Garrone, que trepó, sin dejar de masticar pan, como si no tuviera importancia, y creo que habría sido capaz de subir llevando a uno de nosotros a la espalda; tanta es la fuerza de ese torete. Después de Garrone llegó la vez a Nelli. En cuanto se agarró a las barras con sus largas y débiles manos, muchos empezaron a reírse y burlarse; pero Garrone cruzó sus robustos brazos sobre el pecho y dirigió en torno suyo una mirada tan expresiva, que todos comprendieron que recibiría unos guantazos, aun en presencia del profesor, el que prosiguiera en la burla. Ante esto, todos dejaron de reírse inmediatamente.

Nelli empezó a subir; al pobrecillo le costaba mucho; se ponía morado; respiraba fuerte y le corría el sudor por la frente.

El profesor le dijo:

—¡Baja!

Pero no le obedeció, y hacía esfuerzos obstinados. Yo esperaba verle caer de un momento a otro, medio muerto. ¡Pobre, Nelli! Pensaba que, de haber estado en su lugar, en caso de que me hubiese visto mi madre, habría sufrido muchísimo. Y lo hacía porque le aprecio y no sé qué habría dado para hacerle subir; le habría empujado desde abajo sin que me vieran. Entretanto Garrone, Derossi y Coretti le decían:

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