Read Corazón Online

Authors: Edmondo De Amicis

Tags: #Infantil, #Juvenil

Corazón (5 page)

—¿Y dónde haces los deberes, Coretti? —le pregunté.

—Aquí no, desde luego —respondió—; ven a verlo.

Enseguida me llevó a una habitación en el interior del almacén, que servía de cocina y de comedor, con una mesa a un lado, donde había libros y cuadernos y estaba el trabajo empezado.

—Precisamente aquí —dijo— he dejado en el aire la segunda respuesta: con el cuero se hacen zapatos, cinturones…; ahora añadiré maletas. —Y, tomando la pluma, se puso a escribir con su buena caligrafía.

—¿No hay nadie? —se oyó gritar en aquel instante a la entrada del almacén.

—Allá voy —respondió Coretti. Y saltó de allí. Pesó la leña, la cobró y corrió a un lado para apuntar la venta en un cuaderno. Después volvió a su trabajo escolar, diciendo:

—A ver si me dejan acabar el período. —Y escribió: bolsas de viaje y mochilas para los soldados.

—¡Ay! ¡Se me está saliendo el café! —gritó de pronto y corrió al fogón para apartar la cafetera del fuego. Luego añadió:— Es el café para mamá; he tenido que aprender a hacerlo. Espera un poco y se lo llevaremos; así te verá y se alegrará. Hace siete días que está en cama. ¡Accidentes del verbo! Siempre me quemo los dedos con esta dichosa cafetera. ¿Qué he de poner después de las mochilas para los soldados? Hace falta más, pero no se me ocurre de momento. Ven a ver a mamá.

Abrió una puerta y entramos en otro aposento pequeño, donde estaba la madre de Coretti en una cama grande, con un pañuelo blanco en la cabeza.

—Aquí tienes tu café, mamá —dijo Coretti, ofreciéndole la taza—. Este chico es un compañero mío de la escuela.

—¡Cuánto me alegro! —me dijo la mujer—; acostumbras a visitar a los enfermos, ¿no es verdad?

Entretanto Coretti arreglaba las almohadas que tenía su madre por detrás, componía la ropa de la cama, atizaba el fuego y echaba al gato de la cómoda.

—¿Quieres algo más, mamá? —preguntó después, al retirar la taza—. ¿Te has tomado las dos cucharaditas de jarabe? Cuando no quede, haré una escapada a la farmacia. La leña ya está descargada. A las cuatro pondré la carne a cocer, como me has dicho, y, cuando pase la mujer de la mantequilla, le daré su dinero. Todo se hará: Tú no tienes que preocuparte.

—Gracias, hijo mío —respondió la mujer—; mi pobre hijo —añadió— está en todo.

Quiso que tomara un terrón de azúcar, y luego Coretti me enseñó el retrato de su padre en una foto colocada en un cuadrito con marco, ostentando en el pecho la medalla al mérito, que ganó en 1866, sirviendo en la división del príncipe Humberto. Tenía la misma cara del hijo, con sus ojos vivarachos y su sonrisa tan simpática.

Volvimos a la cocina.

—Ya me acuerdo de otra cosa que faltaba —dijo Coretti, y añadió en el cuaderno: también se hacen guarniciones para los caballos—. Lo demás lo haré esta noche; me acostaré algo tarde. ¡Dichoso tú que dispones de todo el tiempo que quieres para estudiar, y aún te sobra para ir de paseo!

Siempre está contento y dispuesto para el trabajo. En cuanto entramos en la tienda-almacén, empezó a poner trozos de leña gruesa en el caballete y a serrarlos por la mitad, diciendo entretanto:

—¡Esto sí que es gimnasia y no los movimientos de brazos que hacemos en la escuela! Quiero que cuando regrese mi padre encuentre toda esta leña serrada; se alegrará. Lo malo es que, después de este trabajo, hago unas tes y unas eles que, como dice nuestro maestro. parecen serpientes. ¿Qué quieres? Le diré que he tenido que mover los brazos. Lo importante es que mi madre se ponga bien pronto, eso sí. Hoy, gracias a Dios, está bastante mejor. La Gramática la estudiaré mañana al levantarme. ¡Ah, ahora viene el carro con los troncos! ¡Al trabajo!

Un carro cargado de troncos se detuvo ante el almacén. Coretti salió para hablar con el hombre que lo conducía y luego volvió.

—Ahora no puedo hacerte compañía —me dijo—, así es que hasta mañana. Has hecho bien en venir a verme. ¡Buen paseo, Enrique! ¡Dichoso tú!

Nos estrechamos las manos, corrió a cargar el primer tronco y empezó a hacer viajes del carro al almacén y viceversa, con su cara sonrosada, su gorrita de piel en la cabeza, siempre tan vivo que da gusto verlo.

«¡Dichoso tú!», me había dicho. Ah, no, Coretti, tú tienes mayor dicha, porque eres más útil a tu padre y a tu madre, cien veces mejor que yo, y un chico de mucho valor, querido compañero mío.

El director de la escuela

Viernes, 18

Coretti estaba muy contento esta mañana por haber venido a presenciar los exámenes mensuales su maestro de la segunda, el señor Coatti, un hombretón con abundante pelo muy crespo, gran barba negra, ojos grandes oscuros y una voz de trueno, que acostumbra a amenazar a los niños con hacerlos pedazos y llevarlos de la oreja a la prevención, pone el semblante adusto; pero nunca castiga a nadie, y se sonríe por detrás de su barba, sin que los chicos se percaten.

Con el señor Coatti son ocho los maestros del grupo, incluyendo también un suplente, barbilampiño, que parece un chiquillo. Hay un maestro, el de la sección cuarta, algo cojo, arropado en una gran bufanda de lana, siempre con dolores adquiridos cuando era maestro rural, pues ejercía en una escuela húmeda, cuyas paredes goteaban.

Otro maestro, el de la cuarta B, es ya viejo, muy canoso y ha sido profesor de ciegos. Hay uno bien vestido, con lentes y bigotitos, al que apodan el abogadillo, porque siendo ya maestro se hizo abogado, cursó la licenciatura de Derecho y es autor de un libro para enseñar a escribir cartas.

En cambio, el que nos da la gimnasia tiene tipo de soldado, estuvo sirviendo con Garibaldi y se le ve en el cuello la cicatriz de una herida de sable que recibió en la batalla de Milazzo.

Luego está el Director, un hombre alto, calvo, que usa gafas con armazón de oro, y tiene una barba que le llega al pecho; viste de negro y siempre va abotonado hasta la barbilla; es tan bueno con los chicos, que, cuando van a la dirección temblando para recibir una reprimenda, no les grita, sino que los toma de la mano y les dice paternalmente que no deben portarse como lo hacen, que deben arrepentirse, prometer ser buenos. Habla con modos tan suaves y con una voz tan dulce, que todos salen con los ojos enrojecidos y más confusos que si los hubiese castigado. ¡Pobre Director! Es el primero que llega por la mañana al grupo para esperar a los alumnos y hablar con los padres; y cuando los maestros ya se han ido a su casa, todavía da una vuelta alrededor de la escuela para ver si hay chicos que se cuelgan en la trasera de los coches o se entretienen por las calles a jugar o llenando las carteras de arena o de piedras; cada vez que aparece por una esquina, tan alto y enlutado, escapan bandadas de muchachos en todas direcciones, suspendiendo al instante el juego de bolas o de peonza, y él les amenazaba desde lejos con el índice, pero sin perder su aire afable y tristón.

—Nadie le ha visto reír —dice mi madre— desde que murió su hijo, que era voluntario en el ejército, y tiene siempre a la vista su retrato sobre la mesa de la dirección.

No quería seguir ejerciendo su profesión después de semejante desgracia; había extendido la petición para jubilarse y la tenía de continuo en la mesa; pero no la presentaba porque le disgustaba separarse de los niños. Sin embargo, el otro día parecía decidido, y mi padre, que se hallaba con él en la dirección, le decía:

—Es una lástima que usted se vaya, señor Director.

En esto entró un hombre con un hijo suyo que pasaba de otro colegio al nuestro por haber cambiado de domicilio.

Al ver a aquel chico, el Director hizo un gesto de extrañeza; le miró un ratito, luego observó el retrato que tenía en la mesa, volvió a fijarse en el muchacho, lo sentó en sus rodillas, haciéndole levantar la cara. Aquel chico se parecía mucho a su hijo, y dijo el Director:

—Está bien —acto seguido hizo la matrícula, despidió al padre y al hijo, y se quedó pensativo.

—Es una lástima que se vaya —repitió mi padre. Y entonces el Director tomó su instancia de jubilación, la rompió en dos pedazos, y dijo:

—Me quedo.

Los soldados

Martes, 22

Su hijo era voluntario del ejército cuando murió; por eso el Director va siempre a la plaza a ver pasar a los soldados cuando salimos de la escuela. Ayer pasaba un regimiento de infantería y cincuenta muchachos se pusieron a saltar alrededor de la música, cantando y llevando el compás con las reglas sobre la cartera. Nosotros estábamos en un grupo, en la acera, mirando. Garrone, oprimido entre su estrecha ropa, mordía un pedazo de pan; Votini, aquel tan elegantito, que siempre está quitándose las motas; Precossi, el hijo del forjador, con la chaqueta de su padre; el calabrés; el albañilito; Crossi, con su roja cabeza; Franti, con su aire descarado, y también Robetti, el hijo del capitán de artillería, el que salvó al niño del ómnibus y que ahora anda con muletas. Franti se echó a reír de un soldado que cojeaba. Pero de pronto sintió una mano sobre el hombro; se volvió: era el Director.

—Óyeme —le dijo el Director—, burlarse de un soldado cuando está en las filas, cuando no puede vengarse ni responder, es como insultar a un hombre atado; es una villanía.

Franti desapareció. Los soldados pasaban de cuatro en cuatro, sudorosos y cubiertos de polvo, y las puntas de las bayonetas resplandecían con el sol. El Director dijo:

—Debéis querer mucho a los soldados. Son nuestros defensores. Ellos irían a hacerse matar por nosotros si mañana un ejército extranjero amenazase nuestro país. Son también muchachos, pues tienen pocos más años que vosotros, y también van a la escuela: hay entre ellos pobres y ricos, como entre vosotros, y vienen también de todas partes de Italia. Vedlos, casi se les puede reconocer por la cara: pasan sicilianos, sardos, napolitanos, lombardos. Éste es un regimiento veterano, de los que han combatido en 1848. Los soldados no son ya aquéllos, pero la bandera es siempre la misma. ¡Cuántos habrán muerto por la patria alrededor de esa bandera, antes que hubierais nacido vosotros!

—¡Ahí viene! —dijo Garrone. Y en efecto, se veía ya cerca la bandera, que sobresalía por encima de la cabeza de los soldados.

—Haced una cosa, hijos —dijo el Director—; saludad con respeto la bandera tricolor.

La bandera, llevada por un oficial, pasó delante de nosotros, rota y descolorida, con sus medallas sobre el asta. Todos a la vez llevamos la mano a las gorras. El oficial nos miró sonriendo y nos devolvió el saludo con la mano.

—¡Bien, muchachos! —dijo uno detrás de nosotros. Nos volvimos a verlo: era un anciano que llevaba en el ojal la cinta azul de la campaña de Crimea; un oficial retirado—. ¡Bravo! —dijo—; habéis hecho una cosa que os enaltece.

Entretanto, la banda del regimiento volvía por el fondo de la plaza, rodeada de una turba de chiquillos, y gritos alegres acompañaban los sonidos de las trompetas, como un canto de guerra.

—¡Bravo! —repitió el bravo oficial mirándonos—. El que de pequeño respeta la bandera, sabrá defenderla cuando sea mayor.

El protector de Nelly

Miércoles, 23

También Nelli, el pobre jorobadito, estuvo mirando ayer el paso del regimiento; pero de un modo así, como pensando: «¡Yo no podré nunca ser soldado!» Es un buen chico y, además, estudioso; pero demacrado y pálido, le cuesta trabajo respirar. Su madre es una señora pequeña y rubia, vestida de negro, que acostumbra a acudir a la puerta de la escuela a la salida para evitar que salga en tropel con los demás, y lo acaricia mucho.

Como tiene la desgracia de ser jorobado, muchos chicos se burlaban de él en los primeros días y hasta le pegaban en la espalda con las bolsas; pero él nunca se enfadaba ni decía nada a su madre, para no darle el disgusto de saber que su hijo era objeto de burla por parte de sus compañeros. Se mofaban de él y el pobre chico sufría y lloraba en silencio, apoyando la frente sobre el banco.

Pero una mañana se levantó Garrone y dijo:

—¡Al primero que toque a Nelli o se meta con él, le doy un tortazo que le hago rodar por el suelo!

Franti no hizo caso; Garrone le propinó un tortazo y el burlador dio tres vueltas sobre el pavimento. A partir de entonces, nadie se metió con el jorobadito.

El maestro le puso cerca de Garrone, en el mismo banco, y se han hecho muy amigos. Nelli ha tomado mucho cariño a su corpulento compañero; apenas entra en la escuela, le busca, y nunca se va sin decirle: «Adiós, Garrone». Y lo mismo hace éste con él.

Cuando a Nelli se le cae una pluma o un libro debajo del banco, Garrone se inclina y se los recoge, y después le ayuda a ordenar la bolsa y a ponerse el abrigo. Por todo ello, Nelli le quiere mucho, le mira constantemente y, cuando el maestro lo alaba, se pone tan contento como si le alabase, a él. Nelli tuvo que referírselo todo a su madre, tanto las burlas y lo que le hacían sufrir los primeros días como el comportamiento del compañero que le defendió y a quien tanto quiere; debe habérselo dicho por lo sucedido esta mañana.

El maestro me mandó llevar al Director el programa de la lección media hora antes de la salida. Estando yo en su despacho entró la señora rubia, vestida de negro, madre de Nelli, que dijo:

—Señor Director, ¿hay en la clase de mi hijo un chico llamado Garrone?

—Sí, señora.

—¿Tendría la bondad de hacerle venir un momento? Es que deseo decirle algo.

El Director llamó al bedel y lo mandó al aula. Un minuto después llegó Garrone, muy extrañado, a la puerta. Apenas lo vio, salió la señora a su encuentro, le echó los brazos al cuello, le dio muchos besos en la frente y le dijo:

—¿¡Eres tú Garrone, el amigo de mi hijo, su protector!?

Después buscó precipitadamente en sus bolsillos y en su bolso y, no encontrando nada, se quitó del cuello una cadenilla con una crucecíta y se la puso a Garrone por debajo de la corbata, diciéndole:

—Tómala, llévala en recuerdo mío, querido niño, en recuerdo de la madre de Nelli, que te da un millón de gracias y te bendice.

El primero de clase

Viernes, 25

Garrone capta el cariño de todos, y Derossi, la admiración. Ha obtenido el primer premio y, con toda seguridad, será también el primero de la clase este año, pues nadie puede competir con él; todos reconocen su superioridad en todas las asignaturas.

Es el primero en Aritmética, en Gramática, en Redacción, en Dibujo… Todo lo comprende al vuelo, tiene una memoria prodigiosa, en todo sobresale sin esfuerzo; parece que el estudio es un juego para él. El maestro le dijo ayer:

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