Read Corazón Online

Authors: Edmondo De Amicis

Tags: #Infantil, #Juvenil

Corazón (8 page)

—¡No lo he hecho adrede, ha sido sin querer! —decía, sollozando, Garoffi, medio muerto de miedo—. ¡Ha sido sin querer!

Dos o tres irrumpieron con violencia en la tienda y lo tiraron al suelo, gritando:

—¡Baja esa cabeza y pide perdón!

Pero de pronto dos vigorosos brazos le pusieron de pie, oyéndose una voz resuelta que dijo:

—¡No, señores!

Era nuestro Director que lo había presenciado todo.

—Puesto que ha tenido el valor de presentarse —añadió—, nadie tiene derecho a maltratarlo.

Todos guardaron silencio.

—Pide perdón —le dijo el Director.

Garoffi, llorando a lágrima viva, abrazó las rodillas del anciano, y éste buscando con la mano la cabeza del niño, le acarició el pelo.

—¡Ea, muchacho, vete a casa!

Mi padre me sacó de allí y por el camino me dijo:

—Enrique, en un caso análogo, ¿habrías tenido el valor de cumplir con tu deber e ir a confesar tu culpa?

Yo le respondí que sí.

El me replicó:

—Dame tu palabra de honor de que así lo harías.

—Te doy mi palabra, padre.

Las maestras

Sábado, 17

Garoffi estaba hoy muy atemorizado, esperando una regañina del maestro; pero el maestro no ha asistido y, como faltaba también el suplente, ha venido a dar la clase la señora Cromi, la más vieja de las maestras, que tiene dos hijos mayores y ha enseñado a leer y a escribir a muchas señoras que ahora van a llevar a sus niños a la escuela Baretti. Hoy estaba triste porque tenía un hijo enfermo. Apenas la vieron, empezaron a meter ruido. Pero ella, con voz pausada y serena, dijo:

—Respetad mis canas; yo casi no soy ya una maestra, sino una madre.

Y entonces ninguno se atrevió a hablar más, ni siquiera aquel alma de cántaro de Franti, que se contentó con hacerle burla sin que lo viera. A la clase de la señora Cromi mandaron a la señora Delcati, maestra de mi hermano; y al puesto de ésta, a la que llaman la monjita, porque va siempre vestida de oscuro, con una falda negra; su cara es pequeña y la voz tan gangosa, que parece está murmurando oraciones.

—Y es cosa que no se comprende —dice mi madre—: tan suave y tan tímida, con aquel hilito de voz siempre igual, que apenas suena, sin incomodarse nunca; y, sin embargo, los niños están tan quietos, que no se les oye, y hasta los más atrevidos inclinan la cabeza en cuanto les amenaza con el dedo; parece una iglesia su clase, y por eso también la llaman la monjita.

Pero hay otra que me gusta mucho: la maestra de primera enseñanza elemental número tres; una joven con la cara sonrosada, que tiene dos lunares muy graciosos en las mejillas, y que lleva una pluma roja en el sombrero y una crucecita amarilla al cuello. Siempre está alegre; y alegre también tiene su clase; sonríe y, cuando grita con aquella voz argentina, parece que canta; pega con la regla en la mesa y da palmadas para imponer silencio; después, cuando salen, corre como una niña detrás de unos y de otros para ponerlos en fila; y a éste le tira del babero, al otro le abrocha el abrigo para que no se resfríe; los sigue hasta la calle para que no se alboroten; suplica a los padres que no les castiguen en casa; lleva pastillas a los que tienen tos; presta su manguito a los que tienen frío, y está continuamente atormentada por los más pequeños, que le hacen caricias y le piden besos, tirándola del velo y del vestido; pero ella se deja acariciar y los besa a todos riendo, y todos los días vuelve a casa despeinada y ronca, jadeante y tan contenta, con sus graciosos lunares y su pluma roja. Es también maestra de dibujo de las niñas, y sostiene con su trabajo a su madre y a su hermano.

En casa del anciano herido

Domingo, 18

El sobrinillo del anciano empleado que resultó herido en un ojo por la bola de nieve que lanzara Garoffi está con la maestra de la pluma roja; lo hemos visto hoy en casa de su tío, que lo tiene como a un hijo. Yo había terminado de escribir el cuento mensual para la próxima semana, titulado El pequeño escribiente florentino, que me había dado el maestro a copiar, cuando me ha dicho mi padre:

—Vamos a subir al cuarto piso para ver cómo tiene el ojo aquel señor.

Hemos entrado en una habitación casi oscura, donde estaba acomodado el viejo, sentado en la cama, teniendo varios almohadones por detrás. A la cabecera se hallaba su mujer, y el sobrinillo se encontraba a un lado, entreteniéndose con unos juguetes.

El viejo tenía un ojo vendado.

Se ha alegrado mucho al ver a mi padre; le ha hecho sentarse y le ha dicho que se encuentra mejor, que no perderá el ojo y que le había asegurado el médico que dentro de unos días estará curado del todo.

—Fue una desgracia —añadió—. Siento el susto que debió llevarse aquel chiquito.

Después nos ha hablado del médico, que debía venir a esa hora. En ese preciso momento suena el timbre.

—Debe ser el médico —dijo el ama.

Se abre la puerta… y ¿qué veo? Al mismísimo Garoffi, con su capote largo, la cabeza gacha y sin atreverse a entrar.

—¿Quién es? —pregunta el enfermo.

—El chico que tiró la bola de nieve —dice mi padre.

El viejo exclama entonces:

—¡Pobre criatura! Ven aquí. Has venido a preguntar cómo estoy, ¿verdad? Pues estate tranquilo, que me encuentro mucho mejor y casi curado. Acércate.

Garoffi, cada vez más confuso, se aproxima a la cama, esforzándose por no llorar; el viejo le acaricia, pero sin poder hablar.

—Gracias —le dice al fin el anciano—; puedes decir a tu padre y a tu madre que todo va bien y que no tienen que preocuparse.

Pero Garoffi no se mueve, pareciendo querer decir algo, a lo que no se atreve.

—¿Tienes algo que decirme?

—Yo, nada.

—Está bien, chiquito. Puedes irte en paz.

Garoffi se ha ido hasta la puerta; allí se ha detenido y luego se ha acercado donde está el sobrinillo, que le ha seguido y mirado con curiosidad. De pronto se saca algo de debajo del capote y se lo ofrece al pequeño, diciéndole:

—Esto para ti.

El niño enseña el regalo a sus tíos y todos nosotros quedamos asombrados.

Es el famoso álbum, con su colección de sellos, lo que el pobre Garoffi acaba de dejar, el tesoro sobre el que tantas esperanzas tenía fundadas y que tanto esfuerzo le ha costado conseguir.

¡Pobre muchacho! Ha regalado la mitad de su propia vida a cambio del perdón.

El pequeño escribiente florentino

CUENTO MENSUAL

Estaba en la cuarta clase. Era un apuesto florentino de doce años, de cabellos negros y tez blanca, hijo mayor de un empleado de ferrocarriles que, por tener mucha familia y poco sueldo, vivía con suma estrechez. Su padre le quería mucho y se le mostraba bondadoso e indulgente en todo, menos en lo tocante a la escuela; en esto era muy exigente y severo, porque el chico debía estar pronto preparado para obtener un empleo con que ayudar al sostenimiento de la familia. Y ya se sabe que para conseguir pronto alguna colocación hay que trabajar mucho en poco tiempo. Aunque el chico era estudioso, el padre le incitaba siempre más y más a estudiar.

El hombre era de bastante edad, pero el excesivo trabajo le había envejecido prematuramente. Con todo, para proveer a las necesidades de la familia, además del trabajo que le requería su empleo, todavía se procuraba de un lado y de otro trabajos extraordinarios de copista, pasando sin descansar en su mesa buena parte de la noche.

Últimamente había recibido de una editorial, que publicaba libros y periódicos, el encargo de escribir en las fajas los nombres y dirección de los abonados, ganando tres liras por cada quinientas de aquellas tiras de papel escritas con caracteres grandes y regulares.

La pesada tarea le cansaba y con frecuencia se lamentaba de ello con la familia a la hora de comer.

—Estoy perdiendo la vista —decía—. Este trabajo nocturno acaba conmigo.

El muchacho le dijo un día:

—Papá, déjame que trabaje en tu lugar; sabes que escribo como tú. Nadie podrá advertir ninguna diferencia.

Pero el padre le respondió:

—No, hijo; tú debes estudiar; tu instrucción es bastante más importante que mis fajillas; sentiría remordimiento si te privara de una hora de estudio; te lo agradezco, pero no quiero. Y no hablemos más del asunto.

El hijo sabía sobradamente que con su padre era inútil insistir en aquellas cosas, y no insistió. Pero he aquí lo que hizo. Su padre dejaba de escribir a media noche, saliendo entonces del despacho para ir a la alcoba. Lo había oído alguna vez. En cuanto el reloj daba las doce, sentía inmediatamente el ruido de la silla que se movía y el lento paso de su padre.

Una noche esperó a que se fuese a dormir; se vistió sin hacer ruido y se dirigió a tientas al escritorio. Encendió el quinqué, se sentó a la mesa, donde había un montón de fajas en blanco y la lista de los suscriptores, y empezó a escribir imitando con exactitud la grafía de su padre. Escribía con gusto y contento, aunque con cierto temor. Las fajas escritas iban amontonándose y de vez en cuando dejaba la pluma para frotarse las manos; luego volvía a empezar con más denuedo, atento el oído y sonriente. Escribió ciento setenta direcciones, que importaban ¡una lira! Entonces se detuvo; dejó la pluma donde estaba antes, apagó la luz y se fue de puntillas a la cama.

Aquel día su padre se sentó a la mesa con mejor humor. No había advertido nada. Realizaba aquel trabajo mecánicamente, teniendo en cuenta el tiempo empleado, sin pensar en más, y no contaba las fajillas escritas hasta el día siguiente.

Tomó asiento de buen humor y golpeando ligeramente el hombro de su hijo, le dijo:

—Eh, Julio, tu padre es mejor trabajador de lo que puedes figurarte. En dos horas hice anoche un tercio más de lo que acostumbraba. Aún está ágil mi mano, y los ojos saben resistir la fatiga.

Julio, contento, pero callado, decía entre sí: «¡Pobre padre! Además de la ganancia, le he proporcionado también la satisfacción de creerse rejuvenecido».

Alentado por el éxito obtenido, la noche siguiente, en cuanto dieron las doce, se levantó otra vez y empezó a trabajar. Así continuó haciendo varias noches. Su padre no se daba cuenta de tal cosa. Solamente una vez, cuando estaban cenando, hizo la siguiente observación:

—No sé, pero de algún tiempo a esta parte venimos gastando más petróleo de lo acostumbrado. Debe ser de peor calidad.

Julio tuvo un sobresalto, mas la cosa no pasó de allí.

Lo que ocurrió fue que por levantarse a hora tan intempestiva, Julio no descansaba lo suficiente, y por la noche, al hacer los deberes de la escuela, le costaba trabajo tener los ojos abiertos. Una noche, por primera vez en su vida, se quedó dormido sobre el cuaderno.

—Julito, espabílate —le dijo su padre al tiempo que le daba unas palmaditas— y haz tu deber.

El chico se despertó y reanudó su tarea. Pero a la noche siguiente y durante algunos días continuaba ocurriendo lo mismo y aún peor: daba cabezadas sobre los libros, se levantaba más tarde de lo acostumbrado, estudiaba las lecciones con dejadez, pareciendo que le disgustaba el quehacer escolar. Su padre empezó a observarlo; luego, a preocuparse y al fin tuvo que reprenderlo. ¡Nunca lo hubiera hecho!

—Julio —le dijo cierta mañana—, me estás decepcionando; no eres el mismo de antes, y eso no me gusta nada. Ten en cuenta que todas las esperanzas de la familia están puestas en ti. Estoy muy disgustado, ¿comprendes?

Ante tal reprimenda, la primera verdaderamente severa que había recibido, el muchacho se turbó. «Sí, es verdad —dijo para sí—; no puedo continuar de este modo; es preciso que termine el engaño». Pero aquel día, por la noche, estando todos a la mesa, dijo el padre con alegría:

—¡Este mes he ganado treinta y dos liras más que el pasado con las fajillas!

Y diciendo esto, sacó de debajo de la mesa una caja de dulces que había comprado para celebrar con sus hijos la ganancia extraordinaria, cosa que todos acogieron con el regocijo que es de suponer.

Julio cobró ánimo y dijo para sí: «No, querido padre; seguiré engañándote; haré mayores esfuerzos para estudiar durante el día y no dejaré de continuar trabajando de noche por ti y por los demás».

El padre añadió: —¡Treinta y dos liras más! Estoy contento… Pero ése —y señaló a Julio— me causa no pocos disgustos.

El aludido recibió el chaparrón en silencio, conteniendo dos lágrimas que querían salir, pero sintiendo al mismo tiempo cierta satisfacción.

Y continuó escribiendo fajillas con ahínco. Sin embargo, acumulándose el cansancio, le resultaba cada vez más difícil resistir.

La cosa duraba ya dos meses. El padre continuaba reprendiendo al buen muchacho, mirándole con creciente enojo. Un día se presentó en la escuela para pedir informes sobre su hijo, y el maestro le dijo:

—Sí, va cumpliendo, porque es un chico inteligente. Pero no tiene la misma aplicación de antes. Se duerme, bosteza y está distraído. Hace redacciones cortas, pudiéndose comprobar que escribe de prisa y con mala caligrafía. Desde luego que tiene aptitudes para hacer más, mucho más.

Aquella noche el padre llamó a su hijo aparte y le dirigió unas palabras más duras de las que hasta entonces había oído.

—Ya ves, Julio, que me sacrifico por la familia, y tú no me secundas. No piensas lo más mínimo en tus hermanos, en tu madre, ni en mí.

—¡No digas eso, papá! —exclamó el hijo ahogado en llanto y decidido a aclararlo todo. Pero su padre lo interrumpió, diciendo:

—Conoces perfectamente la situación de la familia; sabes que todos debemos hacer lo que nos corresponda y sacrificarnos cuanto sea preciso. Yo mismo tengo que doblar mi trabajo. Este mes esperaba una gratificación de cien liras en el ferrocarril, y hoy he sabido que no puedo contar con nada.

Ante semejante noticia Julio se contuvo para que no saliese de su boca la confesión que se disponía a hacer, y se dijo resueltamente: «No, padre, me callaré y guardaré el secreto para poder trabajar por ti; de ese modo te compensaré de la pena que te causo; en cuanto a la escuela, siempre estudiaré lo suficiente para aprobar el curso; lo importante es ayudarte para salir adelante y aligerarte de la ocupación que te mata».

Siguió adelante, transcurriendo otros dos meses de trabajo nocturno y de abatimiento durante el día, de esfuerzos desesperados por parte del hijo y de amargos reproches por parte del padre. Pero lo peor era que éste se mostraba cada vez más frío con el muchacho; raramente le dirigía la palabra considerándolo un hijo poco menos que desnaturalizado, del que poco o nada cabía esperar, y casi procuraba no cruzarse con su mirada. Julio se daba cuenta de todo y sufría interiormente, y cuando su padre le volvía la espalda, le enviaba un beso furtivamente con expresión de ternura compasiva y triste. Mientras tanto, por su gran pena y el mucho cansancio, Julio iba adelgazando y demacrándose, viéndose obligado muy a pesar suyo a descuidar cada vez más sus estudios.

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