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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

Criadas y señoras (11 page)

—¡No se
t'ocurra
contárselo a tu mamita!

Siempre había perros raquíticos y sarnosos rondando por el camino. Desde un porche, una joven de color a la que llamaban Mordisco-de-Gato nos gritaba: «¡Miss Skeeter! Déle recuerdos a su papá. Dígale que
toy mu
bien». Fue mi padre quien le puso el apodo hace años, un día que pasaba con su coche por la carretera y vio un gato rabioso atacando a una niñita de color. «Ese gato casi se la come», me contó más tarde Padre. Mató al gato y llevó a la niña al médico, que le prescribió un tratamiento de veintiún días de inyecciones contra la rabia.

Siguiendo por el camino, llegábamos a casa de Constantine. Tenía tres habitaciones y no había alfombras. Siempre me quedaba mirando la única fotografía que tenía, de una niña blanca a quien me contó que había estado cuidando durante veinte años en Port Gibson. Yo estaba convencida de saberlo todo sobre Constantine: que tenía una hermana; que habían crecido en una granja comunal en Corinth, Misisipi; que sus padres habían muerto; que, por norma, no comía cerdo; que vestía una talla cuarenta y calzaba un cuarenta y uno... Pero me quedaba contemplando la hermosa sonrisa de esa niña de la foto con celos, preguntándome por qué no tenía también una foto mía.

A veces venían dos niñas de la casa de al lado para jugar conmigo. Se llamaban Mary Nell y Mary Roan. Eran tan negras que no podía distinguirlas, por eso las llamaba Mary a las dos.

—Pórtate bien con las niñas de color cuando estés allí —me dijo Madre una vez, y recuerdo que me la quedé mirando divertida.

—¿Por qué no iba a hacerlo? —le pregunté, pero no me contestó.

Pasada una hora, aparecía Padre en la puerta y le daba un dólar a Constantine. Ella nunca lo invitaba a entrar en su casa. A pesar de mi corta edad, comprendía que estábamos en terreno de Constantine y que ella no estaba obligada a ser amable con nadie en su propia casa. Después, Padre me llevaba a la tienda de color para tomar un refresco y una piruleta.

—No le digas a tu madre que le he dado algo de dinero a Constantine, ¿vale?

—Vale, papá —le respondía.

Era el único secreto que compartíamos Padre y yo.

La primera vez que me llamaron fea, yo tenía trece años. Fue uno de los amigos ricos de mi hermano Carlton, que había venido a nuestra casa a practicar tiro en el campo.

—¿Por qué lloras, mi niña? —preguntó Constantine en la cocina.

Le conté lo que me había llamado el chico, con las lágrimas resbalándome por el rostro.

—¿Y bien? ¿Lo eres?

Parpadeé sorprendida y dejé de llorar.

—Si soy, ¿el qué?

—Vamos a
ve,
Eugenia —dijo, pues Constantine era la única que a veces seguía la norma de Madre respecto a mi nombre—: Lo feo está en el
interió.
Feas son las personas malas, las que
hasen
daño a los demás. ¿Tú eres así?

—No sé, no creo —contesté entre sollozos.

Constantine se sentó a mi lado a la mesa de la cocina. Escuché cómo crujían sus articulaciones hinchadas. Apretó con fuerza la palma de mi mano con su dedo pulgar, un gesto que ambas sabíamos qué significaba: «Escucha. Escúchame bien».


Toas
las mañanas hasta el día en que la entierran a una, hay que
reflexioná
un poco sobre esto. —Estaba tan cerca de mí que podía ver lo rosadas que eran sus encías—: Hay que preguntarse: ¿Me voy a
creé
lo que la mala gente diga hoy sobre mí?

Siguió presionando mi mano con su pulgar. Con un gesto de la cabeza, le hice ver que entendía. A pesar de mi edad, ya era lo suficientemente inteligente como para comprender que se refería a los blancos. Aunque me seguía sintiendo miserable y sabía que era más bien fea, fue la primera vez en la que Constantine se dirigió a mí como si fuera algo más que una niña de mamá blanca. Durante toda mi vida me habían dicho lo que tenía que pensar sobre política, sobre los negros, sobre el hecho de ser mujer... Pero con el pulgar de Constantine apretándome la palma de la mano, me di cuenta de que yo era libre para elegir en qué creer.

Constantine llegaba a trabajar a nuestra casa a las seis de la mañana, y en época de cosecha, a las cinco. De este modo, le daba tiempo a preparar los bollos y la salsa de Padre antes de que saliera al campo. Casi todos los días me levantaba y la encontraba en la cocina mientras el predicador Green soltaba su sermón en la radio de la mesa. Nada más verme, sonreía y me saludaba:


¡Güenos
días, guapa!

Yo me sentaba a la mesa y le contaba lo que había soñado. Constantine decía que en los sueños se podía adivinar el futuro.

—Estaba en el ático, mirando desde arriba la granja —le contaba—. Podía ver las copas de los árboles.

—¡Vas a
se
una médica de esas que hacen
operasiones
de cerebro!
Soñá
con que estás encima de una casa tiene que
ve
con la cabeza.

Madre se tomaba el desayuno temprano en el comedor y luego se quedaba en la sala de estar para hacer punto o escribir cartas a los misioneros del África. Desde su sillón verde, podía controlar los movimientos de todas las personas por la casa. Era sorprendente lo que era capaz de deducir nada más verme durante el segundo que me costaba atravesar la puerta. Yo solía pasar a todo correr, pues me sentía como una diana con un enorme punto rojo al que Madre lanzaba sus dardos: «Eugenia, sabes que el chicle está prohibido dentro de casa», «Eugenia, ve a echarte alcohol en esa mancha», «Eugenia, sube a tu cuarto y péinate. ¿Qué pasa si de repente vienen visitas?».

Aprendí que los calcetines son un medio de transporte más sigiloso que los zapatos, a utilizar la puerta de atrás, a llevar sombreros o a taparme la cara cuando pasaba delante de ella... Pero, sobre todo, aprendí a quedarme en la cocina.

Un mes de verano podía durar años aquí, en Longleaf. No tenía amigas que vinieran a visitarme cada día, pues vivíamos demasiado lejos para tener vecinos blancos. En la ciudad, Hilly y Elizabeth se pasaban los fines de semana yendo una a casa de la otra, mientras que a mí sólo me permitían pasar la noche fuera o que alguna amiga se quedase a dormir un fin de semana sí y otro no. Solía protestar mucho por esto. A veces me olvidaba de que Constantine estaba ahí pero, por norma general, creo que era consciente de lo afortunada que era por tenerla conmigo.

Empecé a fumar cigarrillos a los catorce años. Los birlaba de los paquetes de Marlboro que Carlton escondía en los cajones de su armario. Mi hermano casi tenía dieciocho y desde hacía años a nadie le preocupaba que fumara en donde le diese la gana, en casa o con Padre en el campo. Padre a veces fumaba en pipa, pero no era muy cigarrero, y Madre no fumaba nunca, aunque casi todas sus amigas lo hacían. Madre me dijo que yo no podría fumar hasta que no cumpliera los diecisiete.

Así que me iba al patio trasero y me sentaba en la rueda que teníamos de columpio, escondida bajo un enorme roble. A veces, por la noche, salía a la ventana de mi cuarto y fumaba. Madre tenía una vista de lince, pero casi carecía de sentido del olfato. En cambio, Constantine me descubría al momento. Fruncía el ceño y sonreía ligeramente, pero nunca me dijo nada. Si Madre salía al porche trasero cuando yo estaba oculta tras el árbol, Constantine se ponía a pasar el mango de su escoba por la barandilla metálica de la escalera.

—Constantine, ¿qué demonios estás haciendo? —le preguntaba Madre, pero para entonces yo ya había apagado el pitillo y tirado la colilla en un agujero que había en el tronco.

—Estoy limpiando esta vieja escoba, Miss Charlotte.

—Bueno, pues intenta hacer menos ruido, por favor. ¡Diantres, Eugenia! ¿Has vuelto a crecer esta noche? ¿Qué vamos a hacer contigo? Ven, pruébate este vestido, a ver si se te ha quedado pequeño.

—Sí, mamá —respondía, mientras Constantine y yo cambiábamos una sonrisa cómplice.

Era maravilloso tener a alguien con quien compartir tus secretos. Si hubiera tenido una hermana o un hermano de mi edad, supongo que habría sido así. Pero no se trataba sólo de fumar o de esquivar a Madre. Era tener a alguien que te entendiera cuando tu madre se desesperaba porque eras un bicho raro, condenadamente alta y de pelo ensortijado. Alguien cuyos ojos sencillamente te dijeran, sin palabras: «Para mí, estás bien así».

Sin embargo, Constantine no siempre me hablaba con dulzura, a veces se ponía seria. Un día, cuando tenía quince años, una niña me señaló con el dedo y preguntó: «¿Quién es esa cigüeña?». Hasta Hilly se giró con una sonrisa antes de sacarme de allí como si no hubiéramos oído nada.

—¿Cuánto mides, Constantine? —le pregunté esa tarde, incapaz de contener las lágrimas.

Frunció el ceño y me soltó:

—¿Cuánto mides tú?

—Un metro ochenta —sollocé—. Ya soy más alta que los chicos del equipo de baloncesto.

—Bueno, yo mido uno ochenta y cinco, así que deja de preocuparte.

Constantine es la única mujer con la que he tenido que alzar la vista para mirarle a los ojos.

El rasgo más destacado de Constantine, además de su estatura, eran sus ojos. Los tenía de un sorprendente color miel que contrastaba con el tono oscuro de su piel. Nunca había visto unos ojos claros en una persona negra. De hecho, las variedades del marrón en el cuerpo de Constantine eran infinitas: sus codos parecían totalmente negros, a pesar de la capa de suciedad y las durezas que le salían en invierno; la piel de sus brazos, cuello y rostro era de color ébano, muy oscura; las palmas de las manos, de un tono anaranjado. Siempre me pregunté si tendría igual las plantas de los pies, pero nunca la vi descalza.

—Este fin de semana nos vamos a
quedá
tú y yo solitas en casa —me dijo sonriente un día.

Era el fin de semana que Madre y Padre llevaron a Carlton a ver las universidades de Louisiana y Tulane, pues mi hermano iba a entrar en la universidad al curso siguiente. Aquella mañana, Padre sacó el catre y lo puso en la cocina, cerca del retrete exterior. Ahí es donde dormía siempre Constantine cuando tenía que pasar la noche con nosotros.

—Ve a ver lo que he
traío pa
ti —me dijo Constantine, señalándome el armario de las escobas. Lo abrí y encontré, metido en una bolsa, un puzzle de quinientas piezas del Monte Rushmore. Era nuestro pasatiempo favorito cuando Constantine se quedaba a dormir.

Aquella noche, nos pasamos horas comiendo cacahuetes y rebuscando piezas sobre la mesa de la cocina. Fuera bramaba la tormenta, lo que daba una sensación acogedora a la habitación mientras encajábamos las figuras. La luz de la bombilla parpadeó un poco y luego volvió a brillar.

—¿Éste quién es? —preguntó Constantine, mirando la caja del puzzle con sus gafas de pasta negra.

—Jefferson.

—Ah,
pos
sí. ¿Y ese otro?

—Ése... —dudé, y me incliné sobre la caja—. Ése creo que es Roosevelt.

—Al único que conozco es a Lincoln. Se parece a mi papá.

Me quedé callada, con una pieza del puzzle en la mano. Tenía catorce años y siempre había sacado sobresalientes en la escuela. Era inteligente, pero muy inocente todavía. Constantine dejó la tapa de la caja y de nuevo comenzó a rebuscar entre las piezas.

—¿Lo dices porque tu padre era muy... alto? —le pregunté.

Soltó una risa burlona y contestó:

—No. Lo digo porque mi papá era blanco. La altura la heredé de mi mamá.

La pieza que tenía en la mano se me cayó al suelo.

—¿Tu... padre era blanco y tu madre... negra?

—¡Sí, señorita! —dijo y sonrió, encajando dos piezas—. ¡Mira qué bien! He
encontrao
una difícil.

Se me ocurrían tantas preguntas que hacerle: ¿Quién era él? ¿Dónde estaba? Sabía que no se había casado con la madre de Constantine, porque eso iba contra la ley. Saqué un cigarrillo de mi escondite. Tenía catorce años, pero me sentía muy adulta. Encendí el pitillo. En cuanto lo hice, la luz de la bombilla se tornó de un color marrón pálido y sucio y empezó a zumbar.

—Mi
papaíto
me quería, sí señorita. Siempre me decía que yo era su
prefería.
—Se reclinó en la silla—. Se pasaba por casa
tos
los sábados por la tarde. Una vez, me regaló un juego de diez lazos
pal
pelo, cada uno de un
coló
diferente. Los había hecho
traé
de París y estaban fabricados con seda del Japón. Me quedaba
sentá
en sus rodillas desde que llegaba hasta que se marchaba. Mamá ponía un disco de Bessie Smith en el gramófono que él le había
comprao
y yo cantaba:
«Es bastante extraño, sin duda / Nadie te conoce cuando estás en la ruina».

Yo la escuchaba, con los ojos abiertos como platos y una expresión estúpida, fascinada por su voz en la tenue luz. Si el chocolate fuera un sonido, habría sido la voz de Constantine cantando. Si la música fuera un color, hubiera sido el color de ese chocolate.

—Hubo una época que lo pasé mal, estaba
mu resentía
con
to.
Recuerdo que escribí una lista con las cuarenta y cinco cosas de mi vida que me molestaban: la pobreza, el agua fría de la ducha, mis dientes
picaos
y no me acuerdo de qué más... Entonces llegaba él, me acariciaba la cabeza y me abrazaba durante un buen rato. Cuando lo miraba, veía que estaba llorando como yo y entonces... hacía eso que te hago para que sepas que te estoy hablando en serio: me apretaba la palma de la mano con su pulgar y me decía: «Lo siento».

Estábamos allí sentadas, mirando las piezas del puzzle. A Madre no le gustaría que supiera esto, que el padre de Constantine era blanco y que le pedía disculpas por cómo eran las cosas. Era algo que se supone que yo no debía saber. Me sentía como si Constantine me hubiera hecho un regalo.

Me terminé el cigarrillo y lo apagué en el cenicero de plata para invitados. La bombilla volvió a brillar. Constantine me sonrió y le devolví la sonrisa.

—¿Por qué no me lo habías contado antes? —le pregunté mirando sus ojos claros.

—No te puedo
contá to,
Skeeter.

—Pero ¿por qué?

Ella lo sabía todo sobre mí y sobre mi familia. ¿Por qué iba a ocultarle yo mis secretos?

Me miró y pude ver una profunda y sombría tristeza ahí, en su interior. Al cabo de un rato, dijo:

—Hay algunas cosas que es
mejó
que me guarde
pa
mí. Eso es todo.

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