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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

Criadas y señoras (12 page)

Cuando me llegó el turno de ir a estudiar a la universidad, Madre lloró como una Magdalena mientras Padre y yo nos alejábamos en la camioneta. Yo, sin embargo, me sentí libre. Estaba fuera de la granja, lejos de toda crítica. Me hubiera gustado preguntarle a Madre: «¿No estás contenta? ¿No te alivia saber que ya no tendrás que andar angustiada por mí todo el día?». Pero Madre parecía abatida.

Fui la persona más feliz en la residencia de novatos. Le escribía una carta por semana a Constantine hablándole de mi cuarto, de las clases, de la hermandad femenina. Como el servicio postal no llegaba a Hotstack, se las enviaba a nuestra casa y tenía que confiar en que Madre no las abriera. Dos veces al mes, Constantine me respondía con cartas escritas en papel de estraza, del que usaba para cocinar. Tenía una letra grande y hermosa, aunque sus renglones se torcían un poco hacia abajo. Me relataba hasta el más mundano detalle de la vida en Longleaf:
«Sigo mal de la espalda, pero ahora son los pies los que me están matando»,
o
«La batidora se me cayó al suelo y empezó a dar vueltas por la cocina. La gata pegó un bufido y salió pitando. No la he vuelto a ver desde entonces».
Me contaba que Padre había pillado un resfriado o que Rosa Parks iba a ir a su iglesia a dar una charla. A veces me preguntaba si yo era feliz y me pedía que le contara detalles de mi nueva vida. Nuestras cartas eran como una conversación de un año, con preguntas y respuestas yendo y viniendo. Una conversación que continuábamos cara a cara en Navidad y en las vacaciones de verano.

Las cartas de Madre eran más escuetas, se resumían en:
«Reza tus oraciones
y
no te pongas zapatos de tacón porque te harán más alta»,
y traían grapado un cheque de treinta y cinco dólares.

En abril de mi último año de carrera, me llegó una carta de Constantine que decía:
«Tengo una sorpresa para ti, Skeeter. Estoy tan emocionada que siento que me voy a desmayar. Pero no me hagas preguntas. Ya lo descubrirás cuando vuelvas a casa».

La recibí muy cerca de los exámenes finales, apenas a un mes de la fiesta de graduación. Ésa fue la última carta que me llegó de Constantine.

No asistí a la fiesta de graduación de la universidad. Todas mis amigas habían dejado de estudiar para casarse y no me parecía lógico hacer conducir tres horas a mis padres para verme subir al estrado, cuando Madre lo que en realidad quería era verme subir a un altar. Los de la editorial Harper & Row no me habían contestado, así que en lugar de comprarme un billete de avión a Nueva York, volví a Jackson en el Buick de Kay Turner, una amiga que estudiaba segundo. Hice el viaje encogida en el asiento delantero, con mi máquina de escribir a los pies y su vestido de novia entre ella y yo. Kay Turner se iba a casar con Percy Stanhope al mes siguiente. Durante tres horas, tuve que escuchar sus dilemas acerca de qué sabor sería el más adecuado para su tarta de bodas.

Cuando llegué a casa, Madre dio un paso atrás para verme mejor.

—¡Vaya! Tu cutis tiene muy buen aspecto —dijo—, pero tu pelo...

Y suspiró, meneando la cabeza.

—¿Dónde está Constantine? —pregunté—. ¿En la cocina?

Como si estuviera dando el parte meteorológico, Madre contestó:

—Constantine ya no trabaja aquí... ¡Venga! Vamos a deshacer estas maletas antes de que te manches la ropa.

Me volví, parpadeando confundida. Pensé que no la había escuchado bien.

—¿Qué has dicho?

Madre se puso más seria y, alisándose el vestido, añadió:

—Constantine se ha ido, Skeeter. Se marchó a vivir con su familia de Chicago.

—Pero..., ¿cómo? En sus cartas no mencionó nada de irse a Chicago.

Sabía que ésa no podía ser su sorpresa. Constantine me habría contado una noticia tan terrible. Madre aspiró profundamente y enderezó la espalda.

—Le pedí a Constantine que no te contara que se marchaba. No podía hacerlo en medio de tus exámenes finales. ¿Qué habría pasado si hubieras suspendido? ¡Dios mío, habrías tenido que repetir curso! Cuatro años en la universidad es más que suficiente.

—Y ella... ¿estuvo de acuerdo? ¿Aceptó no escribirme para decirme que se marchaba?

Madre miró a lo lejos y suspiró.

—Luego hablamos de eso, Skeeter. Ahora ven a la cocina y te presentaré a la nueva asistenta, Pascagoula.

No seguí a Madre a la cocina. Me quedé allí, mirando mis maletas, horrorizada ante la idea de deshacerlas en ese lugar. La casa me resultaba enorme y vacía sin Constantine. Fuera, una cosechadora traqueteaba en un campo de algodón.

Para septiembre, no sólo había perdido la esperanza de recibir noticias de Harper & Row, sino que también abandoné la idea de encontrar a Constantine. Nadie parecía saber nada, nadie me decía cómo podía localizarla. Al fin, dejé de preguntar a la gente si sabían por qué se había marchado. Era como si, sencillamente, hubiera desaparecido. Debía aceptar que Constantine, mi única amiga, me había dejado a merced de esta gente.

Capítulo 6

Una calurosa mañana de septiembre me despierto en la cama de mi infancia. Me calzo las sandalias guaraches que mi hermano Carlton me trajo de México. Son de hombre, ya que, por lo visto, las mujeres mexicanas no calzan un cuarenta y dos. Madre las odia; dice que parecen las zapatillas de un pordiosero.

Con una de las camisas viejas de Padre puesta por encima del camisón, salgo al jardín delantero. Madre está en el porche trasero vigilando cómo Pascagoula y Jameso abren ostras.

—Nunca puedes dejar a un negro y una negra solos sin vigilancia —me explicó Madre hace mucho tiempo—. Ellos no tienen la culpa; simplemente, no son capaces de controlar sus instintos.

Bajo las escaleras para ver si ha llegado al buzón el ejemplar de
El guardián entre el centeno
que pedí por correo. Siempre encargo los libros prohibidos a una distribuidora ilegal de California, suponiendo que si el Estado de Misisipi los prohíbe es porque deben de ser buenos. Cuando llego a la valla de la casa, tengo las sandalias y los pies cubiertos de un fino polvo amarillento.

A ambos lados de la carretera, los campos de algodón están de un verde deslumbrante y las plantas tienen los capullos bien hinchados. Padre perdió la cosecha de la parte de atrás con las lluvias del mes pasado, pero el resto ha florecido sin problemas. Están empezando a aparecer motas marrones en las hojas por efecto del defoliante químico que les acaban de echar. Todavía se percibe en el aire el amargo olor del producto. La carretera está desierta. Abro el buzón.

Allí dentro, bajo la revista
Mujer de su Hogar
de Madre, encuentro una carta dirigida a Miss Eugenia Phelan. En una esquina del sobre, en mayúsculas de color rojo, está escrito: «Editorial Harper & Row». La abro allí mismo y la leo con mi camisón largo y la vieja camisa marca Brooks Brothers de mi padre:

4 de septiembre de 1962

Querida Miss Phelan:

Me he permitido responder en persona a su solicitud de empleo porque encuentro digno de admiración que una jovencita de su edad y sin ninguna experiencia previa se presente a un puesto de editora en una editorial tan reputada como la nuestra. Es mi obligación comunicarle que para un trabajo como éste se requiere un mínimo de diez años de experiencia. Si se hubiera informado un poco sobre el sector lo habría sabido.

De todos modos, como hace años yo también fui una jovencita ambiciosa, me he decidido a escribirle para darle un consejo: diríjase al periódico local de su ciudad y solicite un puesto de colaboradora. En su carta afirma que «disfruta muchísimo escribiendo». Cuando no esté haciendo copias o preparando café para su jefe, mire a su alrededor, investigue y escriba. No pierda el tiempo en cosas fútiles. Escriba sobre lo que le molesta, sobre todo si es algo que a los demás parece no importarles.

Con mucho aprecio,

Elaine Stein

Editora - Departamento de libros para adultos

Bajo los caracteres mecanografiados, hay una nota escrita a mano con letra garabateada en bolígrafo azul:

P.D.: Si se lo toma en serio, estaré encantada de echarle un vistazo a sus mejores ideas y darle mi opinión. Me ofrezco a hacerlo, Miss Phelan, por ninguna razón en especial. Sólo porque hace tiempo alguien hizo lo mismo por mí.

Un camión cargado de algodón traquetea por la carretera. El negro que ocupa el asiento del copiloto asoma la cabeza por la ventanilla y me mira. Me he olvidado de que soy una mujer blanca y estoy en la puerta de casa en camisón. Acabo de recibir una carta, e incluso podría decir que me han dado ánimos, desde la mismísima ciudad de Nueva York. Pronuncio el nombre en voz alta: «Elaine Stein». Nunca antes había conocido a un judío.

Vuelvo apresurada a casa, intentando que el viento no se lleve volando la carta que sujeto en la mano. No quiero que se arrugue. Subo corriendo las escaleras mientras Madre me grita que me quite esas horribles zapatillas de vaquero mexicano. Ya en mi cuarto, me pongo manos a la obra y empiezo a escribir una lista de todas las malditas cosas que me molestan en la vida, sobre todo las que parecen no preocupar a los demás. Las palabras de Elaine Stein son como plata ardiente recorriéndome las venas y tecleo lo más rápido que puedo. Al final, me sale una relación increíblemente larga.

Al día siguiente, estoy lista para enviar mi primera carta a Elaine Stein con una lista de ideas que considero un interesante material periodístico: la pervivencia del analfabetismo en Misisipi; el elevado número de accidentes de tráfico debidos al alcohol en nuestro condado; las escasas oportunidades de trabajo para las mujeres...

Después de echar la carta al buzón, me doy cuenta de que probablemente he elegido las ideas que creo que podrían impactar a esa mujer, pero no aquellas en las que estoy realmente interesada.

Inspiro hondo y empujo la pesada puerta de cristal. Me recibe el femenino tintineo de una campanilla. Una recepcionista no tan femenina me observa. Es enorme, y los mofletes le cuelgan a ambos lados del rostro.

—Bienvenida al
Jackson Journal.
¿En qué puedo ayudarte?

Anteayer, apenas una hora después de recibir la carta de Elaine Stein, llamé al periódico local y solicité una entrevista para cualquier trabajo que quisieran ofrecerme. Me sorprendió que aceptaran recibirme tan pronto.

—Tengo una cita con Mister Golden, por favor.

La recepcionista lleva un vestido que parece una tienda de campaña. Se levanta y camina basculando por su peso a cada paso que da. Intento aquietar mis manos temblorosas. A través de la puerta abierta, veo una pequeña estancia con las paredes de madera. En su interior, cuatro hombres trajeados toman notas en cuadernos y teclean en sus máquinas de escribir. Tienen la espalda torcida, aspecto demacrado y a tres de ellos sólo les queda un poco de pelo en la nuca. En la habitación hay una espesa nube de humo de los cigarrillos que fuman.

La recepcionista reaparece y me indica con el pulgar que la siga, mientras el cigarrillo que lleva en la mano gira en el aire.

—Ven por aquí.

A pesar de los nervios, lo único que me viene a la mente es una vieja regla de la universidad: «Una Ji-Omega nunca fuma mientras camina». La sigo y pasamos junto a las mesas, cuyos ocupantes me observan entre la neblina, hasta llegar a un despacho.

—¡Cierra esa puerta! —grita Mister Golden en cuanto entro en la estancia—. No dejes que entre ese maldito humo.

Mister Golden se pone de pie tras su escritorio. Es unos quince centímetros más bajo que yo, delgado y más joven que mis padres. Tiene unos dientes grandes, expresión burlona y el pelo oscuro y grasiento de un hombre tacaño.

—¿No te has enterado? —dice—. La semana pasada anunciaron que el tabaco puede matar.

—Nunca lo había oído.

Espero que no lo hayan publicado en primera página de su periódico.

—¡Demonios! Conozco a negros de más de cien años que parecen más jóvenes que esos memos que tengo ahí fuera trabajando. —Vuelve a sentarse, pero yo permanezco de pie porque no hay más sillas en el despacho—. Bueno, a ver qué me traes.

Le entrego mi currículo y una selección de artículos que escribí en el instituto. Crecí viendo el
Jackson Journal
siempre en la mesa de la cocina, abierto por la sección de deportes o las páginas sobre el campo, pero pocas veces me entretuve leyéndolo.

Mister Golden no sólo mira mis papeles, también se dedica a corregirlos con un lápiz rojo.

—Editora de la revista del Instituto Murrah, tres años; editora de la revista
Agitación,
dos años; editora en la revista de la fraternidad Ji-Omega, tres años; licenciada en Lengua Inglesa y Periodismo, cuarta alumna de su promoción... ¡leches, jovencita! —masculla—. ¿Tú no te diviertes?

—¿Es... —carraspeo—, es eso importante?

Me lanza una mirada y dice:

—Eres bastante alta, pero supongo que una chica bonita como tú habrá salido con todos los miembros del equipo de baloncesto de la universidad.

Me quedo mirándolo en silencio, sin saber si se está riendo de mí o se trata de un piropo.

—Doy por supuesto que sabes limpiar... —murmura, mientras echa un vistazo a mis artículos y los llena de violentas marcas rojas.

Me ruborizo y de repente siento mucho calor.

—¿Limpiar? No he venido aquí a limpiar, sino a escribir.

Por debajo de la puerta se cuela el humo de tabaco, como si el edificio estuviera en llamas. ¡Me siento tan estúpida por haber pensado que nada más llegar me darían un trabajo de periodista!

El hombre exhala un profundo suspiro y me alarga un grueso archivador lleno de papeles.

—No te preocupes, pequeña, vas a escribir. Miss Myrna nos ha dejado colgados. Se ha debido de beber el bote de laca para el pelo o algo así. Léete estos artículos y escribe las respuestas como hace ella. Nadie notará la diferencia.

—¿Cómo?

Sostengo el archivador porque no sé qué otra cosa puedo hacer.

No tengo ni idea de quién es esa tal Miss Myrna. Le hago la única pregunta segura que se me ocurre:

—¿Cuánto... dijo que pagaban?

El hombre me evalúa mirándome de abajo arriba; comienza por mis zapatos planos y termina en mi soso peinado. Un extraño instinto latente me dice que sonría y me pase la mano por el cabello. Me siento ridícula, pero lo hago.

—Ocho dólares a la semana. Se cobra los lunes.

Asiento con la cabeza, intentando pensar en la manera de preguntarle de qué va este trabajo sin que descubra mi ignorancia.

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