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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

Criadas y señoras (2 page)

Llevo a Mae Mobley a la cocina y la siento en su trona, pensando en dos faenas que tengo que terminar hoy antes de que a Miss Leefolt le dé un ataque: separar las servilletas que han empezado a deshilacharse y ordenar la cubertería de plata en la vitrina ¡Ay, Señor! Tendré que hacerlo mientras las señoritas están aquí, supongo.

Saco la bandeja de huevos rellenos al comedor. Miss Leefolt preside la mesa, y a su izquierda están Miss Hilly Holbrook y su madre, Miss Walter, a quien su hija trata sin ningún respeto. A la derecha de Miss Leefolt se sienta Miss Skeeter.

Ofrezco los huevos a las invitadas, empezando por Miss Walter por ser la más mayor. Aunque hace calor en casa, la mujer lleva un grueso jersey marrón sobre los hombros. Toma un huevo y está a punto de caérsele porque tiene párkinson. Después me acerco a Miss Hilly, quien sonríe y se sirve dos. Tiene la cara redonda como una torta y lleva el pelo, de color marrón oscuro, con un peinado cardado. Su piel es de color aceituna y tiene pecas y lunares. Viste un montón de cuadros escoceses de color rojo y le está engordando el trasero. Hoy, como hace mucho calor, lleva un vestido sin mangas ni cinturón. Es una de esas mujeres que todavía visten como las niñas, con grandes lazos, sombreritos a juego y cosas de ésas. No es mi favorita.

Me acerco a Miss Skeeter, pero frunce la nariz y me dice: «No, gracias», porque no come huevos. Cada vez que tienen partida de bridge se lo recuerdo a Miss Leefolt, pero le da igual, siempre me manda preparar huevos rellenos. Le da miedo que Miss Hilly se moleste.

Finalmente, le ofrezco la bandeja a Miss Leefolt. Es la anfitriona, por eso le toca servirse la última. En cuanto he terminado, Miss Hilly me dice:

—Si se me permite...

Y se hace con otro par de huevos, lo cual no me sorprende.

—No os imagináis a quién he visto en el salón de belleza —comenta Miss Hilly a las otras señoritas.

—¿A quién? —pregunta Miss Leefolt.

—A Celia Foote. ¿Y sabéis qué me ha pedido? ¡Si podía ayudarnos en la organización de la Gala Benéfica!

—¡Qué bien! —exclama Miss Skeeter—. Lo necesitamos.

—Bueno, tampoco tanto. Le dije: «Celia, tienes que ser miembro o colaboradora de la Liga para poder participar». ¿Qué se ha creído ésa que es la Liga de Damas de Jackson? ¿Una fraternidad universitaria en la que puede entrar cualquiera?

—¿No vamos a aceptar donaciones de los que no sean miembros este año? ¿Tanto dinero hemos recaudado? —quiso saber Miss Skeeter.

—Bueno, sí —admitió Miss Hilly—. Pero no iba a decírselo así a ésa.

—No me puedo creer que Johnny se casara con una mujer tan chabacana como esa Celia —comenta Miss Leefolt.

Miss Hilly asiente ante estas palabras con un gesto de la cabeza y empieza a barajar las cartas.

Mientras les sirvo la ensalada de gelatina y los sandwiches de jamón, no puedo evitar escuchar su charla. Las señoritas sólo hablan de tres cosas: sus hijos, sus ropas y sus amigas. Si oigo la palabra Kennedy, sé que no están hablando de política, sino comentando cómo vestía la Primera Dama el otro día en la tele.

Cuando llego a Miss Walter, no se sirve más que medio sándwich.

—¡Mamá! —le grita su hija—, toma otro sándwich. Estás más delgada que un poste de teléfonos. —Miss Hilly mira a las demás señoritas y añade—: ¡Mira que se lo repito! Si esa Minny no sabe cocinar, lo que tiene que hacer es despedirla.

Mis oídos se aguzan al escuchar esto. Están hablando de Minny, la criada de Miss Walter, que resulta que es una de mis mejores amigas.

—Minny cocina bien —replica la anciana Miss Walter—. El problema es que yo he perdido el apetito.

Minny es la mejor cocinera del condado de Hinds, y puede que la mejor de todo el Estado de Misisipi. Cada otoño, cuando hacen la Gala Benéfica de la Liga de Damas, todas las señoritas le piden que prepare diez tartas de caramelo para subastarlas. Debe de ser la asistenta más cotizada del condado. Su único problema es que tiene la lengua demasiado larga. Siempre anda respondiendo a la gente: unas veces al dueño blanco del supermercado Jitney Jungle, otras a su marido y, a diario, a la señorita blanca para quien trabaja. La única razón por la que sigue sirviendo en casa de Miss Walter es porque la señora es sorda como una tapia.

—Creo que estás desnutrida, mamá —le grita Miss Hilly—. Esa Minny no te alimenta para poder robarte hasta el último penique que dejes. —Se levanta refunfuñando y añade—: Voy al lavabo. Vigiladla, no se vaya a morir de inanición.

Cuando su hija ha salido de la habitación, Miss Walter dice muy bajito:

—¡Seguro que te encantaría que me muriera!

Todas hacen como si no hubieran oído nada. Tendré que llamar a Minny esta noche y contarle lo que ha dicho Miss Hilly.

En la cocina, Chiquitina sigue sentada en su trona con la cara manchada de zumo. En cuanto entro, se pone a sonreír. No arma mucho alboroto cuando la dejo sola, sé que se queda tranquila mirando la puerta hasta que vuelvo, pero no me gusta tardar mucho.

Le acaricio la cabecita y vuelvo a salir para servir el té helado. Miss Hilly está de regreso en su silla y ahora parece molesta por otra cosa.

—¡Cuánto lo siento, Hilly! Tendrías que haber usado el lavabo de invitados —dice Miss Leefolt mientras ordena sus cartas—. Aibileen no limpia el otro hasta después de comer.

Hilly levanta la barbilla y suelta uno de sus «¡Ejem!». Tiene este modo tan delicado de aclararse la garganta que atrae la atención de todo el mundo sin que se den cuenta de que lo hace a propósito.

—El lavabo de invitados lo utiliza la criada —dice Miss Hilly.

Durante un segundo, nadie dice nada. Después Miss Walter asiente con un gesto de la cabeza, como si ya se lo explicara todo, y comenta:

—Está mosqueada porque la negra usa el mismo baño que nosotras.

¡Ay, Señor! Esa historia otra vez, no. De repente, todas me miran mientras ordeno el cajón de la cubertería en el aparador. Me doy cuenta de que debo retirarme, pero antes de que me dé tiempo a colocar la última cucharilla en su sitio, Miss Leefolt me lanza una mirada y dice:

—Tráenos más té, Aibileen.

Salgo para hacer lo que me ha pedido, aunque sus tazas están llenas a rebosar.

Me quedo un minuto de pie en la cocina, pero no tengo nada que hacer allí. Debo volver al comedor para poder terminar de ordenar la cubertería. Además, hoy tengo que limpiar el armario de las servilletas que está en el recibidor, justo al lado de donde ahora juegan las señoritas. No quiero quedarme hasta tarde sólo porque Miss Leefolt tenga partida de cartas.

Espero unos minutos sacando brillo a la encimera. Le doy más jamón a Chiquitina, que lo devora rápidamente. Finalmente, salgo al recibidor, rezando para que nadie me vea.

Las cuatro señoritas tienen un cigarrillo en una mano y las cartas en la otra. De pronto, oigo decir a Miss Hilly:

—Elizabeth, si tuvieras la oportunidad, ¿no preferirías que hiciera sus cosas fuera?

Con mucho cuidado, abro el cajón de las servilletas, más preocupada porque Miss Leefolt me vea que por lo que están diciendo. Esta conversación no es nueva. Por toda la ciudad hay retretes para la gente de color, y en la mayoría de las casas, también. Levanto la mirada y veo que Miss Skeeter me está observando. Me quedo paralizada, pensando que voy a tener problemas.

—¡Voy a corazones! —dice Miss Walter.

—No sé —comenta Miss Leefolt, frunciendo el ceño sobre sus cartas—. Con el nuevo negocio en que se ha metido Raleigh y los impuestos cada seis meses... últimamente tenemos que apretarnos un poco el cinturón.

Miss Hilly habla despacito, como si estuviera espolvoreando azúcar glas sobre una tarta:

—Dile a Raleigh que recuperará cada penique que invierta en ese retrete cuando vendáis esta casa. —Asiente con la cabeza, como si quisiera demostrar que está de acuerdo consigo misma—. ¿Os habéis fijado en todas las casas que se construyen últimamente sin lavabos para el servicio? Me parece algo tan peligroso... Todos sabemos que transmiten enfermedades distintas a las nuestras. ¡Doblo la apuesta!

Con toda tranquilidad, recojo una pila de servilletas. No sé por qué, pero de repente me apetece escuchar qué tiene que decir Miss Leefolt a eso. Es mi jefa, supongo que todo el mundo se pregunta qué piensa su jefe de él.

—Estaría bien —contesta Miss Leefolt, dando una calada a su cigarrillo—. Así no tendría que usar el baño de casa. ¡Voy con un tres de picas!

—Precisamente por eso he pensado en una campaña que llamo «Iniciativa de Higiene Doméstica» —comenta Miss Hilly—, como una medida de prevención de enfermedades.

Me sorprende el nudo que se forma en mi garganta. Hace tiempo que había aprendido a controlar este sentimiento de humillación.

Miss Skeeter parece confundida ante la ocurrencia de su amiga:

—La Iniciativa... ¿qué?

—Una propuesta de ley que obligue a todo hogar blanco a tener un cuarto de baño separado para el servicio de color. Se lo he enviado al inspector general de Sanidad de Misisipi para ver si aprueba la idea. ¡Paso!

Miss Skeeter mira enojada a Miss Hilly. Arroja las cartas sobre la mesa y dice con toda naturalidad:

—Igual deberíamos construirte un retrete fuera para ti también, Hilly.

¡Diablos! ¡Qué silencio se hace en la habitación!

—Creo que no deberías bromear sobre el asunto de los negros. Por lo menos, si quieres conservar tu puesto de editora del boletín de la Liga de Damas, Skeeter Phelan —responde Miss Hilly.

Miss Skeeter se ríe, pero puedo sentir que no le ha hecho ninguna gracia el comentario.

—¿Qué vas a hacer? ¿Despedirme por no estar de acuerdo contigo?

Miss Hilly levanta una ceja y dice:

—Haré lo que tenga que hacer para proteger nuestra ciudad. ¡Te toca, mamá!

Me retiro a la cocina y no vuelvo a salir hasta que oigo cerrarse la puerta tras Miss Hilly.

Cuando sé que Miss Hilly se ha marchado, dejo a Mae Mobley en su parquecito y saco la basura porque hoy pasa el camión a recogerla. En la calle, casi me atropella el coche de Miss Hilly y la loca de su madre mientras reculan para marcharse. Las dos mujeres me piden disculpas amistosamente desde la ventanilla. Regreso a la casa, contenta de que no me hayan partido las piernas.

Cuando entro en la cocina, veo a Miss Skeeter apoyada en la encimera con un aire serio en el rostro, más de lo habitual.

—Hola, Miss Skeeter. ¿Quiere que le sirva algo?

Tiene la mirada fija en la calle, donde Miss Leefolt charla con Miss Hilly por la ventanilla de su coche.

—No, sólo estoy... esperando.

Empiezo a secar una bandeja con un paño. La miro por el rabillo del ojo y veo que sigue contemplando con preocupación la ventana. Esta chica no es como las otras señoritas. Es muy alta y tiene los pómulos muy acentuados. Sus ojos azules, alicaídos, le dan un aspecto triste. La habitación está en silencio, con la excepción de la pequeña radio de la encimera, en la que suena la emisora de gospel. Me gustaría que Miss Skeeter se marchase y me dejara hacer mis tareas sola.

—Eso que suena en la radio, ¿es un sermón del predicador Green? —me pregunta.

—Sí, señorita.

Miss Skeeter sonríe.

—Me trae recuerdos de la criada que teníamos cuando era niña.

—¡Oh! Yo conocía muy bien a Constantine.

Ella aparta la vista de la ventana y la dirige hacia mí.

—Ella me crió; ¿lo sabías?

Asiento con la cabeza, deseando no haber abierto la boca, pues sé muy bien lo que le pasó a Constantine.

—He intentado conseguir la dirección de su familia en Chicago —añade Miss Skeeter—, pero nadie sabe decirme nada.

—Yo tampoco la sé, señorita.

Miss Skeeter vuelve a mirar por la ventana al Buick de Miss Hilly. Menea un poco la cabeza y dice:

—Aibileen, esa conversación que hemos tenido antes... Me refiero a lo que ha dicho Hilly...

Tomo una taza de café y comienzo a pasarle el trapo con esmero.

—¿A veces no desearías poder... cambiar las cosas? —me pregunta.

No puedo evitarlo y la miro a los ojos. Es una de las preguntas más tontas que he oído nunca. Tiene una expresión confundida y de disgusto, como si hubiera echado sal en lugar de azúcar en el café.

Me vuelvo y continúo secando los platos, para que no me vea suspirar.

—No, señorita, las cosas están bien como están.

—Pero esa conversación sobre los retretes...

Se corta en la palabra «retretes», pues Miss Leefolt entra en la cocina.

—Ah, estás aquí, Skeeter. —Nos mira a las dos con cierta sorna—. Perdonadme, ¿os he interrumpido?

Las dos nos quedamos calladas, preguntándonos qué habrá escuchado.

—Tengo que irme corriendo —dice Miss Skeeter—. Te veo mañana, Elizabeth. —Se dirige a la puerta, la abre y, antes de marcharse, me dedica un cumplido—: Gracias por la cena, Aibileen.

Salgo al comedor y empiezo a limpiar la mesa de las cartas. Como me suponía, Miss Leefolt viene detrás de mí con su sonrisa de mosqueo. Estira el cuello, dispuesta a decirme algo. No le gusta que hable con sus amigas cuando ella no está presente. Nunca le ha gustado. Siempre quiere saber de qué hablamos. Paso a su lado y me dirijo a la cocina. Siento a Chiquitina en la trona y me pongo a limpiar el horno.

Miss Leefolt me sigue a la cocina, agarra un tarro de Crisco, lo contempla un rato y lo vuelve a dejar en su sitio. Chiquitina estira los brazos para que su mamá la levante, pero Miss Leefolt abre un armario y hace como si no la viera. Después, lo cierra de un portazo y abre otro. Finalmente se queda quieta. Yo estoy de rodillas en el suelo, y llevo tanto rato con la cabeza dentro del horno que parece que estoy intentando suicidarme.

—Parece que Miss Skeeter y tú estabais hablando de cosas serias.

—No, señora. Sólo estaba... preguntándome si quería unas ropas usadas.

Mi voz suena como si estuviera en el fondo de un pozo. La grasa me resbala por los brazos. Huele a sobaco ahí dentro. El sudor no tarda en resbalarme por la nariz, y cada vez que me rasco me dejo un pegote de mugre en la cara. El interior de un horno debe de ser el peor lugar del mundo para estar metida, ya sea para limpiarlo o para que te cocinen. Seguro que esta noche sueño que estoy atrapada dentro y que alguien abre el gas. Pero no quiero sacar la cabeza de este asqueroso sitio, prefiero dejarla aquí antes que tener que responder a las preguntas de Miss Leefolt sobre lo que Miss Skeeter estaba intentando decirme. ¡Figúrate! ¿Pues no me ha preguntado esa mujer si me gustaría «cambiar» las cosas?

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