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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

Criadas y señoras (3 page)

Al poco rato, Miss Leefolt se marcha enfadada y sale al garaje. Supongo que estará pensando en dónde construir mi nuevo retrete para negros.

Capítulo 2

Aunque vivo aquí, nunca me imaginé que la ciudad de Jackson, en Misisipi, tuviera doscientos mil habitantes. Cuando leí este dato en el periódico me pregunté: ¿Dónde se mete toda esa gente?, ¿bajo tierra? Yo conozco a casi todos los de este lado del puente, y también a un montón de familias blancas, y puedo aseguraros que no llegan a doscientos mil ni de lejos.

Seis días a la semana tomo el autobús que cruza el puente Woodrow Wilson para llegar al distrito en el que viven Miss Leefolt y todas sus amigas blancas, un barrio llamado Belhaven. Junto a Belhaven está el centro de la ciudad y el Capitolio, la sede del gobierno estatal. Aunque nunca he entrado, es un edificio muy grande y bonito visto por fuera. Me pregunto cuánto pagarán por limpiar ese lugar.

Más allá de Belhaven, siguiendo la carretera, está el vecindario blanco de Woodland Hills, y después empieza el bosque de Sherwood, con kilómetros de enormes robles llenos de musgo pegado en la corteza. Todavía está sin habitar, pero ahí lo tienen los blancos para cuando quieran mudarse a un sitio nuevo. Luego viene el campo, donde vive Miss Skeeter en la plantación de algodón de Longleaf. Ella no lo sabe, pero yo estuve allí recogiendo algodón en 1931, durante la Gran Depresión, cuando no teníamos nada para comer, sólo el queso que nos daba el gobierno.

Así pues, Jackson es una sucesión de barrios blancos a los que se suman los nuevos vecindarios que van surgiendo a lo largo de la carretera. La parte negra de la ciudad, nuestro enorme hormiguero, se encuentra rodeada de terrenos municipales que no están en venta. Aunque nuestro número aumenta, no podemos expandirnos, y nuestra porción de la ciudad se nos va quedando cada vez más pequeña.

Esta tarde he tomado el bus número 6, que va de Belhaven a Farrish Street. En el autobús sólo hay sirvientas que regresamos a casa con nuestros uniformes blancos. Charlamos y nos reímos en voz alta, como si el vehículo fuera nuestro. Lo hacemos no porque nos dé igual que haya blancos en el autobús (gracias a la señora Parks, ahora podemos sentarnos donde queremos), sino porque somos todas buenas amigas.

Veo a Minny en medio del asiento del fondo del autobús. Minny es bajita y rechoncha y lleva unos brillantes rulos negros. Se sienta abierta de piernas con los gruesos brazos cruzados. Es veinte años más joven que yo. Seguramente podría levantar este autobús por encima de su cabeza si se lo propusiera. Una anciana como yo tiene suerte de tenerla como amiga.

Me acomodo en el asiento de delante de ella, me vuelvo y la escucho. Todo el mundo escucha a Minny.

—... así que le digo: «Miss Walter, al mundo le interesa tan poco su blanco trasero como el mío negro, así que entre en casa y póngase unas bragas y algo de ropa,
por favó».

—¿Estaba desnuda en el porche de su casa? —pregunta Kiki Brown.

—¡Teníais que
habé
visto el trasero de la vieja! ¡Le cuelga hasta las rodillas!

El autobús entero ríe, se carcajea y mueve divertido la cabeza.

—¡Dios mío! Esa
mujé
está loquísima —dice Kiki—. No sé cómo te lo montas
pa
que siempre te toquen las más
chiflás,
Minny.

—Sí, claro, como tu Miss Patterson,
¿verdá?
—responde Minny a Kiki—. ¡Carajo! Si es la que pasa lista en el club de señoritas
zumbás.

Todo el autobús ríe. A Minny no le gusta que hablen mal de su jefa blanca. Sólo ella puede hacerlo. Es su trabajo, y por eso tiene derecho.

El autobús cruza el puente y hace su primera parada en el barrio de color. Una docena de asistentas se baja y aprovecho para sentarme junto a Minny, que me sonríe y me saluda con un golpecito del codo. Después se reclina en su asiento porque sabe que conmigo no tiene que montar el numerito.

—¿Qué tal
to
? ¿Te tocó
planchá
pliegues esta mañana?

Río y asiento con la cabeza.

—Me he
pasao
una hora y media con eso.

—¿Qué le has
dao
hoy de
comé
al grupito de bridge de Miss Walter? Me he
pasao toa
la mañana preparándole una tarta de caramelo a esa tonta, y luego ni la ha
probao.

Esto me recuerda lo que Miss Hilly ha dicho hoy en la mesa. Si fuera cualquier otra blanca, no le habría dado importancia, pero todas queremos saber si Miss Hilly anda detrás de nosotras. No sé cómo sacar el tema.

Miro por la ventanilla y veo pasar el hospital para la gente de color y los puestos de frutas.

—Me pareció
escuchá
a Miss Hilly comentando algo sobre lo
delgá
que se estaba quedando su madre —digo con el mayor tacto posible—. Ha dicho que la ve
desnutría.

Minny me mira.

—Así que eso dice Miss Hilly, ¿eh? —sólo de pronunciar el nombre de la mujer se le han abierto los ojos como platos—. ¿Y qué más dice esa
mujé?

Es mejor que siga y se lo cuente todo.

—Creo que va a por ti, Minny. Intenta...
tené
mucho
cuidao
cuando ella ande cerca.

—Es ella la que debe andarse con ojo cuando yo esté cerca. ¿Qué está insinuando?, ¿que no sé
cociná?
¿Que ese viejo saco de huesos no come porque no la alimento bien?

Minny se levanta, subiéndose el asa del bolso por el brazo.

—Lo siento, Minny. Sólo quería prevenirte
pa
que estés atenta...

—Si se atreve a decírmelo a la cara, se va a
enterá
de quién es Minny —concluye y baja las escalerillas del autobús muy cabreada.

La contemplo a través de la ventanilla mientras se acerca a su casa dando fuertes pisotones. Miss Hilly es alguien con quien no conviene estar a malas. ¡Ay Señor! No tendría que habérselo contado.

Unos días más tarde me bajo del autobús y recorro una manzana hasta llegar a casa de Miss Leefolt. Me encuentro un camión cargado de madera aparcado frente al porche. Hay dos hombres de color en su interior, uno tomándose una taza de café y el otro dormido en el asiento. Paso a su lado y entro en la cocina.

Mister Raleigh Leefolt está todavía en casa esta mañana, algo extraño. Siempre que le veo por aquí parece que está contando los minutos que faltan para poder volver a su trabajo de contable, incluso los sábados. Pero hoy está ocupado con algo.

—¡Ésta es mi maldita casa y pago por todo lo que se hace aquí! —grita Mister Leefolt.

Miss Leefolt intenta mantener la compostura, con esa sonrisa que denota que no está contenta. Me refugio en el cuarto de la lavadora. Han pasado dos días desde que surgió el tema del retrete y pensaba que ya se les había pasado. Mister Leefolt abre la puerta trasera para mirar el camión, que sigue allí, y la cierra de un portazo.

—Mira, no me importa que te pases todo el santo día de compras ni todos tus malditos viajes a Nueva Orleans con tus amiguitas de la Liga, pero esto es el colmo.

—Pero aumentará el valor de la casa. ¡Me lo ha dicho Hilly!

Sigo en el cuarto de la lavadora, pero casi me parece escuchar los esfuerzos que está haciendo Miss Leefolt para conservar su sonrisa de siempre.

—¡No nos lo podemos permitir! ¡Y no vamos a seguir las órdenes de los Holbrook!

Durante un minuto reina el silencio. Después oigo el «pap-pap» de las sandalias de Chiquitina.

—¿Pa-pi?

Salgo del cuarto de la lavadora y entro en la cocina, porque Mae Mobley es de mi incumbencia. Mister Leefolt está arrodillado ante la pequeña mostrándole una sonrisa falsa.

—¿Sabes qué, cariño?

La pequeña le sonríe, esperando una sorpresa.

—De mayor no vas a poder ir a la universidad, pero por lo menos las amigas de tu mamá no tendrán que usar el mismo retrete que la criada.

El hombre se levanta y sale dando un portazo tan fuerte que Chiquitina parpadea asustada.

Miss Leefolt mira a su hija y empieza a mover el dedo amenazante.

—Mae Mobley, ¡sabes que no debes bajarte sola de la cuna!

Chiquitina mira la puerta que su padre acaba de cerrar con violencia y luego a su madre echándole la bronca. ¡Mi pequeña! La pobrecita traga saliva haciendo un verdadero esfuerzo para no llorar.

Me apresuro a subir a Chiquitina en brazos y le digo al oído:

—¡Vamos al salón a
jugá
con el muñeco que habla! ¿Qué dice el burrito?

—Sigue bajándose de la cuna. ¡Esta mañana ya he tenido que devolverla a la cama tres veces!

—Eso es porque alguien necesita que le cambien los pañales... ¿Quién serááá? ¡Mi Chiquitinaaaa!

Miss Leefolt chasquea la lengua y dice:

—No me había fijado.

Y vuelve a mirar por la ventana el camión de las maderas.

Me retiro a la habitación, tan sorprendida que casi me tropiezo. Chiquitina lleva metida en la cuna desde las ocho de la tarde de ayer, ¿cómo no va a necesitar que la cambien? ¡A ver si Miss Leefolt aguantaba doce horas sin ir al baño!

Tumbo a la pequeña en el cambiador, intentando contener mi rabia. Ella me mira mientras le quito el pañal. Estira el brazo y me toca la boca con sus deditos.

—¿Mae-Mo mala? —pregunta.

—No, pequeña, tú no eres mala —le digo, acariciándole el pelo—. Eres buena, muy buena.

Desde 1942 vivo en una casita alquilada en Gessum Avenue. La verdad es que el barrio tiene mucha personalidad. Las casas son pequeñas y los jardines delanteros, todos distintos: unos, llenos de zarzas y sin hierba, como la calva de un anciano; otros, con arbustos de azalea, rosales y espesos y verdes céspedes. El mío, supongo que se queda a medio camino entre unos y otros.

Tengo unas cuantas camelias rojas delante de la casa. En el césped hay algunas calvas y todavía tiene una marca amarillenta en el lugar donde la camioneta de Treelore estuvo aparcada durante tres meses después del accidente. No tengo árboles. El patio trasero sí es bonito, se parece al jardín del Edén. Es donde la vecina de la puerta de al lado, Ida Peek, tiene su huerto.

Ida no puede disfrutar de su propio patio trasero por culpa del montón de chatarra que acumula su marido: motores de coches, frigoríficos viejos y neumáticos. El hombre siempre dice que va a reparar todos esos cacharros, pero nunca lo hace. Por eso le dije a Ida que plantara sus hortalizas en mi patio. Así no tengo que ocuparme de cortar el césped y ella me deja recolectar lo que necesite, con lo que consigo ahorrarme dos o tres dólares por semana. Ida guarda en conserva todo lo que no nos comemos y me da algunos tarros para pasar los meses de invierno: buenos grelos, berenjenas, un montón de ocra y todo tipo de calabazas. No sé cómo se las arregla para que el pulgón no ataque a los tomates, pero lo consigue. Y le salen muy ricos.

Esta tarde está cayendo una buena ahí fuera. Saco un tarro de col y tomate de los que me dio Ida Peek y me lo como con la rodaja que me queda del pan de maíz de ayer. Después me siento a repasar mis finanzas, porque últimamente han sucedido dos cosas importantes: el autobús ha subido a quince céntimos el trayecto y el alquiler a sesenta dólares al mes. Trabajo para Miss Leefolt de ocho a cuatro, seis días a la semana, con los sábados libres. Cada viernes me pagan cuarenta y tres dólares, lo que hace un total de ciento setenta y dos dólares al mes. Eso significa que tras pagar las facturas de luz, agua, gas y teléfono, me quedan siete dólares y cincuenta centavos cada semana para la compra, mi ropa, la peluquería y el cepillo de la iglesia. Sin contar que el giro postal de las facturas me sale por cinco centavos. Mis zapatos de trabajo están tan ajados que parece que se estén muriendo de hambre. Unos nuevos cuestan siete dólares, lo cual quiere decir que tendré que alimentarme a base de col y tomate hasta que me convierta en un conejo. Aun así, debo dar gracias a Dios por las conservas de Ida Peek, pues de otro modo no tendría qué comer.

Suena el teléfono y doy un respingo. Antes de que pregunte quién es, oigo hablar a Minny. Parece que se ha quedado trabajando hasta tarde esta noche.

—Miss Hilly va a
meté
a su madre en un asilo. Tengo que buscarme otro sitio
pa trabajá.
¿Sabes cuándo se va? La semana que viene.

—¡Oh, no, Minny!

—Ya he
estao
buscando. Hoy he
llamao
a diez casas, pero no han
mostrao
el más mínimo interés.

Siento decir que no me sorprende.

—Lo primero que haré mañana será
preguntá
a Miss Leefolt si conoce a alguien que ande buscando una asistenta...

—Un momento —me interrumpe Minny. Escucho de fondo la voz de Miss Walter y luego a Minny gritándole—: ¿Quién se piensa que soy? ¿Su chófer? ¡No la pienso
llevá
al club de campo con la que está cayendo!

Después de robar, lo peor que puedes hacer si trabajas de asistenta es tener la lengua larga. De todos modos, Minny es tan buena cocinando que con eso muchas veces compensa este defecto.

—No te preocupes, Minny. Te encontraremos a alguien sordo como una tapia, como Miss Walter.

—Miss Hilly ha
estao
insinuando que me fuera a
trabajá pa
ella.

—¿Qué? Escúchame bien, Minny —replico, lo más seria que puedo—, prefiero mantenerte yo con mi sueldo que dejarte
trabajá pa
esa bruja.

—¿Pero qué te piensas, Aibileen, que soy un chimpancé atontado? Ya puestas, podría
trabajá
también
pal
Ku Klux Klan, ¡no te fastidia! Además, sabes que nunca le quitaría el trabajo a Yule May.

—Lo siento, Dios me perdone. —Siempre me pongo muy nerviosa cuando está Miss Hilly de por medio—. Voy a
llamá
a Miss Caroline, la de Honeysuckle, a ver si sabe de alguien. También probaré con Miss Ruth, es una
mujé
encantadora, de esas que te rompen el corazón con sus historias. Cuando trabajaba pa ella, limpiaba la casa a
toa
prisa por la mañana
pa podé pasá
el resto del día en su compañía. Su
marío
murió de escarlatina.


Grasias,
Aibileen. ¡Vamos, Miss Walter, cómase estas alubias! Hágalo por mí.

Minny se despide y cuelga el teléfono.

A la mañana siguiente me encuentro con que el camión verde cargado de maderas sigue ahí. Los martillazos ya han empezado y Mister Leefolt no anda hoy por casa. Supongo que es consciente de que ha perdido esta batalla antes incluso de empezarla.

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