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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

Dafne desvanecida (9 page)

Más tarde, en el taxi, descubrí que tenía una erección.

Habíamos quedado en un café de la zona de Ópera a las 11 de la noche, pero el taxista me dejó un poco antes porque aquello era un hervidero de coches. Hacía frío, mucho más que por la tarde, aunque el cielo nocturno se hallaba despejado. No así las calles: coincidí con el final de una función en el Teatro Real y hube de esquivar trajes oscuros, figuras perfumadas y ancianas enjoyadas. La ópera había gustado —era
Las bodas de Fí
garo—. Escuché, al pasar, comentarios de alabanza; también anécdotas: una espectadora no terminaba de enterarse de que Cherubino era una mujer que hacía de hombre que al final hacía de mujer, y se lo explicaban a gritos.

Para mi sorpresa, el café se hallaba casi vacío. Se trataba de un salón art déco recubierto de caoba, con espejos en las repisas de la barra. Sólo había una persona en las mesas (en la barra había tres), y era Musa. Avancé hacia ella boquiabierto.

«Fabulosa», pensé al verla. Rodeada por la oscuridad de la madera, iluminada por la vidriera de las lámparas art déco, parecía la llama de una vela. Toda ella era de color crudo, salvo un fular rojo ocre enroscado al cuello. Llevaba un conjunto de jersey de cuello vuelto, minifalda de algodón, medias opacas largas y zapatos de tacón ancho. Su pelo no había variado: era un casco de cobre adornado con un moño. En la mesa yacía un cigarrillo con boquilla sobre un cenicero transparente, una cajetilla de Gauloises y un vaso de cinzano. Las manos, largas, finas, sensuales, jugaban con un pequeño papel (quizá el sello de la cajetilla); las muñecas ardían de pulseras.

—Siéntese —dijo.

Ocupé la silla que había frente a ella. A oleadas me llegaba su agresivo perfume. Estaba seria, o simplemente pensativa. En el aire cantaba un grupo similar a Los Platters; quizá Los Platters.

—Escuche, lo de esta tarde, yo…

—Fue culpa mía —me cortó—. Tenía que haber aclarado el equívoco. Perdóneme. Es que al pronto creí que ustedes dos se conocían. Me refiero a mi cliente y usted.

Su forma de expresarse, con aquella exacta rapidez, era tan diáfana que estoy seguro de que ahora la cito textualmente. Nada se interponía entre el papel y sus labios: ella hablaba para ser escrita. Supuse cierta deformación profesional.

Volví a disculparme pero no revelé que la había seguido. «Una coincidencia —dijo—, olvidémoslo.» Una coincidencia más. La Bella y la Coincidencia. Nuestra Señora de las Coincidencias. Un camarero, de quien sólo atisbé la barriga y el delantal negro (Musa Gabbler Ochoa era el único espacio que admitían mis ojos) me preguntó qué deseaba, y pedí una cerveza.

—¿Hace esto a menudo? —inquirí—. Lo de quedar con alguien en algún lugar y…

—Siempre que puedo. Es mi trabajo. Los escritores me telefonean, me dicen lo que tengo que vestir, lo que quieren que haga y en dónde, y se dedican a observarme mientras toman notas para sus obras.

Asentí. «Por eso llevaba el vestido negro debajo de la cazadora —pensé—. Era su ropa de trabajo.»

Me miró un instante. Su finísima ceja castaña izquierda se alzó como la hoz de una interrogación. Sus labios en bermellón claro sonreían.

—Pensé que conocías la profesión de modelo de escritor. ¿No has contratado nunca a ninguno?

Le dije que no, aunque, por supuesto, no lo recordaba (y advertí la suavidad con que había empezado a tutearme: para una persona que se expresaba como ella, aquel gesto tenía dotes de caricia). Me explicó que era un oficio bastante reciente, pero, en el fondo, muy antiguo. «Sólo que antes el modelo no era consciente de que lo era», dijo. Se extendió con datos que me revelaron, además, su ingente cultura: a Flaubert le hubiera encantado tener varios —modelos, se refería—, y a Proust también. De hecho, el primero había adquirido un loro disecado para escribir Un
corazón simple.
¿Por qué no una mujer viva para
Bovary? Y
si el autor del
Tiempo perdido
pasaba horas estudiando un rosal con el fin de reflejarlo en su obra, ¿acaso no hubiera deseado disponer de una muchacha inmóvil dentro de su habitación, y observar durante días el laberinto de una mirada o el vaivén de un gesto? «Quien dice muchacha dice cualquier otra persona, incluyendo ancianos y niños —aclaró—. Somos muchos en esta profesión.» Objeté que podía haber cierta artificiosidad en esa manera de proceder. «Bien —dijo ella, y me deslumbró con su sonrisa—, pero la literatura es un artificio, ¿no?» Yo no estaba tan seguro. Musa insistía: las mujeres de las novelas, los hombres de las novelas, ¿qué son, sino figuras convencionales repletas de… repletas de… (dudaba, buscando la palabra)… tópicos? En el fondo, hasta los personajes más verosímiles están creados para entretener. Toda literatura es mentira, y yo debía de saberlo. No como nosotros, que éramos verdad. No como ella, Musa Gabbler Ochoa, y como yo, Juan Cabo, que poseíamos peso, lastre, un equipaje de realidad repleto de… de… nuestras respectivas biografías. «¿Acaso te ves metido en una novela?», me preguntó, iluminando la frase con su dentadura. Reímos, pero no pude evitar replicar que, desde mi accidente, ésa era, expresada con justa exactitud, la sensación que me embargaba.

—¿Que estás metido en una novela? —Abrió de par en par sus enormes ojos.

—Que todo lo que me rodea es ficticio, incluyéndome a mí mismo —declaré—. Como si hubiera nacido hace 35 páginas en vez de hace 35 años.

Hice una pausa y contemplé los arrecifes blancos de mi cerveza.

—O como si yo también fuera un modelo de escritor. —Y levanté la vista para agregar: «Todo se debe a mi amnesia, claro», pero entonces percibí que la expresión de Musa había cambiado. Lanzaba nerviosas miradas hacia la barra.

Seguí la dirección de sus ojos y quedé petrificado. Sentado en un taburete frente a nosotros se hallaba el hombre de la cara fofa. Lo reconocí en seguida, porque llevaba el mismo traje gris de La Floresta. Escribía apresuradamente en un cuaderno que apoyaba sobre la barra, junto a los accesorios de un servicio de té o similar. Todo parecía indicar que había estado allí desde el principio, pero que mis ojos, poseídos por Musa, no se habían percatado hasta ese instante. De improviso alzó la pluma y me devolvió la mirada, imperturbable, sin desafío, con cierta curiosidad profesional, como un pintor contemplaría una puesta de sol o un médico las eflorescencias de una enfermedad de la piel.

—¡Por favor, Juan, no lo mires! —susurró Musa, apurada—. ¡Sigamos hablando como si él no estuviera!… Se trata de un cliente… Es que ahora mismo estoy trabajando, ¿sabes? —Imprimió a su voz un tono lastimero, como queriendo decirme: «Ya lo ves: ésta es la canallesca servidumbre de mi oficio»—. Me llamó por la tarde y me dijo que deseaba una escena en un café, un diálogo entre dos personas: una tenía que ser yo y la otra tú. Pero insistió en que no te dijera nada.

La monstruosidad de aquella declaración me hizo temblar. Musa depositó su bellísima mano sobre la mía.

—¡Finge que no sabes nada, te lo suplico! De lo contrario, me harías perder dinero. —Su ruego era tan perentorio que, con esfuerzo, la obedecí.

—Me he encontrado con él en otra ocasión —dije en voz baja—. ¿Quién es?

Ella no lo sabía. La contrataban muchos escritores anónimos. También ignoraba por qué había exigido mi presencia en la escena. Le pagaban por trabajar sin hacer preguntas.

—Pero no pienses más en él… —Sus finas pestañas descendieron—. Te juro que te hubiera llamado esta tarde de cualquier forma… Ya te dije que tenía que revelarte algo muy importante…

No respondí. Observé de reojo cómo Don Cara Fofa me miraba y escribía. Pensé que quizá estaba anotando: «Juan Cabo observó de reojo cómo
yo lo miraba y escribía».
Inferí las palabras que usaría para narrar mi rostro en aquel instante: «palidez», «temblor de labios», «globos oculares desorbitados»… ¿Quién sería? ¿Por qué se tomaba tanto interés por mí? De buena gana me hubiera levantado para pedirle explicaciones, pero la súplica de Musa me retenía. Fijé la mirada en ella. Su belleza me apresó; sus ojos me encerraron en un paréntesis azul.

—Juan, quería decirte… quería que supieras que…

Titubeó, como si la confesión que iba a hacerme fuera especialmente vergonzosa.

—Juan, la mujer de tu párrafo soy yo.

VIII

El amor es un laberinto

L
a revelación me dejó asombrado.

Sí, habíamos coincidido la noche del 13 de abril en La Floresta Invisible. Ella había llegado antes y me había visto entrar. Me recordaba perfectamente, porque, debido a su trabajo, conocía a casi todos los escritores profesionales. Moño y vestido eran los mismos que llevaba aquella mañana en las oficinas de Neirs. La única diferencia: no se había sentado en la mesa 15. Pero desde mi sitio era perfectamente posible ver su espalda, de modo que no era erróneo afirmar que ella ocupaba «una mesa solitaria
frente a la mía».
Qué coincidencia. Las coincidencias son como el amor y la literatura, igual de absurdas y desatinadas. Las coincidencias son la novela de Dios, que también es escritor, como todo el mundo.

Se había enterado de mi caso a través de Neirs. El detective, a quien ella visitaba regularmente para obtener nombres de futuros clientes, había notado mi asombro al verla al fondo del pasillo. Cuando me marché, le comentó mi problema. Neirs sabía que Musa, debido a su profesión, frecuentaba lugares como La Floresta. «Ya tenemos solapa, Musa: eres tú», le había dicho. Lo único que restaba por aclarar eran los detalles literarios: la repetición de frases, los párrafos posiblemente enmendados, etcétera, pero Neirs sospechaba que todo esto tendría una explicación muy fácil. Le había pedido a la modelo que no me dijera nada todavía, pero ella había decidido quebrantar su voto de silencio.

—¿Por qué? —pregunté.

Entornó los párpados, jaspeados de tonos ocres.

—Porque leí lo que escribiste sobre mí.

Neirs le había mostrado el párrafo de la libreta. Ya podía imaginarme, dijo, ¡había leído tantas cosas sobre su persona!… Estaba acostumbrada a su propia descripción. Pero la sencillez, la espontaneidad de aquellas tranquilas frases
—Me he enamorado de una mujer desconocida—,
aún la fascinaba. No recordaba haber despertado jamás una pasión tan repentina. Y mientras decía esto, su cabeza de cabellos lacados asentía, y sus ojos se licuaban de admiración, y de amor, y de literatura, y de coincidencias.

Yo la escuchaba emocionado. Mi corazón latió voluptuosamente durante los 10 minutos que duró su confesión. Un detalle me agobiaba, sin embargo. Musa parecía considerar el párrafo como una declaración sincera procedente de un alma arrobada. Yo no estaba tan seguro. Quiero decir que era lógico pensar que el 13 de abril yo había sufrido un flechazo al contemplar aquella silueta con olor a perfumería, ojos abovedados de azul grisáceo, busto cimero y voz con matices de alfombra o abrigo de pieles. Un testigo imparcial hubiera elegido a Musa entre mil como protagonista indiscutible de «Me he enamorado de una mujer desconocida». Pero en aquel momento, en aquel preciso momento del café de Ópera, los ecos de mi presunta pasión habían desaparecido. Juro que me esforzaba por volver a experimentarla, por reconocer que el amor no es amnésico y ha de persistir —como la cicatriz de una quemadura— en algún repliegue del alma. Pero, a bote pronto, sólo lograba identificar una erección. Miraba a Musa, escuchaba a Musa, suspiraba y sonreía en simetría con Musa, pensaba: «¡Es ELLA! ¡Por fin!», pero lo único que percibía era que mi pene (que no tiene ojos y no sabe lo que es la literatura) tensaba peligrosamente la bragueta.

Y no podía olvidar a Don Cara Fofa, que seguía mirándome y deslizando la pluma sobre el cuaderno. «Quizá es este tipo quien me impide emocionarme», razoné. Porque él había organizado aquella cita (aunque Musa insistía en que me habría llamado de todas formas), y eso, naturalmente, restaba espontaneidad a la situación. Por si fuera poco, ignoraba si la modelo era sincera. Sin ir más lejos, aquella misma tarde la había visto improvisar una escena de magreos invisibles para un japonés. «Quizá haya recibido instrucciones para mirarme así —pensaba—, o para ejecutar este simple gesto que acaba de hacer ahora con la mano Hasta puede que haya memorizado un guión.» La angustia empezaba a resultarme insoportable. No podía saber si lo que ella me había dicho ya estaba escrito.

—¿Te pica la nariz? —preguntó de repente.

—No. —Detuve mi tic—. Es que estaba pensando.

—¿En qué?

—Me molesta un poco la presencia de ese hombre —dije en voz baja—. ¿No podríamos irnos a otro sitio?

Consultó la hora en su fina muñeca. «No te preocupes —dijo—. Ya terminó el trabajo.» Y como si la hubiera oído, Don Cara Fofa cerró el cuaderno y bajó del taburete.

—Por favor, Juan, no le digas nada. Ni siquiera lo mires. —Musa hospedó mis manos entre las suyas—. Ya terminó todo. El se marchará y nosotros también. No ha sido tan malo, ¿verdad?

Sí, había sido muy malo, pero no quería decírselo. Con el rabillo del ojo espié a Cara Fofa mientras se iba, y hube de hacer verdaderos esfuerzos para ignorarlo. «En otro momento averiguaré lo que buscas de mí», pensé. Desvié la atención hacia los ojos de Musa y vi pura belleza azul pigmentada por los destellos de la lámpara, como el visitante de un acuario asomado al estanque de peces tropicales. Pero sólo eso: belleza. ¿Hasta qué punto hay sinceridad en tu mirada?, me preguntaba. Cuando el hombre desapareció, nos pusimos en pie. Los zapatos de tacón la elevaban a lo inaccesible; yo llegaba un poco más arriba de sus generosos pechos. Los pezones, punzando la tela del jersey, me miraban como ojos vendados.

—Te invito a tomar la última copa en mi casa —dijo mientras recogía el bolso y el tabaco. Pero en vez de caminar hacia la salida se dirigió al fondo del café, hacia unas cortinas rojas.

—Vivo aquí —comentó. Y apartó las cortinas.

Vislumbré el interior de un portal. Subimos en un ascensor casi instantáneo hasta un brillante pasillo con una sola puerta al fondo, de color violeta. Sus tacones se hundieron en el felpudo de la entrada. El piso olía a perfumes encerrados. Las paredes, de colores chillones, estaban horadadas de nichos con figuras. El sofá parecía la mesa; la mesa, de espumillón rosado, semejaba la almohada. Las cortinas de papel mostraban un dibujo a tinta china de Picasso sobre toros y minotauros. Musa las descorrió electrónicamente. Refulgió bajo la noche el resplandor horizontal de la Plaza de Oriente.

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