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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Demonio de libro (22 page)

Entonces el demonio guerrero se volvió y miró a través de la ventana al interior del taller. Incluso para alguien como yo, que había visto montones de enemigos con formas estrafalarias merodeando por la basura del Noveno Círculo, aquel demonio resultaba especialmente horrible. Tenía los ojos del tamaño de naranjas que le sobresalían de unos pliegues de carne color rojo intenso. Su inmensa boca era un túnel repleto de dientes afilados como agujas entre los que emergía una serpenteante lengua negra con la que lamía el cristal. Sus enormes y ganchudas garras, que todavía chorreaban luz del último ángel que habían masacrado, golpeaban el cristal.

Los empleados de Gutenberg perdieron el control y se desató el pánico. Algunos cayeron arrodillados rezando oraciones al Cielo; otros buscaron armas entre las herramientas que usaban para ajustar la prensa cuando esta se ponía testaruda.

Pero ni las oraciones ni las armas sirvieron para evitar la mirada de aquella criatura, ni para apartarla de la ventana. Aplastó su cara contra el imperfecto cristal y dejó escapar un sonido tan estridente que hizo vibrar la ventana. Entonces el cristal se quebró, se hizo añicos de repente y los fragmentos salieron disparados por el taller. Varios trozos de cristal, impregnados de baba de demonio, estaban ahora bajo su control y volaron con una precisión infalible hasta derramar sangre por el taller. Uno de los pedazos más grandes se dirigió al ojo del hombre calvo; otros dos rebanaron las gargantas de los dos hombres que se encargaban de las letras. A lo largo de los años había presenciado tantas muertes que ya no experimentaba emoción alguna ante escenas como aquella. Pero para los testigos humanos aquello suponía una invasión de horrores en un lugar en el que habían sido felices y aquella violación les hacía proferir gritos de dolor e ira frustrada. Uno de los hombres que aún seguían ilesos acudió a ayudar a la primera de las víctimas del demonio, el del ojo atravesado por el cristal. Ignorando el peligro que representaba la proximidad del asesino, el hombre se arrodilló y sostuvo en su regazo la maltrecha cabeza de su compañero. Mientras tanto recitaba con calma una sencilla oración que el moribundo, entre tics y espasmos, reconoció y trató de recitar con él. La tierna tristeza de aquella escena repugnó visiblemente al demonio, que empleó su mirada saltona para examinar todos y cada uno de los fragmentos de cristal que habían quedado suspendidos en el aire por sus poderes hasta seleccionar uno que no era ni el más largo ni el más grande, pero cuya forma denotaba fuerza.

Utilizó su poder para dirigir la punta hacia el techo y el cristal se elevó obedientemente. Mientras ascendía, se giró de modo que el extremo más afilado apuntaba hacia abajo. Supe lo que venía a continuación y quise formar parte de ello. El fragmento estaba justo sobre el hombre que se había arrodillado para arropar a su colega herido en su regazo. Ahora era él quien estaba a punto de morir. Agarré a la llorosa víctima por el cabello y volví su rostro hacia arriba justo a tiempo para que viera cómo la muerte se le venía encima. No tuvo siquiera tiempo de liberarse de mí: el cristal acuchilló su mejilla empapada en lágrimas, justo por debajo del ojo izquierdo.

El poder del demonio no había conseguido clavar el arma muy adentro, pero yo sabía que si había un momento para demostrar mi devoción por la infamia impenitente, era aquel. Sujeté la cabeza de aquel hombre contra mi estómago, agarré la esquirla de cristal sin preocuparme de que me cortara la mano y la hundí por completo en su rostro. Sus sollozos de dolor se convirtieron en gemidos de agonía mientras yo clavaba el grueso cristal bajo su ojo y empujaba su globo ocular hasta hacerlo saltar de su cuenca. Quedó colgando perezosamente del sangriento agujero que lo había alojado hasta entonces, aún sujeto por un hilillo de nervios enmarañados. Presioné la hoja contra la carne de sus sesos mientras disfrutaba de lo lindo con la música de su sufrimiento: los sollozos, los fragmentos de oración que profería, sus súplicas de clemencia. Huelga decir que estas últimas fueron desoídas tanto por mí, su torturador, como por el amante Dios en quien había puesto sus esperanzas.

Me incliné sobre él mientras removía la hoja en su sesera y le hablé. Sus gemidos se desvanecieron. A pesar de su agonía, todavía contaba con su atención:

—Soy de la demonidad —le dije—: el enemigo acérrimo de la vida, el amor y la virtud. No hay forma de negociar conmigo, no hay esperanza alguna para ti.

El hombre se las arregló para dominar las convulsiones de su mutilado rostro durante el tiempo suficiente para decir:

—¿Quién?

—¿Yo? Todos me conocen como señor…

—Botch —me interrumpió el arzobispo—. Te llamas Botch, ¿verdad? Es una palabra inglesa que significa «ruina», «desastre», «algo carente por completo de valor».

—Deberías tener cuidado, cura —dije mientras sacaba una porción considerable de materia gris y la arrojaba al suelo del taller—. Estás hablando con un demonio del Noveno Círculo.

—Mira cómo tiemblo —respondió el arzobispo, absolutamente indiferente a mi afirmación—. ¿Haces algo más aparte de atormentar a los muertos?

—¿Muertos? —Bajé la cabeza y comprobé que, en efecto, mi agonizante víctima había muerto durante el breve espacio de tiempo que yo había pasado hablando con el arzobispo. Dejé caer el cadáver y resbaló por las baldosas del suelo.

—¿Esa es tu idea del placer, demonio? Me puse en pie mientras me limpiaba la sangre de la ropa.

—¿Por qué ibas a estar interesado en mis placeres? —pregunté al arzobispo.

—Debo conocer cada una de las tretas del Infierno si quiero proteger a mi rebaño de vuestras depravaciones.

—¿Depravaciones? —repetí mirando a Quitoon—. ¿Qué te ha contado?

—Que te introdujiste en el útero de mujeres que estaban a unas horas de dar a luz y aterrorizaste a sus hijos hasta la muerte antes siquiera de que pudieran ver el cielo.

Sonreí.

—¿Hiciste eso, demonio?

—Lo hice, vuestra excelencia ilustrísima —respondí, sonriendo lo mejor que mi maltrecho rostro me permitía—. Fue mi sodomítico amigo Quitoon quien me lo sugirió. Dijo que debería estar dentro de una mujer al menos una vez en mi vida. Pero eso fueron nimiedades. Una vez, con un manual de magia negra y las entrañas de su dueño resucitamos a todos los cadáveres de un cementerio de Hamburgo y luego visitamos a cada uno de los muertos de la Tierra para decirles uno por uno que el fin del mundo estaba a punto de llegar y que debían salir de sus tumbas inmediatamente (habíamos abierto la tierra para hacérselo más fácil) y bailar. Bailar y cantar, por muy corrupto que fuese su estado.

—¿La danza de los muertos de Hamburgo fue cosa vuestra?

—Sí, desde luego. —Ahora sonreía tanto que me dolía—. ¿Has oído eso, Quitoon? ¡Sabe lo de Hamburgo! ¡Ja!

—No hay triunfo alguno en obscenidades tan detestables —rugió el arzobispo—. ¡Eres tan repugnante en alma como lo eres en cuerpo! Odiosa, asquerosa carroña. Eso es lo que eres. Eres menos que un gusano en los intestinos de un perro.

Pronunciaba su recto discurso con gran vigor, salpicándose los labios de baba. Pero había algo en él que resultaba forzado y falso. Miré a Hannah, luego a Gutenberg y finalmente a Quitoon. De los tres, el único con aspecto de creyente era Gutenberg.

—¡Reza, Hannah! —decía—. Y agradece al Señor Dios que tengamos aquí al arzobispo para protegernos.

Gutenberg volvió la espalda a la ventana a la que el demonio seguía aferrado, ya que al parecer la presencia del arzobispo le bloqueaba la entrada, se dirigió a la pared que había tras la prensa y cogió una sencilla cruz de madera. Si la habían colgado allí para proteger a los hombres que trabajaban en la prensa, no había funcionado demasiado bien; la prueba de ello se extendía en torno a los pies del impresor. Pero Gutenberg aún parecía tener fe en su eficacia.

En cuanto descolgó la cruz de la pared se produjo una explosión de violentos sonidos que procedían de todas las direcciones: cristales que se quebraban, madera que se astillaba, bisagras que eran arrancadas de los marcos de las puertas y cerrojos que se hacían pedazos en las ventanas. La casa se sacudió y los cimientos bramaron. Un estruendo parecido al de un trueno de verano estalló detrás de mí; eché un vistazo a la habitación y vi que una irregular grieta negra, como si fuese un rayo que acompañase al trueno, había aparecido en la pared que había tras la prensa. Al instante arrojó más pequeños rayos que corrían en todas direcciones, algunos atravesando el techo y otros cayendo sobre el suelo y levantando un halo de polvo de yeso mientras reducían la habitación al caos.

El polvo me hizo sentir como si tuviera trocitos de cristal bajo los párpados. Los ojos me escocían y se me saltaron las lágrimas. Traté de contenerlas pero se resistían y corrían por mis mejillas. Aquella era la clase de cosa por la que a Quitoon le gustaba burlarse de mí.

—¿Te encuentras bien, señor B.? —me preguntó, como si se preocupase realmente por mi bienestar.

—¡Nunca he estado mejor! —le espeté.

—¡Pero mira cómo se te caen las lágrimas, señor B.!

—Es por el polvo, Quitoon —respondí—, ya lo sabes.

En ese momento, Hannah, a la que su marido había enviado a por comida y bebida para sus invitados y que sin embargo había vuelto con las manos vacías y acompañada por Quitoon, comenzó a hablar, pero no había nada en su voz que recordara a la frustrada aunque obediente
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que me había parecido cuando la conocí.

Era algo totalmente distinto. Sus ojos hundidos estaban clavados en el genio al que había protegido, y tenía los brazos abiertos. Durante un milagroso momento pareció que toda la habitación (cada fragmento de yeso que caía desde el techo trazando espirales y cada mota de polvo que se elevaba del suelo, cada mirada y cada latido de corazón, cada reflejo procedente de las letras de plomo desparramadas y de la prensa) era atraída hacia ella.

¡Alas! Parecía tener alas, unos exquisitos arcos de luz y polvo que se elevaban por encima de su cabeza. ¡Qué disfraz tan perfecto había elegido aquel ángel para proteger al hombre destinado a hacer algo de tal importancia! Se había casado con él para así vigilar de un modo inocente al genio de Gutenberg, al menos hasta que su gran obra estuviese lista y se girase la llave de la puerta de la historia.

No estaba seguro de que nadie más en aquella habitación estuviese viendo a Hannah como yo la veía. Sospeché que no, porque no hubo reacción alguna, ni un solo murmullo de asombro por parte de aquellos a quienes aún les latía el corazón.

—¡Quitoon! —grité—. ¿La ves?

En cuanto acabé de pronunciar esas palabras, la presencia del ángel Hannah se apoderó de mis torpes palabras y las convirtió en hebras de incandescencia nacarada que salían de mí interpretando una chamánica danza del vientre con la que celebraban su transformación de la pesada carga de la particularidad a la normalidad cósmica.

¡Demonios! Qué forma tan mediocre tiene el lenguaje de describir su propia muerte; las opciones son penosamente escasas cuando se trata de encontrar las palabras para expresar su propia destrucción. Estoy a punto de quedarme en silencio a falta de las palabras adecuadas.

En silencio. ¡Ja! Tal vez esa sea la respuesta. Tal vez debería parar de llenar las ondas con apestosas lecciones de palabras podridas que nunca se asimilan ni se comprenden. Tal vez el silencio sea la forma definitiva de rebelión; la señal verdadera de nuestro desprecio por la embustera bestia de lo alto. Después de todo, ¿las palabras no le pertenecen a él? ¿No dice eso en el evangelio que escribió el discípulo Juan (y que para mí tiene más credibilidad que los demás porque me parece que sentía por su Jesús lo que yo sentía por Quitoon)? Él comienza su relato sobre la vida de su amado diciendo:

«Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la palabra era Dios».

La palabra era Dios…

¿Lo ves? El silencio es todo lo que nos queda. Es nuestra última y desesperada oportunidad de rebelarnos contra quien tiene la Palabra.

El problema, tenga Dios las Palabras o no, es que son todo lo que tengo para contarte lo que queda. Hay un secreto por revelar y no puede hacerse con silencio. Ahora mismo nos encontramos en ese brete: unas cuantas páginas para ti y unos cuantos pasos para mí.

¿Creías que había olvidado aquella pequeña amenaza mía?

Huy, no, no, no; me he estado acercando todo el tiempo. Podría acabar con todo esto ahora mismo, con un solo…

Lo haría con rapidez. Tengo unos dedos largos y huesudos, mira, y mis garras están tan afiladas como el dolor. Te los clavaría alrededor del cuello (diez dedos afilados) con tal fuerza que se entrecruzarían en tu garganta.

Desde luego que lucharías. Todos los animales lo hacen, incluso cuando están perdidos. Si observas a un búfalo atrapado por un cocodrilo, verás que pateará y sacudirá sus pezuñas de hierro, con los ojos prácticamente en blanco, y seguirá pateando y sacudiéndose incluso cuando el reptil lo muerda por segunda vez y tenga todo el cuello de la bestia entre sus fauces. Incluso entonces, cuando ya no le queda ni una mínima esperanza.

Como si tú la hubieras tenido alguna vez.

Pobre pasapáginas.

En cierto modo me alegro de que hayas elegido leer y morir, porque siento que debo deshacerme de la carga que me supone todo lo que sé, así que ahora puedo hacerlo de una vez por todas. Entonces podré echarme en algún lugar cómodo y soñar que regreso a la explanada de Josué, pero que la gente se ha ido y el miedo se ha ido con ella, junto con el olor a hombre quemado. Y Quitoon yacerá a mi lado y volverá a crecer la hierba en el barro que nos rodea, mientras salen las estrellas…

Pero antes de nada, el secreto. Lo que te voy a contar es algo importante, el tipo de cosa que podría cambiar el mundo si el mundo escuchase.

Pero no. Los anillos de las manos de los papas son, con el paso de los años, cada vez más grandes y lustrosos, y la saliva de los labios de los hombres que besan dichos anillos (hombres que gobiernan de puertas para afuera manejados por titiriteros que permanecen en las sombras) se vuelve cada vez más tóxica y es convertida en veneno puro por las mentiras e intrigas que profieren.

Así que, ya sea yo quien conozca el secreto o ya seas tú, en realidad no importa. No cambiará nada. Tú solo deja que me deshaga de la carga que para mí supone el secreto; luego puedes quemar el libro y obtendremos lo mejor de ambos mundos, ¿no es cierto?

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