Read Diplomático en el Madrid rojo Online

Authors: Félix Schlayer

Tags: #Histórico, otros

Diplomático en el Madrid rojo (3 page)

El lunes, temprano, estaba decidido a salir para Madrid con el fin de orientarme. El aspecto de la carretera había cambiado totalmente. Ya en el primer pueblo, estaba cortada por una gran multitud de trabajadores del campo con escopetas de caza, que me desaconsejaron la continuación de mi viaje a Madrid, dado que todos los que, hasta entonces, habían pasado para allá se habían tenido que volver porque no les dejaban continuar. Al insistir, exponiendo la necesidad que tenía de llegar a mi Consulado, me acompañaron, con gran cortesía, —porque me conocían personalmente—, al Ayuntamiento, donde me facilitaron un salvoconducto para trasladarme libremente a Madrid, en viaje de ida y regreso. En el pueblo siguiente, vuelta a lo mismo, estaba cortada la carretera por trabajadores armados, detrás de los cuales se habían juntado cantidad de automóviles, a los que se había impedido continuar su camino. Estos trabajadores eran mucho más «rojos» que mis campesinos y me declararon que el salvoconducto les tenía sin cuidado, puesto que los de allá arriba nada tenían que mandarles a ellos. Estaba claro que les proporcionaba mucha satisfacción hacer valer sus viejas escopetas de caza.

Yo les expliqué, entonces, que ellos tampoco tenían por qué darme órdenes a mí, ya que yo era cónsul de Noruega y tenía, por tanto, libertad para trasladarme de un lado a otro, y estaba decidido a seguir hasta Madrid.

Éste era el primer choque que tenían con una potencia extranjera. No estaban aún muy seguros de sus nuevos poderes, se quedaron pensativos y prefirieron pactar con lo desconocido. Con miradas severas para los compañeros que no estaban conformes de que continuara mi camino, dijeron que podía seguir viaje a Madrid bajo mi propio riesgo, pero que pronto tendría que volver porque, seguramente, más abajo no me dejarían pasar.

En los pueblos siguientes se repitió la historia otras tres veces, pues el celo revolucionario había impulsado a la gente a montar semejante barrera armada, cada cincuenta metros. Blandían, en cada ocasión, sus escopetas, con las mismas pretensiones, dándose importancia y procurando imponer su voluntad. Pero, a pesar de todo, no lo consiguieron; yo continuaba conduciendo y aconsejándoles que no hicieran el ridículo con su exagerado montaje de seguridad.

Una vez más, tuve que habérmelas con el excesivo celo de tales hordas campesinas, especialmente al aparecer algunas jovencitas que ponían sus pistolas, con el seguro quitado, delante de mis narices, por lo que me vi obligado a recomendarles drásticamente un lugar más apropiado para guardarlas.

Finalmente, salvando todos los obstáculos, llegué a la «Puerta de Hierro», plaza de la que arranca una hermosa avenida que conduce a Madrid. Allí me encontré, por primera vez, con la autoridad oficial del Estado, representada por unos cincuenta policías uniformados. Estaban sentados tranquilamente en los bancos de un café; a la orilla de la plaza y, en contra de lo que me habían vaticinado en todas partes, no parecieron excitarse lo más mínimo al acercarme yo. Nadie hacía gestos aparatosos para que me detuviera, de modo que lo hice voluntariamente y, al policía sentado más próximo, le pregunté si se podía llegar en coche al centro. Dijo que eso sólo lo podría hacer bajo mi propio riesgo porque las circunstancias no eran precisamente de paz, pero que me fuera por la izquierda, en dirección a la Castellana, ya que si continuaba derecho, iba a dar con el Cuartel de la Montaña al que estaría ya disparando la Artillería. Todos los demás coches que habían llegado se habían vuelto atrás.

Me dirigí, pues, hacia la izquierda y, al poco tiempo, me vi en las calles de Madrid. ¡Allí si que se armó! Los guardianes voluntarios de la seguridad, que se habían pertrechado con toda clase de «armamento» metálico, incluidas las llaves de la casa, me consideraban presa apetitosa, al ser mi coche el único que rodaba por Madrid. Cada uno de ellos intentaba probar fortuna, dándome el alto, con su ademán autoritario, pero ante mi enérgico «¡Cónsul de Noruega!» les desilusionada muchísimo, no sabían cómo encajar esa contraseña tan mágica que debía de ser muy importante a juzgar por la soberana naturalidad con que yo se la lanzaba vociferando. En cuanto a lo que era «Noruega», por supuesto que no lo sabían y, al ver que yo seguía, sin más, mi camino, no dejaban de mirarme con cierto asombro.

Finalmente, llegué a mi oficina, donde comprobé que todo estaba cerrado y que allí no trabajaba nadie. Las calles estaban completamente vacías de gente, si se exceptúa la presencia de esos vigilantes tan celosos que en algunos casos, sin embargo se mostraban francamente amenazadores; en una ocasión fue necesaria la enérgica oposición de unos de ellos, más razonable que los demás, para impedir que disparan contra mi coche.

Rendición del General Fanjul.

Entretanto, el tono había subido hasta ponerse al rojo vivo con la toma del, antes mencionado, Cuartel de la Montaña. En él se había encerrado el General Fanjul, con el propósito de dirigir la sublevación en Madrid, con un regimiento de Infantería, y unos cuantos miembros de Falange Española. El ataque, por parte de algunas compañías de la Guardia Civil, junto a una masa popular apenas armada, y unos pocos disparos de Artillería de Campaña, le movieron a rendirse. ¿Fue falta de decisión o miedo a sus propios soldados que, al parecer, no eran de fiar, lo que le impidió apoderarse de Madrid mediante un ataque enérgico?

Semejante éxito se le subió a la cabeza al Gobierno y también a la población obrera. Las importantes existencias de armas que guardaban éste y otros dos cuarteles, en los que asimismo se habían encerrado tropas que luego se rindieron, pasaron, sin apenas resistencia, a manos de pueblo. Ésa misma mañana, en la escalera de la casa de un amigo, me encontré con un joven de dieciséis años que traía un fusil koppel, completamente nuevo, con la cartuchera llena, así como dos pistolas nuevas de carga automática y, al preguntarle dónde había sacado todo eso, me contó que después de la rendición del Cuartel de la Montaña había ido allí y las había cogido. Cualquiera podía llevarse lo que quería y cuánto quería. A partir ese momento es cuando el populacho de Madrid adquirió conciencia de la clase de poder que le había caído en suerte.

Allí, en el Cuartel de la Montaña fue donde por vez primera comenzaron los asesinatos, en los que participaron personas que hasta entonces nunca hubieran pensado en ello. Allí se reveló ya la falta total de autoridad estatal. El populacho que entró tras la rendición, dominaba la situación, y disparaba o perdonaba la vida, a su albedrío.

El imperio de la casualidad como destino, que después habría de generalizarse tanto, fue allí donde se instauró primero. El que caía en manos de un principiante de buenos sentimientos, aún sin malear, se le veía saludar y abrazar como a un «hermano liberado». Pero al que tenía la mala suerte de dar con trabajadores envenenados de fanatismo, se le ponía en fila contra la pared en el patio del cuartel. Un testigo presencial me contó que unos doscientos de los que se rindieron, yacían muertos, alineados, y mezclados los civiles con los militares; lo que no puedo asegurar es, si los oficiales que yacían en el cuarto de banderas, perdieron la vida asesinados o suicidándose.

En aquella mañana y, con este episodio del Cuartel de la Montaña, quedó decidido el destino de España: la guerra civil, en toda su aterradora extensión, ya que, si quien estaba comprometido en el mando del sector militar de Madrid, en lugar de encerrarse en los cuarteles, se hubiera atrevido a dar un audaz golpe de mano y apoderarse de la ciudad, tal como lo estaba haciendo el General Queipo de Llano en Sevilla, se hubiera sofocado en embrión la resistencia roja, puesto que sin Madrid, y por tanto sin la España central y, sobre todo, sin el oro atesorado en el Banco de España, quedaba excluido cualquier tipo de organización roja capaz de englobarlo todo.

Se arma el populacho.

El nuevo gobierno, con notable falta de sensatez, entregó las armas y, con ellas, la autoridad. Al contrario que Martínez Barrio, que no se atrevía a armar al pueblo, El nuevo presidente del Consejo de ministros, Giral, farmacéutico de Madrid, dejó libre el campo al pueblo para que sin más control, lanzando un llamamiento en el que exhortaba a todos a empuñar las armas, hicieran uso de ellas sin escrúpulos. Además de los cuarteles, se saquearon todas las armerías y, también, el mismo día, se abrieron las puertas de las cárceles a los presos comunes, a los que se les liberó como a «hermanos», porque en ese momento se necesitaban los locales para los disidentes políticos. Se empezaron a quemar iglesias y conventos y a echar de allí a sus moradores. A algunos se les asesinó, con el pretexto de que, desde esos edificios se había disparado contra el pueblo. Empezó el terror, pero los hombres, adultos y jóvenes, que se paseaban por las calles con sus armas recién «adquiridas», se consideraban a sí mismos como guardianes de un determinado «orden», al estilo de una especie de «policía política». Toda la gente decente permanecía escondida en sus casas. Todavía no les pasaba nada; la primera «furia» descargaba en conventos e iglesias. Las calles, aún vacías por las mañanas, las llenaba el populacho a mediodía. Los tranvías no funcionaban, sólo circulaban algunos coches aislados, a toda marcha, con gente armada a bordo, que sintiéndose importantes y con marcado desprecio de las normas de trafico, transitaba a gran velocidad por las calles. Mi regreso, sin embargo, lo hice sin incidentes, porque mi chófer, que había aparecido entretanto, llevaba, sin más, su carnet socialista en la mano enseñándolo por la ventanilla, con lo que llegamos, libres ya de todo acoso, al límite de la ciudad. Desde allí, conduje, sólo, hasta mi casa, con la ventaja de que la desconfiada guarnición que custodiaba la carretera conservaba el recuerdo de mi aparición de la mañana. Mi regreso les convenció de que yo no era un fugitivo que iba a reunirme con los «militares», y me dejaron pasar.

La «soberanía» del pueblo.

Por entonces empezó la era de la «soberanía del pueblo». Y con ello fue descubriendo lentamente los fabulosos derechos que se le habían adjudicado. Sus maestros, fueron sobre todo, los delincuentes comunes a los que se les había regalado la libertad. Éstos no se sentían, en absoluto, intimidados por las «especulaciones» burguesas acerca de «lo mío» y «lo tuyo» y su concepto de la libertad pronto encontró multitudes de adeptos. «¡U.H.P. (Uníos hermanos proletarios!)» se convirtió en una especie de contraseña sustitutoria del pago. Cualquier «san
culotte
» que llevara uno de los abundantes revólveres repartidos o robados, apaciguaba a sus acreedores con esa contraseña encantada y, cuando la misma resultaba insuficiente, le ponía la boca del revólver delante de la suya.

A un restaurante alemán, en el que yo comía a mediodía, le tocó de repente, en lugar de su clientela habitual, perteneciente a la buena burguesía, la afluencia de docenas de ésos héroes del revólver. Estos solían ser muy estrepitosos, porque no les parecía suficientemente bueno el plato del día y exigían otras opulencias, para acabar pagando con un ¡U.H.P! pronunciado con aire triunfalista. Esto ocurría así, hasta el punto de que, más de una vez, estando el comedor lleno, era yo el único que pagaba. Ante el afligido patrón, cuando ese se atrevía a protestar, se hacían pasar por mandos de las «formaciones» más increíbles y, si ello resultaba infructuoso, le amenazaban en última instancia, con el revólver. El hombre tuvo la suerte a los pocos días, de poder clavar en su local el texto de una resolución adoptada por la Embajada alemana, en virtud de la cual se le ordenaba que lo cerrara, con el fin de evitar su ruina o su asesinato. Los patrones de la hostelería española tuvieron que aguantarse y mantener durante muchas semanas ese tipo de «explotación» de su negocio, bajo amenazas de muerte. Entre ellos, algunos cayeron a tiros, delante de sus locales, por haber provocado, de alguna manera el disgusto de su «noble clientela».

Terror en la carretera.

En mi diario ir y venir entre la sierra y la ciudad, iban disminuyendo poco a poco los obstáculos, ya que los hombres me iban conociendo y, desde lejos, me hacían señas con sus fusiles para indicarme que no necesitaba pararme. Pronto me acostumbré tanto, que ya no me preocupaban. Por eso, un día, me quedé muy asombrado al ver que uno, con ademanes descompuestos, salía de detrás de su parapeto, apuntaba con su arma a mi coche, que ya pasaba de largo, y me echaba el ¡alto!, vociferando furibundo. Me detuve, asomé la cabeza y le pregunte a gritos lo que quería. Entonces, bajó el fusil y gritó en tono amistoso, sonriendo: «¡anda, perdone Ud., no le había visto el bigote!».

Pronto, sin embargo, iba a cambiar el aspecto, hasta entonces inofensivo, de mi carretera y adquirir ésta características nuevas y crueles. Una mañana yacía muerto a tiros, al borde de la misma, cerca de Madrid, un joven bien vestido. Este primer contacto con la violencia arbitraria, me irritó tanto, que acudí a la autoridad más próxima para denunciar el hecho. Se me respondió, fríamente, que ya había salido una ambulancia para recogerlo. Lo único que, en ese momento, parecía importante era su desaparición. Del autor del homicidio nadie se preocupaba. Todavía no sabía yo, que ya desde los primeros días, en todo el extrarradio de Madrid, lo más natural era la búsqueda y recogida de los asesinados en la madrugada. Pero ahora, le tocaba a mi carretera, —que cruzaba la Casa de Campo, extenso parque que antes pertenecía a la familia real—, ser el escenario de asesinatos a gran escala. Allí se habían abierto zanjas en las que todas las noches, los así llamados «milicianos», gente del pueblo armada o delincuentes, arrastraban a personas, arbitrariamente sacadas de sus hogares; los juzgaba un «Tribunal», compuesto por media docena de malhechores, entre los que también había mujeres, e inmediatamente se les fusilaba. Se aprovechaban estas ocasiones para registrar a fondo los hogares y sacar de ellos «para el pueblo» cuanto encontraban, si tenían algún valor. Semejante robo organizado, agravado por el asesinato, alcanzó, a las pocas semanas, tal nivel de escándalo que, una noche, se juntaron unos cuantos guardias veteranos y mataron, también a tiros, al propio «Tribunal». A continuación, el Gobierno mandó cerrar la Casa de Campo, pero, aparte de esto, no emprendió acción alguna para poner coto a los demás crímenes. En mi carretera, yacían ahora toda las mañanas, en posturas terroríficas y con los rostros horriblemente desfigurados, dos, cuatro, seis personas, juntas o desperdigadas muertas por armas de fuego, cadáveres reveladores de todo el horror de tales escenas nocturnas.

Other books

When Darkness Falls by John Bodey
Sex in a Sidecar by Phyllis Smallman
An Angel Runs Away by Barbara Cartland
When the Music Stops by Paddy Eger
Athletic Shorts by Chris Crutcher
Love and Other Games by Ana Blaze, Melinda Dozier, Aria Kane, Kara Leigh Miller