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Authors: Félix Schlayer

Tags: #Histórico, otros

Diplomático en el Madrid rojo (7 page)

Al día siguiente clavamos en la pared, al lado de la puerta de entrada, la copia del documento, que en los tiempos que siguieron prestó servicio más de una vez.

A lo largo de todo ese tiempo, adquirí la experiencia de que una actitud decidida, en que se mantiene desde un principio una conducta intransigente, constituye la mejor protección frente a la masa. El principio indiscutible de una inmunidad condicionada a un poder efectivo, provoca como una especie de barrera invencible. Tal actitud me ha ayudado siempre en situaciones difíciles. Si aquellos energúmenos hubieran podido percibir alguna vacilación interna mía en cuanto a la seguridad propia, las cosas se hubieran torcido, ciertamente, más de la vez.

¿Cómo viven novecientas personas en una casa?

El edificio de la Legación se fue llenando durante los meses de septiembre y octubre de 1936, de modo que tuve ocupar, en noviembre, algunas viviendas más, en el inmueble vecino. Por ello trasladé también allí el Consulado, por el motivo de haber sido tiroteado el edificio donde estaba instalado, en el centro de la ciudad. Al final llegó a haber unas novecientas personas en el «asilo» noruego, número superado en algunos centenares por la Embajada de Chile, que contaba, eso sí, con más edificios.

Ahora, imagínense lo que representan novecientas personas a quienes hay que acomodar, juntos, en una casa de pisos de alquiler, aunque ésta sea grande. Luego, pensemos en que esas personas no podían dar un sólo paso fuera de la casa, sin correr peligro de muerte o al menos de privación de libertad; que estaban mezclados al azar, procedentes de todos los niveles sociales y, por tanto, de muy distintos modos de relacionarse; que se pasaban la noche y el día encerrados en los mismos cuartos y todo ello ¡durante más de un año entero! (1937). A esto hay que añadir las temperaturas diarias de Madrid que, en invierno, a veces descienden a varios grados bajo cero, sin calefacción para combatirlo… ¡Y, aún era, sin duda, peor el verano con un calor que alcanzaba los 40° a la sombra! Quien sea capaz de hacerse cargo de lo que fue esta realidad, podrá tener una idea de los problemas originados por tan terrible situación. Añádase a ello la dificultad de alimentar a estas personas en una ciudad en la que reinaba el hambre desde hacía varios meses. Todo ello, por si fuera poco, sin contar más que con escasísimas cantidades de dinero, ya que la gente, tras varios meses de encierro, muy poco o nada podía aportar. El gobierno noruego no aportó ni un céntimo en la empresa, hasta el punto de que los telegramas que se le enviaron, relacionados con los «refugiados» y con su evacuación, tuvieron que pagarse a costa del fondo común de los mismos acogidos.

Es de esperar que no se repitan acontecimientos como éstos, tan demenciales que obligaron a socorrer en un refugio de urgencia a tal cantidad de gente y por tanto tiempo, pero ya que el destino hizo que interviniera en la organización de la vida diaria en estos digamos «acuartelamientos masivos permanentes» considero de interés desde el punto de vista testimonial, relatar a continuación la historia del refugio en la Legación de Noruega de Madrid. Las doce viviendas disponibles del inmueble estaban ocupadas cada una por sesenta y cinco a ochenta personas. La casa tenía la ventaja de poseer grandes cocinas con dos fogones cada una, así como amplios cuartos de baño, dos por cada vivienda, más un pequeño retrete. Todo los cuartos, −salvo, naturalmente, los mencionados−, tuvieron que utilizarse para dormir. En cuanto a muebles, no había muchos, porque varias viviendas estaban completamente vacías cuando las ocupamos, mientras que otras habían experimentado la pérdida de parte de su mobiliario, con ocasión de anteriores registros. En cuanto a las camas, sólo habían quedado algunas. En consecuencia, había que dormir en colchones, en el suelo. Al principio, se recogían colchones y ropa de cama de las viviendas de los refugiados. Pero pronto se hizo esto demasiado difícil, por haberse dictado una disposición por la que se declaraban embargados todo los colchones de Madrid. Tuvimos que comprar cantidad de colchones baratos rellenos de borra. En ellos, se acostaban, en una misma habitación, de ocho a doce hombres o mujeres; únicamente a las familias con niños se les permitía alojarse, juntos, en una habitación para ellos. Durante el día se amontonaban los colchones, se recogían en algunos cuartos en un rincón y se instalaban las mesas y sillas existentes, fabricadas en nuestra propia carpintería: para montar «cuartos de estar».

Cada piso tenía su Jefe, al que asistía un ayudante; tenía que distribuir el trabajo, la compra y la rendición de cuentas y cuidar del orden de la vivienda y de las convivencia entre los residentes. Los jefes de cada piso habían de responder directamente ante el jefe de Administración (
Chef des Kommisariats
) que asumía la administración conjunta y empleaba a Jefes de Sección con las siguientes competencias: Caja y Contabilidad, búsqueda y compra de carne, leche, pan, etc.; Transporte, Policía interna, Atención a los presos, Vigilantes nocturnos y Porteros de día, así como una Inspección de higiene. Dicho Jefe de Administración estaba en contacto constante con cada Jefe de piso, por un lado y con mi Secretaría por otro. Todos aquellos incidentes que no podía solucionar el Jefe de piso, pasaban al Jefe de Administración. Únicamente en el caso de que tampoco él pudiera dominar el asunto, pasaba éste a mí Secretaría que, en un principio, intentaba resolverlo por sí misma y sólo cuando no lo lograba me lo transfería mí. Debo decir en honor de mis refugiados que en este caso, y me refiero a cuando se trataba de desacuerdo entre ellos, sólo se dio pocas veces y que, siempre, mi opinión personal bastaba para resolver, inmediata y totalmente, la posible diferencia.

Disponíamos de un servicio excelente de sanidad ya que contábamos con diez médicos que estaban en la Legación. Se habilitaron dos salones grandes para enfermería, de hombres y de mujeres respectivamente, con buenas camas, cuarto de baño, y otro cuarto para medicamentos, etc. En esta enfermería, atendimos impecablemente a varios partos, pero también tuvimos un caso de defunción por tuberculosis. La inspección sanitaria de todo los espacios y habitaciones del edificio la practicaba con frecuencia un médico encargado de la misma y se procuraba con esmero mantener la máxima limpieza. También tuvimos la suerte que se produjeran muy pocos casos de enfermedad. Hubo quienes vinieron a la Casa con toda clase de padecimientos de estómago o de otras enfermedades crónicas, que aducían no poder comer de los platos que constituía nuestro menú diario (a saber, sopas espesas o purés, de garbanzos, judías blancas, lentejas etc. patatas, más un poco de jamón, de cuando en cuando carne fresca y bastante cantidad de arroz) y que, pasado algún tiempo, dejaron de lado sus dolencias de estómago, sin otras causas y comían de lo que había y se dio el caso curioso que muchos enfermos de estómago, curaban su dolencia y estaban más sanos así, de lo que habían estado durante años.

Los niños, y también los mayores a quienes se lo mandaba del médico, podían subir a diario, durante algunas horas, a la terraza de la casa para disfrutar del aire y del sol. A los demás no se les permitía porque hubiera sido demasiado peligroso, ya que había milicianos acuartelados en las «villas» de los alrededores, de quienes se podía pensar que dispararían se veían mucha gente. Consecuentemente, tampoco se permitía que nadie saliera de día a los balcones, había que tener bajadas las persianas y la casa tenía que dar, por fuera, la impresión de estar deshabitada.

El movimiento en las puertas de entrada tenía asimismo que quedar limitado al mínimo posible. Dichas puertas que eran de hierro, estaban cerradas y los vigilantes solamente las abrían para dar paso a personas o carruajes. Se anotaba con exactitud en un libro-registro los datos de entradas y salidas con la correspondiente mención horaria y todas las mañanas me presentaban la lista exacta del día anterior. Durante los primeros meses teníamos, a efectos de vigilancia, seis hombres de la Guardia Nacional, que, al ser siempre los mismos, vivían en parte con su familia, en los sótanos de la Legación. Más adelante, los policías destacados a efectos de protección, montaban guardia en la calle, delante de la puerta y no les estaba permitido traspasar el umbral. Los propios refugiados asumieron entonces la de vigilancia propiamente dicha.

Todo el trabajo que había que realizar en la casa corría a cargo tanto de las mujeres como de los hombres: guisar, lavar, planchar, eran tareas confiadas a las mujeres; limpiar las habitaciones, pelar patatas y otros trabajos auxiliares de la cocina, acarrear carbón y leña y demás trabajos rudos quedaban a cargo de los hombres; sobre todo de los jóvenes. La distribución de las faenas correspondía al «Jefe de piso» y había que atenerse a ella rigurosamente. Con razón podía yo, ocasionalmente, hacer alarde ante los comunistas, del «comunismo ideal» que se practicaba en nuestra casa, donde cada uno trabajaba para todos y donde se daba literalmente el caso de que una duquesa lavara la ropa de su criada, cuando a ésta le tocaba la semana de «cocina» y a ella la semana de «colada».

Así de «comunista», en el buen sentido, era también la solución que se daba a la cuestión económica. Al principio, la mayoría de la gente disponía de alguna cantidad de dinero, mayor o menor, o podía procurársela a cargo de amigos o parientes. Como, en realidad, salvo el tabaco, sólo podía gastarse en comer y en beber y se trataba, por tanto, de gastos comunes, éstos se liquidaban toda las semanas en comunidad y por pisos. El Jefe de piso mandaba buscar cada mañana a nuestros propios almacenes en el sótano los alimentos necesarios que tenía que pagar. Al final de la semana hacia las cuentas y las repartía entre los ocupantes de la casa. Los gastos oscilaban según los pisos, ya que algunos se administraban con algo más de «sibaritismo»; pero, como término medio salíamos adelante con tres pesetas (más o menos, un marco) diarias por persona, en «pensión completa»; a saber, con desayuno, consistente en café con leche y pan, comida y cena, con dos platos calientes, tan abundantes como quisieran, y un vino ligero del país.

Tan pronto como aumentó algo el número de refugiados, puse en servicio, primero un camión y, al poco tiempo otro. Ambos los había «controlado yo», es decir que el primero lo puso su dueño voluntariamente a nuestra disposición, para salvarse; sólo teníamos que pagar el carburante y al conductor. El segundo, lo solicitamos al organismo correspondiente que se hallaba bajo la dirección de mi antiguo chófer, que nos lo proporcionó y cuando ya llevábamos algunos meses utilizando este vehículo, un día que lo teníamos aparcado delante de casa, aparecieron de pronto algunos milicianos increpando al conductor; resulta que aquel camión les pertenecía a ellos; es decir, a la organización anarquista y, según decían, se lo habían robado los socialistas. Por más que les dijimos cómo lo habíamos conseguido no se dejaron convencer, se metieron dentro, tiraron la mercancía que llevaba el camión y se fueron con él. El chófer pudo seguirle la pista y comprobar que lo encerraban en un garaje muy próximo a la Legación. Entró y se quejó al «responsable» del garaje, que se manifestó como un anarquista exaltado y, con malos modos, le echó afuera al chófer, que estaba afiliado al socialismo. Después supimos que se dirigió a varias embajadas ofreciendo, muy amablemente, los servicios del camión en condiciones prohibitivas.

No nos dejamos intimidar y nos dirigimos a los directivos de la Dirección de transportes exigiendo la devolución del vehículo que se nos había entregado con absoluta legalidad. Telefoneé personalmente al que ostentaba la más alta dirección, que me prometió aclarar el asunto, lo más brevemente posible. Tres días después, reconocía que habían surgido dificultades y que no sabía cómo podría dar por resuelto el mencionado asunto. Me enteré, por otras referencias, de que el «cancerbero» del garaje se había comunicado con el alto directivo de transportes y le había propuesto unas marrullerías de las que aquel señor se sintió abochornado y ya no se atrevió a volver a hablar con el anarquista. Mandé a mi secretario alemán que fuera a ver a aquel bárbaro y le invitara, amablemente, a venir a verme a la Legación para tomarse una copa conmigo. Accedió a la entrevista, y al poco tiempo mi secretario me presentaba a un verdadero oso. Era gallego (habitante del ángulo nordeste de España de donde proceden casi todos los cargadores, seguramente con algún componente germánico, puesto que allí se mantuvo el reino de los suevos), grande, cuadrado, bastote, peludo, con voz poderosa. Le recibí como un buen amigo con el que hubiera «tenido algún malentendido». Habíamos charlado media hora cuando me abrazó efusivamente, como también a mis tres secretarios y nos dijo que repararía enseguida el vehículo que su gente había estropeado conduciéndolo y que en dos días lo tendríamos a nuestra disposición. Y añadió que si, en adelante, tuviéramos que hacer alguna reparación, o necesitáramos otros coches, no teníamos más que decirlo. De hecho, a partir de entonces, no sólo nos reparaba los vehículos, sino que más de una vez, ponía otros a nuestra disposición si, por algún motivo, los necesitábamos.

He referido este episodio como sintomático de la «coexistencia» de rudeza, y de bondad de corazón, en estos seres primitivos. Todo español lleva dentro algo así como un «caballero»; sólo hay que ayudarle a que éste se manifieste.

Nuestros dos camiones, así como el vehículo de reparto, nos llevaban ahora sin impedimentos, por todo el país; primero por las provincias que rodean Madrid y después hasta Almería, Murcia y, con frecuencia Valencia, a comprar víveres. También nos servíamos a veces de los comunistas, que se ponían a nuestra disposición, como mediadores que traficaban, en régimen de intercambio, con organizaciones comunistas de localidades próximas que, por ejemplo, cambiaban jabón por patatas, carne o garbanzos por café. Más adelante, teníamos que llevar, con regularidad, café, azúcar o jabón a los lugares donde queríamos comprar algo, para poderlo hacer, ya que desde la primavera de 1937 los labradores no estaban dispuestos a enajenar víveres por dinero, ni siquiera en localidades más distantes.

Esta organización de compras, que actuaba activamente no solamente nos permitía cubrir generosamente las necesidades de nuestra propia Legación, sino también ayudar ampliamente a la mayor parte de las demás, mediante el suministro de víveres, lo que, dada la escasez que ya empezaba padecerse, nos atrajo naturalmente su simpatía. Pero es que, además de todo lo dicho, llegamos incluso a poder proveer de víveres a las cárceles. Durante mucho tiempo, y de acuerdo con la persona que tenía contratado el suministro de los presos, a razón de 1,50 ptas. por individuo y día, suministramos patatas a todas las cárceles de Madrid hasta que empezaron a escasear los alimentos y el combustible para los camiones y hubo que dejarlo.

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