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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

El Arca de la Redención (66 page)

—Lo mató.

—Más que eso, señor Clavain. Hizo que dejara de haber existido. —H contempló a Clavain y asintió con la paciencia de un tutor—. Fue como si toda su vida, toda su línea del mundo, se hubiera descosido de nuestra realidad y hubiera vuelto al punto en el que murió durante la plaga de fusión. Ese, supongo, era el punto más lógico en el que podría haber fallecido en nuestra línea del mundo mutua, la que compartimos usted y yo.

—Pero no para Sukhoi —dijo Clavain.

—No, no para ella. Ella recordaba cómo habían sido las cosas antes. Supongo que estaba lo bastante cerca del foco para que sus recuerdos quedaran enmarañados, enredados con la versión anterior de los acontecimientos. Cuando Mercier quedó borrado, ella, a pesar de todo, conservó los recuerdos que tenía de él. Así que no estaba loca, en absoluto, ni sufría ningún tipo de delirio. Era una simple testigo de un acontecimiento tan horrendo que trasciende toda comprensión. ¿Le produce escalofríos, señor Clavain, pensar que un experimento podría tener este resultado?

—Ya me dijo que era peligroso.

—Más de lo que habíamos comprendido en ese momento. Me pregunto cuántas líneas del mundo se arrancaron y dejaron de existir antes de que hubiera un testigo lo bastante cerca como para sentir el cambio...

—Con exactitud, ¿con qué estaban relacionados esos experimentos, si no le importa que se lo pregunte?

—Esa es la parte interesante. Transiciones de estado, como ya le he dicho. Se pretendía explorar la diversidad más exótica del vacío cuántico. Podemos absorber de la inercia parte de la materia, y dependiendo del estado del campo podemos seguir absorbiéndola hasta que la masa inercial de la materia se hace asintótica con cero. Según Einstein, la materia sin masa no tiene más alternativa que viajar a la velocidad de la luz. Se habrá convertido en fotónica, parecida a la luz.

—¿Es eso lo que le ocurrió a Mercier?

—No del todo. Por lo que entendí del trabajo de Sukhoi, parecía difícil llevar a cabo de forma física el estado de masa cero. Al acercarse al estado de masa cero, el vacío se inclinaría a cambiar hacia el otro lado. Sukhoi lo llamaba fenómeno de túnel.

Clavain levantó una ceja.

—¿El otro lado?

—El estado de vacío cuántico en el que la materia tiene una masa inercial imaginaria. Y por imaginaria me refiero en el sentido puramente matemático, en el sentido en el que la raíz cuadrada de menos uno es un número imaginario. Por supuesto, usted ve de inmediato lo que eso implicaría.

—Usted está hablando de materia taquiónica —dijo Clavain—. Materia que viaja más rápido que la luz.

—Sí. —El anfitrión de Clavain pareció complacido—. Al parecer, el último experimento de Mercier y Sukhoi concernía a la transición entre los estados de materia taquiónica, la materia con la que estamos familiarizados, y materia taquiónica. Estaban explorando los estados de vacío que permitiría la construcción de un sistema de propulsión más rápido que la luz.

—Eso no es posible, así de sencillo —dijo Clavain.

H le puso una mano en el hombro.

—En realidad, yo diría que esa no es la forma adecuada de planteárselo. Las larvas lo sabían, por supuesto. Esta tecnología había sido suya, y sin embargo decidieron reptar entre las estrellas. Eso debería habernos indicado todo lo que necesitábamos saber. No es que sea imposible, es solo que es muy, muy desaconsejable.

Se quedaron en silencio durante mucho tiempo, en el umbral de la lúgubre habitación donde Mercier se había visto desposeído de la existencia.

—¿Ha vuelto alguien a intentar estos experimentos? —preguntó Clavain. —No, no después de lo que le pasó a Mercier. Con franqueza, a nadie le atraía demasiado la idea de seguir trabajando en la maquinaria de las larvas. Ya habíamos aprendido lo suficiente. Se evacuó el sótano. Casi nadie baja aquí estos días. Los que a veces lo hacen dicen que ven fantasmas; quizá sean sombras residuales de todos los que sufrieron el mismo destino que Mercier. Yo nunca he visto los fantasmas, tengo que decirlo, y la mente le puede jugar malas pasadas a uno. —Luego habló con una alegría forzada, un esfuerzo que tuvo el efecto contrario al que pretendía—. Uno no debe darle crédito a esas cosas. Usted no cree en fantasmas, ¿verdad, señor Clavain?

—Nunca lo he hecho —dijo mientras deseaba de todo corazón encontrarse en algún otro sitio que no fuese el sótano del
Cháteau
.

—Estos son tiempos extraños —dijo H con no poca compasión—. Presiento que vivimos el final de la historia, que las grandes cuentas van a quedar saldadas muy pronto. Pronto deberán tomarse decisiones difíciles. Bueno, ¿quiere que vayamos a ver a las personas que le mencioné antes?

Clavain asintió.

—Estoy impaciente.

Antoinette se bajó del tren de circunvalación en la estación más cercana al taller de reparaciones alquilado. Había algo en la actitud de Xavier que le había parecido fuera de lo normal, pero no sabía muy bien qué. Un poco inquieta, comprobó la sala de espera y el mostrador de atención al cliente del taller. Por allí no había nada, solo un cartel de «Cerrado al público» en la puerta. Comprobó de nuevo que el taller de reparaciones estuviera presurizado y luego se abrió camino al interior del taller en sí. Tomó la pasarela de conexión más cercana sin mirar abajo en ningún momento. El aire de la zona se le subía a la cabeza por culpa de los aerosoles. Para cuando llegó a la cámara estanca de la nave, estaba estornudando y le picaban los ojos. —Xavier... —lo llamó.

Pero si estaba en lo más profundo del Ave de Tormenta, nunca la escucharía. O bien tendría que encontrarlo o esperar hasta que saliera. Le había dicho que llegaría en veinte minutos.

Se metió en la cubierta de vuelo principal. Todo parecía normal. Xavier había solicitado algunas de las lecturas de diagnóstico menos utilizadas, y algunas de ellas eran lo bastante oscuras para que hasta Antoinette las contemplara con un suave gesto de incomprensión. Pero eso sería justo lo que habría esperado cuando Xavier tenía la mitad de las tripas de la nave encima de la mesa.

—Lo siento mucho, de verdad que lo siento.

Se dio la vuelta y vio a Xavier de pie, detrás de ella, con una expresión en el rostro que le pedía perdón por algo. Tras él había dos personas que no reconoció. El más alto de los dos extraños le indicó que los siguiera y volviera con ellos a la zona de ocio situada a popa del puente principal.

—Por favor, haga lo que le pido, Antoinette —dijo el hombre—. Esto no debería llevarnos mucho tiempo.

—Creo que será mejor que lo hagas —añadió Xavier—. Siento haberte hecho venir aquí, pero dijeron que empezarían a destrozar la nave si no lo hacía.

Antoinette asintió y se inclinó para volver por el pasillo de conexión.

—Has hecho bien, Xave. No te consumas por ello. Bueno, ¿y quiénes son estos payasos? ¿Ya se han presentado?

—El alto es el señor Reloj. El otro, el cerdo, es el señor Rosa.

Los dos saludaron por turnos cuando Xavier dijo sus nombres.

—¿Pero quiénes son?

—No lo han dicho, pero yo tengo una palpitación, ya ves. Les interesa Clavain. Creo que podrían ser arañas, o trabajar para las arañas. —¿Es así? —preguntó Antoinette.

—Que va —dijo Remontoire—. En cuanto a aquí, mi amigo... El señor Rosa sacudió su cabeza de gárgola. —Yo no.

—Le permitiría que nos examinara si las circunstancias fueran más convenientes —continuó Remontoire—. Le aseguro que no hay ni un solo implante combinado en ninguno de los dos.

—Lo que no significa que no sean secuaces de las arañas —dijo Antoinette—. Bueno, ¿qué tengo que hacer para que salgan cagando leches de mi nave?

—Como bien juzgó el señor Liu, nos interesa Nevil Clavain. Tome asiento... —El que se llamaba Reloj lo dijo esta vez con un énfasis inflexible—. Por favor, mantengamos las buenas maneras.

Antoinette desplegó un asiento de la pared y se acomodó en él.

—Nunca he oído hablar de nadie llamado Clavain —dijo.

—Pero su compañero sí.

—Ya. Muy buena, Xave. —Le lanzó una mirada. ¿Por qué no pudo haberse limitado a aducir ignorancia?

—No vale la pena, Antoinette —dijo Reloj—. Sabemos que usted lo trajo aquí. No estamos en absoluto enfadados con usted por ello, después de todo fue lo más humano.

La mujer se cruzó de brazos.

—¿Y?

—Todo lo que tiene que hacer es decirnos qué pasó luego. Dónde fue Clavain una vez que usted lo trajo al Carrusel Nueva Copenhague. —No lo sé.

—Así que se limitó a desaparecer como por arte de magia, ¿no? ¿Sin una palabra de agradecimiento, ni indicación alguna de lo que iba a hacer luego? —Clavain me dijo que cuanto menos supiera, mejor.

Reloj miró al cerdo durante un momento. Antoinette decidió que se había anotado un punto. Clavain sí que había querido que ella supiera lo menos posible. Fue ella con su esfuerzo la que había averiguado un poco más, pero Reloj no tenía por qué saberlo.

Y añadió:

—Por supuesto que yo no dejaba de preguntarle. Tenía curiosidad por saber lo que estaba haciendo aquí. Sabía también que era una araña. Pero no quiso decirme nada. Dijo que era por mi propio bien. Discutí, pero él se mantuvo en sus trece. Ahora me alegro de que lo hiciera. No hay nada que me puedan obligar a contarles porque es que no sé nada.

—Entonces solo díganos, con exactitud, lo que pasó —dijo Reloj con tono tranquilizador—. Eso es todo lo que tiene que hacer. Nosotros averiguaremos lo que Clavain tenía en mente y luego nos iremos. Nunca más volverá a oír hablar de nosotros.

—Ya se lo he dicho, se fue, sin más. Ni una palabra sobre adonde iba, nada. Adiós y gracias. Eso fue todo lo que dijo.

—No habría tenido documentación ni dinero —dijo Reloj como si hablara consigo mismo—, así que no pudo haber llegado lejos sin que usted lo ayudara un poco. Si no pidió dinero, es probable que siga en el Carrusel Nueva Copenhague. —Aquel hombre pálido, delgado y mortal se inclinó hacia Antoinette—. Así que dígame: ¿le pidió algo?

—No —dijo ella con solo una ligerísima vacilación.

—Está mintiendo —dijo el cerdo.

Reloj asintió con gesto grave.

—Creo que tiene usted razón, señor Rosa. Esperaba que no tuviéramos que llegar a esto, pero ahí lo tiene. Qué se le va a hacer, como se suele decir. ¿Tiene el objeto, señor Rosa?

—¿El objeto, señor Reloj? ¿Se refiere...?

Entre los pies del cerdo había una caja perfectamente negra, como un rectángulo de sombra. La empujó hacia delante, se inclinó y tocó un mecanismo oculto. La caja se abrió sola y reveló muchos más compartimentos de lo que parecía posible por su tamaño. Cada uno albergaba una pieza de pulida maquinaria plateada acurrucada en espuma amortiguadora de la forma precisa. El señor Rosa sacó una de las piezas y la levantó para examinarla. Luego sacó otra pieza y las conectó. A pesar de la torpeza de sus manos trabajaba con gran cuidado, muy concentrado en la tarea que tenía entre manos.

—Lo tendrá listo en un periquete —dijo Reloj—. Es una draga de campo, Antoinette. De fabricación arácnida, me veo obligado a añadir. ¿Sabe mucho de dragas?

—Que lo folien.

—Bueno, se lo diré de todos modos. Es muy segura, ¿no es cierto, señor Rosa? —Muy segura, señor Reloj.

—O al menos no hay razón para que no lo sea. Pero las dragas de campo son un asunto diferente, ¿verdad? Su eficacia no está en absoluto tan probada como la de los modelos más grandes. Tienen muchas más probabilidades de dejar al sujeto con daños neuronales. Incluso la muerte no tiene nada de inaudito, ¿no es así, señor Rosa?

El cerdo levantó la cabeza de sus actividades.

—Uno oye cosas, señor Reloj. Uno oye cosas.

—Bueno, estoy seguro de que se exageran los efectos perjudiciales. Pero, no obstante, no es demasiado aconsejable utilizar una draga de campo cuando hay disponibles otros procedimientos alternativos. —Reloj volvió a mirar directamente a Antoinette. Sus ojos se hundían en las órbitas y su apariencia hacía que la mujer quisiera desviar la vista—. ¿Está del todo segura de que Clavain no dijo adónde iba?

—Ya se lo he dicho, no dijo...

—Continúe, señor Rosa.

—Espere —dijo Xavier.

Todos lo miraron, incluso el cerdo. Xavier empezó a decir algo más. Y entonces la nave comenzó a estremecerse casi sin aviso previo, a guiñar y serpentear contra las amarras de atraque. Se disparaban los propulsores químicos, que soltaban chorros de gas en direcciones contrarias y el estrépito que armaban era como un bombardeo.

La cámara estanca que Antoinette tenía detrás se cerró. Ella se agarró a una barandilla para no caerse y luego se sujetó con un cinturón por la cintura.

Estaba pasando algo. No tenía ni idea de qué era, pero desde luego había algo. A través de la ventanilla más cercana vio que la zona de reparaciones se asfixiaba en el denso humo naranja de los propulsores. Algo se soltó con un chirrido de metal partido. La nave se sacudió con más violencia todavía.

—Xavier... —dijo sin ruido.

Pero Xavier ya se había colocado en un asiento.

Y estaban cayendo.

Antoinette vio que el cerdo y Reloj luchaban por agarrarse a algo. Desplegaron sus propios asientos y se incrustaron en ellos. Antoinette tenía serias dudas de que ellos supieran mucho más que ella sobre lo que estaba pasando. De igual forma, eran lo bastante listos para no querer estar sueltos a bordo de una nave que tenía toda la pinta de estar a punto de ir a hacer algo violento.

Chocaron contra algo. La colisión comprimió cada hueso de su espina dorsal. La puerta del taller de reparaciones, pensó; Xavier había presurizado el pozo para que él y sus monos pudieran trabajar sin trajes. La nave acababa de embestir la puerta.

La nave se levantó otra vez. Antoinette sintió la liviandad en el vientre.

Y luego cayó.

Esta vez solo hubo un golpe sordo cuando chocaron contra la puerta. A través de la ventanilla, Antoinette vio que el humo naranja se desvanecía en un instante. El taller de reparaciones acababa de perder todo el aire. Las paredes se deslizaron a su lado cuando la nave se abrió camino hacia el espacio.

—Hágalo parar —dijo Reloj.

—Ya no está en mis manos, colega —le dijo Xavier.

—Esto es un truco —dijo la araña—. Desde el principio nos quería a bordo de la nave.

—Pues denúncieme —dijo Xavier.

—Xavier... —Antoinette no tenía que gritar. El silencio era absoluto a bordo del Ave de Tormenta, incluso cuando la nave salió arañando lo que quedaba de la puerta del taller de reparaciones—. Xavier... Por favor, dime lo que está pasando.

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