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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaca

El Avispero (10 page)

El ayudante del depósito era un hombretón que sudaba permanentemente. Conectó una sierra de autopsias al enchufe situado sobre su cabeza y empezó por el cráneo. West prefería ahorrarse aquella parte. El sonido era peor que el de un torno de dentista y el olor del hueso, por no hablar de la imagen mental de lo que sucedía, resultaba horrible. West no permitiría, bajo ningún concepto, que la asesinasen o que la encontraran muerta en circunstancias sospechosas. No dejaría que le hicieran cosas así a su cuerpo desnudo con gente como Brewster como mirones mientras unos chupatintas se pasaban unas fotos de ella y hacían comentarios.

—Heridas de arma de fuego en contacto; orificios de entrada aquí, detrás del oído derecho. —El doctor Odom señaló el lugar con un dedo enguantado y pringoso de sangre; la explicación iba dirigida sobre todo a West—. Gran calibre. Es el estilo de una ejecución.

—Exactamente igual que los otros —apuntó Brewster.

—¿Qué hay de los casquillos? —preguntó el doctor Odom.

—Del 45, Winchester. Probablemente balas Silvertip de cabeza hueca —respondió West mientras le volvía a la memoria el artículo de Brazil y todo lo que había revelado—. Cinco en cada caso. El autor de los disparos no se molesta en recoger los casquillos. No le importa dejarlos. Necesitamos que intervenga el FBI en esto.

—Mierda de prensa —murmuró Brewster.

West no había estado nunca en Quantico. Siempre había soñado con acudir a la Academia Nacional del FBI, el equivalente a la Universidad de Oxford de la instrucción policial. Pero al principio había estado muy ocupada. Después, no dejaba de ascender. Al final lo único para lo que resultó apta fue para la instrucción de ejecutivos. Aquello significaba tratar con un montón de jefes barrigudos, ayudantes de jefe y sheriffs en el foso de tiro, mientras intentaban realizar la transición de las 38 especiales a las pistolas semiautomáticas. West había oído las historias. Todos aquellos tipos disparando al buen tuntún, cogiendo un puñado de balas en las manos y tomándose el tiempo necesario para guardarlas limpiamente en los bolsillos. Hammer le había ofrecido enviarla allí un año. West le había dicho que lo olvidara. No necesitaba aprender nada del FBI.

—Me gustaría saber qué dirían sus analistas —apuntó West.

—Olvídelo —respondió Brewster mientras masticaba un palillo e inhalaba Vicks por la nariz.

El doctor Odom cogió una esponja de buen tamaño y la exprimió para lavar en agua los órganos. Luego cogió una cánula de goma de color canela y aspiró la sangre de la cavidad torácica.

—Huele como si hubiera bebido —indicó Brewster, que ya no podía oler nada salvo recuerdos de resfriados en la infancia.

—Quizás en el avión —asintió Odom. Se volvió a mirar a Brewster como si hubiese sido él, y no West, quien había sacado a colación el tema y preguntó—: ¿Qué hay de esos tipos de Quantico?

—Están atareadísimos —respondió Brewster—. Ya le he dicho que lo olvide. ¿Qué tienen ellos? ¿Diez u once analistas y casi mil casos atrasados? ¿Cree que el Gobierno va a aportar los fondos necesarios? ¡Qué va! Y es una lástima, porque esos analistas son excelentes…

Tiempo atrás Brewster había presentado su petición de ingreso en el FBI, pero eso también era mejor olvidarlo. Entonces no necesitaban personal, o tal vez el rechazo de su solicitud tuvo que ver con la prueba del polígrafo, que no había estado dispuesto a pasar. Inhaló más Vicks. Pensó que la muerte le repugnaba. Era fea y pestilente. Era chismosa. Revelaba cosas como la polla de aquel individuo, por ejemplo. Su cuerpo parecía un globo con un pequeño nudo en la entrepierna, para que el aire no pudiera escapar.

Irritada, con una expresión severa, West contempló el cadáver desnudo y carnoso abierto de cuello a ombligo y manchado de una pintura de color anaranjado intenso que no se eliminaría por mucho que se restregara. Pensó en la esposa y en la familia del muerto. Ningún ser humano debería tener que acudir jamás a un lugar tan lúgubre y ser obligado a contemplar algo como aquello, se dijo, y sintió un nuevo acceso de cólera contra Brazil.

Lo estaba esperando cuando lo vio salir del edificio Knight-Ridder con el bloc de notas en la mano, camino de su coche y de alguna historia. West, de uniforme, se apeó de su Ford camuflado y se dirigió hacia el joven como un defensa de fútbol cargando contra un delantero. De haber podido, la mujer habría embotellado aquel olor pestilente, se lo habría arrojado a la cara y le habría restregado por las narices la realidad con la que ella tenía que vivir cada día.

Brazil tenía prisa y llevaba un plan en la cabeza. Según la emisora policial, había un Honda incendiado en el aparcamiento de Salud Mental. Probablemente no era nada, pero ¿y si había alguien dentro? El joven se detuvo y dio un respingo, sobresaltado, cuando West le hundió un dedo en el esternón.

—¡Eh! —exclamó, agarrándola por la muñeca.

—¿Cómo está nuestro reportero de la Viuda Negra esta mañana? —replicó West con frialdad—. Acabo de llegar del depósito de cadáveres, ¿sabes? Allí está expuesta la realidad y es objeto de disección. Pero tú nunca has estado allí. Quizás algún día te dejen entrar a mirar. Sería un buen artículo, ¿verdad? Un hombre que no era lo bastante viejo como para ser tu padre. Pelirrojo, noventa kilos. Adivina cuál era su afición favorita.

Brazil soltó el brazo de West y buscó las palabras adecuadas, pero no encontró ninguna.


El
backgammon
, la fotografía… Escribía los anuncios de su parroquia. Su esposa se está muriendo de cáncer. Tenían dos hijos, uno independizado y el otro en primer año en la Universidad de Carolina del Norte. ¿Quieres saber alguna cosa más de él? ¿O acaso el señor Parsons no es para ti más que un artículo, unas palabras en papel?

Brazil estaba visiblemente afectado. Empezó a encaminarse hacia el viejo BMW mientras el Honda del aparcamiento de Salud Mental continuaba ardiendo. Había perdido interés por el asunto.

Pero West no iba a permitirle que se marchara tan fácilmente. Lo agarró del brazo.

—¡Quíteme las manos de encima! —exclamó Brazil. Se desasió con unos tirones enérgicos, abrió la puerta del coche y se metió dentro.

—¡Me has jodido bien, Andy! —le dijo West.

Brazil puso el motor en marcha y abandonó el aparcamiento entre el chirriar de las ruedas. West regresó al LEC y no se encaminó directamente a Investigaciones porque antes tenía que hacer algunas por su cuenta. Se detuvo en la sala de Registros, desde donde varias mujeres con sus uniformes especiales dirigían el mundo. West tenía que cortejar a aquellas mujeres, realmente. Sobre todo a Wanda, que pesaba entre ciento diez y ciento veinte kilos y mecanografiaba ciento cinco palabras por minuto. Si West necesitaba un dato o si precisaba enviar al NCIC un informe sobre una persona desconocida, Wanda tanto podía ser heroína como el infierno en la tierra, según cuánto tiempo hiciera que había comido por última vez. West se presentaba con un menú del KFC una vez al mes; a veces, según la temporada, llevaba galletas navideñas u otras delicias.

Se acercó al mostrador y llamó con un silbido a Wanda, que sentía debilidad por West. Wanda, en secreto, deseaba ser detective y trabajar para la jefa ayudante.

—Necesito tu ayuda —le dijo West. Como de costumbre, el cinturón del uniforme policial le producía molestias en la zona lumbar.

Wanda frunció el entrecejo al leer el nombre que West había garabateado en un recorte de papel.

—Que Dios se apiade… —masculló, sacudiendo la cabeza—. Recuerdo eso como si fuera ayer.

No podía asegurarlo, pero a West le daba la impresión de que Wanda había aumentado aún más de peso. Wanda ocupaba el ancho de dos carriles de tráfico.

—Tú, siéntate ahí. —Señaló un asiento con un gesto de la barbilla, como si fuera china—. Yo me ocuparé del microfilme.

Mientras las ayudantes de Wanda mecanografiaban, apilaban papeles e iban de acá para allá, West se dedicó a repasar microfilmes. Llevaba puestas las gafas y se sintió afectada cuando leyó unos viejos artículos sobre el padre de Brazil. También se llamaba Andrew, pero la gente siempre lo había conocido por Drew. Era policía en la ciudad cuando ella aún era una agente novata. West se había olvidado por completo de él y en ningún momento lo había relacionado con el hijo pero, ahora que volvía a tener la tragedia ante sus ojos, el recuerdo volvió a ella y, de algún modo, dio la perspectiva correcta a la existencia de Brazil.

Drew Brazil era un detective de robos de treinta y seis años cuando, al hacer un stop de tráfico en un coche camuflado, había sido tiroteado a corta distancia en el pecho y había muerto instantáneamente. West se dedicó un buen rato a leer artículos y a contemplar la foto. Se encaminó arriba, a su división, y buscó el expediente del caso, que nadie había consultado en una década, puesto que había sido resuelto de forma excepcional y el autor todavía estaba en el corredor de la muerte. Drew Brazil era atractivo. En una foto llevaba una chaqueta de cuero de bombardero que West ya había visto en otra ocasión.

Las fotografías de la escena del crimen la golpearon en algún rincón del pecho. Estaba en mitad de la calle, muerto boca arriba, mirando al sol una mañana de domingo de primavera. La bala del calibre 45 casi le había partido el corazón en dos, según las fotos de la autopsia. Odom tenía dos dedos metidos en el agujero como demostración. Aquello era algo que el joven Andy Brazil no tenía necesidad de ver y que West no tenía intención alguna de comentar con él jamás.

5

Brazil también estaba repasando artículos en la hemeroteca del
Observer.
Era sorprende lo poco que se había escrito sobre Virginia West a lo largo de los años. Revisó pequeños artículos y fotos en blanco y negro tomadas cuando llevaba los cabellos largos y recogidos con horquillas bajo la gorra de policía. Había sido la primera mujer escogida como agente novel del año, lo cual lo dejó muy impresionado.

La encargada de la hemeroteca también estaba impresionada y miraba a Andy Brazil cada dos segundos. Cada vez que el joven acudía allí, lo cual hacía con cierta regularidad, a ella se le aceleraba el corazón. Nunca había visto a alguien que investigara historias como lo hacía aquel joven. Cualquiera que fuera el tema sobre el que estuviera escribiendo Brazil, siempre tenía que consultar algo o hacer alguna pregunta. Para ella era especialmente gratificante cuando él le hablaba mientras ella permanecía sentada, muy decorosa, tras la mesa de arce despejada. La mujer había sido bibliotecaria en una escuela pública antes de aceptar aquel trabajo cuando su esposo se hubo jubilado y convertido en un estorbo permanente. Se llamaba señora Booth, había cumplido de largo los sesenta y tenía a Brazil por el ser humano más hermoso que había conocido en su vida. Andy Brazil era agradable y dulce y siempre le daba las gracias.

Al joven periodista le sorprendió leer que habían disparado contra West. No podía creerlo. Pasó rápidamente el microfilme del periódico, impaciente por leer más detalles, pero el capullo que había cubierto el incidente había perdido por completo la oportunidad de sacar una historia enorme, de primera página. Lo máximo que Brazil pudo determinar fue que once años atrás, cuando era la primera mujer detective de Homicidios, West había recibido el soplo de un confidente.

Un sujeto al que West andaba buscando estaba en el Presto Grill. Cuando llegaron West y otro agente, el sujeto se había marchado. West atendió otra llamada en el mismo barrio, y al parecer se trataba del mismo individuo, pero esta vez lo encontraron realmente borracho y agresivo. El hombre empezó a disparar en cuanto apareció West. Ella lo mató, pero no antes de que él la hiriese ligeramente. Brazil se moría de ganas de preguntarle sobre detalles del asunto, pero era mejor olvidarlo. Lo único que sabía era que había recibido un disparo en el hombro izquierdo; en realidad un rasguño. ¿Una bala estaba tan caliente como había oído contar? ¿Quemaba el tejido de alrededor? ¿Cuánto dolía? ¿Había caído al suelo, o había terminado valientemente el tiroteo, como en las películas, sin darse cuenta de que la habían herido hasta que había extendido la mano y había visto el brazo ensangrentado?

Al día siguiente, Brazil se desplazó a Shelby. Debido a su interés por el tenis, había oído hablar de aquella pequeña y apacible población del condado de Cleveland, de donde era Buck Archer, amigo de Bobby Riggs, que había perdido la «Batalla de los Sexos» con Billie Jean King. El instituto de Shelby era un complejo de ladrillo muy cuidado, hogar de los Lions, donde los estudiantes con dinero se preparaban para ir a la universidad en ciudades grandes como Chapel Hill y Raleigh. Los alrededores eran tierras de cultivo y pueblos ganaderos con nombres como Boiling Springs y Lattimore. El BMW de Brazil dio un rodeo hasta las pistas de tenis, donde el equipo masculino celebraba un campamento de verano. Los chicos estaban en el exterior con lanzadores de bolas de color verde pálido. Entrenaban servicios,
smashes
y cortadas con sudor y lágrimas.

El entrenador paseaba arriba y abajo junto a la valla, bloc de notas en mano, vestido con largos pantalones blancos tipo Wimbledon, camisa blanca, gorro sin horma y gafas de óxido de cinc en la nariz, todo ello pasado de moda y viejo.

—Mueve los pies. ¡Muévelos! ¡Muévelos! —le gritó a un muchacho que nunca movía nada con rapidez—. ¡No quiero verlos quietos!

El chico estaba sobrado de peso y llevaba gafas. Miraba con los ojos entrecerrados y afligidos, y Brazil recordó el sufrimiento que infligían los preparadores y las sesiones de entrenamiento. Pero él siempre había sido bueno en todo lo que intentaba y se compadeció del chico. Le hubiera gustado trabajar con él durante una hora, y tal vez animarlo un poco.

—Buen golpe —exclamó cuando el chico consiguió recoger una bola baja y devolverla al otro lado de la red.

El chico, que no ocupaba ninguno de los seis primeros puestos de la tabla, falló el siguiente golpe por buscar a quien lo animaba tras la lona verde que cubría la valla. El entrenador detuvo su ronda y contempló al joven rubio, de buena presencia física, que se dirigía hacia él. Probablemente buscaba un trabajo, pero el entrenador no necesitaba más ayudantes para aquel campamento, que tenía la peor cosecha de los últimos años.

—¿Entrenador Wagon? —preguntó Brazil.

—Yo mismo. —El viejo preparador sintió curiosidad por saber cómo aquel tipo conocía su nombre. Quizás el joven había jugado en el equipo unos años antes y Wagon no se acordaba de él. Aquello sucedía cada vez con más frecuencia y no tenía nada que ver con el Johnnie Walker etiqueta roja.

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