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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaca

El Avispero (8 page)

Brazil había aprendido a hablar por radio en la academia y entendía los códigos y la razón de que Brewster y West conversaran a base de ellos. Había sucedido algo muy malo y no querían que nadie más —un periodista, por ejemplo— se enterase de lo que hablaban. En resumen, Brewster había informado a West de que la escena del crimen seguía libre de gente que no debía estar allí, pero que la situación no se mantendría mucho tiempo. West estaba en camino y llegaría en menos de quince minutos.

West alargó la mano al teléfono móvil que había conectado al encendedor del coche. Se había puesto en situación de alarma roja y conducía rápidamente mientras marcaba un número. Su conversación con la jefa Hammer fue breve.

Después dirigió una mirada severa a Brazil.

—Haz todo lo que te digan —le advirtió—. Esto es serio.

Cuando llegaron a la escena del crimen, los reporteros ya se habían congregado en plena noche. Los colegas de Brazil, siempre al acecho, intentaban acercarse a una tragedia terrible. Webb sostenía un micrófono y hablaba ante una cámara con una expresión de sincero sentimiento en su atractivo rostro.

—No se ha procedido todavía a la identificación de la víctima, que conducía un coche de alquiler, como los tres anteriores muertos a tiros muy cerca de aquí —grabó Webb para el noticiario de las once.

West y Brazil, decididos y en silencio, se abrieron paso entre los periodistas. Evitaron los micrófonos que les ponían delante y las cámaras que rodaban sus rostros mientras se escabullían, esquivaban contactos y apretaban el paso. A su alrededor volaban las preguntas como si se hubiera producido alguna noticia bomba que rompiese la monotonía, y Brazil se sintió tremendamente cohibido y aterrorizado.

—Ahora sabes qué se siente… —comentó West en un susurro.

Una brillante cinta amarilla, tendida desde la arboleda hasta una farola, delimitaba la zona de la escena del crimen. Grandes letras negras en la cinta repetían el aviso: PRECAUCIÓN BARRERA POLICIAL NO ENTRAR. La cinta separaba a los periodistas y curiosos del Lincoln y de la muerte sin sentido que quedaban al otro lado. En el interior del perímetro había una ambulancia con el motor al ralentí y un puñado de policías de uniforme y de paisano que inspeccionaba el lugar con linternas. Una cámara de vídeo filmaba la escena, los flashes centelleaban y los técnicos en escenarios del crimen preparaban el coche para conducirlo a la central, donde sería inspeccionado.

Brazil estaba tan ocupado en observarlo todo y tan pendiente de hasta dónde le permitirían acercarse que no advirtió la presencia de la jefa Hammer hasta que tropezó con ella.

—Lo siento —murmuró a la mujer del traje chaqueta.

Hammer estaba nerviosa e inmediatamente empezó a tratar el asunto con West.

Brazil contempló a la mujer, cuyos cabellos cortos y ya canosos enmarcaban suavemente un rostro bonito de rasgos marcados, y se fijó en su corta estatura y en su figura delgada.

No había tenido ningún contacto con Hammer, pero la reconoció enseguida de la televisión y de fotografías que había visto. Se quedó mirándola abiertamente, con expresión de asombro y respeto. El joven se sintió capaz de enamorarse perdidamente de aquella mujer. West se volvió y lo señaló como si fuera un perro.

—Quédate aquí —le ordenó.

Brazil ya esperaba que le diría tal cosa, pero no se sintió satisfecho con aquello. Inició una protesta pero no había nadie interesado en oírla. Hammer y West se colaron bajo la cinta y un agente dirigió una mirada de advertencia a Brazil por si éste había pensado en seguirlas. Brazil vio que Hammer y West se detenían a investigar algo en la vieja calzada cuarteada. Bajo el haz de luz de la linterna de West brillaban unas marcas de sangre de un cuerpo arrastrado y, a la vista del pequeño charco de sangre situado apenas a unos centímetros de la puerta abierta del coche, la jefa ayudante creyó saber lo que había sucedido.

—Le dispararon justo ahí —comentó a Hammer—. Y cayó ahí. —Señaló el charco de sangre—. Ahí es donde se golpeó la cabeza. Y lo arrastraron por los pies.

La sangre empezaba a coagularse, y Hammer notaba el calor de las luces centelleantes y la noche y el espanto. Captaba el olor de la muerte. Su olfato había aprendido a percibirlo durante su primer año de policía. La sangre se descomponía pronto, se hacía acuosa en los bordes y espesa dentro, y el olor era extrañamente dulzón y pútrido. El sendero conducía a una maraña de enredaderas y pinos, saturada de zarzas.

La víctima era un hombre de mediana edad que iba vestido con un traje caqui arrugado de viaje y a quien alguien había destrozado la cabeza a balazos. Tenía los pantalones y los calzoncillos bajados hasta sus rodillas carnosas y mostraba el habitual reloj de arena pintado con spray anaranjado brillante. Unas hojas y otros restos de plantas se habían adherido a la sangre.

El doctor Wayne Odom era el forense de la zona metropolitana de la gran Charlotte-Mecklenburg desde hacía más de veinte años. Tras el examen, determinó que la utilización del spray se había llevado a cabo en el mismo lugar donde se había encontrado el cuerpo, puesto que una brisa había transportado una ligera niebla anaranjada hasta el envés de las hojas de un álamo cercano. El doctor Odom estaba cargando de nuevo la cámara con unos guantes ensangrentados en las manos, casi convencido de que estaba viéndoselas con unos asesinatos en serie de carácter homosexual. El médico también era diácono de la iglesia baptista del Northside y tenía la firme creencia de que Dios estaba castigando a Norteamérica por sus perversiones.

—¡Maldita sea! —masculló Hammer mientras los técnicos en la escena del crimen batían la zona en busca de indicios.

West se sintió tan frustrada que casi tuvo miedo.

—A cien metros del último… Tengo un montón de gente apostada en la zona. Nadie ha visto nada. ¿Cómo puede suceder algo así? —preguntó.

—No se puede vigilar la calle cada segundo del día —respondió Hammer con irritación.

Desde lejos, Brazil observó cómo un detective hurgaba en el billetero de la víctima. El reportero no podía hacer otra cosa que imaginar lo que estarían viendo West y Hammer mientras esperaba impaciente junto al coche, tomando notas. Una cosa que había aprendido mientras redactaba trabajos académicos era que, aunque no dispusiera de toda la información, podía crear un clima general. Estudió la parte de atrás del edificio de ladrillos abandonado y decidió que en otra época había sido algún almacén. Todas las ventanas estaban hechas añicos y los huecos oscuros, como cuencas vacías, producían una sensación espectral. La salida de incendios era puro óxido y estaba rota a media altura.

Las luces de emergencia llegaban diluidas y fantasmagóricas a la espesura en la que estaban reunidos todos. Las polillas revoloteaban en torno al desvencijado coche de alquiler y Brazil alcanzaba a oír, a lo lejos, el ruido del tráfico. Apareció el equipo médico de la ambulancia, sudoroso debido a los uniformes, transportando una camilla y una bolsa negra de guardar cuerpos. Brazil alargó el cuello y siguió tomando notas afanosamente mientras los enfermeros llegaban a la escena del crimen. Desplegaron las patas de la camilla y Hammer se volvió de espaldas cuando llegó hasta ella el chasquido del metal. West y Brewster estaban inspeccionando el permiso de conducir del individuo. Nadie tenía interés en dar cancha a Brazil.

—Carl Parsons —leyó Brewster en el permiso de conducir—. Spartanburg, Carolina del Sur. Cuarenta y un años. Sin efectivo; ninguna joya encima, si es que llevaba alguna.

—¿Dónde se alojaba? —le preguntó Hammer.

—Parece que hay un número de confirmación de reserva en el Hyatt, cerca de Southpark.

West se agachó para ver el mundo desde un ángulo distinto. Parsons estaba medio de lado, medio de espaldas, en un lecho de hojas ensangrentadas. Sus ojos eran dos rendijas soñolientas y apagadas. El doctor Odom le hizo objeto de una indignidad más y le insertó un largo termómetro clínico por vía rectal para medir la temperatura interna del cuerpo. Cada vez que el forense tocaba el cuerpo, manaba más sangre de los agujeros de la cabeza. West comprendió que quien estaba haciendo aquello no tenía intención de detenerse.

Brazil tampoco iba a detenerse, por mucho que West se interpusiera en su camino. Había hecho todo lo posible para captar detalles visuales y el ambiente general, y era el momento de hacer una ronda. Observó la presencia de un Mustang nuevo, azul brillante, aparcado cerca de un coche sin marcas en cuyo asiento delantero estaban sentados un adolescente y un detective al cual Brazil había visto antes rondando las calles y haciéndose pasar por traficante. Brazil continuó tomando notas mientras el muchacho charlaba y los enfermeros introducían el cuerpo en la bolsa y cerraban la cremallera. Los periodistas, y sobre todo Webb, estaban obsesionados con obtener imágenes filmadas y fotografías del hombre asesinado mientras era retirado como una gran crisálida negra. Salvo Brazil, nadie prestó atención al muchacho que se apeaba del coche del detective y volvía a su Mustang, sin prisas.

La capota estaba abatida. Cuando Brazil se encaminó hacia el llamativo vehículo, al adolescente empezó a acelerársele el pulso otra vez. El muchacho, rubito y de aspecto agradable, tenía en la mano un cuaderno de notas de reportero. Jeff Deedrick sacó la llave y puso en marcha el motor, tratando de aparentar calma aunque le temblaban las manos.

—Soy del
Charlotte Observer
—dijo Brazil, ya junto a la puerta del conductor—. Me gustaría hacerte unas preguntas.

Deedrick iba a ser famoso. Tenía diecisiete años aunque podría haber pasado por veintiuno, salvo por la documentación. En adelante conseguiría ligarse a todas aquellas chicas que, hasta esa noche, no le habían prestado atención.

—Supongo que no pasa nada… —aceptó el muchacho, con reservas, como si tanta atención le despertara recelos.

Brazil subió al Mustang, que era nuevo y no pertenecía a Deedrick. Brazil lo notó en el pulcro llavero azul marino, a juego con el color del coche. Además, los chicos demasiado jóvenes para beber tampoco tenían teléfono móvil, a menos que fueran traficantes de drogas. Brazil habría jurado que el Mustang pertenecía a la madre de Deedrick.

Brazil anotó primero el nombre, la dirección y el número de teléfono y lo repitió todo, sílaba por sílaba, para asegurarse de que lo había tomado correctamente. Malas experiencias anteriores le habían enseñado a hacerlo. En su primer mes en el trabajo, había tenido que redactar tres fes de erratas seguidas debido a errores insignificantes, carentes de toda importancia, en detalles sin relevancia, como llamar a alguien «Fulano de Tal, hijo» en lugar de «tercero». Este fallo había dado por resultado una esquela relativa al hijo, en lugar de al padre. El hijo tenía problemas de impuestos y no le importó la equivocación. Llamó personalmente a Brazil para solicitar que el periódico dejara el asunto como estaba, pero Packer no quiso.

El error más embarazoso de Brazil, que éste prefería no recordar, fue cuando cubría una alborotada y dispersa reunión comunitaria en la que se debatía una controvertida ordenanza sobre animales de compañía. Confundió un lugar con una persona e insistió en referirse a que Latta Park esto, la señorita Park lo otro. En cambio lo de Jeff Deedrick estaba seguro de haberlo anotado bien. Con eso no habría problemas. Brazil echó un vistazo desde lejos a la escena del crimen mientras el equipo de la ambulancia cargaba el cuerpo en el vehículo.

—Reconozco que tenía pis, que conducía solo y que sabía que no llegaba a tiempo a casa. —Deedrick continuó hablando, nervioso y excitado.

—Entonces te detuviste aquí para usar el lavabo, ¿no? —Brazil pasó una hoja y continuó escribiendo apresuradamente.

—Me detengo y entonces veo el coche con las luces encendidas y la puerta abierta, y pienso que alguien más se está aliviando. —Deedrick titubeó. Se quitó la gorra de béisbol y se la puso del revés—. Espero y no veo a nadie. Me pica la curiosidad, me acerco… y entonces lo veo. Menos mal que tengo móvil.

Deedrick, con los ojos desorbitados, tenía la mirada fija en el vacío; el sudor le perlaba la frente y le resbalaba de las axilas. En un primer momento pensó que el tipo estaba borracho, que se había bajado los pantalones para orinar y que se había quedado dormido. Después vio la pintura anaranjada y la sangre. Nunca en su vida había tenido tanto miedo. Había vuelto a su coche a toda prisa, había arrancado y había salido de allí por piernas. Después, se había detenido bajo un paso elevado y había meado allí. Luego llamó al 911.

—¿Mi primer pensamiento? —continuó el muchacho, un poco más calmado ya—. Que eso no está pasando de verdad. Es que… el avisador suena y suena, toda esa sangre, los pantalones bajados hasta las rodillas… Y yo… Bueno, ya sabe, sus partes…

Brazil levantó la vista. Deedrick balbucía.

—¿Qué pasa con ellas? —quiso saber el periodista.

—Estaban…, estaban pintadas con una especie de spray de color anaranjado como el de los conos de tráfico. Con esta forma.

Deedrick, sonrojado, trazó una figura de ocho en el aire.

—¿Puedes dibujarlo? —preguntó Brazil, y le ofreció el bloc de notas.

Deedrick trazó el perfil de un reloj de arena con mano temblorosa. Brazil se quedó perplejo.

—Como una araña viuda negra —murmuró el periodista mientras observaba a West y Hammer, que pasaban de nuevo por debajo de la cinta policial y se disponían a marcharse.

Puso fin a la entrevista apresuradamente. El miedo a que lo dejaran plantado se había convertido ya en un reflejo condicionado. Además, tenía una pregunta que Hammer y West deberían oír. Por respeto, se dirigió a la jefa primero.

—¿El asesino ha dibujado el reloj de arena con spray en todas las víctimas? —preguntó de forma abierta y con gran excitación.

West permaneció callada, lo cual era raro en ella. No se movió. Brazil tuvo la impresión de que Hammer era la persona más imponente que había conocido. Con un gesto que decía «sin comentarios», rechazó la pregunta.

—Dejaré que te encargues de esto —le dijo a West, y se encaminó a las sombras donde había aparcado su coche.

West se dirigió al Ford sin decir palabra. Cuando Brazil subió y se puso el cinturón de seguridad, no tuvieron nada que decirse el uno al otro. La emisora policial seguía conectada, y estaba haciéndose muy tarde. Era tiempo de devolver a Brazil al aparcamiento para que pudiese recoger su coche y desaparecer de la vista. Así era como veía las cosas West. Qué noche.

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