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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

El Cerebro verde (16 page)

—No emplee ese tono interprofesional, me molesta. Sigue usted siendo una persona inaguantable.

Chen-Lhu bajó el tono de su voz.

—Antes de que él vuelva tenemos unas cuantas cosas que discutir. No hay tiempo para cuestiones personales. Esto es un asunto de la OEI.

—El único asunto que tenemos es llevar su informe al cuartel general.

Chen-Lhu la miró fijamente. Aquella reacción era previsible, por supuesto. Pero era preciso hallar una forma para persuadir a Rhin. El chino se acordó de un refrán que expresó en voz alta.

—Cuando los brasileños hablan de obligaciones, hablan también de dinero.


A conta foi paga por mim
—repuso Rhin en portugués.

—Yo no estaba sugiriendo que usted tuviese nada que pagar —indicó Chen-Lhu.

—¿Está intentando comprarme? —restalló Rhin.

—Otros lo han hecho.

La joven le miró con furia. ¿Estaría amenazando con decir a Joao lo relativo a su pasado en la rama de espionaje e investigación de la OEI? ¡Qué lo hiciera! Pero ella ya había aprendido unas cuantas cosas en lo relativo a sus deberes, por lo que asumió una mirada de incertidumbre. ¿Qué tendría Chen-Lhu en la mente?

Éste sonrió. Los occidentales eran siempre tan susceptibles a la avaricia…

—¿Quiere usted oír más? —dijo a la joven.

Consideró el silencio de Rhin como una aceptación.

—Por ahora emplee usted sus encantos sobre Johnny Martinho —continuó Chen-Lhu—; hágale un esclavo del amor. Quedará reducido a una criatura que no hará nada sin usted. Y para usted, eso resultará de lo más fácil.

«Ya lo he hecho antes», pensó ella. Sí, ya lo había hecho antes, en nombre del deber.

Chen-Lhu hizo un gesto de asentimiento. Las pautas de la vida eran siempre las mismas.

La escotilla se abrió y Joao saltó a la cabina.

—No hay el menor rastro —dijo dejándose caer en su asiento—. He dejado la escotilla medio abierta para el que quiera salir fuera.

—¿Rhin? —dijo Chen-Lhu.

La joven sacudió la cabeza y suspiró profundamente.

—No.

—Entonces aprovecharé yo esta oportunidad —dijo Chen-Lhu.

Abrió la escotilla y se dejó caer afuera, sobre los flotadores.

Rhin sabía que Chen-Lhu había dejado abierta una rendija de la escotilla, con el oído presto para escuchar.

Hubo un largo silencio.

—Hay algo que va mal —dijo Joao—. Usted y Travis han estado murmurando algo mientras he estado fuera. No me ha sido posible oírlo, pero sí he percibido la ira en su voz.

Rhin intentó tragar saliva con la garganta seca. Chen-Lhu estaría, con toda seguridad, oyendo aquello, tan seguro como el infierno.

—Yo…, bueno, ha estado poniéndome de mal humor.

—¿La ha importunado?

—Sí.

—¿Respecto a qué?

Rhin se volvió, mirando entonces la suave pendiente de las colinas que se elevaban hacia la derecha. Aquella serenidad invadió sus sentidos.

—Respecto a usted.

En el silencio que siguió, Rhin comenzó a entonar una canción. Tenía una voz agradable, timbrada e íntima. Su voz era una de sus mejores armas.

Joao reconoció la canción y se preguntó por qué la habría elegido. Incluso después de quedar en silencio, la melodía quedó suspendida en el aire de la cabina, como un vapor misterioso y sugestivo. Era un lamento nativo, una tragedia de Lorca arreglada para tocarla a la guitarra:

Deja tu látigo, Vieja Muerte,

no soy yo quien busca tu negro mar.

No gemiría, ni suplicaría…

Pídeselo a uno que haya hecho su trabajo.

Este río, que es mi vida,

déjalo fluir en calma,

ya que mi amor tiene humo gris en sus ojo,

y es difícil decir adiós…

Rhin sólo había cantado la tonada, pero las palabras estaban presentes acompañando a la música.

La aparente tranquilidad de la escena no aportó ninguna ilusión a Joao. Se preguntó si aquella calma era la que Rhin había citado en su canción.

Se abrió la escotilla y Joao oyó cómo Chen-Lhu saltaba a la cabina y cerraba la escotilla con los cerrojos interiores.

—Johnny, ¿qué es aquello que se mueve en los árboles, tras esa hierba? —preguntó el chino.

Joao concentró su atención en la escena. Sí, algo estaba allí, precisamente en las sombras de los árboles; muchas figuras que se movían como manteniendo el mismo paso que el helicar flotando en las aguas del río.

Joao levantó el rifle rociador que tenía apoyado a la izquierda de su asiento.

—Es un tiro demasiado largo —opinó Rhin.

—Lo sé. Sólo quería que se dieran cuenta y que se mantuvieran alejados.

Preparó el tiro, pero antes de que pudiese disparar, las figuras en movimiento salieron a plena luz entre las altas hierbas.

Joao creyó atragantarse.

—Madre de Dios… Madre de Dios… —murmuró Rhin.

Era un grupo mezclado de criaturas, de pie como si estuviera dispuesto a pasar revista a todo lo largo de la orilla. Eran en gran parte humanos en su conformación, si bien había unas cuantas copias gigantes de insectos, mentidos, escarabajos, y algo con una trompa en forma de látigo. Los humanos eran principalmente indios, y en su mayor parte parecidos a los que raptaron a Joao y a su padre.

Intercalados a lo largo de la fila, aparecían ejemplares simples de individuos: uno tenía la apariencia idéntica del prefecto Martinho, el padre de Joao, y junto a él… ¡Vierho! Y también los demás hombres del campamento.

Joao dispuso el rifle para disparar por la tronera.

—¡No! —gritó Rhin—. Espere. Fíjese en sus Ojos…, tienen una mirada cristalina. Podrían ser nuestros amigos, drogados, o… —Y Rhin se interrumpió sin poder seguir hablando.

«O peor aún», pensó Joao.

—Es posible que sean rehenes —dijo Chen-Lhu—. Una manera segura de saberlo es disparar a uno de ellos. —Se levantó y abrió la caja de herramientas y repuestos del helicar—. Aquí tiene una bala.

—¡Deje eso! —gritó Joao. Retiró el rifle y selló el portillo y la tronera.

Chen-Lhu apretó los labios. «Aquellos latinos…, tan faltos de realismo». Devolvió la bala a la caja y se sentó. Podría haber elegido a uno de aquellos individuos menores como objetivo. Hubiera obtenido una información muy valiosa.

Dejaron atrás las figuras que permanecían en pie a lo largo de la orilla, rodeadas por enormes árboles y matorrales.

Las sombras del atardecer comenzaron a acolchar las orillas del río. La noche llegaría en un momento.

Chen-Lhu se estremeció, se sentó mientras el sol se escondía tras las montañas. Escrutó sigilosamente el entorno. Los vapores de amatista del crepúsculo producían un espacio de agua rojiza y tranquila delante del helicar, como un enorme charco de sangre. Luego la quietud reinó en el río y entraron todos en el húmedo colchón de la noche.

Chen-Lhu observó que las dos sombras de los asientos frontales se habían convertido en una sola.

«El animal con dos espaldas», pensó el chino. Le pareció un pensamiento tan divertido, que se tapó la boca con una mano para evitar soltar la carcajada.

—Voy a dormir, Johnny —dijo entonces—. Tome la guardia y despiérteme a medianoche.

Los suaves ruidos procedentes de los asientos frontales cesaron por un momento, para continuar después.

—Está bien —contestó Joao con voz alterada.

«Ah, esa Rhin… —pensó nuevamente Chen-Lhu—. Qué magnífica herramienta incluso cuando no quiere serlo…».

8

El informe, aunque interesante por sus variantes, añadió poco a la general información del Cerebro respecto a los humanos. Reaccionaban con sorpresa y horror ante la exhibición llevada a cabo en las orillas del río. Era de esperar. El chino no tenía nada que ver con los otros dos. El hecho, añadido a los intentos aparentes del chino para conseguir que los otros dos se apareasen, podría ser significativo. El tiempo lo diría.

Mientras tanto, el Cerebro experimentó algo similar a otra emoción humana, la inquietud.

El trío del vehículo continuaba a la deriva. Un factor de demora significativo estaba entrando en el sistema informe-computación-decisión-acción.

Los sensores del Cerebro revisaron, una vez más, las pautas de conducta de los mensajeros danzantes del techo de la caverna.

El vehículo había volado una vez.

Computación-decisión.

—Informe a los grupos de acción —ordenó el Cerebro—. Decidles que capturen el vehículo y ocupantes antes de que lleguen a los rápidos. De ser posible, capturad vivos a los ocupantes. Orden de importancia en caso de que alguno deba ser sacrificado: primero, el chino, después, la reina dominante, y finalmente el otro macho.

Los insectos del techo interpretaron las órdenes recibidas y zumbaron con sus elementos de modulación para fijarlas. Después salieron hacia la luz de la aurora.

Acción.

Pasada la medianoche, Chen-Lhu tomó el turno de guardia.

«Ahora, probablemente, no tendré que matar a ese estúpido de Johnny», pensó Chen-Lhu.

Miró la luna por la ventanilla lateral. Estaba baja y próxima a ocultarse en el horizonte. Un color de bronce terrestre rodeaba el círculo lunar. Al mirarla atentamente, daba la impresión de ver en ella la semejanza de un rostro: el de Vierho.

«Ese compañero de Martinho está muerto —pensó Chen-Lhu—. Lo que vimos en la orilla del río no fue más que un simulacro. Nada pudo sobrevivir a aquel ataque al campamento. Nuestros amigos han imitado a Vierho».

El chino se planteó entonces la pregunta: «¿Cómo encontraría Vierho la muerte, como una ilusión o como un cataclismo? Una pregunta inútil».

Rhin pareció despertarse por un momento, para juntar su cuerpo al de Joao, dejando escapar un ronroneo de placer como una gata en celo.

«Nuestros amigos no tardarán mucho en atacar —siguió especulando mentalmente el chino—. Es evidente que esperan el lugar y el tiempo apropiados».

El pensamiento convirtió cada sombra exterior en una fuente de peligro, y Chen-Lhu se preguntó si podría permitir a su mente que le jugase semejante truco inspirador de miedo.

En el exterior imperaba un silencio expectante, una sensación de amenaza y presión.

«¡Eso es absurdo!», se dijo el chino.

Se aclaró la garganta.

Joao se removió en su asiento, sintiendo la cabeza de Rhin acunada en su brazo.

—Travis —murmuró Joao.

—¿Sí?

—¿Qué hora es?

—Vuelva a dormir, Johnny. Dispone aún de un par de horas.

Joao cerró los ojos y se retrepó en su asiento para seguir durmiendo.

Una bandada de pequeños loros parloteaban alocados en la selva. Otros pájaros más pequeños se añadían al coro, con sus trinos y sus gorgoritos.

Joao oyó los pájaros como si sus cantos proviniesen de la lejanía, y ello le hizo volver a la realidad. Despertó sudando y sintiéndose singularmente débil.

Rhin se había apartado de él durante la noche. Dormía acurrucada contra el extremo opuesto de la cabina.

Joao miró fijamente la luz blanco azulada del amanecer. Una neblina humeante ocultaba las corrientes del río. Se percibía una sensación de humedad y de calor insalubre en el aire confinado de la cabina. Tenía la boca amarga y reseca.

Se enderezó en su asiento y se inclinó hacia delante para ver mejor a través del parabrisas del helicar. Le dolía la espalda por dormir en una posición forzada e incómoda.

—No espere que vengan a rescatarnos —dijo el chino.

—Miraba solamente el tiempo. Vamos a entrar en la estación de las lluvias.

—Tal vez.

Joao comprobó que durante la noche el aparato a la deriva se había convertido en parte de una pequeña isla flotante de troncos y matorrales. Pudo ver grandes manchas de musgo parásito en los troncos. Era un islote ya viejo, cuando menos de una temporada.

—¿Dónde estamos? —preguntó Rhin.

Joao se volvió para verla. Ella evitó su mirada.

«¿Qué diablos sucede? —se preguntó Joao—. ¿Está avergonzada?».

—Estamos donde hemos estado siempre —dijo entonces Chen-Lhu—. En el río. ¿Tiene hambre?

Ella consideró la pregunta y descubrió que tenía un apetito de lobo.

—Sí, estoy hambrienta.

Comieron en completo silencio. Joao estuvo más seguro de que la joven evitaba mirarle. Fue la primera que salió al exterior, por la escotilla, y permaneció allí bastante tiempo. Cuando volvió, se dejó caer en su asiento e intentó dormir.

«Al diablo con ella», pensó Joao. Y a su vez salió al exterior por la escotilla lateral, cerrándola fuertemente tras él.

Chen-Lhu se aproximó a Rhin desde atrás, hasta el oído de la joven.

—Lo han pasado bien esta noche, ¿verdad?

—¡Váyase al infierno! —respondió sin abrir los ojos.

—Pero yo no creo en el infierno.

—¿Yo sí? —dijo, abriendo los ojos y mirándole fijamente.

—Por supuesto.

—Cada uno cree en él a su manera —dijo ella, y de nuevo cerró los ojos.

Por alguna razón que no pudo explicar, las palabras de Rhin irritaron al chino, y éste intentó molestarla con lo que conocía de sus creencias.

—¡Es usted una terrible calamidad primitiva!

De nuevo, Rhin le contestó sin abrir los ojos.

—Eso es del cardenal Newman.

—¿No cree usted en el pecado original? —le preguntó burlonamente.

—Yo sólo creo en ciertas clases de infierno —repuso Rhin, mirándole con sus bellos ojos verdes.

—A cada cual su infierno, ¿eh?

—Usted lo ha dicho, no yo.

—¡Usted fue quien lo dijo!

—Está usted gritando —dijo ella.

Chen-Lhu se tomó unos momentos para calmarse. Añadió después en un susurro:

—Y Johnny, ¿estaba bien?

—Mucho mejor que lo que usted pudiera haber estado.

Joao abrió la escotilla y entró en la cabina antes de que Chen-Lhu pudiera responder, y encontró a Rhin mirando fijamente al chino.

—Hola, jefe —dijo ella. Y le sonrió cálida e íntimamente.

Joao le devolvió la sonrisa y ocupó su asiento.

—¿Por qué gritaba, Travis? —preguntó Joao.

—Bah, no era nada —repuso Chen-Lhu, colérico.

—Se trataba de una cuestión ideológica —comentó Rhin—. Travis es un ateo militante. Y yo creo en el cielo —concluyó acariciando la mejilla de Joao.

Chen-Lhu pensó: «Debí evitar esta conversación. Es una partida peligrosa la que estás jugando conmigo, Rhin…».

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