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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

El Cerebro verde (19 page)

Rhin miró la cortina de insectos que se cernían sobre el helicar. Desde aquel ángulo, se fundían en una sola entidad, dando la sensación de un solo organismo.

—¡Podríamos abatirlos disparando! —exclamó Rhin.

Entonces tomó el rifle, pero Joao la retuvo.

—Están las nubes.

—Nuestros amigos cuentan con más refuerzos que nosotros —dijo Chen-Lhu—. Es perder el tiempo.

—Pero si las nubes no estuvieran ahí… ¿Se apartarán esas nubes?

—Pueden desaparecer por la tarde —explicó Joao—. En esta época del año sucede a menudo.

—¡Se van! —exclamó Rhin—. ¡Mira! ¡Se van! —repitió, señalando con la mano.

Joao comprobó que la masa de insectos se desplazaba hacia la orilla izquierda. La sombra se fue con ellos hasta adentrarse en los árboles y desaparecer.

—Se han ido —repitió Rhin.

—Lo que quiere decir que el reactor se ha ido también —dijo Joao.

Rhin ocultó la cabeza entre sus manos y estalló en amargos sollozos.

Joao le acarició la nuca, intentando consolarla, pero ella apartó su mano.

«Tendrás que atraerle, Rhin, y no rechazarle», pensó el chino.

—Tenemos que mantenernos ocupados en algo —dijo Chen-Lhu—. Con cosas triviales, si es necesario… Es una forma de prevenir el miedo, el aburrimiento y la irritación… Les contaré una orgía que tuve una vez en Camboya. Estábamos ocho sin contar las mujeres, un príncipe, el ministro de Cultura y…

—¡No queremos oír detalles de esa condenada orgía! —gritó Rhin.

«La carne —pensó Chen-Lhu—. No quiere escuchar nada que le recuerde su propia carne. Ahí está su debilidad… Es bueno saberlo».

—¿Sí? Muy bien. Cuéntenos usted la hermosa vida de Dublin. Me encantaría escuchar las cosas de la gente que comercia con las esposas y las amantes, montando a caballo y pretendiendo que el pasado no ha muerto.

—Es usted abominable…

—¡Excelente! —exclamó Chen-Lhu—. Puede odiarme, Rhin, se lo permito. El odio también le mantiene a uno ocupado. Se puede uno dar el gusto de olvidar el odio mientras se tiene la mente ocupada con la riqueza y los placeres. En ocasiones el odio es mucho más provechoso, como ocupación, que hacer el amor…

Joao se giró para estudiar las facciones del chino, comprobando el rígido control de Chen-Lhu sobre sus emociones. «Utiliza las palabras como armas —pensó Joao—. Maneja a las personas y las empuja con palabras. ¿Lo advertirá Rhin? Pero, por supuesto, ella no cederá, porque la está utilizando para algo».

Durante unos instantes, Joao se quedó estupefacto con el descubrimiento.

—Usted me está observando, Johnny. ¿Qué cree ver en mí?

«Un juego para dos», pensó Joao.

—Veo a un hombre aplicado a su tarea.

Chen-Lhu le miró fijamente. No era la respuesta que esperaba escuchar, era algo sutil, que podía dar a entender mucho más. Recordó lo difícil que era controlar a la gente no comprometida. Una vez agotase un hombre sus energías, se le podría manipular a voluntad…, pero si se mantenía firme y conservaba su energía…

—¿Cree usted que me comprende, Johnny?

—No, no le comprendo.

—Ciertamente, no soy un hombre complicado; no es difícil comprenderme.

—Ésa es una de las declaraciones más complicadas que jamás haya hecho nadie.

—¿Se burla usted?

—¿Cómo podría burlarme si no le comprendo?

—Hay algo de sorprendente en usted. ¿Qué es, Johnny? Se comporta de una forma extraña.

—Ahora nos comprendemos recíprocamente —repuso Joao.

«Me está incitando —pensó Chen-Lhu—. ¿Tendré que matar a este estúpido?».

—Vea cuan fácil es mantenerse ocupado y olvidar nuestras dificultades —dijo Joao.

Rhin recordó entonces el arma que Joao llevaba en un bolsillo de la chaqueta.

—Joao, no permitas que me capturen viva…

—Bah, ya tenemos un melodrama —dijo Chen-Lhu.

—¡Déjela en paz! —restalló Joao. Acarició la mano de Rhin y miró hacia arriba y hacia los lados del aparato. ¿Por qué nos dejan solos de esta manera?

—Habrán encontrado un nuevo lugar donde esperarnos —indicó Rhin.

—Siempre ve el peor lado de las cosas —dijo entonces Chen-Lhu—. ¿Qué es lo peor que podría ocurrir, eh? Tal vez desean nuestras cabezas a la antigua usanza de los aborígenes que en otro tiempo vivieron aquí.

—¡Vaya consuelo! —dijo Joao.

El helicar avanzaba hacia un claro iluminado por el sol que se filtraba por las nubes. Lentamente, fueron abriéndose retazos de un hermoso azul en el cielo.

La joven sintió la urgente necesidad de protección masculina, y se inclinó hacia el hombro de Joao.

—Creo que va a hacer un calor infernal —murmuró ella.

—Si prefieren estar solos, puedo bajar a los flotadores —dijo Chen-Lhu con tono burlón.

—Ignóralo —dijo Rhin.

«¿Debo ignorarle? —pensó Joao—. ¿Será ése su propósito, que le ignore?».

Los cabellos de la joven tenían un perfume penetrante que amenazaba trastornar a Joao. Respiró profundamente y sacudió la cabeza. «¿Qué ocurre con esta mujer…, esta hembra cambiante y mercúrica?».

—Habrás estado con muchas chicas, ¿verdad?

Sus palabras despertaron los olvidados recuerdos de Joao, sus muchas aventuras amorosas con mujeres de todo tipo… Y las figuras lujuriosas de cuerpos apretados bajo blancas sábanas…, cálidos bajo sus manos.

—¿Alguna en particular? —insistió Rhin.

Chen-Lhu pensó entonces: «¿Por qué hace esto? ¿Está buscando la forma de justificarse a sí misma? ¿Buscando razones para tratarle en la forma que yo deseo que le trate?».

—He estado muy ocupado —respondió Joao.

—Apuesto a que sí.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Tiene que haber alguna chica allá en la zona Verde…, en flor, como una fruta jugosa… ¿Cómo es?

Joao se encogió de hombros, moviendo la mano de Rhin, pero ella continuó echada contra su hombro, mirándole al rostro.

«Tiene sangre india —pensó Rhin—. No tiene barba: es la sangre india».

—¿Es hermosa? —persistió Rhin.

—Hay muchas mujeres hermosas.

—Apostaría a que es una de esas nativas de pechos apretados. ¿La has llevado a la cama?

Joao permaneció silencioso.

—Un caballero —dijo Rhin—. Rehúsa contestar.

Rhin se apartó. Se sentía extrañamente irritada y se preguntó por qué se mostraba de aquella forma. «¿Me estoy torturando a mí misma? ¿Será que quiero a este Joao Martinho para mí sola? ¡Al diablo con todo!».

Repentinamente, Joao se aproximó a Rhin, la atrajo hacia sí y la besó salvajemente en los labios, apretándola contra su cuerpo y metiendo las manos por su espalda. Los labios de la joven respondieron, tras una leve vacilación, cálidos y temblorosos.

Cuando pudo recobrar el aliento, Rhin preguntó:

—Bien, ¿a qué viene todo esto?

—Hay un pequeño animal en todos nosotros —repuso Joao.

Rhin soltó una alegre carcajada, como queriendo apartar de sí su cólera, y acarició la mejilla de Joao.

—No está precisamente ahí ese animal.

Chen-Lhu pensó: «Está haciendo su trabajo. Y de que forma tan estupenda lo hace…».

9

«Esos humanos tienen un talento especial para ocuparse de cosas inconsecuentes… —pensó el Cerebro—. Incluso de cara a terribles presiones hacen el amor y discuten sobre cosas triviales».

Los informes llegaban constantemente, pues el Cerebro había ordenado: «Comunicadme cuanto digan».

«Tanto hablar de Dios… ¿Es posible que ese Ser exista?».

El Cerebro reflexionaba en el sentido de que, ciertamente, las acciones de los humanos comportaban un aire de grandeza que contradecía la trivialidad de sus actitudes, según se le informaba.

«Es posible que esta trivialidad sea un código especial…».

El Cerebro comenzó su carrera en la lógica, al igual que un ateo pragmático. En sus cómputos no existía la duda, que clasificaba como una simple emoción.

«Sin embargo, tienen que ser detenidos —pensó el Cerebro—. No importa el precio: tienen que ser detenidos. Lo que está en juego es demasiado importante, incluso para ese fascinante trío. Lo lamentaré si se pierden».

Rhin tuvo la sensación de que estaban flotando en una inmensa sartén, con el helicar en el centro. La cabina era un infierno húmedo presionando sobre ella. El sudor y el olor corporal la estaban deshaciendo. No se escuchaba la presencia de ningún animal en las orillas.

Sólo el paso ocasional de algún insecto volador le recordaba la presencia de sus enemigos.

«Si no fuera por esos malditos bichos… y por el calor, este condenado calor…». Un ataque incontenible de histeria hizo presa en ella, y exclamó:

—¿Es que no podemos hacer algo?

Y comenzó a reír como una loca.

Joao la agarró por los hombros y la sacudió hasta que comenzó a sollozar desconsoladamente, ya más tranquila.

—Oh, por favor, hagan algo…

Joao mostró toda su consideración hacia la joven al rogarle que se calmase.

—Vamos, Rhin, contrólate…

—Esos malditos bichos…

Se oyó entonces la voz destemplada de Chen-Lhu, detrás de la cabina.

—Tendrá usted la bondad, doctora Kelly, de recordar que es una entomóloga.

—Sí, una doctora en bichos repugnantes —dijo ella. Aquello pareció divertirle y de nuevo rió histéricamente. Se aproximó a Joao, le tocó las manos y le dijo:

—Estoy bien. Es el calor.

—¿Estás segura? —preguntó Martinho mirándola a los ojos.

—Sí.

Rhin se fue hacia su rincón y miró fijamente por la ventanilla. El pasaje que desfilaba ante sus ojos, le produjo un efecto hipnótico, un movimiento fundido… Era como el tiempo, el inmediato pasado nunca descartado y sin ningún punto fijo de arranque hacia el futuro; todo en uno, todo mezclado y convertido en un algo deslizante y extenso para siempre…

«¿Por qué eligió aquella carrera?».

Como si fuese una respuesta, se vio proyectada hacia sus recuerdos en una secuencia total, y del acontecimiento que había quedado firmemente establecido en su memoria desde su infancia. Tenía seis años, cuando su padre se pasó un año en el Oeste americano escribiendo su libro sobre Johannes Kelpius. Vivían en una vieja casa de adobes, y las hormigas voladoras habían construido un nido adosado a la pared. Su padre llamó a un operario para que quemase el nido y Rhin se escondió en un rincón para observar la acción. Recordaba el olor a queroseno y el estallido de una llama amarilla a la luz del sol, el humo negro y una nube de revoloteantes insectos con sus alas de un ámbar pálido envolviéndola en su frenesí.

Corrió gritando hasta la casa, con aquellas criaturas aladas rodeándola furiosamente y picándola. Y dentro de ella, la cólera de las personas adultas metiéndola en el baño y gritándola: «¡Quítate esos bichos de encima! ¡Vaya idea, traer a casa tanto bicho! Vamos, que no quede ninguno en el suelo, échalos por el desaguadero…».

Durante algún tiempo, que a la niña le pareció una eternidad, gritó pateando la puerta del cuarto de baño: «¡No morirán! ¡No morirán!».

Rhin sacudió la cabeza para apartar aquellos recuerdos.

—No morirán —murmuró.

—¿Qué? —preguntó Joao.

—No es nada. ¿Qué hora es?

—Pronto habrá anochecido.

Rhin continuó manteniendo su atención en la orilla que pasaba frente a sus ojos; grandes helechos y palmeras con el agua rodeando sus troncos. Pero el río era muy ancho y su corriente central muy viva. A la luz del sol y más allá de los árboles, pensó haber visto unos fugaces movimientos de color.

Pájaros…

Fuera lo que fuese, aquello se movía con tanta celeridad que pensó haberlas visto incluso un instante después de desaparecer.

Unas espesas nubes comenzaron a ocupar todo el horizonte oriental con aspecto de profundidad, de pesantez y de negrura. Los relámpagos se entrecruzaban bajo las nubes, sin que le llegase el sonido. Un largo intervalo después, el trueno llegó con el estampido tremendo y reverberante de un martillo pilón.

La pesadez de la espera pareció cercenarse sobre el río y la jungla. Las corrientes serpenteaban alrededor del helicar como serpientes gigantescas, un terciopelo marrón embarrado que empujaba a los flotadores, hacia delante, hacia atrás, dando vueltas…

«Es la espera», pensó Rhin.

Unas ardientes lágrimas rodaron por sus mejillas, que se apresuró a limpiar.

—¿Le sucede algo malo, querida? —preguntó Chen-Lhu.

Rhin deseó haber reído, pero sabía que la risa le colocaría de nuevo en un estado de histerismo.

—¡Si no fuese usted un hijo de perra…! —exclamó—. ¡Preguntarnos si algo va mal!

—Ah…, vamos, todavía manteniendo ese espíritu de lucha…

La lluvia comenzó a caer tamborileando en la cubierta del helicar, bañando las orillas del río con una neblina húmeda y persistente. La noche cayó sobre ellos.

—Oh, Dios, estoy asustada —murmuró Rhin—. Dios mío, estoy aterrada…, estoy aterrada…

Joao comprendió que no tenía palabras para consolarla. Su mundo quedaba más allá del valor de las palabras. Todo se había transformado en un fluir indistinguible del propio río.

—Es muy extraña esta forma de ser cazados —murmuró Chen-Lhu.

Aquellas palabras llegaron a los oídos de Joao como si proviniesen de una fuente desconocida. Intentó recordar la apariencia de Chen-Lhu, y se quedó asombrado al comprobar que ninguna imagen acudía a su memoria. Intentó decir algo.

—Todavía no estamos muertos —fue lo que salió de sus labios.

—Deberíamos echar el ancla —dijo Rhin—. ¿Qué ocurrirá si por la noche llegamos a los rápidos sin oírlos? ¿Quién puede oír nada con esta lluvia?

—Tiene razón —aprobó Chen-Lhu.

—¿Quiere salir y soltar el anclote, Travis?

Chen-Lhu sintió que se le secaba la boca.

«No hay debilidad en el temor, sólo en mostrarlo», pensó Chen-Lhu. Se imaginó qué podría haber allí fuera esperando en la oscuridad; tal vez una de las criaturas que habían visto en la orilla. Cada segundo de demora le traicionaba más.

—Pienso que es más peligroso abrir la escotilla durante la noche que continuar a la deriva y escuchar —dijo entonces Joao.

—Tenemos las luces de los alerones —dijo el chino—. Es decir, si oímos algo. —Al pronunciarlas, se dio cuenta de lo inútiles que resultaban sus palabras.

«El temor disipa todas las pretensiones —pensó Chen-Lhu—. He sido deshonesto conmigo mismo».

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