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Authors: María José Rubio

Tags: #Narrativa, Novela histórica

El cerrajero del rey (3 page)

Un hombre fornido y greñudo, con la camisa sucia, los cordones del calzón desatados y unos bastos zapatos de cuero viejo, se situó detrás de ellos. Desprendía un desagradable hedor, mezcla de leche rancia y vino. Entre dientes, mascullaba blasfemias y masticaba hilos de paja, renegando de su existencia. A Francisco le pareció entender que culpaba a Dios de su ruina. Se percató de que Teresa estaba sola con su hijo, sin marido que la defendiera, y con sumo desprecio pretendió sacarla de la cola, apartándola hacia un lado. La fragilidad e indefensión de su madre, traspasó el alma de Francisco.

Sin pensar en la temeridad que suponía el enfrentarse a un hombre que le superaba en fuerza y edad, se revolvió furioso contra él.

—¡Respete a mi madre! No tiene derecho a empujarnos —le gritó con toda la gravedad que fue capaz de imprimir a su inmadura voz.

—¡Aparta mocoso! —contestó enfurecido el hombre, agarrándole por el cuello.

Teresa comenzó a gritar, mientras forcejeaba con aquel energúmeno borracho, para que soltara al niño. Francisco intentó defenderse con fiereza, provocando un extraordinario revuelo. El alistamiento de empleos se detuvo por un momento. Unos observaban la riña con curiosidad y parsimonia; otros simplemente para mofarse. Un oficial encargado del orden público acudió solícito a detener la pelea y expulsar de inmediato a los violentos. Goyeneche, Churriguera y el cerrajero Flores, en su paseo de reconocimiento por la obra, no pudieron permanecer ajenos al incidente y, curiosos, se acercaron a contemplar la escena.

—Vaya, un chico valiente —musitó sorprendido Goyeneche, mientras el guardia había logrado controlar la situación y mantenía al hombre atado por las muñecas y a Francisco sujeto de una oreja—.

¡Tráigame al muchacho! ¿Cómo te llamas, zagal?

—Me llamo Francisco Barranco, señor.

—¿Puedo saber a qué se debe este escándalo en mis posesiones?

—Ese hombre ha empujado a mi madre. Y no puedo permitir que ningún zafio le falte al respeto —contestó lleno de rabia.

—Parece que ocupas el lugar que corresponde a tu padre…

—Mi padre murió en la maldita guerra, señor, y por ello mi madre se ha visto obligada a trabajar y a mezclarse con gente que no es de su condición. Pero para eso estoy aquí, ahora seré yo quien trabaje para sacarla adelante.

—¿Qué sabes hacer? ¿Cuál es tu oficio, tan joven, para pretender ocupación en mis negocios?

—Cualquiera que me permita ganar dinero honradamente para comprar un palacio como el que su señoría construye.

—Vaya, parece que tienes ambición y ojo para el refinamiento estético —comentó divertido Goyeneche, sorprendido de la firmeza con que se expresaba Francisco.

—¿Conoces el oficio del hierro? —se atrevió a intervenir el cerrajero Flores.

—No, señor. Nunca he pisado una fragua, pero no pondría reparos en empezar a aprender desde hoy mismo —sentenció el chico, dejando a su madre boquiabierta.

Teresa, compungida aún por la desagradable riña, suponía que de un momento a otro los expulsarían de Nuevo Baztán y tendrían que regresar a las penalidades de costumbre.

—Señora, ¿es usted su madre? —le preguntó Goyeneche.

—Sí, señor, y siento mucho las molestias que podamos haber causado, yo…

—No se excuse. Tiene usted un buen hijo. Flores —se volvió inquiriendo al cerrajero—, ¿acaso no necesitas manos útiles para acelerar el curso de mi obra?

—Ciertamente, señoría. Ando corto de aprendices. Ahora sólo tengo uno en mi taller; un holgazán, por cierto, que más me valiera no tenerlo. Por lo que a mí respecta, no pondré reparos en llevarme al muchacho a Madrid y probar en la fragua la habilidad y fuerza de sus manos. Desde luego, valentía no le falta.

En una saleta del palacio de Goyeneche dedicada a asuntos contables, Teresa rubricó la cesión de la potestad de su hijo en favor de José de Flores, cerrajero real. El arquitecto Churriguera actuó como testigo.

Unos días después, ante un notario de Madrid, el joven aprendiz estamparía la primera firma de su vida sobre el contrato formal que le vincularía tan estrechamente a su maestro como jamás lo había estado a su padre.

Según rezaba el documento, durante los cinco años siguientes, José de Flores habría de enseñar el oficio de cerrajero a Francisco Barranco, sin encubrirle cosa alguna, de forma que, cumplido el plazo, pudiera ser capaz de trabajar como oficial con cualquier maestro del gremio. Durante ese periodo, le cobijaría en su casa. Le daría de comer y beber; cama, ropa limpia, vestido, medias y calzado. Le curaría las enfermedades que no fuesen contagiosas ni pasasen de quince días. A cambio, Francisco no se ausentaría de su lado, sin permiso, ni un solo momento. Cuando alcanzase el grado de oficial, tendría derecho a una remuneración de trescientos reales, bien merecidos, para gastar en un buen traje que señalase su nueva condición también en el aspecto externo.

Por primera vez, Francisco se separaba de su madre por un tiempo indefinido. Prefirieron por ello despedirse escuetamente, abreviando el momento y el profundo dolor que les oprimía el pecho. El chico hizo esfuerzos por aguantar las lágrimas, que rodaron en cambio por las mejillas de Teresa, a la vista de la marcha de su hijo y su nueva vida de soledad. Gracias a la magnanimidad de Goyeneche, ella trataría de sobrevivir de una forma decente, como vecina de Nuevo Baztán y empleada en los telares de sedas, los más refinados de aquel laborioso lugar.

Francisco había viajado hasta Madrid sumido en profundos pensamientos, esta vez acurrucado en la parte trasera de un buen carro propiedad de su maestro, José de Flores, rodeado de herrajes, rejas y barrotes que a cada bache del camino amenazaban con aplastarle. Empezaba a acostumbrarse al sonido del traqueteo metálico y al frío olor del hierro, que ya se había impregnado en sus manos.

La llegada a la que habría de ser su nueva casa, ya de noche, le causó indiferencia. Venía soñoliento y molido por las emociones.

Apenas atisbó a ver, a la luz de la vela, el cuartucho que habría de ocupar, con su catre de dormir arrimado a un costado, separado del taller únicamente por un estrecho pasadizo. Sin más explicaciones, Flores le entregó una áspera manta de lana para que se cubriera sobre el jergón de paja y le deseó buenas noches. Con la tenue luz de las estrellas que entraba por un alto ventanuco, Francisco pudo vislumbrar que no era el único inquilino de aquella habitación. El camastro contiguo al suyo estaba sin duda ocupado por un bulto con apariencia humana. Estuvo tentado de averiguar si realmente se trataba de algún compañero de sueño, pero decidió mejor cerrar los ojos y, sin desprenderse siquiera de la ropa y los zapatos polvorientos, derrumbándose en la cama, se dejó vencer por el cansancio.

Capítulo 2

Jamás había contemplado un edificio tan hermoso. Por la mañana, los primeros rayos del sol le iluminaron la cara, medio escondida bajo la manta, reclamando su despertar. Francisco se puso en pie sobre el camastro para asomarse al angosto ventanuco, a través del cual se colaba, fría y limpia, la luz del nuevo día.

Ante sus ojos apareció majestuoso el real alcázar, aquel sobrio y monumental palacio que habitaban desde hacía siglos los soberanos de España.

El taller de cerrajería del rey, que ahora regentaba el maestro José de Flores, ocupaba un lugar privilegiado en este entorno. Encaramado a un terraplén conocido como el «pretil de palacio», paralelo a un costado de la plaza de Armas y próximo a las caballerizas reales, gozaba de esa extraordinaria vista sobre el conjunto palaciego que ahora tanto asombraba a Francisco. Atento, escuchaba el tañido de las campanas de la cercana iglesia de San Juan, instando a los fieles madrugadores a acudir a la primera misa diaria. Era el lugar de culto para los criados reales y donde varias generaciones de la familia Flores habían celebrado sus ceremonias religiosas. Apenas mediaban un centenar de pasos entre el portalón de la iglesia y la cerrajería, atravesando la estrecha y quebrada calle de Rebeque.

La casa del maestro Flores era un lugar de referencia entre los artesanos de Madrid. Un sencillo edificio de muros enyesados en color rojizo, de dos plantas, con una hermosa simetría de ventanas y puertas, correspondientes a sus dos entradas, una para el hogar familiar y otra para el taller. Sus diferentes habitáculos para almacenar carbón, hierros y obras en construcción eran reflejo de la intensa actividad que allí se llevaba a cabo. Rejas, balcones, pasamanos, estufas, romanas, candados, cerraduras y otros tantos objetos de hierro, se apilaban por doquier. Aunque era en su patio posterior donde lucía el mayor signo del favor real: un pozo propio, como algunas de las casas de la nobleza. Éste estaba conectado con el túnel subterráneo que conducía el agua hasta palacio y permitía el necesario abastecimiento de la fragua, sin tener que surtirse de fuentes exteriores ni sufrir el abusivo precio de los aguadores.

Frente a la cerrajería, se perfilaba contra el cielo el regio alcázar. Una gigantesca mole cuadrada que albergaba en su interior dos enormes patios, el del rey y el de la reina, con sus muros exteriores de ladrillo y granito, tejados de pizarra provistos de afilados chapiteles y esa fachada de tres pisos con altas ventanas, enfiladas cual ejército en formación, que se alzaba como un símbolo del poderío de la monarquía española.

Un golpe seco en el hombro lo sacó abruptamente de su ensimismamiento.

—Vaya, apuesto a que tengo ante mis narices un nuevo candidato a aprendiz, ¿me equivoco? —preguntó a Francisco su anónimo compañero de cuarto, un chico desaliñado y de complexión robusta, algo mayor que él, recién levantado del camastro contiguo—. ¿Quién eres?

Francisco se sintió incómodo por su tono desafiante, pero decidió sostenerle la mirada. Era todo menos una amable recepción en su nueva casa. Se fijó en el pelo negro alborotado y los ojos oscuros y saltones de su repentino interlocutor. Le extrañó ver su mano derecha enfundada en un desgastado guante de cuero, que dejaba cuatro sucios dedos al aire. Era visible que había sufrido la amputación de un dedo en alguna etapa de su vida. Francisco sintió la tentación de interesarse por el asunto, pero entendió que era momento de contestar, más que de hacer preguntas.

Soy Francisco Barranco, de Morata de Tajuña. Llegué anoche a esta casa. Soy… —se detuvo a pensar— aprendiz de cerrajero.

—¿Te ha contratado el maestro Flores en su último viaje?

—Sí, mi madre y yo lo encontramos en Nuevo Baztán. Pero es una larga historia… ¿Y tú quién eres?

—Responderé a tu curiosidad cuando yo quiera, Francisco Barranco… aprendiz de cerrajero —dijo, acompañando sus palabras de un tono ampuloso e irónico.

—No sé por qué te burlas de mí, puesto que no nos conocemos.

—Descuida, es mi carácter. Aunque te daré la razón: no nos conocemos, pero tampoco tengo ganas de conocerte, ¿sabes? Seamos sinceros, para mí no eres más que un molesto competidor.

—Creo que te equivocas en juzgar tan pronto a la gente. Hasta este momento no creo haber hecho nada que pueda molestarte —dijo conciliador Francisco.

—De acuerdo. Te daré una tregua y empezaré por presentarme. También soy aprendiz del maestro Flores. Llegué aquí hace dos años, los que te llevo de ventaja. Y mi nombre es Félix Monsiono.

Quedaron callados durante un breve instante, observándose mutuamente.

—Encantado de conocerte, Félix —rompió el silencio Francisco, alargándole la mano.

—Quizás no haya sido demasiado cortés —admitió Félix, respondiendo al saludo—, pero, entiéndelo, no eres el primero que pasa por este cuarto. Y quizás tampoco seas el último. Conozco bien al maestro Flores y he visto ya a otros mocosos como tú abandonar antes de tiempo. Pensándolo bien, puede que yo también tenga que seguir un día el mismo camino.

—¿Qué insinúas? —inquirió Francisco.

—Te aseguro que no pretendo llegar a ser el cerrajero favorito de la corte —contestó acentuando nuevamente sus palabras con sorna—. Eso es para los que están dispuestos a desollarse las manos entre herramientas y a doblar el espinazo ante los cortesanos. Lo único que busco es un plato de comida caliente en la mesa y un oficio que me salve de pedir en la calle como un mendigo.

—Si tanto aborreces tu aprendizaje en este lugar, ¿por qué no te marchas?

—Te crees muy listo, Francisco Barranco. Ocúpate de tus asuntos, que yo me ocuparé de los míos —sentenció tajante Félix, dándole la espalda y encaminándose fuera de la habitación en busca del habitual desayuno matutino.

Francisco, desorientado por su desconocimiento del lugar, no tuvo más remedio que seguirlo.

Las primeras impresiones que obtuvo de su nueva vida no fueron del todo favorables. El recuerdo de su madre y de su confortable vida dejada atrás laceraba a ratos su inexperto espíritu.

Pasaba días enteros sin apenas salir de la fragua más que para las comidas, en las cuales se sentía fugazmente reconfortado por el ambiente familiar que se respiraba en la casa contigua. El maestro Flores tenía esposa y dos hijas, Josefa y Manuela.

El aprendiz no podía quejarse del trato que se le dispensaba.

La matriarca, Nicolasa de Burgos, lo atendía con entrañable afecto.

Francisco presentía que era la compasión lo que movía a esta mujer en sus atenciones, pero la dejaba hacer. Algunas noches, antes de irse a acostar, buscaba intencionadamente la compañía de Nicolasa.

Su voz serena y sus educados modales le transmitían la paz que necesitaba para conciliar el sueño después de un duro día de trabajo; demasiado trabajo para su edad. Le pedía entonces agua o un trozo de pan, si es que se había quedado con hambre. Y aprovechando que el resto de la familia ya se había acostado, ella le invitaba a sentarse un rato junto a la chimenea, consciente de que un poco de amable conversación era capaz de aliviar las penas y disipar los miedos de aquel chico, que ya era especial a sus ojos. Únicamente por eso se le hacía a Francisco soportable el rudo oficio y el áspero trato de José de Flores.

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