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Authors: Noah Gordon

Tags: #Intriga

El Comite De La Muerte (10 page)

Sus relaciones con Calvin eran buenas, pero una vez le preguntó a su padrastro por qué no hacía más por ayudar a los demás de su raza.

—Pero, Spurgeon, ¿qué quieres que haga? Si coges todo el dinero que tengo y lo repartes entre todos los hermanos de una sola casa de pisos de Harlem, todos ellos acabarán, tarde o temprano, por quedarse como antes. Tienes que darte cuenta de que los hombres son todos iguales. Acuérdate de lo que te digo, muchacho: todos iguales. Sea cual sea el color de su piel, lo único que los divide es que unos son perezosos y haraganes, y otros quieren trabajar.

—No puedes decirlo en serio —dijo Spurgeon, molesto.

—¡Claro que lo digo en serio! Nadie les ayudará si ellos no se ayudan a sí mismos.

—Pero, ¿cómo van a ayudarse a sí mismos sin educación ni oportunidades?

—Pues yo acerté, ¿no?

—Sí, pero tú eres una excepción. Para los demás tú eres un monstruo, ¿no te das cuenta?

Con su torponería juvenil había tratado de hacerle un cumplido, pero la amarga desesperación que temblaba en su voz le sonó a Calvin a desprecio. Durante meses, a pesar de los esfuerzos de ambos, se levantó entre ellos un leve muro de cristal. Aquel verano, teniendo Spur ya dieciséis años, se escapó y se puso a trabajar en un barco, diciéndose a sí mismo que lo que él quería era averiguar lo que había sido su padre, el marino muerto, pero en realidad de lo que se trataba era de ponerse a sí mismo a prueba contra la leyenda de la independencia conquistada por su padrastro desde tan temprano. Cuando regresó, en el otoño él y Calvin consiguieron volver a su antigua amistad. El viejo calor seguía allí, y ni uno ni otro osó arriesgarse a perderlo de nuevo reanudando la conversación sobre su raza. Finalmente, la raíz misma de la discusión murió en la mente del muchacho, que llegó a pensar de los habitantes de sitios como la avenida de Rotterdam lo mismo que pensaba de los blancos.

Eran «la gente esa».

Al final, su vida con Calvin llegó a sumirle en confusiones. En Riverdale, negro de piel pero haciendo vida de blanco, Spurgeon no sabía lo que era ni lo que iba a ser de él. Ahora se daba cuenta del orgullo racial que le producía a Calvin su presencia, porque ni los Justin de Justin, en Georgia, habían tenido jamás un médico en la familia. Pero años después de irse de Riverdale, Spur pensaba inmediatamente en la casa de apartamentos con el portero blanco siempre que oía las payasadas de Godfrey Cambridge sobre los negros ricos, que, cuando alguien les dice que hay un negrazo cerca, se vuelven a mirar y dan gritos, llenos de angustia, preguntando: ¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde?

El pequeño cuarto, bajo el tejado del hospital, era insoportablemente caluroso y estaba muy alejado de la avenida de Amsterdam y del confort climatizado de Riverdale. Se levantó y miró por la ventana; el sexto piso del hospital tenía una repisa. Justo debajo, el tejado del quinto piso salía hasta tres metros. Spurgeon, después de pensarlo un momento, cogió una almohada y una manta y las tiró por la ventana; luego, con la guitarra y las latas de cerveza, saltó por el alféizar.

Fuera, se notaba una leve brisa salina, y Spurgeon se echó a su gusto sobre el tejado, con la almohada contra la pared. A sus pies se extendían las fantásticas luces de la ciudad, y a la derecha comenzaba una zona de gran oscuridad, que era el Océano Atlántico, y allá, a lo lejos, con una luz constante y amarilla, el faro.

Por la ventana abierta del cuarto contiguo oyó a Adam Silverstone abrir la puerta, entrar y luego salir. Oyó el ruido de la moneda en el teléfono del pasillo y luego la voz de Silverstone, que preguntaba a alguien si podía hablar con Gabrielle.

«No estoy escuchando —pensó—. ¿Qué voy a hacerle? ¿Tirarme del tejado?».

—Oiga. ¿Gaby? Adam. Adam Silverstone. ¿Recuerdas? El de Atlanta…

Rió.

—Ya te dije que vendría. Ahora soy residente en el hospital del condado…

—¿Eh? No, nada, ya sabes lo que me cuesta escribir. De verdad, no escribo nunca a nadie…

—También yo. Fue maravilloso. He pensado mucho en ti.

«Parecía muy joven —se dijo Spurgeon—, y sin ese aplomo que tenía como médico».

Bebió un poco de cerveza pensando en la vida que tenía que haber pasado aquel blanco.

«Judío —se dijo—, ese apellido es judío. Probablemente unos padres complacientes: bicicleta nueva, clases de baile, iglesia. Casa colonial. Adam, al cuarto oscuro, no se dicen esas palabras; bueno, tráela para que la conozcamos…».

—Oye, me gustaría verte. ¿Qué te parece mañana por la tarde…?

—Ah —respondió, con voz mate, mientras Spurgeon, escuchando, sonreía comprensivo.

—No. Para entonces tengo que estar aquí. Treinta y seis horas de servicio y luego treinta y seis libres. Así. Y las dos primeras rachas que me toquen libre tendré que pasarlas viendo la forma de agenciarme unos ochavos…

—Bueno, ya nos veremos —dijo él—; yo soy paciente. Te llamaré la semana que viene. Sé buena.

Se oyó el ruido del teléfono al colgarlo Adam y sus pasos lentos que volvían al cuarto.

«Este blanco no sabe manejarse. Por muy residente principal que sea, su primer día en este sitio fue probablemente tan duro como el mío», —pensó Spurgeon.

—Eh —le llamó.

Tuvo que volverle a llamar para que Adam le oyera y se asomara a la ventana.

Adam vio a Robinson sentado en el tejado con las rodillas cruzadas, como un Buda negro, y le sonrió.

—Anda, sal, hay cerveza.

Salió y Spurgeon le tendió una lata. Se sentó a su lado y bebió, suspirando y cerrando los ojos.

—Fue un buen comienzo —dijo Spurgeon.

—Pues sí. Tardaremos lo nuestro en llegar a conocer este sitio. Lo menos que podían haber hecho era organizar un viaje colectivo de inspección.

—He oído decir que cuando muere más gente en los hospitales es en la primera semana de julio, cuando llegan los nuevos internos y residentes. Mucha más gente que en cualquier otra época.

—No me extrañaría en absoluto —dijo Adam.

Bebió otro trago y movió la cabeza.

—Esa Miss Fultz…

—Pues mira que el Silverstone ese…

—¿Qué opinas del residente principal? —preguntó Silverstone, con suavidad.

—A veces me cae bien y a veces no.

De pronto ambos se dieron cuenta de que estaban riendo.

—Me gusta tu manera de tratar a los pacientes —dijo Spurgeon—. Te defiendes estupendamente.

—Llevo mucho tiempo defendiéndome —dijo Silverstone.

—Stratton nos dejó administrarle el arteriograma. No ha vuelto a armar jaleo.

—La chica esa de color, Gertrude Soames, firmó esta tarde el documento de salida del hospital —dijo Adam—. Se está suicidando.

—A lo mejor es que no tiene gana de vivir, amigo —dijo Spur en voz baja.

Quedaban dos latas de cerveza. Le tendió una a Adam y se quedó con la última.

—Un poco caliente estará —se excusó.

—Es buena cerveza. La última vez que probé cerveza era «Bax».

—No la conozco.

—Sabe a agua de jabón y a pies de caballo. Allá, en el Sur, se bebe mucho.

—No hablas como la gente del Sur.

—Soy de Pennsylvania. Pitt, colegio médico de Jefferson. ¿Y tú?

—De Nueva York. ¿Dónde hiciste tú el internado?

—En el General de Filadelfia. La primera parte de la residencia la hice en el Quirúrgico de Atlanta.

—¿En la clínica de Hostvogel? —preguntó Spurgeon, impresionado, aunque no quería impresionarse—. Y ¿viste mucho al gran hombre?

—Yo era el residente de Hostvogel.

Spurgeon silbó sin ruido.

—¿Y qué fue lo que te trajo aquí? ¿El programa de trasplante de riñones?

—No, voy a dedicarme a cirugía general. Eso de los trasplantes no es más que un detalle de conjunto —sonrió—. Ser residente de Hostvogel no es tan gran cosa como parece. Al gran hombre le gusta operar. Sus colaboradores apenas tenían oportunidad de coger el bisturí.

—Santo Dios.

—No es por ruindad. Es que si hay que cortar, insiste en ser él quien lo haga. A lo mejor, por eso es tan gran cirujano.

—¿Es realmente un gran cirujano? ¿Tan bueno como dicen?

—Es estupendo, sí —respondió Silverstone—. Es tan bueno, que nota pulsos que se le escapan a todos los demás por la sencilla razón de que no existen. Y las estadísticas fueron inventadas para su uso exclusivo. Recuerdo una reunión de una sociedad médica en la que Hostvogel declaró que, gracias a una técnica quirúrgica de su invención, sólo tres de cada mil prostatectomías salían mal, y un viejo veterano, que había usado el método en cuestión, se levantó y gruñó: «Sí, y las tres son pacientes míos», sonrió. Tiene gran fama, es pésimo maestro, y, después de pasarme allí el tiempo sin hacer casi otra cosa que mirar, me dije: al diablo, y me vine aquí para aprender cirugía en vez de retórica. Longwood no brilla tanto como Hostvogel, pero es un maestro fantástico.

—Pues a mí me dejó asustado en la Conferencia de Mortalidad.

—Pues no creas que sea cosa de broma. Ese residente chino, Lee, me dijo que la tradición en este hospital se remonta a hace años, cuando el predecesor de Longwood, Paul Harrelman, estaba luchando por el puesto de jefe de servicio contra Kurt Dorland. Era en el comité donde competían, pidiendo justificaciones de técnica. Finalmente, quien se llevó el puesto fue Harrelman, y Dorland fue a Chicago, donde se hizo famoso, como sabes. Pero habían demostrado que el Comité de la Muerte puede ser usado para obligar a la gente a operar como Dios manda —Silverstone movió la cabeza—. No es un grupo de damas de la caridad, créeme, yo no esperaba una cosa así.

Spurgeon se encogió de hombros.

—Tampoco es único. Hasta sin alguien como Longwood que insista en ello, en muchos sitios no son solamente los nuevos los que tienen que ponerse firmes. Los viejos profesionales también se tiran los trastos a la cabeza. —Miró a Silverstone con expresión de curiosidad—. Hablas como si le cogiese de nuevas. ¿No teníais Conferencia de Mortalidad en la tierra de los melocotones, con el viejo Hostvogel?

—Sí, claro. De vez en cuando hacen alguna autopsia por puro trámite, para enseñar. Un sujeto llamado Sam Mayes, el segundo de a bordo de Hostvogel, se sentaba con dos o tres de los médicos, hablaba del hijo de Jerry Winter, que había sido admitido en el colegio médico de Florida, se metía un poco con la gente de Washington que quiere socializar la Medicina y hacia algún comentario sobre el bonito trasero de alguna nueva enfermera. Luego bostezaban y uno decía: «Lástima ese pobre hombre, muerte inevitable, claro, no cabe duda», y todos asentían y se iban a casa y retozaban con sus mujeres.

Estuvieron un momento en silencio.

—Yo creo que es mejor como lo hacen aquí —dijo por fin Spurgeon—; es más incómodo, o, mejor dicho, le pone a uno los pelos de punta, pero por lo menos nos tiene a todos en vilo.

Probablemente es una garantía de que no acabaremos volviéndonos como la gente está empezando a pensar que somos los médicos.

—¿Cómo?

—Ya sabes: gente de «Cadillac», gente gorda, ricachos.

—Al diablo con la gente; que les aspen.

—No es tan fácil.

—¿Qué saben ellos de Medicina? Tengo veintiséis años. Hasta ahora he sido pobre como las ratas. Personalmente, tengo ganas de comprarme el «Cadillac» más largo, más caro, más lujoso que haya en el mercado. Y muchas otras cosas encima, cosas materiales, quiero decir.

Pienso ganar todo el dinero que pueda practicando la cirugía.

Spurgeon le miró.

—Pues si es eso lo que quieres no tienes por qué seguir mucho tiempo de residente. Ya has hecho el internado. Mañana mismo puedes lanzarte al mundo y ganar dinero.

Adam movió la cabeza sonriendo.

—Eso es lo malo. Podría ganar dinero, pero no mucho dinero. Lo que da dinero de verdad es el certificado del hospital. Eso se tarda en conseguirlo. Por eso estoy perdiendo el tiempo. Para mí, el año que viene será la mejor tortura posible, los últimos instantes antes del orgasmo.

Spurgeon no pudo menos de sonreír ante la comparación.

—Pues si te tienes que enfrentar con el Comité de la Muerte unas pocas veces acabarás en un monasterio.

Volvieron a beber. Adam señaló con la lata a la guitarra.

—¿Sabes tocar?

Spur la cogió y rasgueó las cuerdas, tocando el principio de,
Ay, me gustaría estar en la tierra del algodón

Adam sonrió.

—Mentiroso.

A varias manzanas de distancia sonó una sirena de ambulancia, más y más fuerte, hasta que casi se cernía sobre ellos.

Cuando comenzó a bajar Spurgeon rió.

—Hoy mismo estuve hablando con un conductor de ambulancia, un estafador simpático llamado Meyerson, Morris Meyerson. «Llámame Maish», dice.

»Bueno, pues, el mes pasado, Meyerson tuvo que salir de madrugada a recoger a aquel sujeto de Dorchester. Parece ser que el paciente sufre de insomnio y una noche no podía dormir. El gotear de un caño en la cocina estaba volviéndole loco, de modo que bajó de la cama y fue a cerrarlo.

Eructó.

—Perdona —dijo—, pues verás ahora lo que pasó.

»Es de esos que duermen sólo con la chaqueta del pijama, sin pantalones, ¿me entiendes? Bueno, pues baja al sótano a por una tuerca o algo así, y en el sótano es donde duerme su gato, un gato macho, grande, ruin. Al volver a la cocina se le olvida cerrar la puerta del sótano, y está bajo la pila, de rodillas, cerrando el agua, sin pantalones, recuerda, y entonces el gato viene sin hacer ruido, ve ese extraño objeto y… la mano negra se levantó, los dedos se volvieron garras y saltaron.

»Bueno, claro está, en esos casos uno da un salto y es lo que hizo este sujeto, y se dio con la cabeza en la pila. Su mujer se despertó a causa del estruendo, bajó corriendo de la cama y al encontrarle en el suelo llamó al hospital. Era poca cosa, y cuando Meyerson y el interno llegaron el hombre ya había recobrado el conocimiento. Estaban sacándole de la casa cuando Meyerson le preguntó qué le había ocurrido, y el otro se lo dijo. Maish se echó a reír de tal manera que soltó la camilla y el tío cayó el suelo y se rompió la cadera. Ahora ha puesto pleito al hospital.

Más que la anécdota, fue lo cansados que estaban lo que les soltó. Rompieron a reír, llorando, y se hubieran tirado al suelo de no haber estado tan cerca del borde del tejado. El regocijo súbito, inesperado, provenía del fondo mismo de sus vientres, como resortes que se sueltan como consecuencia de la tremenda tensión acumulada durante las treinta y seis horas pasadas. Con las mejillas húmedas, Adam dio una patada en el aire y su pie tocó una de las latas vacías, que rodó sobre el alquitrán y desapareció por el borde.

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