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Authors: Noah Gordon

Tags: #Intriga

El Comite De La Muerte (14 page)

—Sí, tenía una cita —dijo él, recobrando por fin el habla.

Las diez y cinco.

En la cabina telefónica más cercana marcó el número de Gaby y se oyó una voz femenina, burlona.

—Será sin duda el doctor Silverstone.

—Sí.

—Soy Susan Haskell, la compañera de cuarto de Gaby. Le esperó mucho tiempo. Hará cosa de una hora me pidió que cuando llamara usted le dijese que está esperándole en la Explanada.

—¿Fue sola, a esperar en la oscuridad junto al río? —preguntó él, imaginándose agresiones o violaciones.

Se produjo una pausa.

—Usted no conoce bien a Gaby, ¿verdad? —dijo la voz.

—¿En qué parte de la Explanada?

—Junto al quiosco de música en forma de concha. Ya sabe cuál, ¿no?

No lo sabía, pero el taxista sí.

—Esta noche no hay concierto —le dijo el taxista.

—Ya lo sé, ya lo sé.

Cuando bajó del taxi se adentró en la oscuridad, pisando una suave hierba, por el Paseo de Storrow. Durante un rato pensó que ya no estaría allí, pero finalmente la vio, sentada, a bastante distancia, sobre una manta extendida bajo una farola, como si fuera un pino de copa protectora.

Cuando se dejó caer junto a ella sobre la manta recibió de golpe todo el calor de su sonrisa y se le olvidó el cansancio que sentía.

—¿Fue algo realmente catastrófico lo que casi te hizo dejarme plantada?

—Acabo de terminar. Estaba seguro de que no esperarías —señaló su ropa blanca—. Mira, ni siquiera tuve tiempo de mudarme.

—Me alegro de que por fin vinieras. ¿Tienes hambre?

—Estoy muerto.

—Di tus bocadillos.

Adam la miró.

—Como no llegabas… Pasaron tres estudiantes, que no se metieron conmigo en absoluto. Uno de ellos, monísimo, me dio a entender que no tenían dinero para cenar. Queda una ciruela.

La aceptó y se la comió, sin que se le ocurriera nada galante que decir. Adam se sintió en desventaja y quería impresionarla, pero de pronto se dio cuenta de que, aunque llevaba tiempo muriéndose por volverla a ver, la compañera de alcoba de Gaby tenía razón, porque realmente no la conocía lo que se dice bien; de hecho, sólo había pasado con ella tres horas, una de las cuales había transcurrido en una fiesta muy concurrida, en el cuarto de estar de la hermana de Herb Shafer, en Atlanta.

—Lo siento, pero te perdiste la sinfonía —dijo ella—. ¿Os ocurre esto con mucha frecuencia?

—No demasiada —respondió él, por no asustarla.

Se echó de espaldas sobre la manta y luego recordó que habían hablado de música y de sus estudios de psicología. Luego, cuando volvió a abrir los ojos, se dio cuenta de que se había quedado dormido, pero sin tener la menor idea de cuánto tiempo. Ella, a su lado, seguía sentada, mirando al río, esperando, paciente. Se preguntó cómo podría haber olvidado su rostro. Si aquella nariz fuera de plástico, habría sido un buen negocio, por mucho que le hubiera costado. Los ojos eran castaños, ahora tranquilos, pero llenos de vida. Su boca era quizás un poco ancha, con el labio superior delgado, indicio de mala intención, pero el inferior lo tenía carnoso. El pelo, de un rubio oscuro, reluciente bajo la luz de la farola presentaba manchas de sol. El lunar estaba debajo del ojo izquierdo, acentuando los pómulos. Sus facciones no eran lo bastante regulares para poder calificarla de verdaderamente bonita. Era más bien de baja estatura, pero muy atractiva sexualmente para merecer simplemente el calificativo de linda. «Un poco demasiado delgada», se dijo Adam.

—Tienes la cara muy atezada —dijo—. Debes de pasarte el día en la playa.

—Tengo una lámpara especial. Tres minutos al día durante todo el año.

—¿Incluso en verano?

—Claro; en mi alcoba estoy más sola.

O sea, que no tendría zonas blancas o marcas de tirantes. Sintió que las rodillas le temblaban.

—Uno de los chicos del colegio dice que me gusta el calor físico porque procedo de una familia desunida. Me encantan los días de mucho calor.

—¿Os analizáis unos a otros en la clase de psicología?

—Una vez terminada la clase. —Se echó a su lado sobre la manta—. Todo el tiempo hueles a jugos masculinos fuertes —añadió—, como si hubieras estado en un incendio.

—¿Es malo eso? Quería venir a verte oliendo como una flor.

Adam alargó la mano y ella se la cogió y los dos corrieron hacia el pequeño muelle. No había remos, pero de todos modos él la ayudó a subirse a uno de los botes.

—Puedo hacerme pasar por Ulises —dijo Adam, sintiéndose aún helénico—. Tú eres una sirena.

—No, yo soy Gabrielle Pender.

Se sentaron en la popa, frente a la orilla lejana y a las luces que hubieran debido estropear la escena, pero no podían; Adam la volvió a besar, y ella le dijo:

—Estaba casado.

—¿Quién?

—Ulises. ¿No te acuerdas de la pobre Penélope, esperándole en Itaca?

—Llevaban veinte años sin verse. Bueno, pues seré otra persona.

Hundió su cabeza en el cabello de Gaby. La verdad era que olía bien. Su aliento, apenas perceptible, se hizo más rápido al besarla Adam en el cuello, y el pulso suave le daba como golpecitos de martillo en los labios. El bote subía y bajaba, a lomos de diminutas olas que llegaban de la boca del río, a unos pocos kilómetros de distancia, y rompían contra el muelle.

—Ah, Adam —dijo ella, entre besos—, Adam Silverstone, ¿quién eres ahora? ¿Quién eres realmente?

—Averígualo y dímelo —respondió él.

Los mosquitos les obligaron a volver a tierra. Adam la ayudó a doblar la manta y la guardaron en el coche de Gaby, un destartalado «Plymouth» azul de 1963, descapotable, que estaba aparcado en el Paseo de Storrow. Fueron a una cafetería de la calle Charles, se sentaron a una mesa junto a la pared y tomaron café.

—¿Fue un caso lo que te entretuvo en el hospital?

Adam le habló de Grigio. Ella sabía escuchar y hacia preguntas inteligentes.

—No tengo miedo ni de quemarme ni de ahogarme —dijo.

—Pero eso quiere decir que tienes miedo de algo.

—Tenemos casos de cáncer en ambas ramas de la familia. Mi abuela acaba de morir de cáncer.

—Lo siento. ¿Qué edad tenía?

—Ochenta y un años.

—Pues ya querría morir yo a esa edad.

—Si, y también yo, pero mi tía Luisa, por ejemplo, bella y joven… No me gustaría nada morirme antes de llegar a vieja —dijo—. ¿Mueren muchos pacientes?

—En nuestra sección del hospital mueren unos pocos al mes. En nuestro servicio, si pasa un mes sin que muera nadie el residente principal da una fiesta.

—¿Dais muchas fiestas?

—No.

—Yo no sabría hacer lo que tú haces —dijo—. No podría ver el dolor y la gente que se muere.

—Hay más de una manera de morir. También en psicología hay mucho dolor ¿no?

—Sí, claro, en psicología clínica. Yo acabaré examinando a chicos guapos, para averiguar por qué no salen de debajo de la cama.

Adam asintió, sonriendo.

—¿Cómo es eso de ver morir a la gente?

—Recuerdo la primera vez…, siendo estudiante. Era un hombre…, le vi en una de mis visitas. Estaba muy bien; reía y bromeaba. Mientras le administraba una inyección intravenosa se le paró el corazón. Lo intentamos todo, todo, para volverle a la vida. Recuerdo que le miré y me pregunté: ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Por qué se ha muerto? ¿Qué es lo que le ha convertido, de una persona que era, en…, en esto?

—Dios —dijo ella, y añadió—: Tengo un bulto.

—¿Cómo?

Ella movió la cabeza.

Pero Adam la había oído.

—¿Dónde lo tienes?

—Prefiero no decirlo.

—Por Dios bendito, acuérdate de que soy médico.

«En el pecho, probablemente», pensó.

Ella apartó la mirada.

—Por favor. Ojalá no lo hubiera mencionado. Seguro que no es nada. Lo que pasa es que yo me asusto de todo.

—Pues entonces, ¿por qué no vas a ver a un médico para que te examine?

—Lo haré.

—¿Me lo prometes?

Ella asintió, sonriéndole, y cambió de tema: le contó cosas sobre su vida. Sus padres estaban divorciados. El padre poseía un lugar de veraneo, en Berkshire. Se había vuelto a casar. La madre se había casado en segundas nupcias con un ganadero de Idaho. Adam le dijo que su madre era italiana y que estaba muerta, y su padre judío, pero se guardó de no decir nada más sobre él, pues se había dado cuenta de que ella lo había notado y por eso no insistía.

Cuando hubieron tomado tres tazas de café cada uno, Gaby insistió en llevarle al hospital en coche. Él no la besó al despedirse, en parte porque la entrada del hospital no era nada privada, y en parte también porque estaba demasiado fatigado para pensar en si era Zorba, o Ulises, o quien fuese. Sólo quería echarse en la cama del cuarto del último piso.

Sin embargo, paró el ascensor en el segundo piso y, como atraído por un imán, fue al cuarto 218. Una ojeada rápida, se prometió a sí mismo, y a la cama.

Helen Fultz estaba allí, tiesa, junto a Joseph Grigio.

—¿Qué hace aquí?

—La enfermera de once a siete no se presentó.

—Bueno, pero yo sí llegué —su culpabilidad se revelaba en forma de irritación—. Haga el favor de irse a la cama.

«¿Cuántos años tendrá?», se preguntó. Parecía vieja, con el lacio pelo gris sobre el rostro arrugado, de labios delgados.

—No voy a ningún sitio. Hace demasiado tiempo que dejé de hacer de enfermera. El papeleo le convierte a una en chupatintas.

Su tono de voz no admitía discusiones, pero él intentó disuadirla. Al final llegaron a una componenda: eran más de las doce, y Adam le permitió quedarse hasta la una.

La presencia de otra persona, comprobó Adam, cambiaba mucho las cosas. Ella se mantenía en un neurótico silencio, pero le hizo un café más caliente que la carne de Gaby, más negro que la de Robinson. Los dos aplicaban el vendaje al quemado, turnándose cuando sus manos protestaban contra las repetidas inmersiones en el helado suero salino fisiológico.

Joseph Grigio seguía respirando. Este espantapájaros, esta vieja canosa y silenciosa, este ogro cansino era quien le había conservado la vida. Ahora, con ayuda de un cirujano, quizá llegase a restablecerse y a resultar ser un asno. Shakespeare.

A las dos de la madrugada, tras desafiar su fiera mirada, consiguió echarla de allí. Estar solo resultaba más duro. Los ojos se le cerraban. Comenzó a sentir un dolorcillo en los músculos de la espalda. La pernera izquierda de sus pantalones, antes blancos, estaba ahora fríamente húmeda por el goteo de las compresas empapadas en el suero salino fisiológico.

El hospital estaba en silencio.

Silencio.

Excepto algún que otro ligero ruido. Gritos de dolor, tamborilear hueco y amortiguado de orina contra el orinal, ruido rítmico de tacones de goma contra suelos de hule, todo ello mezclándose con un telón de fondo de cantos estridentes de grillos y gorjeos de pájaros, sentido más bien que oído.

Dos veces se quedó dormido, despertándose súbitamente sobresaltado para cambiar las empapadas y heladas compresas.

—Lo siento, Mr. Grigio —murmuró a la forma que yacía en la cama.

Si no fuera por mi avidez de dinero, ahora estaría más descansado, sería capaz de cuidarle mejor, pero tengo hambre de dinero, y con buen motivo, y necesito el dinero de ese otro trabajo, de verdad que lo necesito.

Pero por favor, no se me muera sólo porque me he quedado dormido.

Dios, que no me ocurra a mí esto, que no me ocurra a mí esto.

Sus manos se hundían en el suero helado.

Estrangulaban el paño frío.

Lo aplicaban al cuerpo.

Cogía la tela preparada para cálidos lomos femeninos, calentada ahora, por el contrario, por el fuego absorbido por quemada carne masculina, y la sumergía en el cuenco para que volviera a enfriarse.

Repitió esta operación una y otra vez, mientras Joseph Grigio exhalaba suspiros suaves e inconscientes, gimoteando de vez en cuando ininteligibles frases italianas. Su rostro y su cuerpo quemado estaban ya perceptiblemente hinchados.

—Escucha —le dijo Adam.

«Va ha haber mucho lío si te mueres. No te me mueras, miserable incendiario, hijo de tal».

—Si te me mueres… —amenazó.

Una vez, le pareció oír al Arlequín andando por los pasillos de la cuadra.

—Fuera de aquí —dijo, en voz alta.

Scutta mal occhio, pu pu pu.

Repitiendo la letanía, pasaba las manos por el helado suero.

Perdió la cuenta de las horas, pero ya no era una batalla mantenerse despierto. Tenía espolones de dolor que le empujaban sin cesar hacia la inconsciencia. A veces casi lloraba de dolor al alargar la mano hacia el cuenco, cuyo hielo había sido ya repuesto tres veces más en lo que iba de noche. Tenía las manos torponas y azuladas, los dedos se negaban a doblarse, y las puntas estaban en carne de gallina, embotadas.

Una vez, dominado por su propia agonía, olvidó al paciente. Se levantó, se frotó las manos, se estiró, arqueó la espalda, ejercitó los dedos, se golpeó los ojos, fue al retrete y se lavó las manos con magnífica agua caliente.

Cuando volvió al cuarto 218, las compresas que cubrían el cuerpo de Mr. Grigio estaban calientes, demasiado calientes. Furiosamente, humedeció otras nuevas y se las aplicó, metiendo las usadas en el cuenco.

Mr. Grigio gimió, y Adam le respondió también con un gemido.

—¿Se ha pasado aquí toda la noche? —preguntó Meomartino.

Adam no contestó.

—Santo cielo, es evidente que usted haría cualquier cosa por un café.

Aunque el encargado del servicio quirúrgico se encontraba a su lado, Adam oía la voz como si le llegara por teléfono.

«Es ya madrugada», pensó.

Mr. Grigio aún respiraba.

—Venga, váyase de una vez a dormir.

—¿Hay alguna enfermera? —preguntó.

—Ya buscaré yo a alguien, doctor Silverstone —dijo Miss Fultz.

Adam no la había visto; estaba junto a la entrada.

Se levantó.

—¿Mando que le suban algo para desayunar? ¿O café? —preguntó Miss Fultz.

Él movió negativamente la cabeza.

—Vamos, yo voy con usted —dijo Meomartino.

Al entrar en el ascensor volvió a oírse la voz de Miss Fultz:

—¿Tiene algo especial que mandar, doctor Silverstone?

Él denegó con la cabeza.

—Despiérteme si empeora.

Notó que le era preciso hablar con gran cuidado.

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