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Authors: Noah Gordon

Tags: #Intriga

El Comite De La Muerte (27 page)

Ella apartó los ojos de los de él.

—Calla —dijo.

—Acabé dejando de verla. No podía soportarlo ya más tiempo. Como a modo de expiación, me puse a trabajar en una carbonería, donde había que sudar de verdad para ganar dinero.

Desde lejos llegó la respuesta de otra codorniz.

Ahora, Gaby le estaba mirando.

—¿Por qué me cuentas esto?

«Porque soy tonto», pensó él, perplejo.

—No sé, la verdad, no se lo había contado a nadie hasta ahora.

Gaby alargó la mano y le volvió a tocar el rostro.

—Me alegro.

Un momento después, añadió:

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Claro.

—Hacer el amor con esa mujer…, ya me entiendes, un amorío superficial, ¿era diferente a cuando se hace lo mismo con una persona a quien uno quiere?

—No sé —dijo él—, nunca he querido a ninguna persona.

—Es como… los animales.

—Somos animales. No tiene nada de malo ser un animal.

—Pero debiéramos ser algo más.

—No siempre resulta posible.

La niebla comenzaba a romperse. Reluciendo a través de ella llegaba hasta la conciencia de Adam un enorme reflector solar, más oceánico que nunca. La playa era grande, blanca, marcada sólo por restos de la marea y trozos de madera abandonados en la parte superior, y la inferior, reluciente, dura y golpeada hasta ser lisa como la palma de la mano, convertida en un verdadero espejo del sol.

—Quería que vieras esto —dijo ella—. Yo solía sentarme aquí y decirme a mí misma que si dejara todos mis feos problemas allá abajo, vendría el agua y se los llevaría.

Adam estaba pensando en esto cuando, horrorizado, la vio dar un grito y desaparecer de su campo visual sobre el borde del precipicio, que caía hasta el fondo, muy abajo, en un ángulo de por lo menos cien grados. Su trasero dejó un surco recto en la suave y roja arena. Un momento después la vio, riéndose de él, ya en el fondo. No había más que una solución. Se sentó en el borde, cerró los ojos y se dejó caer. Él y el Altísimo cayeron de cabeza, como llamas desde el cielo eterno, llevando la ruina y la combustión al pecado de allá abajo. John Milton. Tenía arena en los zapatos, y sin duda su caída adolecía de falta de práctica, porque su trasero estaba en carne viva. La muchacha estaba muerta de risa. Cuando Adam abrió los ojos, vio que Gaby se sentía muy feliz y estaba muy guapa; no, más que guapa, era la chica más hermosa que había visto en su vida.

Buscaron por la playa y encontraron cierto número de esponjas malolientes, pero ningún tesoro; vieron una lija que iba por el agua, ondulante, cruzando una caleta de agua clara; recogieron ocho erizos de mar intactos y extrajeron del acantilado arcilla roja y moldearon con ella un cacharro que se rajó al ser secado por la brisa.

Cuando empezaron a notar frío trataron, sin éxito, de limpiarse los zapatos de arena pisando fuerte, y subieron abismo arriba por las inseguras escaleras de madera vieja, volviendo por fin a la choza caliente. El sol entraba a raudales por la ventana, bañando el abollado sofá. Mientras él encendía el fuego, ella se echó, y cuando la chimenea empezó a rugir le hizo sitio a su lado y cerraron los ojos, dejando que el dios sol convirtiese su mundo en una gran calabaza roja.

Al cabo de un rato, él abrió los ojos, se acercó a ella y la besó suavemente y, más suavemente aún, la tocó con las puntas de los dedos. Los labios de la muchacha estaban calientes, secos y salinos. Reinaba un gran silencio, excepto, fuera, el ruido del mar y los chillidos de una gaviota; dentro, el ruido que hacían el fuego y la respiración de los dos. Él estaba tocándole el pecho a través de la blusa azul, seguro de que ambos recordaban al mismo tiempo la misma acción de su padre, convertida en signo de despectiva posesión, con el que había marcado a su mujer.

«Esto es distinto —le dijo Adam, sin hablar—. Compréndelo. Por favor, compréndelo». Sentía dentro de sí un leve temblor, como un escalofrío contenido, más temor que deseo, lo sabía, y, en cierto modo, a pesar de todas las chicas y de todas las mujeres, el temor se le había transmitido a él para que también él temblase, a pesar de todo, continuó permitiendo que su mano salvase el espacio que mediaba entre ambos, hasta que notó que el temblor cedía, el suyo y el de ella. Ella le besó esta vez, al principio como explorándole, y luego con una acumulación de sentimientos que parecía querer devorarle y que le dejó desconcertado; finalmente, como siguiendo un acuerdo tácito, se apartaron uno de otro y se ayudaron mutuamente a desabrochar botones y cremalleras, a toda prisa. Era como Adam había esperado: no había zonas blancas ni marcas de hombreras; las piernas se le volvían agua.

—Tienes tripa —observó ella.

—Eres muy dura de carnes —dijo él, a modo de respuesta. Yacieron allí, de nuevo perfectamente juntos. Dios, qué bien se estaba al sol. Ella le besaba la oreja mala y lloraba, y Adam, con una nueva y súbita sensación, se dio cuenta de que lo que él quería era no tomar nada; anhelaba dar y sólo dar, darle tiernamente todo lo que poseía en el mundo, todo lo que era Adam Silverstone.

Acabaron por sentir hambre.

—Mañana —dijo ella— nos levantaremos a tiempo para la primera marea, en el promontorio. Te pescaré unos lenguados, pequeños pero bien gordos, y tú, como buen cirujano que eres, me los limpiarás, y yo te los prepararé a la parrilla, empapados de zumo de lima y con montones de mantequilla.

—Ejem… —y luego—. Y hoy, ¿qué?

—Hoy…, todavía nos quedan huevos.

—No.

—¿Sopa portuguesa?

—¿Qué es eso?

—Especialité de la région. Tallarines y verdura, repollo y tomates más que nada, con carne de cerdo. Hay un sitio en Provincetown donde lo hacen bien. Lo sirven con pan blanco caliente, y si luego te apetece, tienen cerveza de barril, fría y muy buena.

—De acuerdo, Charlie.

—No soy Charlie.

Se miraron, serios, y él acabó por sonreír.

—Ya me di cuenta.

En el cuarto, recogieron prendas esparcidas en el suelo se vistieron con sólo un poco de timidez, salieron y con el coche recorrieron despacio el trayecto de ocho kilómetros que había, por la carretera 6, flanqueada por dunas, hasta Provincetown. Comieron la sopa, caliente y con sabor ahumado, llena de bocados deliciosos, y después fueron al muelle, donde acababa de llegar un bote de pescadores. Gaby regateó ferozmente hasta que acabó por comprar un grande y hermoso lenguado, que aún coleaba, por treinta y cinco centavos, a modo de garantía contra la posibilidad de que a la mañana siguiente lloviese o no consiguieran madrugar y resultase imposible salir de pesca.

Cuando volvieron a la choza, ella puso el pescado en el frigorífico y volvió a donde estaba Adam; le cogió el rostro entre las manos y lo retuvo así, apretándolo.

—Te huelen las manos a lenguado —se quejó él, besándola durante largo rato y mirándola; y los dos sabían que de nuevo Adam iba a hacerle el amor, sin darle antes la oportunidad de lavarse las manos para que desapareciera el olor a pescado.

—Adam —dijo ella, ligeramente excitada—, quiero darte seis hijos, por lo menos seis. Y seguir casada contigo durante setenta y cinco años.

«Matrimonio», pensó él.

¿Hijos?

Esta ave loca…

—Gaby, escucha… —dijo, con inquietud.

Ella se apartó, y Adam, mientras hablaba, alargó la mano para asirla, pero Gaby no tenía intención de permitírselo. Le estaba mirando fijamente.

—¡Dios mío! —exclamó.

—Escucha…

—No —dijo ella—, no quiero escuchar. No soy una lumbrera, eso ya lo sabía, siempre lo he sabido. Pero tú, tú… Pobre Adam, tú no eres nada.

Corrió al cuarto de baño y se cerró por dentro. Adam no oyó gemidos, pero al cabo de un rato llegó a él el ruido de algo terrible, el ruido entrecortado de bascas, la cascada del retrete.

Llamó a la puerta, sintiéndose enormemente culpable.

—Gaby, ¿estás bien?

—Vete al diablo —respondió ella… llorando.

Al cabo de largo rato oyó el ruido de agua corriente y se dijo que estaría lavándose. Luego se abrió la puerta y salió Gaby.

—Quiero irme de aquí —dijo.

Adam llevó los bultos al coche, y ella apagó el gas, cerró la puerta por dentro y salió luego por la ventana, volviendo a colocar los tableros. Cuando Adam intentó ponerse al volante, ella se lo impidió. Condujo en el viaje de regreso como una suicida, y finalmente consiguió que la Policía la citase por exceso de velocidad en la carretera 128, en Hingham. El policía que tomó nota defendió el orden público con mordiente sarcasmo.

Después condujo con más moderación y seguía tosiendo, una serie de espasmos asmáticos cortantes que le sacudían todo el cuerpo, inclinado sobre el volante.

Adam aguantó el ruido todo el tiempo que le fue posible.

—Sal del camino real y encontremos una farmacia —dijo, por fin—. Extenderé una receta para que te den efedrina.

Pero ella seguía conduciendo.

La oscuridad era ya completa cuando el coche paró frente al hospital. No se habían detenido para comer, y Adam estaba de nuevo exhausto, hambriento y emocionalmente deshecho.

Dejó su equipaje en la acera.

La oyó toser al apretar el acelerador. El coche entró en el centro mismo del tráfico, sorteando apenas a un taxi que se le echó encima y cuyo conductor soltó unas maldiciones e hizo sonar el claxon.

Adam siguió en la acera, recordando de pronto que habían dejado el lenguado en el frigorífico. La próxima vez que Gaby volviese a la choza encontraría allí otra repelente razón para recordar las vacaciones interrumpidas. Se sentía víctima de emociones encontradas: inquietud, culpabilidad, arrepentimiento. Había regado los oídos de Gaby con confesiones de lo más degradante, y luego se había permitido…

«Al diablo» —pensó—. ¿Qué promesas hice? ¿Es que firmé un contrato?».

Pero, lleno de súbito asco de sí mismo, se dijo que, aunque había tratado su cuerpo con tierna suavidad, había desgarrado su alma comportándose como un animal.

Echó hacia atrás la cabeza y miró al viejo monstruo-edificio que tenía delante.

«Bueno, pues ya volví», le dijo al hospital.

Las luces comenzaban a encenderse a medida que iba cayendo la oscuridad, y el hospital le miraba con muchos ojos. Pensó en lo que estaría ocurriendo en su interior, en todas las hormigas que correteaban por el hormiguero, preguntándose cuántos de los pacientes que estaban ahora en las diversas cuadras serían operados por él la semana próxima.

«Como ser humano soy un verdadero lío y un idiota —pensó—, pero como cirujano funciono bastante bien, y esto tiene que servir de algo». Dios da prudencia a los que ya la tienen; y los que son tontos que usen su talento. Bill Shakespeare.

Recogió el equipaje. La puerta principal se abrió ante él como una boca, y el edificio, sonriente y burlón, lo engulló.

Cuando hubo puesto sus cosas en orden bajó a ver si encontraba una taza de café, y casi inmediatamente sintió doblemente haber vuelto.

Mrs. Bergstrom iba bien, le dijo Helen Fultz, pero desde comienzos de la tarde había estado mostrando indicios de rechazar el riñón. Su temperatura era ahora de 39 grados, y se quejaba de malestar y dolor en la herida.

—¿Emite orina el riñón? —preguntó él.

—Ha estado funcionando a las mil maravillas, pero hoy su rendimiento bajó muchísimo.

Adam cogió el historial y vio que el doctor Kender estaba tratando de parar el rechazo administrando prednisona e imurán.

«No me faltaba más que esto en tal día como hoy», se dijo.

Pensó un momento en ir al laboratorio de experimentación de animales y trabajar un poco, pero no consiguió obligarse a sí mismo a hacerlo. Por el momento, estaba harto de perros y de mujeres y de cirugía. En su lugar, lo que hizo fue subir a su cuarto, impaciente por descabezar un buen sueño, como quien se toma una poción mágica que lo cura todo, impaciente por hundirse en la inconsciencia.

8

SPURGEON ROBINSON

Spurgeon Robinson pasaba buena parte de su tiempo preocupándose.

«Si uno de los casos de uno tiene que ser sometido a examen de la Conferencia de Mortalidad —se decía—, debiera ser cuando las cosas van bien. En un momento como éste, con un trasplante de riñón que muestra signos crecientes de rechazo, y con el viejo que parece que se le llevan los diablos, es seguro que habrá colegas dispuestos a comerse vivo a quien se les ponga primero a tiro».

Comenzó a preguntarse lo que haría si el resultado le fuese adverso.

Cuando tendría que estar durmiendo, se ponía a pensar en los acertijos de Mrs. Donnelly. Una noche soñó que el incidente de la clínica de urgencia volvía a ocurrir, sólo que esta vez en lugar de dar de alta a la mujer para que se fuera a morirse a su casa, su gran pericia médica le permitía darse cuenta instantáneamente de que se había producido una fractura en el proceodontoideo. Aquella mañana se despertó sintiéndose feliz de pies a cabeza, y durante un rato siguió echado y preguntándose a qué se debía, y luego recordó que era porque había salvado la vida a Mrs. Donnelly. Finalmente, como es lógico, llegó a la conclusión de que todo aquello no pasaba de ser un sueño y nada podía cambiar la realidad de las cosas: que era él quien la había matado. Siguió echado, pero deprimido e incapaz de bajar de la cama.

Era doctor en Medicina. Eso nadie se lo podía quitar.

Si le suspendían como interno, lo único que le quedaba era buscarse un empleo con sueldo fijo en algún sitio. El tío Calvin estaba deseoso de nombrarle médico de la «American Eagle», con el ascenso garantizado. Y algunas grandes empresas norteamericanas contrataban a médicos negros. Pero Spurgeon sabía que si le echaban del hospital y no podía ejercer la Medicina como a él le gustaba, lo que haría es volver a ser el mismo de unos pocos años antes y dedicarse a practicar la música a su manera.

Comenzó a buscar razones para ir al cuarto de Peggy Weld y entablar con la cantante conversaciones sobre música.

Al principio, era evidente que ella le consideraba uno de tantos jóvenes que tocan un poco y se creen ya músicos hechos y derechos, pero de pronto descubrió un nombre que conocían los dos.

—¿Dices que tocabas en «Dino's», en la Calle 52, en Manhattan?

THE ACE HIGH. Cabaret resultaba demasiado elegante como calificativo de aquel tugurio; era un bar barato para negros, pero en el rincón tenían un piano.

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