Read El Comite De La Muerte Online

Authors: Noah Gordon

Tags: #Intriga

El Comite De La Muerte (31 page)

«Era una oportunidad que se presentaba —pensó, sobriamente humorístico— de perder dos pacientes, de matar dos pájaros de un tiro, por así decirlo».

Había una botella de zefirán. La destapó y vertió generosamente el contenido sobre la vulva y el perineo, luego se echó un poco en las manos y las agitó hasta secárselas. No era el mejor sistema, pero no había otro.

La mujer jadeaba, forcejeaba, trataba de deshacerse de una carga.

—¿Qué tal, señora?

—¡Por favor, Dios mío!

Había mucha agua, que empapaba sus pantalones blancos. Las cataratas del Niágara, pero de color de paja. Los ojos de la mujer estaban cerrados, y los grandes músculos de las piernas, tensos. Apareció una cabecita calva en la apertura con un poco del interior de su madre a modo de tonsura.

Dos contracciones más y la vía estaba libre. Spurgeon usó la ampolla para succionar líquido de la diminuta boca y luego se dio cuenta de que iba a tener dificultades con los hombros. Practicó una pequeña episiotomía, que sangró muy poco. La vez siguiente que se contrajo la ayudó con las manos, y el niño entero salió al frío mundo. Puso dos pinzas en el cordón umbilical y cortó entre ambas, y luego cuidó bien de mirar el reloj; era importante, por razones legales, fijar con exactitud la hora del nacimiento.

Con una de las manos sostenía el cuello y la cabecita, y con la otra el pequeño trasero, terciopelo cálido, suave como… trasero de niño. Músico, compositor, prueba a poner esto en solfa, se dijo, y sabía perfectamente que hubiera sido imposible. El recién nacido abrió la boca e hizo una mueca, dando un pequeño grito, al tiempo que su diminuto pene lanzaba un torrente de orina. El niño empezaba bien.

—Tiene un hermoso hijo —le dijo a la mujer—. ¿Qué nombre le va a poner?

—¿Cómo se llama usted, doctor?

—Spurgeon Robinson. ¿Le va a poner mi nombre?

—No, le pondremos el de su padre. Sólo quería saber cómo se llamaba usted.

Spurgeon estaba aún riendo cuando, un momento después, llegó Meyerson, acompañado de un policía, y los dos llamaron a la puerta de la ambulancia.

—¿Necesita algo, doctor? —preguntó el policía.

—Todo va bien. Gracias.

Detrás de ellos el tráfico estaba paralizado hasta casi un kilómetro. El sonido de los cláxones era ensordecedor; sólo entonces se dio cuenta de ello.

—Un momento. ¿Quiere hacerme el favor de subir y coger a Thomas Catlett un instante?

Por lo que se refería a las posibilidades de un shock, el parto era una operación como cualquier otra. Le fue administrando, por vía intravenosa, gotas de dextrosa y agua.

La cubrió con la manta, diciéndose que esperaría a disponer de más medios para extraer la placenta. Luego cogió al niño de brazos del policía.

—Mr. Meyerson —dijo, con gran dignidad—, ¿quiere hacernos el favor de sacarnos de este dichoso puente?

Cuando llegaron al patio del hospital, los primeros fogonazos le cegaron al abrir la puerta de la ambulancia.

—Levante bien al niño, doctor. Póngase junto a la madre.

Había dos fotógrafos y tres reporteros. Dos equipos de televisión.

« ¿Qué es esto?», se dijo, y luego recordó el cambio que le había pedido Meyerson para llamadas telefónicas. Miró a su alrededor, furioso.

Maish estaba desapareciendo por la entrada de las ambulancias. Como una hoja impelida por el viento, no, como un fugitivo de la justicia, Meyerson se había esfumado.

Mucho más tarde se vio de nuevo en su cuarto. Se quitó la ropa blanca, que apestaba a sangre y líquido amniótico. La ducha que había al extremo del pasillo le apetecía, pero durante un buen rato no hizo más que seguir echado, en paños menores, pensando muy poco, pero sintiéndose muy bien.

«Champaña», se dijo finalmente. Se ducharía, se pondría ropa de calle y compraría dos botellas del mejor champaña. Una la bebería con Adam Silverstone; la otra, con Dorothy.

Dorothy.

Salió y echó dos monedas en el teléfono y marcó el número de Dorothy.

Respondió Mrs. Williams.

—¿Te has dado cuenta de la hora que es? —le dijo, con aspereza, cuando él preguntó si estaba Dorothy.

—Por supuesto que sí. Ésa es una de las cosas que tiene la vida de los médicos, y será mejor que te vayas acostumbrando, mamá.

—Spurgeon —dijo la voz de Dorothy un momento después—. ¿Qué tal te fue en la conferencia?

—Pues que sigo de interno.

—¿Te trataron mal?

—Me dieron en la nariz como a un perrito se le da en el morro.

—¿Te encuentras bien?

—Yo sí. Soy la máxima autoridad mundial sobre el proceso odontoideo.

De pronto, enronqueciéndosele la voz, se puso a hablar a Dorothy de la mujer gorda y negra, y del niño tan lindo que había llegado al mundo gracias a él, porque el doctor Robinson era un médico audaz de primera línea de fuego.

—Te quiero, Spurgeon —dijo ella, en voz baja, pero muy claramente.

Spurgeon se la imaginaba allí en la cocina, en pie, en camisón, con la bella mano cubriendo el auricular y su madre revoloteando en torno a ella como una gran mariposa negra.

—Escucha —dijo Spurgeon; hablaba en voz alta, y le daba igual que le oyera Adam Silverstone, o quienquiera que fuese, en el universo entero—, también yo te quiero a ti, te quiero a ti más de lo que quiero a tu núbil cuerpo nubio, lo cual, te aseguro, es mucho decir.

—Estás loco —dijo ella, empleando su voz de maestra de escuela puritana.

—De acuerdo, pero te voy a decir una cosa, y es que cuando te perforen el billete de entrada en la gran clase media blanca, seré yo la perforadora.

Le pareció que reía, pero no estaba seguro del todo, porque le había colgado. Dio un beso sonoro y húmedo al auricular y colgó también.

9

HARLAND LONGWOOD

A medida que su enfermedad seguía su curso, Harland Longwood iba acostumbrándose a ella, como se acostumbra uno a una prenda de ropa fea y odiada que no es posible desechar por razones de economía. Se notaba cada vez menos capaz de dormir por la noche, desgracia a medias, ya que ello le permitía escribir mejor que a otras horas, cuando la casa donde tenia su apartamento se envolvía en terciopelo negro, amortiguador de ruidos, y el mundo entraba por sus ventanas cerradas como un intruso silencioso.

Escribía rápidamente, usando el material acumulado con minuciosa lentitud a lo largo de muchos años y terminando el segundo borrador de cada capítulo antes de pasar al siguiente. Cuando hubo ultimado tres capítulos, se dijo que había llegado el momento de poner a prueba su obra; después de muchas deliberaciones consigo mismo escogió a tres eminentes cirujanos que vivían bastante lejos de Boston, y, por tanto, no había llegado aún a ellos noticia de la enfermedad de Longwood. El capítulo sobre cirugía torácica fue enviado a un profesor de McGill, el capítulo sobre la hernia a un cirujano del hospital de Loma Linda, en Los Ángeles, y el capítulo sobre técnica quirúrgica a un hombre de la clínica Mayo, en el Estado de Minnesota.

Cuando recibió sus criticas, se dijo que, después de todo, no estaba satisfaciendo un mero sueño superficial y vanidoso.

El profesor de McGill se extendió cálidamente sobre la sección dedicada al tórax y pidió permiso para publicarla en una revista que él dirigía. El profesor de la Clínica Mayo alabó mucho su capítulo, aunque indicó una nueva zona de valioso examen, lo que supuso para Longwood tres semanas más de trabajo. El californiano, un pedante envidioso, con quien había estado en polémica durante años, reconoció muy a desgana el valor del material, añadiendo tres correcciones insignificantes, con las que Longwood no estaba de acuerdo y de las que hizo caso omiso.

Escribía a pluma, llenando el papel pautado con letra muy apretada y como de pata de ave. De vez en cuando sentía necesidad de descabezar un sueño, al amanecer, después de una larga sesión de trabajo, y por primera vez en su vida comenzó a quedarse en casa en lugar de ir al hospital, agradeciendo la facilidad con que Bester Kender le sustituía.

Ahora comenzaba a sentirse lo bastante seguro de sí mismo para hablar de su libro con Elizabeth un día que comieron juntos, y ella se ofreció a pasar a máquina el manuscrito, convencida de que su tío necesitaba sus cuidados. Durante dos días jugó con la máquina de escribir como un niño con un juguete nuevo, y luego, la tercera mañana, después de sólo veinte minutos de trabajo, se levantó y pasó largo tiempo ante el espejo, poniéndose el sombrero.

—Prometí a Edna Brewster que iría de compras con ella, tío Harland —dijo y él asintió y le dio un beso en la mejilla.

Unos días después, fue Bernice Lovett, que estaba enferma y tenía que ir a verla.

Dos mañanas más tarde, le dijo que Helen Parkinson había insistido en que la ayudase a preparar el nuevo programa del «Vincent Club».

Después resultó que Susan Silberger, Ruth Moore y Nancy Roberts necesitaban su presencia, y, entretanto, el montón de hojas escritas a mano seguía creciendo junto a la máquina de escribir.

Longwood se preguntaba quién sería esta vez el culpable.

«El iberoamericano no era lo bastante fuerte para tenerla sujeta», pensó, y éste fue el toque final que justificó su desaprobación de Meomartino.

Elizabeth solía quedarse un rato en el apartamento y luego se iba, después de haber puesto buen cuidado en decir con claridad el nombre de la mujer con quien iba a pasar el día. Longwood no cayó en la cuenta hasta la mañana en que le dijo que tenía ir a ver a Helen Parkinson.

—Por si llama tu marido, claro —comentó, al decir ella el nombre.

Liz le miró y luego sonrió.

—Anda, tío Harland, no seas tonto ni digas cosas que luego ni tú ni yo querríamos haber oído.

—Elizabeth, vienes aquí a ayudarme. ¿Quieres hablar conmigo… de alguna cosa? ¿Puedo serte útil en algo?

—No —respondió ella.

En vez de seguir pensando en el asunto, lo que hizo fue telefonear a una agencia de mecanógrafas y contratar los servicios de una varias horas al día.

Lo peor era las noches que pasaba uncido a la máquina de diálisis, sujeto a ella por agujas punzantes, mientras los tubos se volvían de un rojo brillante a fuerza de sorberle la sangre, como un vampiro, y él tenia que seguir allí echado, sin poder bajarse de la cama durante largas horas, prisionero de la misma cosa que le daba vida.

No era ruidoso, sino más bien como un salpicar suave. Él sabía que se trataba de un producto inanimado de la habilidad mecánica del hombre, pero, a pesar de todo, el salpicar continuo le parecía a veces como una ligera risa burlona.

Cuando le desuncían, corría, lleno de alivio, huyendo de allí, y aquel mismo día, más tarde, salió a la ciudad, como un marino de permiso, a tomar una copa en el «Ritz-Carlton», y luego a cenar a «Locke-Ober», donde con frecuencia transgredía las reglas de su régimen, sintiendo que la restricción salina le quitaba, literalmente, un poco de sal de la vida. Después de cenar solía beber mucho coñac. Nunca había sido tacaño, pero ahora asombraba a Louie, el camarero, que llevaba treinta años sirviéndole, con sus generosas propinas.

Obsesionado por la idea de terminar el libro, trabajaba todas las noches; escribía todo lo rápidamente que le era posible, observándose a sí mismo con el desapasionamiento del extraño que observa una carrera hípica, y preguntándose con irónico regocijo quién sería el ganador.

Una o dos veces Elizabeth dejó a Miguel en el apartamento de su tío; Longwood jugaba en el suelo con su sobrino-nieto mientras el sol entraba a raudales por las ventanas, y, a pesar de su debilidad, se sentía de la misma edad que el niño, contento de jugar con los coches de juguete que éste había traído consigo: el azul, empujado por la manita rechoncha, y el rojo, por los dedos largos y huesudos que hasta poco antes habían empuñado instrumentos quirúrgicos, discurrían en torno a la alfombra y bajo las sillas y también bajo la mesa del comedor. A veces, por la tarde, le llevaba en coche por la ciudad, por lo general trayectos cortos, pero una tarde se encontró, casi sin darse cuenta, en la carretera 128, con el acelerador a fondo y la aguja del velocímetro alta, por lo que el coche marchaba como un rayo por la carretera recta como una cinta.

—Vas demasiado de prisa, querido —dijo Frances, con suavidad.

—Ya lo sé —respondió, sonriendo.

De pronto oyó algo que parecía ruido de ambulancia, y cuando se dio cuenta de su error ya el motociclista había frenado a su lado, parándole y desviando el coche hacia un lado de la carretera.

El policía miró su cabello gris y su matricula de médico.

—¿Es un caso urgente, doctor?

—Sí.

—¿Quiere que le acompañe?

—No, gracias —respondió él.

El policía asintió, saludó y se fue.

Cuando se volvió a mirar, Frances no estaba ya junto a él; se había ido sin darle tiempo a preguntarle lo que convenía hacer con Elizabeth. El niño estaba dormido en el asiento delantero, hecho un ovillo, igual que un gato. Comenzó a temblar, pero se obligó a sí mismo a seguir conduciendo. Volvió a Cambridge a treinta y cinco kilómetros por hora, por el lado derecho de la carretera.

Desde aquel día no volvió a llevar al niño a dar paseos en coche.

Las cánulas supuraban en torno a sus puntos de aplicación. Movieron varias veces el desviador hasta que su pierna se vio decorada con pequeñas cicatrices de las incisiones. Las toxinas habían ido acumulándosele en el sistema y, una tarde, todo el cuerpo comenzó a picarle. Se rascó hasta sangrar y luego se echó en la cama, retorciéndose y con los ojos arrasados en lágrimas.

Aquella noche fue al hospital a uncirse a la máquina. Cuando le vieron las marcas de tanto rascarse le recetaron benadril y estelacina, y el doctor Kender le dijo que tendría que someterse a la máquina de diálisis tres veces a la semana, en vez de dos. Le asignaron los lunes miércoles y viernes a las nueve de la mañana, en lugar de los martes y los jueves por la noche. Esto significaba que, aun cuando se encontrase bien, aquellos días no podría ir al hospital a trabajar. Siguió telefoneando todas las noches a Silverstone o a Meomartino para que le informaran de cómo iba el servicio, pero renunció a intentar siquiera hacer visitas.

De vez en cuando, estando solo, lloraba. Una vez, levantó los ojos y vio a Frances junto a su cama.

—¿No puedes ayudarme? —le preguntó.

Ella le sonrió.

—Tienes que ayudarte tú a ti mismo, Harland —le repuso.

Other books

This London Love by Clare Lydon
Winter of Redemption by Linda Goodnight
Mark Griffin by A Hundred or More Hidden Things: The Life, Films of Vincente Minnelli
The Pirate Devlin by Mark Keating
Kokopu Dreams by Baker, Chris
Petals in the Ashes by Mary Hooper
The Dawn Star by Catherine Asaro
Hunting for Crows by Iain Cameron
Tight Rein by Bonnie Bryant