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Authors: Bjarne Reuter

Tags: #Aventuras, histórico

El Embustero de Umbría (32 page)

Giuseppe se sentía como una persona nueva, y alabó el día, la camisa limpia y al alumno despierto.

—Hacía mucho tiempo que no cenaba así —dijo en tono de alabanza—: una sopa excelente y una carne magnífica, algo nervuda y un poquito correosa, pero de buen sabor. Esta noche he visto por primera vez mi alma, que era plateada y tenía la envergadura de un águila; volaba alto, por encima de los Alpes, cambiaba de curso y enfilaba hacia el sur, en dirección a la benigna Umbría. Ha sido una visión fácil de comprender. La gente me ovacionaba por mi elocuencia. —Se estiró—. Ya hemos soportado bastante este clima, no es adecuado para gente como nosotros. Engancha a
Bonifacio
al carro, que partimos hacia el sur, a otros cielos más cálidos.

Arturo dirigió a su señor una mirada inquieta y quejosa.

—Pero, maese —susurró—, había que elegir entre la vida de él y la de maese. Estaba usted muy enfermo. No veía ninguna otra solución.

—Habla de forma que se te entienda, mozo. ¿Qué solución?

Giuseppe avanzó unos pasos por el camino y se estiró al sol invernal. Bajo él se abría un muro vertical, y el abismo entre las cimas era tan profundo que el ojo no distinguía el fondo.

Escupió y notó rigidez en los miembros. Se miró los pies y se le puso la carne de gallina.

—Mis piernas han adelgazado de manera preocupante —murmuró—, no son apropiadas para este terreno. Los ancianos con piernas como palillos deberían estar en las plazas de los pueblos, debatiendo sobre las apuestas de los viejos tiempos, la forma descuidada en que manejan las mujeres el dinero de sus maridos y la inesperada alegría por la repentina turgencia del órgano reproductor. —Agitó el brazo—. Al diablo todas las contiendas. Quiero tener tranquilidad. ¿Me oyes, Arturo? Tu señor quiere tranquilidad. Cuando has estado en el Paraíso, tu alma sólo ansia volver allí, ves que en el Paraíso nadie envejece; y si no vemos Rafael de nuevo, al menos sabremos lo que hemos perdido y organizaremos nuestra vida a partir de ahí. Porque ahora apreciamos el descanso del jardín del molino, que se encuentra en todos los jardines; valoramos el olor a limpio que despide todo lo que ha sido golpeado contra los cantos rodados del río. Porque el Paraíso es la medida de la belleza, y lo que está medio vacío también está medio lleno; y con menos, pequeño Arturo, con menos también puede lograrse.

Arturo, que había hecho dos bultos con sus enseres, salió al camino con la mirada fija, incapaz de ver nada.

Giuseppe señaló al sol.

—En cuanto a la dirección —dijo—, no hay pérdida. Ahora partiremos hacia el sur, y dentro de diez días, si las piernas me aguantan y
Bonifacio
no nos falla, estaremos en el Piamonte, y de ahí alcanzaremos rápidamente Liguria, bajando hacia la primavera, hacia el calor y el vino. Las mujeres de Génova tienen el pelo cobrizo y llevan en el pecho el chapoteo de las olas. Allí hay de todo para quien quiera pagar, porque en el puerto de Génova hay abundancia de amor, y si eres de los que no poseen dinero, también habrá una mujer para ti; aunque coja y desdentada, será tu Afrodita hasta que se levante el sol, y para entonces estaremos en Portofino, olvidadas las encías de Génova. Desde allí nos desplazaremos hacia Viareggio, donde un comerciante mayorista va a alegrarnos el paladar y llenar nuestras panzas, porque lo que ese hombre debe a Giuseppe no puede pagarse con todos los florines del mundo. Arrojarán pétalos de rosa dondequiera que vayamos, y los trovadores cantarán lánguidas baladas a mi heroísmo. Porque soy el hombre que salvó la vida de la joven Isabella. Quince eran los ladrones apostados en el bosque, todos ellos armados hasta los dientes. ¿Pudieron con Giuseppe? Pues no, y los que no se fueron con el rabo entre las piernas sucumbieron en el campo de batalla. ¿Queda menta?

Giuseppe se arrodilló, extendió los brazos separados del cuerpo e hizo su habitual gimnasia matutina.

—Ojalá fuera algo más joven. Pero no lo soy, aunque podría ser interesante domesticar a esa joven de Viareggio. En fin, eso es soñar despierto. Un hombre con hernia no enciende el menor fuego en las mejillas de una doncella. Aun así, no me quejo, porque estoy alegre y contento. —Colocó la mano sobre el hombro de su alumno—. Vamos, amiguito, no pongas esa cara tan triste, que tu señor está otra vez como nuevo.

—Nos hemos comido a
Bonifacio.

—¿Qué?

—Esta noche, maese, nos lo hemos comido.

Giuseppe soltó una sonora carcajada y zarandeó a su alumno. Después la mirada se tornó más tensa. Se quedó contemplando la olla de hierro, que seguía aún en la nieve.

—¿Me estás diciendo que has guisado al asno?

Arturo alzó los brazos.

—Maese, estaba muy quebrantado.

—¡No! —gritó, dando un paso vacilante hacia atrás—. No, no, no, no, no me estás diciendo eso, no, no me estás diciendo que has guisado mi asno, no es posible. No es lo que estoy oyendo. —Elevó la mirada al cielo—. ¡Dios! Dios: mírame y dime que no hay destino tan funesto. Y tú, Arturo, dime que lo que acabo de oír ha sido resultado de tu humor infecto.

—Señor…

—Dilo, cretino, quiero oír cómo lo dices.

Arturo agachó la cabeza y musitó algo inaudible.

—¡Habla!

—Maese se ha comido las piernas.

Giuseppe se contrajo y apretó los puños. Tenía la cara encarnada y el pelo erizado. Sólo entonces reparó en la cabeza gris que había encima de una piedra. Los ojos enormes estaban sin brillo, y las otrora hirsutas orejas del asno pendían como las hojas de una planta muerta. Giuseppe se quedó mirando sin poder creerlo a su viejo animal de tiro, cuya lengua gris azulada colgaba del morro. Después se volvió hacia Arturo, que se tapaba el rostro con las manos.

—Ahora voy a callarme —dijo, cerrando los ojos.

—Pero, maese…

—He dicho que voy a callarme. Pero antes de hacer el sagrado voto de silencio, he de pedirte, Arturo de Florencia, que te coloques en el lugar del asno. En adelante yo seré Giuseppe el Mudo, y tú serás
Bonifacio II
. Aunque quiera el monte que el camino suba y suba, aunque quiera el viento que la helada te haga sangrar por la nariz y se te congelen las borlas, tú tira del carro como si hubieras nacido con cuatro patas, y come lo que encuentres. Y no digas palabra, no tienes el don de la palabra; y para cuando lleguemos a Portofino, ningún rapaz podrá ver en ti a un ser humano. Tus dientes son largos y marrones, y allí donde antes había manos hay ahora pezuñas, y tu alegría de vivir estará relacionada solamente con tu habilidad para espantar con el rabo las moscas del culo. ¿Lo has entendido, asno?

—Haré lo que pida mi señor.

—Y no digas nada más. Deberías alegrarte de que mis manos no sean las de un asesino, porque entonces estarías a los pies de la montaña. Ahora se te administrará el castigo más severo, es decir, ser expulsado de la Universidad de Pagamino. Podrías haberlo conseguido todo en la tierra: inteligencia, sagacidad, riqueza y tres comidas al día; y ahora vas a llevar el paso de un asno y hacer el trabajo de un asno.

26

En que Giuseppe reconoce que un idiota vivo
es mejor que uno muerto.
Al final, el Diablo se lleva la farmacia de Pagamino

La casa pegada contra el monte era claramente una casa pobre. La vivienda de un pastor. Había otros dos cobertizos más pequeños, uno, la letrina, y el otro, un ahumadero; pero no se veía a nadie.

Giuseppe pidió a Arturo que detuviera el carro.

Se encontraban cerca de la frontera septentrional de Piamonte. Arturo llevaba seis días tirando del carro. De hecho, el viaje transcurrió más rápidamente y con menos complicaciones que cuando tiraba del carro
Bonifacio
, que tenía sus propias ideas, sobre todo cuando iban cuesta arriba. Giuseppe miraba por encima del hombro cuando el terreno se empinaba, y, aunque Arturo no poseía grandes músculos ni piernas robustas, agachaba la cabeza ante la adversidad y continuaba adelante con todas sus fuerzas. Su vigor era verdaderamente asombroso. Al atardecer cuidaba de sus ampollas y heridas, que lavaba y vendaba a fin de estar listo para las fatigas del día siguiente. Hubo sobre todo un trecho que constituyó un desafío para él, una pendiente escarpada, despiadada debido a sus piedras afiladas y un barro traidor, brillante como un espejo, dejado por las lluvias del día anterior. Giuseppe estuvo observando la lucha de su antiguo alumno contra los elementos. Si hubiera dependido de la cuesta, el encuentro habría terminado en empate. Arturo se afanó durante cerca de una hora, pero sin resultado. Naturalmente, Giuseppe no decía nada, se limitaba a contemplar al chico, cuyos pies chapoteaban en el fango. Le sangraban los talones, tenía los ojos desorbitados, la sangre le corría en dos hilillos por debajo de la nariz; pero Arturo no se dejó desanimar.

Después de pasar así una hora, cayó de rodillas entre violentos temblores.

Giuseppe valoró el alcance del daño, e iba a retirarle los arneses cuando Arturo puso una cara de reproche y obstinación. Se levantó, apretó los dientes y continuó esforzándose con redoblada energía, hasta que de pronto se derrumbó. Claro que aquello no extrañó a su señor, quien tranquilamente colocó una piedra tras las ruedas para que el carro no se fuera rodando cuesta abajo. Después se inclinó sobre su alumno, que tenía los ojos en blanco.

—Vaya, parece que ha sido demasiado para ti, ¿eh, pequeño cretino?

—Es porque… —susurró Arturo— es porque…

—¡Haz el favor de hablar de modo que se te entienda!

—… porque no soy un asno, maese.

Giuseppe trató de hacerse una idea general del terreno mientras se acercaba a la puerta de la casa. Había dos mulas y una vaca en un vallado. La casa propiamente dicha era lo suficientemente grande para albergar a más de una familia, como era la costumbre.

—Siento que nos espían —murmuró, mirando en torno a sí.

En aquel momento una mujer corpulenta abrió la puerta y se quedó allí con un niño en brazos y otro más pequeño a su lado. Con la mano se protegió del sol y observó boquiabierta a Giuseppe, quien sonrió y le hizo una reverencia.

—Me llamo Gipetto,
signora
—dijo, con un gesto de abarcarlo todo, como para dar a entender la suerte excepcional de que se hubieran encontrado—. Soy herborista y médico.

La mujer no respondió, y siguió mirándolo fijamente; Giuseppe carraspeó y dijo que él y su alumno estaban a su servicio en todos los sentidos, a cambio de un poco de pan.

Ninguna reacción.

—Venimos en nombre del Señor —añadió, haciendo una señal a Arturo para que se adelantara, porque resultaba bastante evidente que la mujer era retrasada o se sentía cohibida ante extraños; probablemente ambas cosas.

Arturo arrastró el carro frente a la puerta, lo que motivó que brotara una sonrisa en el rostro de la mujer, quien hizo un comentario sobre el extraño espectáculo a alguien del interior de la casa.

Aparecieron un hombre y una mujer mayores. Ambos encorvados por la vejez y el desgaste. No tuvieron reparos en enseñar las encías ante la visión del mozo ocupando el lugar de un borrico.

El hombre se sonó la nariz con los dedos y se rascó la tripa.

Giuseppe vio una oportunidad inesperada.

—Señores —dijo—, quiero presentarles a Otto. Es resultado de mi magia, porque soy el Gran Gipetto, que obra portentos y milagros por el bienestar de las personas; no hay nada que sea demasiado pequeño para Gipetto, nada demasiado grande. Como no tenía ya necesidad de mi asno, lo transformé en un rapaz.
Voilà
, que dicen en la corte de París. Eso sí que es arte, ¿no?

Los ancianos miraron a Giuseppe con una mezcla de desconfianza y temor, tenían los hombros encogidos y los ojos como platos. Aunque pertenecían a distinto sexo, se semejaban como dos gotas de agua, y si uno se fijaba más, la mujer y los niños poseían los mismos rasgos, por lo que Giuseppe pensó en esa clase de endogamia que provocaba que en zonas despobladas fuera tan difícil distinguir a los animales de las personas. Se dijo que había ciertas posibilidades si sabía guardar la presencia, porque cuando la sesera estaba vacía, la desconfianza era tanto mayor, y muchos estafadores habían tenido que reconocer que entre la gente simple se trata de tocar una melodía que conozcan.

—Una mosca —dijo—. Todos sabemos lo molestas que son las moscas, ¿verdad? Aunque en esta época no son muy comunes, ya tendréis un insecto o un hilador, una araña o un escarabajo, ¿no? Pues veréis qué divertido. Será una magia que recordaréis hasta el día de vuestra muerte y contaréis a vuestra descendencia. Desde Nápoles hasta Roma, he entretenido a gente tanto vulgar como noble con este prodigio mágico que hechizará vuestros ojos y embelesará vuestros oídos.

Ellos siguieron sin reaccionar.

—Una mosca —repitió Giuseppe—. ¿Una mosquita negra? ¿No? ¿No hay moscas? ¿Será posible que los señores vivan realmente en la única casa al norte de Pisa que no tiene moscas?

«Malditos palurdos —pensó—; donde hay ganado hay también moscas.»

—Entonces, permítanme que muestre a los señores un arte que aprendí en Francia.

Hizo una pausa. Los montañeses miraron a otra parte. Con más entusiasmo. Y es que Arturo había dejado el carro y estaba andando sobre las manos.

Aquello divirtió a los niños, que aplaudieron entusiasmados.

«¿Qué hace ese cretino? —pensó Giuseppe—. ¿Va a ponerse a actuar? No debe de parecerle suficiente ser un asno.» Pero tal vez era ésa la melodía que había que tocar para lograr que los niños hablaran.

—En una vida anterior —dijo a gritos— este rapaz no era sólo un asno de cuatro patas, sino que trabajaba también en la corte de Mirandola. Saltaba sobre las mesas, rodeado de príncipes y reyes, y ¡menudas bromas! Menudas fiestas daban en Mirandola, donde se comía hasta en la letrina. ¡Vaya francachelas!

Arturo estaba sobre una mano y ponía los ojos en blanco.

—¡Hop! —voceó Giuseppe, e inmediatamente Arturo dio un salto hacia atrás como un mono. Continuó hablando a los niños, que se divertían ruidosamente—. Todo lo que sabe este saltimbanqui lo ha aprendido de su humilde maestro, que asimismo entretuvo a la nobleza francesa con artes del mismo tipo. ¿Un poco de agua para el mozo, si son tan amables?

Sonrió a la mujer, que mandó a su hijo mayor a buscar la jarra.

Entretanto, Giuseppe habló de su época en la Universidad de Salerno.

—Dieciséis años sentado en un pupitre —dijo, poniendo una mano en la cadera.

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