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Authors: Bjarne Reuter

Tags: #Aventuras, histórico

El Embustero de Umbría (37 page)

—¿Dónde está ahora Pagamino?

—Cerca, Tiziano, cerca. El dominico que se encuentra en la sala de al lado lleva varias semanas siguiendo su rastro. Viene directamente de Viareggio. Pero dejemos que lo cuente él.

—¿Qué espera de mí el señor obispo?

—Que escuches y que partas con él. No lo pierdas de vista, porque ese hombre es de un estilo parecido. Recuerda que él y Pagamino son viejos conocidos.

—Pero es un dominico, ¿no?

Agostino suspiró y le dirigió una dulce mirada indulgente.

—Sí que lo es, pero tras el hábito se esconde un pellejo pardo y una cola sin pelo. Ya te digo, pocas veces se ha hecho tan visible una rata. Pero no te engañes: ese hombre sabe de botánica y también de las Sagradas Escrituras.

El obispo abrió la puerta.

La sala contigua estaba iluminada por cinco candelabros de siete brazos. En el centro del suelo de mármol marrón había una hermosa alfombra, y a lo largo de los motivos geométricos de la alfombra había en total doce sillas que formaban un cuadrado.

El hombre que había de pie junto a la ventana se volvió en cuanto entró Tiziano acompañado del obispo. Era un hombre alto, fornido, vestido con el hábito negro característico de los dominicos, aunque se había acicalado. En sus dedos largos y bien cuidados llevaba pesadas sortijas con piedras rojas y azules. Tenía la cara alargada y el pelo negro, con aspecto de teñido. La nariz era estrecha y arqueada; los labios, carnosos, y los ojos, vivos.

Hizo una leve reverencia.

—Me llamo Rinaldo. Eduardo Rinaldo.

El obispo le rogó que tomara asiento frente a él.

—Rinaldo —comenzó—, cuéntale al capitán de qué conoces a Pagamino.

El monje bajó la mirada y juntó las manos.

—Me duele decirlo, capitán, pero Giuseppe Pagamino y yo nos conocimos cuando éramos jóvenes. Él solía venir a casa de mis padres, pues era de familia modesta, pero tenía buena cabeza y quería estudiar. Estábamos interesados en las hierbas medicinales y nos pusimos a estudiar en la Universidad de Salerno. Poco podía sospechar que mi compañero de estudios se ganaba la vida cavando en las tumbas de la comarca.

—Todo eso ya lo sabemos —lo interrumpió Agostino—. ¿Cómo era Pagamino en relación con la fe?

Rinaldo se tomó su tiempo antes de responder, se veía que disfrutaba enormemente escuchándose a sí mismo. Hablaba como si estuviera recitando un texto de memoria.

—No me corresponde a mí juzgar, del mismo modo que tampoco creo que ninguna persona esté perdida para la verdadera fe, aunque debo decir que Giuseppe Pagamino ha vendido su alma al Anticristo. Nuestra relación, puesto que jamás ha sido amistad, se rompió cuando reparé en su insensibilidad hacia la palabra de Dios. A menudo él decía acerca del cielo: «¿Para qué ir allí? No; yo quiero ir al infierno: ahí van los maestros sabios y los gallardos caballeros, ahí van las damas galantes que han sido infieles a sus maridos, ahí van los malabaristas, los arpistas y los reyes del mundo.»

Agostino se retorció las manos.

—¿Cuándo lo viste por última vez?

Rinaldo se alisó la túnica.

—¿Que cuándo lo vi por última vez, excelencia? Le diré: en una vida anterior. Nos separamos enemistados, nos fuimos cada uno por su lado. Y no creía que fuera a oír hablar más de él en la vida, pero me equivocaba. Porque Pagamino se ganó enseguida una fama enorme.

—¿Fama? —susurró Tiziano.

El monje le dirigió una mirada regocijada.

—Como el hombre que podía hacer que creciera el pelo y devolver la vista a los ciegos. Un modo de vida que lo obligaba a estar siempre de viaje, porque los ungüentos y brebajes que vendía eran como reírse de las desgracias de la gente.

Agostino se aclaró la garganta y miró de reojo a Tiziano.

—Tienes un aire inquisitivo, capitán. ¿Deseas decir algo?

Tiziano se enderezó, como si hubiera despertado de un sueño.

—He conocido a ese hombre en persona —afirmó—, y se ajusta a la descripción, aunque a mí no me pareció especialmente peligroso. Incluso compartí una jarra de vino con él.

—Pagamino —intervino Rinaldo— es una persona encantadora cuando le conviene y ve que puede lograr algo con ello. Pero ande con cuidado, capitán, porque la mentira está siempre al acecho, esperando su oportunidad.

Tiziano no respondió y se limitó a encogerse de hombros.

—¿Quieres añadir algo, capitán? —preguntó el obispo.

El monje lo miró con un destello en los ojos.

—Pagamino no viaja solo —susurró—, lleva consigo a un joven.

Agostino asintió en silencio.

—Ya lo sé, y corren muchos rumores acerca de ese chico. Nos corresponde a nosotros verificarlos. La Iglesia tiene que hacer lo que debe, y la misión a la que se os envía es posiblemente más importante de lo que creemos en este momento. Podéis hacer con Pagamino lo que se os antoje, pero al chico lo quiero vivo, porque es el que cura la peste bubónica, y ¿quién sino el Príncipe de las Tinieblas cura las heridas que ha provocado Dios? —Juntó las manos—. Capitán Tiziano, hermano Rinaldo —dijo, arrodillándose—, rezad conmigo una plegaria, pues siento con más fuerza que nunca la presencia de Satanás.

29

En que Tiziano conoce al próximo Papa de Roma
y hace lo que mejor se le da

Bajo su ventana, la ciudad está finalmente silenciosa. Pero de un lejano callejón surgen canciones. En ese momento sólo existe la melodía y la luna de color amarillo miel que cuelga sobre Roma con una mirada introvertida; pero el insomne sabe que la muerte atraviesa la Ciudad Eterna, porque la muerte tiene una voz profunda y melancólica que provoca el silencio de las personas y el desconcierto de la luna.

Tiziano alarga el brazo hacia el vaso de agua, se estremece, se repliega en la cama y mira frente a sí.

—Tiziano, amigo mío, ¿te he asustado? Lo siento. Toma, bebe algo de agua.

El capitán toma el vaso y bebe a pequeños sorbos mientras observa al obispo, que va vestido con un hábito negro de capucha puntiaguda.

—Ha pasado la medianoche —dice Agostino, mirando en torno a sí—, y la oscuridad se cierne sobre la ciudad papal. Y es que se dice que en Roma todas las almas a las que la Iglesia ha otorgado indulgencias se transforman en sombras. Mañana volveré a Lucca, y tú, capitán, continuarás viaje a Viareggio. Ambos tenemos trabajo que hacer. Pero en Roma aún hay una misión para ti, amigo mío. —Se sienta en el borde de la cama y observa a Tiziano con mirada penetrante—. Te prometí que en el centro del mundo conocerías al siguiente Papa de Roma.

—¿Sí, padre?

—Lo tienes ante ti.

Tiziano abrió la boca.

—Pero yo creía que el hombre del hospital… —Se calló.

Una sonrisa tenue frunció los labios del obispo.

—También él lo cree. —Apartó la mirada de Tiziano—. Las intrigas, el nepotismo, la corrupción, los enredos, los escolásticos hipócritas, en pocas palabras, la política está a punto de corromper a la Iglesia. No te fatigaré con detalles. Tenemos una gran responsabilidad, y un emperador obsesionado por el dinero no va a reemplazar a otro. Hemos de devolver la santidad al Vaticano. El respeto por la silla papal. Y la persona que has visto esta tarde no es digna de ese asiento. No cumple con su deber. Mucha historia de monos, mucho excremento, mucho pragmatismo y mucha incredulidad. Bernado no ve a la serpiente hasta que lo ha mordido. —Bajó la voz—. Vengo de una reunión secreta de un grupo compuesto por cardenales. Gente importante, hombres poderosos. Están todos muy preocupados. Aunque Bernado está viejo y débil, aún tiene mucha influencia y podría muy bien convertirse en el siguiente Papa de Roma. El consistorio me ha pedido que lo impida. Por todos los medios.

—No alcanzo a comprenderlo, padre.

—Tú eres el medio, Tiziano. Recuerda lo que te dije en Lucca: en Roma te espera la mayor proeza. Acepta esta misión, no cabe mayor honor. —Puso la mano en la mejilla del capitán—. Tienes mi confianza. Mi plena confianza. Aunque en ciertos momentos he debido meditarlo, sigues teniendo la confianza de la Iglesia. Esta noche volverás a Santo Spirito. El hospital estará a oscuras, pero con este hábito te fundirás con las sombras. Ya conoces el camino a su cama. Sabes cuál es tu deber, y estarás de regreso antes de que salga el sol.

—¿Me pide que lo mate?

—Te pedimos que impidas una catástrofe.

Tiziano sacudió la cabeza.

—No puedo hacerlo, padre.

—¿Cómo que no puedes?

—No, padre, no puedo. Un cardenal. No me pida que lo haga.

—Tiziano, tu mano escribirá la historia del mundo.

—¡No!

—Déjame terminar, amigo mío. Porque hasta ahora jamás has dudado. La mano que empuñaba el cuchillo jamás ha temblado.

—Soy un soldado, padre, no un asesino.

—Pero, Tiziano, amigo mío —dice Agostino recostándose—, ¿has olvidado ya a Friggo?

El capitán se levanta y se acerca a la ventana.

—¿Qué sé yo de Friggo? —susurra.

El obispo se le acerca, se coloca detrás y le cuchichea al oído:

—¿Qué sabes de Lorenzo el Magnífico? Un caballero de Bolonia. Vuélvete y mírame a los ojos, capitán. No subestimes a tu protector. Porque lo he sabido siempre. Pero he preferido callar.

Tiziano regresa a su camastro, se tumba de espaldas y mira fijamente al techo. Permanece en silencio un rato largo y después dice:

—Ya lo he visto, padre. Me ha asaltado una especie de visión del futuro.

—¿Qué has visto?

—Lo que tengo que hacer.

El obispo asiente en silencio y se despoja del hábito.

—El que ya está mojado —susurra— no teme a la lluvia.

En los lóbregos pasillos del hospital se oían sollozos apagados. Había más gente de lo esperado: familiares, médicos y monjas. El trajín del día no había disminuido con la noche.

Encontró rápidamente el pequeño jardín de rosales y caminó inadvertido junto a la pared, se escondió cuando apareció un enfermero, pero finalmente abrió la puerta de la habitación de altas paredes.

Laurencio Bernado se entretenía revisando sus papeles. Estaba de lado en la cama, para aprovechar al máximo la luz de la vela de sebo. Tenía una lupa potente en una mano, y en la otra un paño que apretaba contra la frente.

Cuando Tiziano entró, el anciano no se movió, sino que siguió examinando sus documentos, creyendo probablemente que sería la camarera que iba a hacer su trabajo.

No le dirigió toda su atención hasta que Tiziano estuvo a los pies de la cama.

—¿Sí…? —dijo el anciano, guiñando los ojos con la vela ante sí; reconoció al joven y volvió a colocar la vela sobre la mesa.

—Señor —respondió Tiziano, mientras se inclinaba y metía la mano en la abertura de la manga.

Laurencio Bernado asintió en silencio, porque sabía de quién estaba recibiendo visita. Su mano soltó el pergamino. Su boca se abrió, pero no miró al cuchillo, sino al asesino.

—Agostino —susurró.

Tiziano hundió el arma hasta la empuñadura.

—Señor —repitió respetuoso, y describió una curva con el cuchillo desde la garganta hasta la caja torácica, donde lo hundió bajo la última costilla, dando paso a la penetrante orgía de color de las vísceras.

Cuando él llega al Tíber, están preparando el cadáver. Las monjas son diligentes enfermeras, pero de pronto el muerto abre los ojos, la boca se mueve, la lengua se desliza afuera, larga y llena de bultos, violeta y gris, pero sobre todo interminable, y surge como una serpiente mordiéndose la cola. Las monjas se funden y transforman en un animal fabuloso: doce bocas gritando, paralizadas por el terror.

Petrificadas.

30

Sobre sirenas retozonas y sobre cómo divertirse.
Al final, Giuseppe es vencido por el hambre

Hábitos y sandalias yacían esparcidos entre los secos matorrales del monte, mantos negros con cruces de ocho puntas en pecho y hombros, cubrecabezas ajados y ropajes más claros usados como ropa interior.

Giuseppe llamó a Arturo.

Era temprano. Se encontraban en los Apeninos, atravesando la cadena montañosa italiana, camino de Ravena. Giuseppe conocía bien aquellos montes, y guiado por los sonidos, dictaminó que había varias mujeres tomando un baño.

—Monjas —refunfuñó—, monjas bañándose, todo un espectáculo para un artista. ¿Eres artista, Arturo?

—No, que yo sepa, maese.

—Pues sigue a tu señor, que él sí lo es —dijo, desapareciendo en la espesura.

Poco después estaban entre los matorrales que rodeaban aquel idílico lago de montaña, donde siete monjas se movían como delfines en las aguas verdeoscuras. La vegetación era tan espesa y las orillas tan empinadas, que sólo un rayo de sol penetraba entre la hojarasca, y era precisamente aquel rayo el que hacía que la escena fuera íntima, encubierta y prohibida. Los cuerpos de las mujeres se disolvían y se tornaban azulados, centelleantes y ligeros. Nadaban de lado, de espalda, y con el sexo al aire daban la vuelta, se sumergían y surgían del agua, cegadoramente blancas, indecentemente desnudas. El cabello, colgando suelto, reforzaba la imagen de anfibios, de sirenas retozonas de piel azul lunar, sexo color piña verde y boca color rojo cereza. Sus risas se elevaban como burbujas, reventaban contra la pared de roca y renacían en forma de eco travieso.

—Frutti del mare
—susurró Giuseppe, lamiéndose la paleta—. La inocencia emancipada, magnética y antipática. Aquí se ve a la mujer tal como es en realidad, es decir, nacida del mar, que a escondidas regresa a su origen para devolver un instante su cuerpo a la madre naturaleza. Sublime, Arturo, sublime. Dios mío, qué nalgas.

—Pero, maese…

—Domínate, rapaz, la representación puede terminar de pronto, y esos seres eróticos volverán a buscar la sombra de los ropajes de monja. Pero uno no disfruta del teatro todos los días. ¿Por qué diablos tienes los ojos cerrados?

—Es que están completamente desnudas, maese.

—Justo como las ha creado Dios. ¿No es acaso reconfortante ver que no están hechas de otra manera que las verduleras de Positano? Toma buena nota, cretino, pues con las monjas pasa como con los obispos, clérigos y otros rateros: sin ropa son todos iguales. Qué estimulante.

Desde el agua llegaban unos chillidos sofocados.

—Pero ¿no es algo malo espiarlas como estamos haciendo?

—Yo no estoy espiando a nadie, estoy estudiando anatomía. Es posible que tú, que tienes unos pensamientos ordinarios, guiados por los sentidos, veas a esas mujeres como algo más que representantes del sexo opuesto. Simplemente me pregunto cuándo, si no, tiene el científico la posibilidad de investigar a la mujer desnuda, aparte de las veces en que hay que rascarse el bolsillo. Mira a esa chica corpulenta de pelo negro y pecho abundante, por no decir exuberante. Ésa no se reprime a la hora de cenar.

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